CAPÍTULO XXI

Manuelita la Tatuana

Desde que Gabriel Fernández estuvo seguro del amor de Matilde de los Monteros y del agrado con que la familia de ésta veía el proyectado matrimonio, aguardaba impasible el consentimiento de su padre, y que la fortuna, que tan propicia se la había mostrado hasta entonces, le hiciese un nuevo favor, proporcionándole el ascenso en su carrera que pondría el colmo a sus más lisonjeras esperanzas.

Aun cuando sea con perjuicio de nuestro héroe, debemos confesar que en el sentimiento que experimentaba por aquella joven, había más amor propio y vanidad que verdadera pasión. Lo halagaba la idea de ser dueño absoluto de aquel corazón rebelde que había sabido resistir a las solicitudes de tantos adoradores y la de haber dominado el orgullo de la mujer que lo viera al principio con la más desdeñosa indiferencia. Pero aquella ilusión, aquella ternura con que había amado a la pobre hija del maestro de armas, no entraban casi por nada en las relaciones un tanto frías y medio ceremoniosas con la brillante y aristocrática belleza que era ya su novia a los ojos de la sociedad.

Preciso es añadir a esta confesión que el espíritu un tanto versátil del teniente Fernández comenzaba a considerar algo monótonos aquellos amores semioficiales. Como los tertulianos de doña Engracia habían ido desertando poco a poco, dejando el campo libre al afortunado cortejo de Matilde, las reuniones no dejaban de parecer ya a Gabriel un tanto fastidiosas. Comenzaba a cansarlo la mariposa de plata que servía de antifaz a la única vela con que se alumbraba la pieza donde recibían las señoras por las noches; la mancerina del mismo metal que sostenía la preciosa jícara en que se servía el chocolate a su futura suegra; y más que la mariposa y la mancerina, lo fastidiaba ya la conversación poco instructiva de la buena señora. Cuanto tenían que decirse Gabriel y Matilde, estaba dicho y repetido hasta la saciedad. El vocabulario del amor casi agotado ya, no tenía cómo alimentar las conversaciones de los dos jóvenes durante las horas en que doña Engracia, protegida por las alas de la mariposa, digería dormitada sus marquesotes y su chocolate.

No por eso se crea que Gabriel habría visto con indiferencia que un obstáculo cualquiera se atravesara entre Matilde y él; ni se imagine tampoco que pretendamos dar a entender que hubiera dejado de amar a ésta enteramente. Lo único que deseamos hacer notar es que, encontrándose en no disputada posesión de la mujer a quien cortejaba más por vanidad y por orgullo que por verdadera pasión, comenzaba a encontrar monótonas y frías aquellas relaciones.

Esto condujo al joven teniente a buscar distracción en lo que podía proporcionársela. Comenzó a gastar el dinero con cierta profusión que le atrajo pronto numerosos amigos. Unos cuantos mancebos, militares unos y paisanos otros, que lo reconocían como jefe, formaron una asociación que, obteniendo pronto la simpatía de las mozas, hizo fruncir el ceño a padres y maridos. Organizaban fiestas en casas de equívoca reputación, y frecuentemente hacía Gabriel Fernández los gastos de aquellas reuniones no muy decorosas. Concurrentes asiduos al juego de pelota que se hallaba establecido por entonces en el espacioso patio donde muchos años después se construyó el teatrito de Variedades, los calaveras, como los llamaban la gente formal, perdían allí sumas de alguna consideración.

Un día de tantos tuvo necesidad Gabriel de abocarse con su tutor, don Andrés de Urdaneche, a quien no veía ya sino muy de tarde en tarde. Después de informarse de la salud del anciano, bastante quebrantada a la sazón, sacó el teniente una lujosa cartera de terciopelo carmesí con las armas de los Fernández de Córdoba grabadas en una plancha de plata sobre la cubierta, y comenzó a extender sobre la mesa de Urdaneche algunos papeles.

El viejo negociante seguía los movimientos del joven sin decir palabra. Luego que hubo terminado la operación, dijo Gabriel:

—Tiene usted aquí, señor don Andrés, algunas cuentecitas que es necesario pagar.

—¿A cuánto montan? —preguntó Urdaneche.

—No lo sé —replicó el joven—; pero no puede ser gran cosa. Sírvase usted verlas.

Don Andrés se caló las gafas y tomando una pluma y un pliego de papel, comenzó a sumar.

Había allí cuentas de sastres, zapateros y plateros; de las tiendas de géneros, de las de vinos y licores y otras que ascendían a ochocientos veintinueve pesos cinco reales. Entre las partidas llamó particularmente la atención del anciano una de ciento ochenta y cinco pesos por listones y fajas de seda; pero, por supuesto, no se consideró con derecho de preguntar a Gabriel, para qué había necesitado comprar tanto listón y tanta faja. Por último, venía un memorándum o nota de deudas contraídas en el juego de pelota, que ascendían a mil quinientos pesos.

—Total —dijo Urdaneche—, dos mil trescientos veintinueve pesos cinco reales.

—No puede ser —exclamó Gabriel—. ¿En qué he de haber yo gastado tanto?

Don Andrés le pasó, sin decir palabra, el pliego donde estaban anotadas y sumadas las partidas. El teniente las medio examinó y repetía:

—No puede ser, no puede ser.

—Plazaola —dijo Urdaneche, levantando la voz. Inmediatamente se presentó aquel mismo sujeto a quien vimos responder a igual llamamiento cuando algunos años antes fue Gabriel por vez primera a ver a don Andrés. Llevaba la misma pluma detrás de la oreja y se hubiera dicho que no había pasado día por él.

—Entregue usted —dijo Urdaneche—, dos mil trescientos veintinueve pesos y cinco reales a don Gabriel Fernández, y que le firme un recibo.

El teniente no era hombre para ponerse a contar aquella suma, aunque la entrega se le hizo en onzas de oro. Llamó dos indios y haciéndoles cargar con el dinero, se marchó muy satisfecho. Sabía ya que podía contraer deudas de consideración y que el crédito que tenía abierto en la casa de Agüero y Urdaneche era poco menos que inagotable. Así fue que pagados sus acreedores, comenzó inmediatamente a contraer nuevas deudas. Derramaba el oro con la profusión de aquél a quien nada le cuesta, aumentando de día en día el círculo de sus parásitos y la fama de la inmensa riqueza de que podía disponer. Los dos mil y tantos pesos que acababa de pagar se multiplicaron por ocho o diez en boca de los noticieros de la ciudad y el público aceptó el hecho sin examen.

Entre los amigotes que formaban la corte del joven Creso había uno que se distinguía por la destreza con que explotaba su vanidad, lisonjeando sus pasiones y haciéndose pagar bien caros los servicios que prestaba al descarriado teniente. Llamábase Cristóbal de Oñate; contaba ya más de cuarenta años y había recorrido los diferentes grados de la escala del vicio, hasta tocar en aquéllos de los cuales era difícil pasar. Este perdulario vino a hacerse el mentor de Gabriel, que le abrió su corazón (a lo cual no daba Oñate grande importancia), y su bolsillo, objeto principal de la amistad interesada del pegote.

Oñate había conducido a su discípulo a casa de todas las mujerzuelas de reputación problemática que había en la ciudad, donde pasaban alegremente las horas en bailes y comilonas. Una noche Gabriel y sus amigos se divertían en una casuca del barrio de Candelaria, donde se había reunido la flor y nata de las bellezas del vecindario. Eran las nueve. Oñate estaba inquieto y salía a cada instante a la puerta que daba a la calle, como si aguardara a alguna persona que tardaba. A las nueve y media se abrió la puerta y apareció una vieja, cuya cabeza completamente cana, agitaba un ligero temblor nervioso, y cuyas manos, secas y huesosas sufrían la misma convulsión. Tras ella entró una joven como de veinte años, morena, ojos negros, sonrosada, y cuyas facciones todas, perfectamente delineadas, formaban el tipo más interesante y atractivo de esa raza en que la sangre indígena y la española entran por iguales partes. Una salva de aplausos acogió la aparición de aquella linda joven.

—Ella es —dijo una voz—, Manuelita la Tatuana: y todos los jóvenes de la reunión, con excepción del teniente Fernández, gritaron a voz en cuello: ¡Viva la Tatuana!

La joven que acababa de entrar y cuya llegada excitaba tanto entusiasmo, era hija de la anciana que la acompañaba y ambas habían venido recientemente de la Antigua a establecerse en la nueva Guatemala. La madre de la vieja fue aquella célebre Tatuana que pasaba por una grandísima bruja y que, según la tradición, había sido emplumada en castigo de sus hechicerías. El apodo hereditario en aquella familia, se había transmitido de la abuela a la hija y de ésta a la nieta y nadie conocía a la moza con otro nombre que el de Manuelita la Tatuana. Cuando la joven se despojó del rebozo de seda de colores vivos que llevaba sobre los hombros, dejó ver el pecho y la espalda, que medio cubría una delgada camisa de tul blanco. La enagua era de batavia roja con vuelo de gasa muy fina, blanca como la camisa, y bajo el ruedo asomaba el menudo pie, completamente descalzo. El cabello, formando dos gruesas trenzas negras con un ancho listón muaré encarnado, bajaban hasta tocar casi con la tierra los dos grandes florones con que remataban. Los brazos, perfectamente torneados, la mano breve y fina que no parecía acostumbrada a trabajos recios y el aire satisfecho y casi osado que se advertía en la Tatuana, llamaron vivamente la atención de aquellos jóvenes señores.

Hemos dicho que Gabriel no unió su voz al coro que saludó la aparición de la belleza de los pies desnudos; pero no fue por cierto porque no admirara aquel espléndido tipo de la mujer del pueblo. Por el contrario, la impresión que le hizo fue tal, que no le dejó lugar de pronto para externar su asombro con vivas y palmadas, como sus compañeros.

Uno de los oficiales puso su gorra de cuartel a los pies de la Manuelita, que correspondiendo a aquella invitación a bailar, lució su gentileza en un fandango. Gabriel seguía con avidez los movimientos de aquel cuerpo ligero como el de una sílfide; buscaba la mirada de fuego de aquellos ojos negros y no perdía una sola de las palabras vivas y atrevidas que salían de tiempo en tiempo de aquella boca que mantenía entreabierta la respiración agitada de la danza. El impresionable joven hizo mentalmente una comparación entre aquella mujer y la digna y fría Matilde Espinosa de los Monteros, y… triste es decirlo, la balanza se inclinó por el momento del lado de la Tatuana. Media hora después, Gabriel, que había estado rondando en derredor de Manuelita como la mariposa en torno de la llama, estaba en una esquina de la sala en conversación con la muchacha. Los amigos, que parecían respetar la elección del jefe de la alegre pandilla, se divertían con las otras damiselas de la reunión y Cristóbal de Oñate, en un rincón oscuro de la pieza, hablaba con la vieja Tatuana y se sonreía como Mefistófeles al ver a Fausto a los pies de Margarita. El plan de aquel hombre diabólico iba saliendo a medida de su deseo. Era él, antiguo cortejo de la madre, quien la había hecho venir de la Antigua con su hija, y tendido aquel lazo al rico y generoso teniente. Oñate se prometía ser el intermediario de los amores de Gabriel Fernández y Manuelita la Tatuana y hacerse pagar su trabajo con liberalidad. La vieja había entrado en el plan sin el menor escrúpulo; pero, conociendo el carácter extraño y caprichoso de su hija, no había creído conveniente decirle lo que se proyectaba.

Habría sido muy capaz de negarse a tomar parte en la farsa.

Gabriel era tímido. No tenía aún el aplomo que da el hábito de cierta sociedad, y se sentía siempre inclinado a ser respetuoso y cortés con las mujeres, cualquiera que fuese su condición. Trató de usted a la Tatuana, distinción a que no estaba ésta acostumbrada por parte de las personas de la clase del teniente y que la lisonjeó, por lo mismo que le parecía extraña. Ella conoció al momento la impresión que había hecho en el joven oficial, a quien veía objeto de las atenciones de todos, y cuya figura no le desagradó a primera vista.

Al siguiente día de aquella fiesta, en que Gabriel ya no se separó casi de la Manuelita, fue a visitarlo Oñate y por supuesto hizo que la conversación recayera sobre la linda moza. Dijo que había conocido en la Antigua a la madre, cuando todavía no era enteramente vieja; que estaban muy pobres, ocupándose la hija en hacer cigarros y la anciana en vender polvos y bebidas para inspirar el amor a los tontos que creían semejantes patrañas.

Gabriel habló con entusiasmo de la muchacha, deseó visitarla y Oñate se ofreció a llevarlo a casa de las Tatuanas. No quiso el teniente diferir la visita un solo día. Fueron aquella misma tarde, y tuvo mucha pena al ver el miserable alojamiento de aquella que le parecía ya casi digna de habitar un palacio. Volvió otra vez y otras muchas; hizo obsequios valiosos a la vieja; la joven apareció un día calzada con zapato de raso y media de seda y una tarde en la plaza de toros, llamó la atención un riquísimo hilo de perlas que la joven Tatuana llevaba al cuello. Valía seiscientos pesos. Aquellas mujeres cambiaron de casa y vivían ya con cierta comodidad, por no decir lujo.

El secreto de aquella transformación no tardó en descubrirse. Toda la ciudad sabía quién era el que hacía aquellos obsequios, menos la familia de Espinosa. Don Pedro algo había oído; pero casualmente fue en ocasión en que se publicaba el parte del general Alva, dando noticia de haber ocupado Madrid el Duque de Ciudad Rodrigo, y huido los franceses, y el bueno del regidor decano apenas atendió a lo que le decían de su futuro yerno. A doña Engracia y a Matilde nadie se había atrevido hasta entonces a decirles una palabra; aunque, a la verdad, había más de veinte vecinas y no vecinas que decían diariamente que no era caridad dejar que la santa señora y la pobre niña ignoraran lo que tanto les importaba saber. Gabriel continuaba sus visitas a Matilde y hablaba siempre de aguardar con ansia el día en que podría llamarla esposa. Sus relaciones con la Tatuana le parecían cosa insignificante y sin consecuencia alguna, siempre que no llegasen a noticia de su novia. Tal vez Gabriel se equivocaba al formar ese juicio, y quizá el tiempo habría de enseñarle que hay cosas con que a veces no puede jugarse impunemente. Pero no anticipemos los acontecimientos, y dejando al héroe de esta historia empeñado en aquella intriga galante, veamos lo que hacía entretanto la bondadosa hija del capitán Matamoros para ponerse en relación con la señora enferma de su vecindad.