CAPÍTULO XIX

Una noche en compañía de un cadáver

Si algún habitante de la soñolienta y tranquila ciudad de Guatemala hubiera tenido, por alguna causa grave, que subir o que bajar, de las once de la noche a las cinco de la mañana, la calle del cuartel de artillería, mediando el mes de mayo de 1811, habría podido ver tendido en la grada de piedra de la puerta de una de tantas casas de esa calle, un hombre de muy mala traza, que ya por efecto de embriaguez, o por sueño natural, roncaba de una manera que hacía retemblar los vidrios de las ventanas vecinas.

Cuatro o cinco noches hacía ya que aquel individuo, que tenía todas las trazas de un cucuxque, o pordiosero de la categoría más miserable entre los de su clase, elegía aquella grada como dormitorio, cuidándose muy poco de que uno de esos aguaceros que no son raros en aquella estación, le proporcionase un baño de que no tenía poca necesidad tanto la persona como los mugrientos harapos que la cubrían. Nadie había pasado que viera a aquel dormido; y si algún ser viviente hubiera atravesado la calle, no es probable hubiese fijado la atención en semejante circunstancia, harto común en aquellos tiempos. Pero a la sexta noche, como a las doce, llegó un individuo embozado en una capa de color oscuro, y con un sombrero negro hundido hasta los ojos, se paró a la puerta de una de las casas del frente de aquélla donde dormía el mendigo. Iba tal vez a entrar; pero dirigiendo la vista a la banda opuesta, percibió el bulto que formaba el dormido y se dirigió hacia él con paso precipitado.

La noche era oscurísima. Un espeso pabellón de nubes negras cubría el firmamento, sin dejar paso a la luz de una sola estrella, y de vez en cuando caían algunas gotas de agua, de ésas que suelen preceder a un copioso aguacero. Divisábanse a lo lejos, por la parte del sur, relámpagos fugitivos, indicio de la tempestad que descargaba sobre la costa, y se oía el trueno distante que acompaña al rayo.

El embozado estuvo observando durante un breve rato el cucuxque, pero sin poder verle la cara, pues la tenía cubierta con un pedazo de sombrero. Hízolo a un lado; y aunque quedó descubierto el rostro del dormido, como estaba la noche tan oscura, nada adelantó aquél en su examen. Pero a la cuenta, el de la capa no era hombre que desistiera fácilmente de un empeño; así fue que inmediatamente sacó un eslabón, con el cual encendió una mecha y con ésta una pajuela, que acercó a la cara del pordiosero. Estaba ésta tan sucia, que no hubiera sido fácil decir cuál fuera en realidad el color del cutis; pero buscando quizá algún otro indicio, quitó el embozado al dormido un asqueroso pañuelo que le cubría la cabeza, y aproximando más la pajuela, vio que el cabello del mendigo era tan rubio que tiraba a rojo. Esta circunstancia hubo de persuadir al sujeto de que aquel hombre no era lo que parecía. Apagó la luz y moviendo al otro fuertemente; hizo que despertara, dado que en realidad hubiera estado dormido.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el embozado en voz que podía advertirse no era la natural.

—¿Yo? —contestó el supuesto cucuxque entre dientes y como con mal humor—; dormir; ¿y a usted qué le importa? Déjeme y siga su camino.

—No, señor licenciado don Diego de Arochena —replicó el de la capa—; es necesario que antes que me vaya, sepa yo lo que significa ese disfraz y lo que hace en este sitio y a esta hora un sujeto de la condición de usted.

El abogado, a quien había vendido el cabello y la voz, viéndose descubierto, se puso en pie de un salto y sacando un gran cuchillo de bajo la sucia chaqueta que vestía, dirigió la aguzada punta del arma al pecho del desconocido. Éste, con un movimiento tan rápido como el de don Diego, dio un paso atrás y amartillando una pistola, apuntó al falso cucuxque y le dijo en tono resuelto:

—Si usted hace el menor movimiento, le levanto la tapa de los sesos.

Arochena se detuvo ante aquella amenaza, y no dijo una palabra. Entretanto, el embozado se puso en los labios un pequeño silbato y lo hizo resonar tres veces. Al último silbido aparecieron cuatro individuos, embozados también, y se acercaron con paso rápido.

—Desarmen a este hombre —dijo el que había llamado, y dirigiéndose a don Diego, añadió—: cualquier resistencia por parte de usted será inútil, y podrá costarle muy cara.

Diciendo así, sacó un pañuelo de algodón, vendó con él los ojos de Arochena y le quitó el cuchillo. En seguida, con el ceñidor o banda de uno de los que acababan de llegar le ató fuertemente las manos hacia atrás; le registró los bolsillos del calzón y de la chaqueta y encontrando allí un eslabón y una pajuela, se apoderó de estos objetos. Después dijo dos palabras al oído de los embozados; tomaron éstos en peso a don Diego y echaron a andar. El que había dirigido la operación, pasó a la banda del frente, abrió la puerta de una casa, que, como nuestros lectores habrán sospechado quizá, era la contigua a la del escribano don Ramón Martínez de Pedrera, y entró.

Los que cargaron con don Diego anduvieron un buen rato, ya hacia el norte ya hacia el sur, tan luego en dirección al oriente como al occidente, de modo que el letrado no pudo calcular a qué punto lo llevaban ni dónde pararon. Oyó que abrían una puerta, después otra, tendiéronle en tierra y se marcharon.

El furor de Arochena, prisionero sin saber dónde, ni de quién, estalló en sordas imprecaciones y en juramentos que hacía de vengarse cuando pudiera, de los que le jugaban tan pesada burla. Trató de ponerse en pie, y una vez que lo hubo conseguido, dirigió todo su empeño en desatarse las muñecas. Al cabo de media hora de lucha, logró aflojar el nudo y dejó libre una mano. Era cuanto necesitaba. Desató la venda que le cubría los ojos, esperando poder ver dónde estaba; pero su impaciencia no fue poca al advertir que se hallaba en una pieza completamente oscura. Fue andando a tientas hasta tocar con la pared, y siguiéndola, dio la vuelta a la habitación, que calculó no debía ser grande. No tropezó con un solo mueble; lo único que encontró fue una especie de mesa larga, de cal y canto, sobre la cual no había nada. Se encaminó entonces don Diego hacia el medio de la pieza y dio con otra mesa, de madera. Puso la mano encima para ver si había algo en ella, y la retiró horrorizado. Había tocado un objeto que tenía la frialdad y la rigidez de un cadáver.

El abogado no era cobarde; pero sí bastante supersticioso, como todas las gentes de su tiempo. Pasada la primera impresión que le causó el descubrimiento que acababa de hacer, quiso averiguar si se había equivocado o no. Volvió a tocar y no pudo ya abrigar la menor duda. Sobre aquella mesa había un muerto. Privado de los medios de encender luz, se puso a buscar a tientas y temblando, la puerta del cuarto, con la idea de procurar abrirla y escaparse. Fácilmente dio con ella, siguiendo las paredes; pero su desconsuelo fue completo, al advertir que le sería imposible abrirla, sin más instrumento que las manos. Reflexionó, caviló, puso en tortura su fecunda imaginación; todo fue inútil. Hay lances en que el ingenio más sutil es impotente a remover el más sencillo obstáculo que se opone a la consecución de nuestros deseos. Arochena se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta, para estar atento al menor ruido y aguardó el desenlace de aquella extraña aventura. La idea de pasar la noche en la oscuridad y en compañía de un cadáver le erizaba el cabello y le hacía dar diente con diente, como si experimentara los efectos del frío que precede en la calentura.

Entrando en cuentas consigo mismo, pudo medir los progresos que de algún tiempo a aquella parte había hecho en su corazón la pasión de los celos, que lo ponía en el trance en que se hallaba. Mientras Matilde de los Monteros no se había decidido por ninguno de sus adoradores, don Diego llevaba en paciencia los desdenes de la orgullosa belleza, esperando que el tiempo y la constancia suplirían al fin su falta de atractivos personales. Pero cuando se convenció de que había un hombre que, sin solicitarlo ni pretenderlo, se había hecho dueño del corazón de la hija de Espinosa, y había acabado por amarla, la desesperación del letrado bizco y pelirrojo no conoció límites. Tenía el alma henchida de hiel. Aborrecía al llamado Gabriel Fernández, a los padres de la joven y a sus parientes que apoyaban aquellos amores, a la negra esclava, en quien su sagacidad le revelaba un enemigo temible; a la sociedad que aplaudía el proyectado enlace, y había momentos en que odiaba a la misma que era objeto de su violenta pasión. Entonces Arochena se sentía capaz de no retroceder ante ningún medio, ni aun ante el crimen, con tal de destruir aquellas relaciones que le eran insoportables.

Dominado por una sola idea, don Diego olvidó todo lo demás. Dejó los negocios importantes que estaban a su cargo al cuidado de su pasante y consagró toda la actividad de sus facultades a un único y sólo fin. En nada pensaba, a nada atendía si no podía conducirlo directa o indirectamente al objeto que embargaba sus potencias.

Solo y encerrado aquella noche en compañía de un cadáver, lejos de que aquella aventura a que lo había conducido su misma pasión, lo hiciese resolverse a prescindir de la intriga peligrosa en que estaba empeñado, parecía como si ella misma fuese un nuevo aguijón que excitara más y más el sentimiento que lo dominaba. Almas del temple de la de Arochena encuentran un poderoso incentivo en cada nuevo obstáculo, en cada nuevo contratiempo que se opone al logro de sus deseos.

Apoyada la espalda contra la puerta y la cabeza inclinada sobre el pecho, bajo el peso de sus reflexiones, renovaba en su interior el juramento de no desistir de su propósito hasta descubrir el secreto que, a su juicio, debía conducirlo a destruir las relaciones de Gabriel y Matilde. En medio de aquellas reflexiones, recordaba de repente que estaba prisionero, solo, en medio de la noche, a oscuras y sin más compañía que la de un difunto, y volvía a temblar y estremecerse. A pesar de su orgullo, el letrado hubo de confesarse a sí mismo que tenía miedo; y este sentimiento, tributo pagado a la naturaleza y a las ideas de su tiempo, le hizo subir la sangre a la cara, bajo la costra de tizne con que había procurado inútilmente disfrazar sus facciones. De repente, le pareció escuchar un ligero rumor hacia el medio de la pieza, como por el sitio donde estaba el muerto. El instinto le dijo que huyera; procuró ponerse en pie, pero no pudo. Sentía cada una de sus piernas tan pesada como si fueran de plomo. Y puesto en pie, ¿qué lograría? pensó en seguida. ¿No estaba allí esa condenada puerta que se oponía a su fuga? El rumor continuaba. ¿Era el murmullo de una voz, era el alma del muerto que iba a aparecérsele de un momento a otro en medio de un nimbo luminoso y a hacerle oír acentos de otro mundo? Don Diego lanzó un grito, hizo un esfuerzo extraordinario; logró ponerse en pie y comenzó a golpear la puerta con desesperación. Nadie respondió a aquel grito; nadie escuchó aquel llamamiento. Arochena estaba como encerrado en una tumba, y separado para siempre tal vez (al menos así hubo de pensarlo él), del mundo de los vivos.

El rumor continuaba cada vez más distinto, más fuerte a cada instante. El miedo no permitía al pobre abogado atinar con la explicación sencilla de lo que le parecía cosa sobrenatural. El aguacero que amenazaba caer cuando lo llevaron a aquel encierro, se había desplomado sobre la ciudad, y el agua, penetrando al través de algunas tejas rotas del techo de la pieza, caía sobre un candelero de hoja de lata que estaba sobre la mesa donde yacía el cadáver. He ahí el rumor que escuchaba Arochena, sin acertar con la causa que lo originaba.

Cansado de golpear la puerta inútilmente, y transido de miedo, don Diego se dejó caer en tierra y pasó cerca de tres horas de mortal congoja. Al fin, cuando iba ya a amanecer, oyó el chirrido de una llave que daba vuelta en la cerradura de la puerta y se abrió ésta lo necesario únicamente para dar paso a un embozado, que volvió a echar llave luego que estuvo dentro.

—Don Diego —dijo el que acababa de entrar—, si usted quiere, como lo supongo, salir de este sitio y no acabar aquí sus días sin auxilio humano, lo conjuro a que conteste con verdad a la pregunta que voy a hacerle.

Por la voz conoció Arochena que el que le hablaba era el mismo sujeto por cuya orden había sido llevado a aquel encierro. Al ver que en vez de una alma de la otra vida, era un hombre de carne y hueso el que se le aparecía, Arochena recobró su valor.

—Antes de responder a esa pregunta —dijo—, deseo saber con autoridad de quién me ha privado usted de mi libertad personal y encerrándome en esta mazmorra, en compañía de un cadáver.

El embozado se rió al oír la pregunta del letrado y le contestó:

—No estamos para perder el tiempo en discusiones inútiles. Responda usted categóricamente a la pregunta que voy a dirigirle, o me vuelvo por donde he venido.

—Pregunte usted, con mil diablos —dijo Arochena, rechinando los dientes de rabia.

—¿Qué objeto ha tenido usted al disfrazarse y fingirse dormido en el sitio donde lo he encontrado?

—Si yo dormía realmente, o no —respondió el abogado—, no es cuenta de nadie. En cuanto al objeto que tuve, no lo ocultaré a usted, ya que revelándolo, recobraré mi libertad. Espiaba yo a los que entran y salen de casa del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera.

—¿Y con qué fin los espiaba usted?

—Estoy haciendo la defensa de un reo, que aumentará extraordinariamente mi reputación, si logro sacarlo libre. Es un pobre diablo a quien se acusa de formar parte de la gavilla de asesinos y ladrones que capitanea Pie de lana, y se le supone cómplice en el ataque nocturno de que estuvo a punto de ser víctima el capitán Matamoros. Yo tengo motivos para sospechar que el que atacó al capitán fue una de las personas que se reúnen por las noches en casa de Pedrera; ignoro qué clase de gente es la que allí concurre, y para averiguarlo, examinando a los que entran y salen, me he situado durante seis noches en el punto donde usted me halló.

—¿Y por qué sospecha usted —dijo el embozado—, que el agresor de Matamoros fue uno de los que concurren a la tertulia del escribano?

—Porque sé —contestó Arochena—, que eso que usted llama tertulia, es una reunión de jugadores; que el capitán estuvo allí esa noche, que ganó una suma de dinero y que se le encontró herido y sin un peso en los bolsillos.

—¿Y no puede haber caído en manos —replicó el otro—, de algunos malhechores que lo hayan herido y robado, caso de que sea cierto lo que usted asegura?

—No es imposible —dijo el abogado—; pero tampoco lo es que uno o algunos de los jugadores hayan seguido al capitán y asaltándolo al volver a su casa.

El embozado guardó silencio durante un rato, y don Diego se felicitaba en su interior de haber forjado una historia que tenía todos los visos de la probabilidad, y con la que engañaría a su carcelero, sin descubrir el verdadero objeto de su espionaje, que no era ciertamente la casa de Pedrera, sino la contigua.

—Veo —dijo el desconocido—, que usted sabe más de lo que le conviene. Váyase con tiento, pues hay cosas cuyo conocimiento puede hacer la ruina del que lo adquiere. Lo que usted acaba de decirme será o no será lo cierto; pero por ahora quiero contentarme con la explicación de usted. Voy a ponerlo en libertad, y no olvide la lección que ha recibido.

—No la olvidaré, dijo don Diego en su interior, ni descuidaré tampoco el arreglar la cuenta que te abro desde esta noche, malvado. ¡Ay de ti si la sospecha que he concebido resulta cierta!

El embozado abrió la puerta y entraron cuatro hombres. Al apoderarse del abogado para conducirlo fuera de aquel recinto, advirtieron que se había desatado las manos y quitádose el pañuelo de los ojos. Volvieron a maniatarlo y a vendarlo, cargaron con él, salieron y una vez en la calle, hicieron evoluciones semejantes a las que habían hecho al llevarlo, hasta que habiendo llegado delante de la puerta de la casa de Arochena, lo tendieron en la grada y se alejaron.