Revelación.
Descubrimiento
Por fortuna para el licenciado don Diego de Arochena, no hubo persona alguna que lo viera aquella madrugada vendado de los ojos, atado de las manos y disfrazado de mendigo en la puerta de su propia casa. Su amigo íntimo y discípulo don Jerónimo Rosales, inquieto al ver que amanecía y no regresaba don Diego de su expedición nocturna, tomó la capa y el sombrero y dispuso ir a buscarlo. No bien hubo abierto la puerta, encontró al licenciado tendido en la grada, echando mil maldiciones y jurando vengarse, aunque sin decir de qué ni de quién. El pasante desató la ligadura, quitó la venda de los ojos de su maestro y guardó cuidadosamente el ceñidor y el pañuelo, como cuerpo del delito.
Arochena, no obstante la fatiga que sentía, no quiso acostarse; refirió su extraña aventura a don Jerónimo, y a pesar de la intimidad que reinaba entre ellos, omitió en su relación una vaga sospecha que había concebido, por la estatura, el aire y el acento de la voz (aunque fingida), del sujeto que le había jugado tan pesada burla. Parecíale la idea tan inverosímil, que quiso aguardar a tener alguna prueba para comunicarla a Rosales. Por lo demás, la aventura de aquella noche no retrajo a don Diego de su propósito de procurar la aclaración del secreto que tanto le interesaba descubrir. Por el contrario, ella fue un motivo más para excitarlo a continuar sin descanso sus investigaciones, que tendrían en adelante un doble objeto: el de impedir el matrimonio de Gabriel Fernández y el de vengarse del desconocido que le había inferido tan grosero ultraje.
Durante toda la mañana estuvo el licenciado cavilando, sin poder acertar con el hito que debiera conducirlo en el laberinto de dudas y de confusión en que se hallaba envuelto. Pero acontece muchas veces en la vida que un secreto que no podemos descubrir por nuestros esfuerzos, comienza a revelársenos por efecto de la casualidad; y así le sucedió aquella vez a don Diego. Como al medio día paseábase en su gabinete, en la mayor agitación, hablando y gesticulando solo, cuando se abrió la puerta con cautela, entró el criado de la casa y puso una esquela cerrada en manos de su amo. Arochena conoció la letra del sobrescrito y estuvo a punto de arrojar el billete, sin abrirlo, a la canasta de los papeles inútiles. Sin embargo, dominando aquel impulso, abrió la carta y leyó lo siguiente:
«Amigo don Diego: necesito urgentemente ver a usted. Estoy enfermo. Venga. —Andrés de Urdaneche».
Será, pensó Arochena, para alguno de tantos negocios de la casa que me están encomendados. ¡Bueno estoy yo para ir ahora a ocuparme en esas cosas! No iré.
Puso la esquela abierta sobre su bufete y continuó paseándose, entregado a sus cavilaciones. Cada vez que llegaba delante de la mesa, echaba los ojos maquinalmente a la carta.
—Necesita urgentemente el verme —decía Arochena—. ¿Y a mí qué me importan las urgencias de don Andrés ni las de su casa de comercio…? Dice que está enfermo… No es extraño. Es tiempo ya. Ese hombre es viejo… ¿Y si estuviera en caso de muerte? —añadió el letrado como si lo asaltara una idea súbita—. ¿No es él, corresponsal de Fernández de Córdoba? ¿No es él, encargado de suministrar a su supuesto hijo cuanto necesita? ¿Si me llamara para una revelación importante? Voy allá inmediatamente.
Cinco minutos después don Diego llegaba a casa de Urdaneche y era introducido en el dormitorio del viejo negociante. Don Andrés estaba recostado en un sillón, pálido, pensativo y con el brazo izquierdo suspendido de un pañuelo blanco, atado en derredor de la nuca. El criado que introdujo al licenciado se retiró y cerró la puerta, por orden de su amo.
—¿Está usted malo, señor don Andrés? —dijo Arochena, fijando su mirada escrutadora en las facciones del anciano.
—Sí, amigo mío —contestó Urdaneche sin alteración aparente—. He sufrido esta mañana un ligero ataque de insulto y ha sido necesario sangrarme.
—Eso es riada —dijo don Diego chanceando—; enfermedades de ricos.
—A mi edad —replicó Urdaneche—, un mal ligero puede ser precursor de otro grave. En todo caso la prudencia aconseja que esté uno preparado.
—No diré lo contrario —contestó Arochena—; pero me parece que usted no tiene por qué inquietarse. Los negocios de la casa supongo continúan bien, y en cuanto a los personales de usted creo serán de muy fácil arreglo. Usted no tiene herederos directos; su único pariente, que yo sepa, es su sobrino nieto, don Jerónimo Rosales…
La fisonomía del anciano pareció tomar un aire sombrío e interrumpiendo al abogado dijo con palabras entrecortadas:
—He ahí, amigo Arochena, lo que ni usted ni yo mismo podemos asegurar.
—¿Cómo? —preguntó don Diego con alguna inquietud—, ¿que no puede usted asegurar que no tiene herederos directos y que Rosales, mi pasante, puede no ser su más inmediato pariente? Sírvase usted explicarse don Andrés.
El anciano guardó silencio durante un momento y luego, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo, dijo en voz muy baja y con acento que revelaba profunda emoción:
—Hay aquí (y se puso la mano sobre el corazón), un secreto que hace veinte años envenena mi existencia; que jamás he revelado a nadie y que sólo la dura necesidad me obliga a descubrir a usted ahora. Tengo confianza en su discreción y me es indispensable su consejo como letrado. Escúcheme usted.
Sin saber bien por qué, Arochena consideró de la mayor importancia lo que iba a decir don Andrés; así fue que se propuso no perder una sola de sus palabras.
—Usted debe saber —continuó diciendo el viejo negociante—, que yo fui casado.
—Lo sé —contestó don Diego—, y también que perdió usted a su esposa muchos años hace, quedándole una niña que murió joven.
Allí está —replicó Urdaneche—, la parte dolorosa de mi triste historia. Esa hija mía que usted y todos creen muerta, y que lo ha estado para mí veinte años hace, tal vez viva ahora. Aquella desdichada, añadió con voz sorda, cometió una falta grave, cuando contaba apenas diecisiete años. Cuando lo advertí, le exigí el nombre de su seductor y se negó obstinadamente a revelármelo. Entonces me resolví a lanzarla de mi casa, de donde salió para no volver jamás. Fingí un viaje y esparcí la voz de que mi hija había muerto.
Nunca he vuelto a oír hablar de aquella desventurada; no sé si vive y si existe el fruto de su falta. Tal vez me queden pocos días de vida; debo disponer de lo que poseo y necesito el consejo de usted, ¿Puedo testar libremente, ignorando si mi hija existe?
Urdaneche calló. Podían haberse contado los latidos de su corazón, que palpitaba violentamente. El desdichado había tenido que hacer un gran esfuerzo para revelar al abogado aquel secreto guardado durante tantos años. Don Diego escuchó con asombro aquella confesión, y se agolparon en su espíritu las sospechas más extrañas. Profundamente preocupado de una idea, creyó entrever en lo que le refería Urdaneche, algo que estaba relacionado con el misterio cuya aclaración procuraba con tanta ansia. Sin saber bien por qué, se le atravesó el pensamiento de que aquella mujer encerrada en casa del escribano Pedrera, pudiese ser la hija de don Andrés y el llamado Gabriel Fernández el fruto de su caída. Pero entonces, ¿quién era el padre de aquel joven? ¿El escribano mismo que lo tenía en su casa? No parecía probable. Nadie más extraño por su carácter a esa clase de aventuras que don Ramón. Además, se sabía que Gabriel había sido colocado en aquella casa por el mismo Urdaneche, que seguramente no tenía sospecha alguna de que pudiera ser su nieto. ¿Por qué, entonces le abría su bolsa con tan ilimitada generosidad? ¿Cómo explicar los lujosos regalos que Gabriel había recibido para la fiesta de noviembre? ¿Sería Urdaneche solamente el intermediario de otro para transmitir esos obsequios, el instrumento del oculto y desconocido seductor de su hija? Y, después, ¿quién era éste? No un cualquiera, seguramente, una vez que podía mantener a su hijo con lujo y hacerle regalos costosísimos.
Un minuto bastó para que aquellas reflexiones atravesaran rápidamente por la imaginación de don Diego. Como se ve, aunque agregando un dato nuevo a los que ya tenía, ellas dejaban aún cubierta bajo un velo impenetrable, la parte principal del secreto que tenía el más vivo interés en aclarar. Estuvo tentado de insinuar al anciano la sospecha que había concebido de que fuese su hija la mujer encerrada en casa de Pedrera y Gabriel el hijo bastardo de esa misma mujer. Pero reflexionó inmediatamente pues dando a don Andrés la idea de que su hija vivía, era seguro que esto privaría a don Jerónimo Rosales de la herencia del anciano, o del cuantioso legado que probablemente le dejaría, caso de creerse sin herederos directos. No ignoraba Arochena que si en efecto vivía la hija de don Andrés, y su sobrino nieto era nombrado heredero, o legatario en cantidad considerable, podía esto más tarde dar origen a un litigio; pero esa consideración no arredraba a un letrado de la habilidad y audacia de don Diego. En todo caso, se decía a sí mismo, vale más tener que sostener un pleito, que no ver pasar la herencia a otra persona, como sucederá si llega a descubrir Urdaneche que vive su hija.
Hechas estas reflexiones, resolvió guardar sus sospechas en lo más profundo de su alma, y dijo a don Andrés:
—Pienso que es imposible que si la hija de usted viviese, no hubiera usted oído hablar de ella en tantos años como han pasado desde su desaparición. Lo más probable, lo seguro casi es que no existe, lo cual deja a usted en plena libertad de disponer de sus bienes en favor de otra persona. En todo caso, mi opinión es que usted otorgue un testamento cerrado, escribiendo usted mismo su última voluntad, cerrando y sellando el pliego y haciendo que un escribano y siete testigos firmen sobre la cubierta una razón en que conste que aquél es el testamento de usted. Si para redactarlo, tiene usted necesidad de mí, no tengo para qué decirle que a cualquiera hora me tiene a su disposición. Yo creo que usted no olvidará a su sobrino nieto, su más inmediato deudo y que tiene tanto afecto y respeto por usted.
Urdaneche clavó su mirada penetrante en el abogado y le dijo:
—Puede usted estar seguro de que no olvidaré a mi sobrino.
Completamente satisfecho con el resultado de la conferencia, Arochena se despidió del viejo negociante y corrió a su casa a informar a su discípulo y amigo íntimo de la brillante fortuna que se les preparaba. Decimos se les, porque don Diego sabía muy bien que viniendo a ser Rosales heredero o legatario de don Andrés, sería como si lo fuese él mismo.
Entretanto, Urdaneche, luego que volvió la espalda don Diego, se sonrió con desdén y levantándose no sin trabajo, se sentó junto a una mesa donde había recado de escribir y comenzó a trazar algunas líneas muy despacio en una foja de papel.
Dejaremos al anciano entregado a aquella ocupación y al letrado comentando con su pasante el importante acontecimiento, y diremos algo de una de las personas que han figurado en esta historia y a quien hemos perdido de vista hace algún tiempo. Es ésta la hija del maestro de armas, la abandonada novia de Gabriel. Rosalía había necesitado de ocupar su corazón desierto desde que tuvo que arrojar de él la imagen seductora del ingrato que burlaba tan cruelmente sus candorosas ilusiones. Pensó un momento retirarse a un claustro; pero aquella alma, exenta de egoísmo, comprendió inmediatamente que no debía abandonar a su padre anciano y a sus hermanos a quienes servía de madre y desechó resueltamente la idea. Entonces hizo Rosalía el propósito de consagrar todas las horas que le dejaba libres el cuidado de su familia y el trabajo que les proporcionaba escasamente la subsistencia, a asistir a los enfermos de un mal contagioso y repugnante, que inspiraba horror a todos, lo cual hacía que aquellos infelices necesitasen más que otros de la caridad. Eran éstos los leprosos o lazarinos, cuyo número era considerable en la población y que no estaban entonces recogidos en un establecimiento separado. Acompañada de su hermano, que contaba ya unos diez años, recorría los barrios de la ciudad, buscando cor el mayor empeño a los leprosos y prodigaba sus cuidados a aquellos infelices, proporcionándoles los alivios y consuelos que estaban a su alcance. El niño, temeroso al principio, había ido familiarizándose con los enfermos, acabando por no sentir aprensión ni repugnancia alguna de acercárceles y tratar con ellos. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de su hermana, parecía tener gusto en asistirlos.
Un día que la hija de don Feliciano tuvo que prescindir de sus excursiones caritativas, por cuidar a su padre, que estaba enfermo, Antonio (éste era el nombre del chico hermano de Rosalía), discurrió divertirse por las azoteas y tejados de su casa. Una pared divisoria no muy elevada, separaba el gallinero de ésta de la huerta de una casa grande, a cuya espalda caía la del maestro de armas. El muchacho se puso a cabalgar sobre el caballete, procurando coger algunas naranjas que pendían de una rama que casi tocaba con la pared, y de repente vio atravesar bajo los árboles a una mujer alta y encorvada, y cuyo cabello blanqueaba ya. Antonio quiso ocultarse, temiendo ser reconvenido; pero no pudo hacerlo tan pronto que no viese la cara de la señora, en la que descubrió al momento las señales que le eran ya muy conocidas, de una lepra bastante avanzada. La mujer volvió la cara precipitadamente y se retiró.
—Si me ofreces no regañarme por haber subido a la azotea —dijo el muchacho a su hermana, luego que bajó—, te digo lo que he visto en una de las vecindades. Es cosa que te interesa mucho.
—Haces muy mal, Antonio —contestó Rosalía—, en ir a espiar las casas ajenas. No sé lo que habrás visto ni creo que me importe saberlo.
—¿Que no te importa? Pues si es así, ¿por qué andas buscando por toda la ciudad lo que yo he visto en esa casa?
—¿Qué? —replicó la joven, interesada ya en el descubrimiento de su hermano—, ¿será tal vez algún enfermo?
—Enfermo, no —dijo el chico—; enferma, sí y con cara de estar muy mala. Figúrate que es como una granada.
—¿Y cuál es la casa? , dijo pronto.
—Ahí bien sabía yo —contestó Antonio riéndose—, que en diciéndote que había encontrado uno de tus queridos lazarinos, ya no me habías de regañar. Oye, es la casa que está a espaldas de la nuestra. El gallinero de aquí da a una huerta donde hay muchos árboles frutales, y allí vi atravesar una señora alta, agachada, medio vieja y que parecía muy triste. Volvió la cara y vi que era espantosa. Me escondí, pero creo que alcanzó a verme y tal vez vendrá ya la queja a mi padre. Te lo digo para que sepas lo que hubo y no vengan a poner de más.
Rosalía permaneció pensativa durante un rato, procurando calcular cuál sería la casa. Después de un momento de meditación, se puso pálida, luego encendida y dijo con voz balbuciente y como hablando consigo misma:
—Espalda con espalda con el gallinero de casa; es decir en la calle del cuartel de artillería. Pero ésa es, si no me engaño, la del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera. La casa donde vive… y no dijo más. La voz se ahogó en la garganta de Rosalía y la pobre joven cayó en profundo abatimiento. Esto no duró más que unos tres o cuatro minutos. Haciendo un esfuerzo para sobreponerse a la idea que le destrozaba el corazón, exclamó:
—Pero, ¿qué importa quién sea ella ni la casa donde esté? ¿No he hecho voto de buscar por todas partes y asistir a todos los desdichados que padezcan de ese mal; a los que tengan lacerado el cuerpo como tengo yo el alma? Antonio, añadió en voz alta, dirigiéndose al niño: vas a volver a subir a la azotea; procura ver a esa señora, hablale con dulzura, dile que yo, que tu hermana desea verla, hablarle y poder serle útil en algo, y me avisas lo que te conteste.
No deseaba el muchacho otra cosa que poder subir libremente a cortar las naranjas de la huerta vecina. Así, ofreció desempeñar desde el mismo día la comisión de su hermana; y en efecto, se situó en el caballete de la pared divisoria de las dos casas y aguardó con paciencia que volviese a aparecer la señora enferma.