CAPÍTULO XXIII

Revelaciones.

Parte primera

Varias veces había repetido ya la hija del maestro de armas la visita a la señora encerrada en casa de Pedrera, sin que hubiese ésta revelado a su nueva amiga el secreto de su vida. Rosalía respetaba aquella reserva, limitándose a consolar y animar a la enferma y a proporcionarle los pocos alivios que admite el horrible mal que padecía la infeliz señora.

Una tarde mientras se ocupaba Antonio en cosechar la fruta de la huerta, para lo cual había recibido amplia autorización, y en coger un nido de pajaritos que estaba en lo más alto de un árbol de aguacates, la desconocida y la hija del capitán se divertían en observar al muchacho que, con la ligereza propia de su edad, pasó de rama en rama hasta llegar donde pudo apoderarse del nido. Bajó muy satisfecho y mostró a la señora y a su hermana el único pichón que contenía.

—¡Pobre madre! —exclamó la desconocida—, ¡cómo va a sentir el encontrarse sin su hijo cuando vuelva!

Esta sencilla y natural observación fue hecha con un acento de emoción tan profunda, que no pudo dejar de llamar la atención a Rosalía.

—Antonio —dijo a su hermano—, es una iniquidad el que te apoderes de ese pichoncito. Podías subir y poner otra vez el nido donde estaba.

El muchacho, muy contento con la presa que había hecho y contando ya con criar al pajarito, no puso muy buena cara a la idea de prescindir de su conquista; pero, habiendo Rosalía repetido sus instancias y unídose a éstas las de la señora, hubo de condescender y, trepando de nuevo al árbol, volvió a poner el nido donde lo encontró.

—Por esa buena acción —dijo la señora—, te voy a regalar un loro, que es, muchos años hace, mi compañero de prisión.

—No se prive usted de él —dijo Rosalía. Antonio sabe que la mejor recompensa de una acción buena es el contento que ella proporciona.

—Eso es —dijo el mocito—, lo que me has enseñado; pero si es voluntad de la señora regalarme el loro, no estará de más y lo recibiré como ribete del premio de la buena acción.

La desconocida se sonrió y reiteró la oferta. Antonio, contento con la adquisición, corrió a jugar al otro extremo de la huerta, mientras la enferma y Rosalía se paseaban bajo los árboles que daban sombra al punto donde se encontraban. Después de un momento de silencio, dijo la señora, estrechando afectuosamente la mano a la joven:

—Usted no puede calcular, amiga mía, el dolor de una madre que ve desaparecer a su hijo para siempre.

Diciendo así, comenzó a llorar y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Rosalía.

—Yo lo sé —añadió con palabras entrecortadas por los sollozos—; he sufrido, sufro mucho y sufriré mientras viva ese acerbo dolor.

—¿Ha perdido usted un hijo? —preguntó la joven con interés. ¿Es usted o ha sido casada?

—Jamás —contestó la desconocida con acento casi imperceptible—. No he sido ni soy casada; y sin embargo, soy la más infeliz de las madres, pues no he vuelto a ver a mi hijo desde la noche en que vino al mundo por desdicha suya y mía.

Rosalía hizo un movimiento que denotaba sorpresa y disgusto, y notándolo la señora, exclamó juntando las manos en actitud de súplica:

—¡Oh! No me condene usted antes de oírme. Usted, lo repito, es un ángel de pureza y de bondad; ha venido a consolarme y a proporcionarme los únicos momentos de satisfacción que he tenido en más de veinte años. Escuche usted mi dolorosa historia, y si ella hace que yo pierda la estimación que haya podido concebir por mí, espero al menos que me dará algún derecho a su compasión.

La desconocida se sentó o por mejor decir se dejó caer sobre los escombros de la fuente, y colocándose a su lado Rosalía, comenzó aquélla en estos términos la narración de su historia:

—Soy hija de uno de los más respetables y más ricos negociantes de la ciudad. Habiendo muerto mi madre cuando era yo muy niña todavía, mi padre concentró en mí todo su afecto. Desgraciadamente sus ocupaciones eran grandes y exigían toda su atención. Así fue que, amándome entrañablemente, no podía, sin embargo, prestarme todos los cuidados que exigía una persona de mi edad, y a quien el cielo había hecho presente de un don que hace con frecuencia la desdicha de la mujer que lo posee. Decían todos que yo era el vivo retrato de mi madre, que había llamado la atención general por su belleza cuando vino al país.

Púsome mi padre al cuidado inmediato de una mujer que supo engañarlo, a pesar de sus años y de su experiencia. Bajo un exterior austero, doña Dorotea (tal era el nombre de mi aya), encerraba una alma corrompida y egoísta, y habría sido capaz de venderla a satanás por un puñado de oro. Llegué a cumplir dieciséis años sin comprender la perversidad de la que estaba encargada de mi educación, sin embargo, de que ciertas expresiones que se le escapaban de vez en cuando debieron haberme revelado sus dañadas propensiones. En mi inocencia no comprendí su verdadero significado, y no hicieron más que despertar en mí deseos, vagos y sentimientos que yo misma no podía calificar.

Un día, al salir de la iglesia, se nos acercó un hombre, joven todavía, y que por su porte y maneras manifestaba ser persona distinguida. Antes de que yo llegara a la pila a tomar el agua bendita, lo hizo él, y alargándome en seguida su mano para que la tocara, me dijo en voz baja:

—Si usted quiere, bella Catalina, saber una noticia que mucho le interesa, sírvase salir a su balcón esta noche a las doce.

El desconocido fijó en mí sus ojos negros, medio adormecidos y yo me estremecí bajo aquella mirada que me hizo experimentar una sensación de vergüenza, de placer y de miedo. Me apresuré a alejarme seguida de doña Dorotea y resuelta a no hacer lo que exigía de mí aquel hombre extraño.

Tal era mi firme propósito, y lo hubiera llevado a cabo, si mi perversa directora, que sin duda estaba ya en inteligencia secreta con don Juan (así se llamaba el que vino a ser autor de mis desdichas), no hubiera trabajado astutamente durante todo el día para convencerme de que ningún mal habría en que saliera yo al balcón aquella noche. Díjome que tal vez se trataba de la honra, de la vida o de los intereses de mi padre y que por un necio escrúpulo iba yo quizá a exponerlos gravemente. Me resistí cuanto pude; pero las pérfidas insinuaciones de doña Dorotea, y ¿por qué negarlo? cierta curiosidad o secreto interés que sentía ya en lo más recóndito de mi alma de saber qué tendría que decirme aquel desconocido, me hicieron consentir en dar el primer paso, que me condujo al abismo.

Mi padre se recogía temprano y dormía tranquilo, confiado en la traidora dueña que me custodiaba. Don Juan llegó a la hora señalada y cuando se retiró, la luz del alba comenzaba a teñir el horizonte. Por supuesto no me hizo revelación alguna, diciéndome la dejaba para la siguiente entrevista. Ya doña Dorotea no tuvo necesidad de instarme para que acudiera a la segunda cita, ni a otras muchas que tuvieron lugar después. Don Juan me había ofrecido su mano y repetido mil veces el juramento de ser mi esposo. Me dio a entender que era muy principal caballero, rico y grande amigo de mi padre; pero que por ciertas razones poderosas que debía mantener ocultas durante algún tiempo no podía aún pedirme en matrimonio. En mi credulidad inocente, acepté como verdad todo cuanto aquel hombre me decía, y en las largas horas de nuestras citas bebía yo a torrentes el veneno del amor. Embriagada, loca, hice un dios de aquel perverso y de mi corazón el templo donde le tributaba el culto más ferviente. Una palabra suya valía para mí más que cuanto hubiera podido decirme el mundo entero, y si don Juan me hubiese dicho que me arrojase materialmente en un abismo, no habría vacilado un momento en hacerlo.

Al de la perdición me condujo insensiblemente aquel hombre frío y cruel. Protegido siempre por mi diabólica directora, pudo encontrar sin mucha dificultad el modo de que nos viéramos en mi propio aposento. Yo vine a ser la más desdichada de las mujeres. Mi aya, cuando vio el resultado de su indigna trama, desapareció una noche, huyendo, según supe después, con unos tres o cuatro mil pesos, a San Salvador, donde se casó con un joven que la tomó por interés de su dinero. Mi padre recibió un golpe mortal. Me exigió el nombre de mi seductor; pero me negué a revelárselo, pues don Juan me había dicho que al saberlo mi padre, uno de los dos dejaría de existir. El desdichado anciano me lo suplicó bañado en lágrimas y rehusé obstinadamente. Entonces, armándose de una severidad que tenía yo harto merecida, me despidió de su casa, simuló un viaje, y, a lo que supe después, esparció la voz de que yo había muerto.

Don Juan me recibió en la calle la noche en que me lanzó mi padre de su lado y me condujo a una pobre casa, en un extremo de la ciudad. Tenía yo el corazón partido de dolor; pero en medio de mi profunda aflicción, me halagaba la idea de que no me separaría de aquél a quien consideraba ya como mi esposo. ¡Vana esperanza! Bajo diversos pretextos, me dejó don Juan, sola al cuidado de una mujer a quien interesaron sin duda mi edad y mi desdicha, pues se mostraba buena y afectuosa conmigo. Las visitas de don Juan fueron haciéndose más raras cada día. Decíame que, ocupaciones urgentes no le permitían disponer sino de muy pocos momentos para verme.

Una noche llegó meditabundo y preocupado. Conocí que algo grave tenía que comunicarme y lo insté tímidamente (pues sin saber por qué había mucho de miedo en el amor que sentía yo por aquel hombre), a que me abriera su corazón y me dijera lo que parecía tenerlo cuidadoso.

—Es —me dijo—, que se acerca el momento en que vas a ser madre, y es necesario que pensemos lo que debemos hacer de nuestro hijo.

—¡Cómo! —exclamé asombrada—; ¿pues no vamos a casarnos? ¿No puede estar conmigo?

—No —contestó él; nuestro matrimonio tiene que retardarse, muy a pesar mío. Debo hacer un viaje largo, y cuando vuelva nos casaremos. Entretanto, te dejaré en una casa al cuidado de mi mejor amigo; pero donde por desgracia no podrás llevar a tu hijo.

—Un rayo que hubiera caído a mi lado me habría impresionado menos que aquellas palabras.

—¡Separarme de mi hijo! —exclamé—; ¡jamás! Prefiero mil veces ir a implorar el perdón de mi padre, a solicitar la caridad pública, si fuere necesario.

Entonces don Juan se puso en pie y con un aspecto feroz, que yo no le había visto jamás, exclamó:

—Pues bien, ya que es necesario que lo sepas todo, sábelo. Mi vida es azarosa; la cuchilla del verdugo está siempre pendiente sobre mi cuello. ¿No has oído hablar de una temible asociación de ladrones y asesinos que hace algún tiempo es el terror de la ciudad?

—Sí —contesté temblando al escuchar aquella espantosa indicación.

—Pues yo soy su jefe —añadió don Juan—; su jefe ignorado y oculto. No puedo, no debo permanecer aquí durante mucho tiempo. Mis compañeros continúan la obra durante mi ausencia, bajo la dirección de personas inteligentes que suplen mi falta, y a nadie podría ocurrir en ningún caso que don Juan de Montejo, hidalgo rico y relacionado con la mejor sociedad, que viaja frecuentemente por el extranjero sea el mismo capitán de bandidos, a quien no han logrado ver hasta ahora y a quien se conoce sólo con el nombre de Pie de lana.

Me levanté horrorizada; quise huir, pero me faltaron las fuerzas y caí sin conocimiento. Cuando lo recobré, don Juan o sea Pie de lana había desaparecido, dejándome dicho con la mujer que cuidaba de mí, que volvería. Yo estaba medio loca de terror y espanto, y sentía que mi sangre se inflamaba. La fiebre comenzaba a transformar mi inteligencia.

Aquella misma noche fui madre. Yo tenía formada mi resolución. En un momento en que la mujer que me asistía había pasado a la cocina de la casa a prepararme un poco de caldo, me vestí, y envuelta en la colcha de la cama, cubriendo con ella a mi pobre hijo, salí, sin saber a dónde iría. Seguí la calle derecha; recuerdo que pasé delante del cementerio. Bañada en lágrimas y transida de frío, me detuve a encomendar el inocente niño a la Madre de los Dolores, cuya imagen estaba en la esquina, iluminada por una lámpara. Continué hacia arriba de la ciudad y llegando a una de las calles principales, vi una casa grande y de buena apariencia y puse a mi desdichado hijo a la puerta; llamé tres o cuatro veces con fuerza y cuando oí que acudían, me retiré medio muerta de dolor. Volví a tomar la calle del cementerio; pero no pude continuar. Me faltaron las fuerzas, caí desvanecida, y cuando recobré el conocimiento, vi a mi lado a don Juan por quien sentía ya un miedo invencible, aunque, ¡ay! sin dejar de amarlo.

Había yo luchado siete días con la fiebre. Mi edad y mi buena constitución triunfaron del mal, y cuando estuve restablecida y en aptitud de poder salir, me intimó don Juan la orden de trasladarme a la casa donde debería quedarme mientras él regresaba de su viaje. No me preguntó qué había sido del niño, ni yo le dije una palabra. ¿Sabía ya acaso dónde lo había dejado? Obedecí, pasé a esta casa, donde vivo hasta hoy, al cuidado de un perverso amigo de mi seductor y sus compañeros en maldades. Aunque vivía muy retirada y no se me permitía asomar a la ventana, sino de noche, podía yo recorrer la casa con entera libertad. Don Ramón no tenía más que un negro esclavo que conserva hasta hoy y una vieja criada sorda, entregada de tal modo a su amo, que se habría dejado hacer pedazos antes de infringir la más insignificante de sus órdenes.

Así viví durante el largo espacio de más de ocho años. Don Juan volvió; vino a verme; pero no hablaba ya de matrimonio. Hizo otros viajes, y al regresar no dejaba de visitarme. Tiene arrendada la casa contigua, que se comunica con ésta por varias puertas y en aquélla suelen celebrar los de la cuadrilla algunas de sus reuniones. Allí llevan el fruto de sus rapiñas y se lo distribuyen. Sospecho, sin embargo, que tienen otro punto de reunión; pero no sé cuál es. Don Juan, o sea Pie de lana, es hombre que no omite precaución, y sólo así puede dirigir los hilos misteriosos de esa trama que la autoridad no ha podido romper hasta ahora.

Con profunda atención y el más vivo interés había escuchado Rosalía la primera parte de la historia de doña Catalina de Urdaneche, pues nuestros lectores no han dejado de comprender ya que aquella desdichada era la hija del viejo negociante. No quiso interrumpirla con preguntas ni observaciones, limitándose a estrecharle la mano con ternura en los pasajes más interesantes de su triste relación.

Después de un momento de silencio, dijo la señora:

—Ahí tiene usted, mi buena amiga, la narración exacta de mis desventuras durante los primeros nueve años que siguieron al aciago día en que vi por la primera vez al llamado don Juan de Montejo. Usted, en su buen juicio y escuchando su corazón compasivo, calculará si soy más digna de lástima que de censura, y si tengo derecho aún a conservar su simpatía y su amistad.

—Usted lo tiene mayor que antes, señora —dijo Rosalía, estrechando a doña Catalina contra su corazón—. Yo valgo bien poco, añadió la bondadosa joven con efusión; pero usted puede disponer de mí, como si fuera hija suya.

—Aún no ha oído usted —replicó la de Urdaneche—, más que la mitad de mi triste historia. Falta la parte más terrible, la que explicará a usted el misterio de la estrecha prisión en que vivo hace ya más de doce años. Es tarde, y debemos separarnos. Veo que el pobre Antonio, cansado de aguardar, se ha quedado dormido bajo aquel naranjo. Despertémoslo y retírese usted. Mañana oirá el fin de la narración de mis desdichas.

La señora y Rosalía llamaron al niño, y después de haber permanecido durante un rato estrechamente abrazadas, se separaron, prometiéndose volver a reunirse a la siguiente noche.