CAPÍTULO XXII

La señora del velo negro

El muchacho puesto en atalaya sobre el caballete de la pared divisoria de las casas del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera y del maestro de armas don Feliciano de Matamoros, no volvió a ver asomar durante dos días a la señora a quien debía hablar por encargo de su hermana. Las naranjas de la rama que tocaba con la pared estaban casi agotadas ya, y Antonio perdía la esperanza de ver a la enferma. Por último, al caer la tarde del tercer día, cuando se preparaba el mocito a abandonar el puesto, creyó distinguir una figura entre el ramaje de los árboles de la huerta. No se engañaba; era la misma mujer, alta y encorvada, a quien había visto cuatro días antes. Acercóse lentamente al punto donde estaba el muchacho, y pronto pudo advertir éste que la señora llevaba la cara cubierta con un tupido velo de tul negro.

Cuando estuvo ésta a distancia en que podía hablar a Antonio, le dijo:

—¿Qué haces allí?

—Estoy aguardándola a usted —contestó él.

—¿Y qué se te ofrece conmigo?

El rapaz, que no aguardaba esta pregunta, ni estaba preparado a contestarla, dijo:

—Si es que mi hermana… somos hijos del capitán don Feliciano Matamoros, el que enseña a jugar la espada… y mi hermana, que se llama Rosalía, la quiere a usted mucho… y como sabe que usted tiene muy buenas naranjas en su huerta, me ha mandado a preguntarle si le vende algunas.

—Pues me parece —contestó la señora viendo la rama que tocaba con la pared—, que no has aguardado que te las vendiera para tomarlas.

—Si fue —replicó el muchacho—, que se cayeron de maduras y fueron a dar al gallinero de mi casa.

—Bien —dijo la del velo—; ¿y sólo eso quiere conmigo tu hermana?

—No —respondió Antonio, animado por el acento bondadoso de la señora—; si es que la Rosalía dice que desea verla a usted y poder servirle de algo… Porque ha de estar, señora, que mi hermana y yo andamos por todas partes buscando enfermos, y ella dice que quién quita que usted también pudiera estar enferma.

La encubierta guardó silencio durante un momento y luego dijo:

—Es decir, que tu hermana gana su vida asistiendo enfermos en las casas.

—No —replicó Antonio—, no nos pagan nada, ni asistimos toda clase de enfermos. Mi hermana ha hecho voto de cuidar a los que padecen de…

El muchacho se detuvo, temiendo ofender a la señora, si decía el nombre de la enfermedad.

—Ya entiendo —dijo ella exhalando un suspiro—. ¿Y tu hermana es casada, soltera o viuda?

—Es viuda —contestó Antonio.

—¿Tiene hijos?

—Sí, tiene tres: yo y mis dos hermanas somos sus hijos.

—¿Cómo puede ser eso? —replicó la del velo—. ¿No dices que es tu hermana?

—Es mi hermana; pero todos dicen que también es nuestra madre.

—¿Y cómo se llamaba el marido de tu hermana?

—Si no tenía marido.

—¿Que no tenía marido y es viuda?

Es viuda, porque ya se iba a casar con el teniente, el del caballo galán del paseo de Santa Cecilia; pero de repente no volvió y se va a casar con otra; y todas las vecinas llaman desde entonces a mi hermana, la viuda.

La señora del velo negro hubo de deducir, sin duda, de la charla inocente del muchacho, que lo que decía encerraba alguna triste historia, y dijo:

—Es decir, que tu hermana sufre.

—Vive muy triste —continuó Antonio—, desde que no viene a casa don Gabriel, yo la he visto llorar a escondidas y limpiarse las lágrimas con el delantal, cuando está haciendo la comida. Pero cuando vamos a ver a los enfermos está contenta y no llora.

La señora guardó silencio, y después de un momento dijo:

—Yo también deseo mucho ver a tu hermana y hablarle.

—Lo de menos es —replicó Antonio—, que usted venga a nuestra casa, o que ella pase a la de usted.

—Ni lo uno ni lo otro es posible —dijo ella—. Es necesario arreglar la manera de que nos veamos por esa pared.

—Pues eso corre de mi cuenta —dijo el chico—. Yo daré modo de encaramar a la Rosalía, para que ustedes platiquen cuanto quieran.

—Muy bien —respondió la del velo negro—. Mañana a esta misma hora. Adiós.

Diciendo así, se retiró, y Antonio, muy satisfecho del modo en que había desempeñado la comisión, bajó a dar cuenta a su hermana del resultado de su encargo. La pobre Rosalía se puso de mil colores cuando le refirió el muchacho sus respuestas a las preguntas de la encubierta, y principalmente al oír que la había dado por viuda y lo que dijo del teniente. Reconvino seriamente a Antonio por haber hablado lo que no debía y en seguida ella y él se pusieron a discurrir cómo harían para que la joven pudiera subir a la pared. Después de haber imaginado varios medios y encontrado a todos inconvenientes, dijo Antonio, palmoteando las manos:

—Ya di con el modo. Arrimamos a la pared mis zancos, que son muy grandes y fuertes; ponemos una mesa y una silla encima para que subas a los zancos, y cuando estés arriba, por lo menos te queda la cabeza fuera del albardón. Rosalía sonrió al oír la idea del muchacho, pero no le pareció mala, y dijo que probaría.

En efecto, a la mañana siguiente colocaron el aparato, atando los zancos por la parte de abajo a los pies de la mesa, para que no se movieran, y apoyando la parte de arriba contra la pared. Rosalía subió y pudo colocarse de modo que, como había calculado el muchacho, le quedaba la cabeza y la mitad del pecho fuera del albardón. Agarrándose a éste, podía mantenerse en una posición, si no muy cómoda, bastante segura.

Al caer la tarde, habiendo salido el capitán a dar un paseo, Rosalía llevó sus dos hermanitas a casa de una vecina, recomendando se las cuidaran, como acostumbraba hacerlo siempre que salía a sus excursiones caritativas, y se dirigió al gallinero con Antonio. Era ágil y ligera: subió con facilidad, como lo había hecho por la mañana y se puso a aguardar a la señora. El muchacho le detenía los zancos para que no se movieran; precaución casi innecesaria, pues estaban bien asegurados en los pies de la mesa.

No pasaron cinco minutos sin que apareciera la desconocida, que llevaba la cara cubierta con el velo, como cuando la había visto Antonio.

—Veo, señorita —dijo con acento que revelaba bastante emoción—, que el niño, hermano de usted, no me ha engañado, y que hay una persona sensible y buena a quien inspira interés la suerte de ciertos desgraciados.

Lo que Antonio ha dicho a usted, señora —contestó Rosalía—, sobre mi deseo de ver a usted y hablarle, es la verdad. Si usted sufre, si padece alguna enfermedad y yo puedo proporcionarle algún auxilio, nada me será más agradable que poder hacer algo por usted.

—¿Si sufro? ¿si padezco? —exclamó la del velo negro—; usted, según me ha dicho su hermano, se ha consagrado a la santa ocupación de cuidar de aquellos desdichados de quienes huyen todos. Debe usted haber visto correr muchas lágrimas, debe haber sido testigo de grandes sufrimientos. Pues todos los que ha visto, créamelo usted, joven, no son comparables a los tormentos que yo sufro hace ya muchos años. Usted; sin duda ha presenciado el espectáculo conmovedor de la miseria agravada con la más horrorosa de las enfermedades; pero seguramente no ha tenido ocasión de ver aún el de un tormento moral incomparable unido al más cruel de los padecimientos físicos.

—¿Y qué puedo hacer yo, señora —dijo Rosalía—, para proporcionar a usted algún alivio?

—La simpatía sola que usted me manifiesta, señorita —contestó la encubierta—, es ya un consuelo de gran precio para mí. Por lo demás, mis males son desgraciadamente de aquéllos que sólo la muerte puede remediar.

Al decir esto la desdichada señora se puso a llorar y sollozar bajo el velo que le cubría el rostro; y Rosalía, que lo advirtió, no fue dueña de contener sus lágrimas, profundamente conmovida.

—Es preciso que hablemos despacio —dijo la joven—. Si usted no puede venir a mi casa, ni yo a la de usted, debemos discurrir el modo de reunimos.

—Eso —contestó la del velo—, no es imposible; pero exige mucha precaución. Vivo hace más de doce años encerrada como en una cárcel, y si advirtieran que tengo comunicación con alma viviente, se me reduciría a prisión más estrecha. Mis carceleros, por no decir mis verdugos, están interesados en que yo no hable con nadie.

—¿Quiere usted —preguntó Rosalía—, que dé yo aviso a la justicia, para que registre la casa y la ponga a usted en libertad?

—De ninguna manera —contestó la señora—; semejante paso no haría más que consumar mi desdicha. Las personas que me tienen encerrada sabrían burlar a la justicia, haciéndome desaparecer. Usted no sabe todavía, añadió con un ligero estremecimiento, los secretos que encierra bajo sus cuatro paredes esta horrible casa.

—Pues bien —dijo la hija de Matamoros—, nada diré; pero es necesario que yo encuentre el medio de entrar a esa huerta; que hablemos y que pueda proporcionar a usted algún alivio.

—Repito que podrá hacerse —replicó la señora—. No temo nos sorprendan en conversación, pues jamás entra persona alguna a este patio. Recibo mis alimentos por un torno y paso la vida completamente sola.

—Mañana —dijo Rosalía—, arreglaré el modo de entrar.

—Usted es un ángel, hija mía —exclamó la del velo—. Adiós.

—Soy una pobre mujer que sufre también —dijo la joven—, y nada más. Adiós, señora, hasta mañana; y bajó con los ojos inundados en lágrimas.

La hija del capitán no pudo conciliar el sueño aquella noche. La voz de la desconocida y la revelación que le había hecho, aunque sólo a medias, de sus sufrimientos, impresionaron vivamente a la tierna y compasiva joven, que hizo el propósito de no omitir medio alguno para proporcionar algún lenitivo al dolor de la desconocida.

Al siguiente día dijo a su hermano que era necesario discurrir el modo de que ella pudiera pasar a la huerta. Antonio, comprendiendo desde luego, que para eso no podrían servir sus zancos, puso en tortura su imaginación viva y traviesa, a fin de encontrar el arbitrio deseado. Fue dos o tres veces a calcular la altura de la pared, discurrió dos o tres planes que no tenían más que el ligero defecto de ser impracticables, y por último exclamó, dándose una gran palmada en la frente:

—Voto a sanes, ¡cómo no se me había ocurrido antes! Una escalera.

—¿Una escalera? —dijo Rosalía—; pero no la hay en casa, y pedirla prestada en alguna de las vecindades, pudiera despertar Dios sabe qué sospechas.

—¿Y quién te dice que la pidamos a nadie? Yo la haré con los palos de mis zancos, que son largos y fuertes, y con unos travesaños que amarraré con un ovillo, quedará lista la escalera. Trepamos; luego que estemos en el albardón, subimos la escalera, la ponemos del otro lado y bajas por ella con la mayor facilidad.

La caridad no conoce obstáculos; y no ya aquel proyecto, en que no había riesgo, un verdadero peligro habría arrostrado la bondadosa hija del maestro de armas por servir a una persona desgraciada. Ella misma ayudó a Antonio a armar la escalera y cuando estuvo lista, la ensayó, subiendo y bajando con la mayor facilidad.

Por la tarde, a la hora convenida, la colocaron en el mismo punto donde habían puesto los zancos; subió primero Antonio y después Rosalía, a quien dio la mano cuando estuvo a la altura del caballete. Pero se presentó de repente una dificultad en que no habían pensado. Rosalía experimentó cierta repugnancia a la idea de colocarse a horcajadas sobre el caballete, mientras Antonio pasaba la escalera, y no era posible ponerse en otra posición sobre el remate de una pared que formaba un ángulo agudo.

—Pero, ¿quién va a verte? —le decía Antonio— sólo yo, y si acaso la señora; ¿y eso qué importa?

—Me veo yo misma y eso basta —contestaba la púdica doncella, poniéndose encendida.

—No hay otro remedio —replicó el mocito—, porque si subes con los ojos cerrados para no verte, puedes venirte abajo. Conque, si quieres pasar a la otra casa, es necesario te resuelvas a estar lo que hace una Ave María montada en el caballete.

—Pues bien, subiré —dijo Rosalía; y roja como una granada, se colocó en la posición que era inevitable y cuidó de no dirigir los ojos a los lados de la pared, para no ver las faldas de su vestido levantadas hasta cerca de las rodillas.

Antonio pasó la escalera y ayudó a su hermana a bajar. La del velo, que estaba ya en la huerta, abrió los brazos y estrechó a Rosalía.

—Perdone usted —dijo la joven, y levantando el velo que cubría la cara de la desconocida, puso su frente sobre los labios de la enferma. Quiso ésta retirarse y exclamó:

—¿Qué hace usted, señorita? ¡Qué imprudencia!

No me llame usted señorita —contestó Rosalía—; dígame hija mía, como anoche. ¡Es tan dulce esa expresión y hace tantos años que dejé de oírla!

Al decir esto la bondadosa joven volvió a unir su rostro al de la señora, que vencida al fin por aquella piadosa insistencia, correspondió a la caricia y besó muchas veces con sus labios cenicientos por la elefancía, la frente límpida y tersa de la hija del maestro de armas. La luna que se levantaba en el horizonte, y que en aquel momento rasgaba el delgado cendal de una nube que la había velado durante un momento, alumbró aquella escena. Cogidas de las manos, se dirigieron la señora y la joven al borde de una antigua fuente, destruida ya, que había en la huerta. Sentáronse allí y estuvieron contemplándose en silencio durante un momento.