CAPÍTULO XIII

El situado

Bien sabido es que hubo una época en que, disminuidos considerablemente los productos de las rentas del reino de Guatemala, se hacía necesario remitir todos los años, de Nueva España, cierta cantidad para completar los gastos de la administración pública. Llamaban a esa remesa el situado, y muchas veces venía de Veracruz a Trujillo, y de este puerto se dirigía, bajo segura escolta, a esta ciudad.

Uno de esos envíos, por cantidad de cien mil pesos, era el que se aguardaba para fines de noviembre de 1810, y al que se refirió la conversación del capitán general, del comandante del Fijo y de don Juan Montejo en el sarao del alférez real.

Hemos visto que la noticia que dio aquel misterioso personaje sobre lo diminuto de la escolta que venía con el convoy, ocasionó la disposición de que salieran 25 hombres del batallón al encuentro del situado; y atendiendo al carácter y modo de proceder de don Juan, no sería temerario suponer que no sin intención puso aquella circunstancia en conocimiento de tales personajes.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que al siguiente día, muy temprano, recibieron el teniente don Luis Hervias y el cadete don Gabriel Fernández, la orden de presentarse montados, en el cuartel, para ir a desempeñar una comisión. Pocos momentos después, habiéndose dado a Hervias las instrucciones del caso, salían a la cabeza del piquete por el camino de San Salvador, que se tomaba para ir o para venir de Trujillo a esta ciudad.

Ambos jóvenes recibieron con viva satisfacción la orden de ponerse en marcha, y desde que salieron no hacían otra cosa que levantar castillos en el aire sobre la suposición de que Pie de lana y su cuadrilla tuvieran la feliz idea de querer asaltar el convoy. Cuando a la luz dudosa del crepúsculo divisaban en lontananza algunas hileras de árboles, a orillas del camino, palpitábanles los corazones de contento, imaginando que aquellas figuras indecisas eran los ladrones que los aguardaban resueltos a disputarles el paso. La realidad disipaba aquellas ilusiones; pero no los curaba de la manía de ver a Pie de lana y su cuadrilla, agazapados, en cada grupo de matas, en cada partida de ganado, en cada recua de acémilas que percibían a lo lejos.

Al segundo día de haber salido de la capital llegaban, al caer la tarde, a orillas del río del Molino, al pie del ramal de la cordillera que corta los dos caminos que puede seguir el viajero que se dirige a San Salvador. Hervias y Fernández vieron brillar al sol cañones de fusiles y en seguida percibieron las chaquetas encarnadas de los soldados caribes que formaban la escolta del convoy. Venía ésta al mando de un capitán, bajo cuyas órdenes se pusieron el teniente y el cadete con sus veinticinco hombres. El comandante dispuso pasar la noche en aquel sitio y continuar la marcha a las dos de la mañana del siguiente día, aprovechando la luna que debía levantarse una hora antes. Distribuyó la escolta de la manera oportuna para evitar cualquier sorpresa e hizo colocar centinelas en los puntos convenientes.

Gabriel se envolvió en su capa y se tendió sobre el césped; pero no pudo conciliar el sueño. Repasaba en su imaginación los sucesos de los últimos días y no dejó de hacer la observación de que algunos de ellos tenían un carácter un tanto novelesco. Los misterios de la casa de su huésped mantenían siempre viva su curiosidad, y hacían flotar su espíritu en un mar de conjeturas y de confusión. Pensaba también en Rosalía, con la complacencia que hace experimentar a una alma joven y apasionada la idea de la próxima posesión del objeto amado; pero inmediatamente recordaba, sin saber por qué, a la orgullosa hija del alférez real, que se ofrecía a su imaginación en toda la esplendidez del lujo y la belleza con que se le había presentado cuatro noches antes, como una visión celeste, en medio de una atmósfera de luz, de armonía y de perfumes. Parecíale oír aún el timbre argentino de aquella voz, imperiosa pero dulce, diciéndole que amaría como a su propio hermano al marido de Rosalía; expresión a que él contestara con indisculpable dureza.

Gabriel no podía desconocer el cambio verificado en los sentimientos de Matilde, y no era tan modesto que no sintiera cierta complacencia interior al verse preferido, sin pretenderlo, a los numerosos adoradores de aquella orgullosa dama. Pero creía y he ahí en lo que se engañaba tal vez, que si le complacía aquella preferencia, era únicamente porque podía ofrecer a la pobre y humilde hija del maestro de armas, como un valioso homenaje, el sacrificio de la probabilidad fundada de una alianza a todas luces ventajosa. Cuando la pasión o el interés comienzan a arrastrarnos fuera de la senda del deber, encontramos siempre algún argumento especioso con que pretendemos disculpar la falta a nuestros propios ojos.

Entregado a estas reflexiones estaba el joven cadete, cuando la pálida reina de la noche comenzó a levantar su argentado disco sobre la cumbre de la montaña, que coronaban pinos agrestes y vetustos encinos. Bañaba la luz la tranquila corriente del río, harto reducido en aquella estación del año, pero de cuyas temibles crecientes invernizas daban testimonio las grandes playas de arena y piedra que se veían a un lado y otro de la corriente. Los robustos y tronchados troncos de árboles que el agua había arrastrado, detenidos cuando ya no tuvo fuerza para seguir llevándolos hacia adelante, daban lugar a que se formaran pequeñas y graciosas cascadas donde la luz de la luna rielaba los mas bellos cambiantes.

La cuesta dibujaba sobre la agria pendiente de la montaña su blanquizco zig-zag, y podía divisarse desde abajo la rústica cruz que coronaba un cono formado con piedras, doloroso recuerdo de algún crimen perpetrado en aquel sitio.

Por el momento no turbaba el silencio de aquella soledad más que el chillido incesante, monótono y agudo del Chiquirín que poblaba la vecina selva, y el vuelo perezoso de alguna ave que pasaba de un árbol a otro y hacía balancear la rama con su peso.

De repente percibió Gabriel a lo lejos y en el camino del inmediato pueblo de Los Esclavos, ladridos de perros y el agudo canto de un gallo que despertaba. Repitiéronse una vez y otra y luego creyó distinguir un rumor distante, como el que formaría un tropel de caballos. Por lo que pudiera suceder, avisó el joven cadete a su amigo Hervias y al comandante del convoy, quien hizo formar la escolta. El rumor, a cada momento más distinto, parecía acercarse con presteza, y no podía ya estar muy distante de la centinela colocada en el camino del pueblo. En efecto, se oyó luego el ¡quién vive! del soldado, y aunque no pudo percibirse la respuesta, se consideró que, o no la darían o no debía ser satisfactoria, pues el vigilante disparó su arma y tardó en incorporarse a la fuerza, anunciando la aproximación de un cuerpo numeroso de gente de a pie y de a caballo que no habían contestado a la orden de hacer alto.

Hervias y Fernández oyeron con júbilo aquella noticia que les anunciaba la próxima ocasión de distinguirse, y se prepararon a recibir al enemigo, pues como tal consideraban ya a los que se acercaban.

Y era así, efectivamente. Una partida de poco más de sesenta individuos, de los cuales algunos iban armados con fusiles, otros con trabucos y algunos con machetes, avanzaban en silencio y con bastante orden, con dirección al punto donde estaba el convoy. No había lugar a equivocarse: Pie de lana y su partida, que habían andado en aquellos días en la capital y en sus alrededores, sabiendo la aproximación del situado, se proponían apoderarse de aquel caudal.

El comandante de los cuarenta y cinco hombres que formaban la escolta, de los cuales, como sabemos, veinte eran caribes de la costa del norte y veinticinco del batallón de línea de la capital, tomó sus disposiciones con calma y con acierto, distribuyendo la fuerza del modo conveniente. Con diez soldados cada uno y cubriendo los puntos más expuestos a ser atacados, estaban el teniente Hervias y el cadete Fernández, en quienes el ojo experto del viejo oficial percibió desde luego el deseo de distinguirse y de ganar un grado.

Luego que estuvieron a tiro de fusil, los ladrones que llevaban armas de fuego hicieron un disparo, quedando muerto uno de los soldados de Fernández y heridos tres del mismo pelotón y dos de los de Hervias. La escolta contestó la descarga, viéndose caer varios de los ladrones, no obstante lo cual, y antes de que los soldados tuvieran tiempo de volver a cargar sus fusiles, se precipitaron los bandidos como lobos rabiosos empeñándose un terrible combate, en que los hombres peleaban cuerpo a cuerpo y con verdadera desesperación. Había uno entre los de a caballo que parecía ser el jefe, que comunicaba sus órdenes con rapidez y que recorría los grupos, animando a los suyos y tomando parte personalmente en la lucha, pues se veía su espada teñida de sangre hasta la empuñadura.

El rostro de aquel hombre desaparecía en la parte superior bajo las anchas alas de un gran sombrero negro, sobre el cual ondeaba una pluma del mismo color, y la inferior bajo una enorme barba que le caía sobre el pecho. Montaba un caballo también negro, magnífico animal, de un vigor, un brío, una agilidad y una inteligencia que rarísima vez se ven reunidas en igual grado en un irracional. Hubo un momento en que el que parecía jefe de los bandidos se encontró solo con Gabriel Fernández, que se lanzó imprudente fuera de la línea de los suyos, y dirigió un vigoroso ataque al del caballo negro. La ventaja estaba por éste, que peleaba montado; pero Gabriel no reparó en esta circunstancia, y asestó los más terribles golpes a su adversario. Éste, sin embargo, no hacía más que defenderse y recular su caballo, que ejecutaba admirablemente la evolución. Pero, por desgracia, uno de los ladrones que vio a su jefe en lo que consideró un peligro grave, se acercó a Gabriel y apuntándole con su trabuco casi a quemarropa, disparó su arma.

El joven cadete cayó atravesado por la bala. El del caballo negro lanzó un grito y apeándose precipitadamente corrió hacia el herido; pero en aquel momento Hervias, que había presenciado el lance y que acudió seguido de cuatro o seis soldados, levantó a su amigo y lo condujo a alguna distancia del teatro del combate.

Entonces, el que parecía jefe de la partida, hizo resonar un pequeño clarín de plata que llevaba atado a la cintura, con lo que todos los suyos abandonaron el combate y se reunieron en torno del misterioso personaje. Les dirigió algunas palabras e inmediatamente unos cuantos levantaron los heridos y muertos y se retiraron todos por el camino real, sin que los de la escolta se atrevieran a seguirlos, pues estaban ellos mismos harto descalabrados.

Hervias llevó a Gabriel a la choza de un labrador que estaba a cincuenta varas del río, y formándole una cama del mejor modo posible, en el único tapexco que había en el rancho, le colocaron allí, sin saber cómo valerse para curarlo.

Pasaron tres horas sin que don Luis se separara un instante de la cama donde estaba su amigo exánime y con la palidez de la muerte pintada en el semblante. Como a las seis y cuando Hervias y los demás oficiales estaban en la mayor congoja, no sabiendo qué partido tomar, pues ni aun se atrevían a conducir a Gabriel en parihuelas, temiendo que el movimiento exacerbara la fiebre que se había declarado ya, vieron venir por el camino a un hombre que llevaba unos espejuelos verdes de los de cuatro vidrios, un pañuelo blanco que le cubría la barba y la boca, como para defenderlo del sol, un gran poncho de lienzo blanco sobre los hombros, y a quien seguía un mozo, también montado y con una maleta por delante. El viajero, si había de subir la cuesta, tenía que pasar por precisión delante de la puerta de la choza donde estaba Gabriel; y así fue, efectivamente. Cuando se acercó, le habló el comandante de la escolta, preguntándole si era algún hacendado de aquellas inmediaciones, pues tal parecía por su aspecto, y si no sabía de algún cirujano práctico que hubiese por aquellos lugares.

—Hacendado soy —contestó el viajero—; pero no de estas tierras, sino de la provincia de San Salvador, a donde me dirijo. Y en cuanto a la pregunta que usted me hace, digo que no conozco a nadie, cirujano o no cirujano, de estos lugares.

Desconsolados y afligidos quedaron el comandante y los oficiales que tal respuesta oyeron; pero inmediatamente añadió el viajero, dirigiéndose al jefe de la escolta:

—Sin que se tome a indiscreción, ¿podré saber el motivo que hace que usted desee encontrar un cirujano?

—No hay por qué ocultarlo —contestó el comandante—. Tenemos aquí un oficial gravemente herido por resultado de un combate con una partida de malhechores que nos atacó esta madrugada y que tal vez usted habrá visto por el camino.

—Supe que habían pasado por Los Esclavos, donde hice noche —contestó el viajero—, y sólo por la suma urgencia que tengo de llegar a mi casa, me decidí a seguir adelante, a riesgo de tener un encuentro que habría sido muy desagradable. Pero ya que usted dice que necesita con urgencia un cirujano, puedo ofrecerle mis servicios, pues, sin ser precisamente de la profesión, creo poseer los conocimientos y la práctica suficiente para hacer la primera curación al herido y ponerlo en actitud de que se le conduzca a la ciudad.

—Dijéralo usted desde luego —gritó Hervias, que estaba oyendo la conversación desde el rancho—. Venga usted, caballero, pronto, pues no hay tiempo que perder.

En el mismo sentido se expresaron el comandante y los otros oficiales, con lo cual el viajero se apeó, después de haber dicho al mozo que desatara la maleta, y sacando una caja que parecía un botiquín y un estuche de cirujano, entró a la choza y comenzó a examinar a Gabriel, con la sangre fría y con la habilidad de un hombre experimentado en aquella clase de operaciones.

La bala había entrado un poco arriba de la cadera y salido por la parte de atrás, a un lado del espinazo.

—No creo —dijo el práctico—, que el proyectil haya tocado parte alguna delicada; pero es urgente contener la hemorragia.

Diciendo así, preparó las compresas, vendó perfectamente al herido y añadió:

—No me parece que haya peligro. Este joven necesita reposo y cuidado, y que se le den alimentos muy sencillos. Dentro de dos o tres días podrá conducírsele a la ciudad.

Dicho esto, se despidió del comandante y de los oficiales, que le dieron las gracias en términos muy expresivos, y continuó su marcha, subiendo la cuesta del Voladero.

—Más parece este señor un cura que un hacendado —dijo uno de los oficiales—. ¿Y no observaron ustedes la nariz que tiene? Es bastante rara.

—Cura o hacendado —contestó Hervias— (que bien pudiera ser lo uno y lo otro), nos ha prestado un buen servicio y me ha quitado un gran peso del corazón, al declarar que la herida de mi pobre amigo no es de peligro. ¿Qué dispone usted hacer, comandante?

—Que usted se quede cuidando al herido —replicó el jefe de la escolta—, con cuatro soldados, y que el convoy continúe ahora mismo su marcha. Cuando ese joven cadete pueda caminar sin exponer su vida, cuidará usted de conducirlo, pidiendo auxilio a los alcaldes del pueblo inmediato, a quien haré, al pasar, las prevenciones del caso.

Así se hizo. El convoy continuó su marcha y Hervias quedó al cuidado de Gabriel. Por fortuna, sucedió lo que había anunciado el práctico. El herido fue mejorándose, y al tercer día, aderezada una camilla, se le condujo a la ciudad, donde había corrido la noticia del asalto y la del valor heroico que el cadete Fernández de Córdoba había desplegado en aquel lance. Esto aumentó la fama del héroe de la presente historia, con mejor fundamento, por cierto que lo del caballo árabe y los dos pajes moros que había sido el principio de su popularidad.