CAPÍTULO XII

El sarao

A las ocho de la noche del día 22 la espaciosa casa del regidor que había desempeñado las funciones de alférez real en la fiesta de Santa Cecilia, abría sus puertas a lo más florido de la sociedad. El salón principal, preparado para el sarao, estaba cubierto de un artesón abovedado de cedro con arabescos negros, construcción que no era rara en aquella época y que daba a las salas de recibimiento un aspecto más elegante que el que presenta hoy, con nuestros pobres cielos rasos planos, de tela blanqueada. Tres grandes arañas de plata, cargadas de bujías y candelabros del mismo metal en consolas de madreperla y carey, iluminaban la pieza, cuyas paredes habían sido decoradas para la ocasión con un cortinaje de damasco de seda, amarillo carmesí. Los sofás y las sillas eran de nogal, con asientos y espaldares de vaqueta de Rusia, con clavos dorados, y el pavimento desaparecía bajo una alfombra roja, sembrada de lentejuelas de oro. Jarrones de la China y del Japón sosteniendo enormes ramos de flores naturales, y espejos con marcos azogados completaban el adorno del salón, que nos describían muchos años después personas que conservaban entre los recuerdos más gratos de su juventud, la memoria del brillante sarao del 22 de noviembre de 1810. La orquesta, poco numerosa y no tan adelantada como hoy, ejecutaba rigodones, minués, paspiés y el vals, baile de origen alemán y que pasando por Francia y por España, era en aquella época de muy reciente introducción en Guatemala. Se ejecutaban con figuras diferentes que hacían con los brazos los que bailaban y cada una de las cuales tenía su denominación. Lacayos con librea azul y plata y pelucas empolvadas circulaban por el salón, llevando en grandes azafates sorbetes y dulces que servían a la concurrencia.

Don Pedro Espinosa de los Monteros, en uniforme de regidor y ostentando la cruz roja de Santiago, recibía con cortesana atención a señoras y caballeros, desempeñando igual deber su esposa y su hija, la incomparable Matilde, verdadera reina de aquella hermosa fiesta. Lucía el espléndido traje de terciopelo cerezo en que se había superado a sí misma la habilidad de la hija del capitán Matamoros. El corpiño de tisú de plata, las grandes mangas abiertas descendían hasta abajo de los muslos que estaban guarnecidas interiormente de la misma tela del talle; la riquísima blonda de Malinas que rodeaba el escote cuadrado y se levantaba por la parte de atrás hasta tocar con la cabeza; el peinado, adornado con plumas blancas y cargado de joyas de gran precio; todo, hasta el zapato de raso color de perla con rosetas de brillantes y palillos rojos, era rico y de buen gusto en aquella joven, cuya belleza escultural atraía las miradas y se imponía a la admiración de los concurrentes.

A las diez el sarao estaba en su mayor animación. Bailaban los jóvenes, las personas de edad formaban grupos en que se comentaban las últimas noticias de la península o los incidentes de la fiesta y en la pieza inmediata a la del baile se veían cuatro o cinco mesas, en que se jugaba a la malilla o al tresillo. Había allí funcionarios civiles y militares, propietarios, comerciantes y algunas señoras que también jugaban.

Matilde parecía impaciente y dirigía miradas furtivas a la puerta principal del salón. A las diez y cuarto dos jóvenes de uniforme blanco atravesaron los grupos y se dirigieron al estrado, para saludar a la señora y a la hija de Espinosa. Eran el teniente don Luis de Hervias y el cadete don Gabriel Fernández de Córdoba, que fue objeto de la atención general.

Una verdadera lucha había tenido que entablar don Luis para convencer a Gabriel de que no debía desairar la invitación del alférez, a quien había acompañado en el paseo. Cediendo al fin a las instancias de su amigo, se decidió Gabriel, cuando iban a ser las diez, a ponerse el uniforme y concurrir al baile, proponiéndose no permanecer sino un breve rato, por no mostrarse descortés.

Matilde acogió a los dos amigos con atención; pero sin que se advirtiera que hiciese la menor diferencia entre el uno y el otro. La conversación rodó sobre cosas generales, expresándose la joven con sencillez y naturalidad. «La semidiosa se digna descender un escalón de su elevado pedestal», pensó Gabriel, que no cambiaba la idea desfavorable que tenía formada de la protectora de su novia.

—Hervias —dijo de repente Matilde, volviéndose al joven teniente—, ¿quisiera usted hacerme el favor de bailar ese vals con la hija del secretario del presidente? No he visto que haya tomado parte en la danza hasta ahora.

—Yo me prometía —contestó don Luis—, pedir a usted la distinción de aceptarme por compañero; pero usted sabe, Matilde, que la menor indicación de su parte es una orden para mí.

El galante oficial hizo una inclinación de cabeza y fue a invitar a la hija del secretario.

Matilde y Gabriel quedaron casi solos en un extremo del salón. Era la primera vez que el joven se veía obligado a sostener una conversación con aquella mujer que le inspiraba, como lo hemos dicho, una antipatía que apenas acertaba a disimular bajo las fórmulas de la urbanidad. Maldecía en su interior a la casualidad que lo ponía en el caso inexcusable de sostener aquella plática y formaba el propósito de ponerle término tan pronto como pudiese hacerlo, sin faltar de un modo marcado a la cortesía.

Creyó que iba a presentarse la deseada ocasión, pues no habrían pasado dos minutos desde que se había separado Hervias, cuando se acercó a Matilde el abogado bizco y de cabello rojo, don Diego de Arochena, y la invitó para el vals.

—Gracias, don Diego —contestó la joven—, estoy muy fatigada y no bailo esta pieza.

El letrado comprendió que Matilde deseaba continuar la conversación con el cadete; se mordió los labios y se retiró.

—¿Qué me dice usted de nuestro pobre amigo, el capitán Matamoros? —dijo la hija del alférez—; ¿lo ha visto usted hoy?

—Sí, señorita —contestó Gabriel—. Don Feliciano mejora y creo que pronto estará completamente restablecido.

—Es una fortuna que se haya salvado —observó Matilde—. El capitán deberá la vida, después de Dios, a la esmerada asistencia de Rosalía. Esa criatura es un ángel.

La mirada profunda de la joven se clavó, al pronunciar estas palabras, en los ojos de Gabriel, como si hubiera querido leer la impresión que causaba aquel nombre en el alma del cadete.

—Rosalía —replicó él sin alterarse—, ha cumplido como buena hija, pero el enfermo debe también no poco a los cuidados que la bondad de usted le ha prodigado.

—Es amiga mía y esto basta. Quiero al capitán porque es su padre, y cuando Rosalía se case, veré a su marido como si fuera mi propio hermano.

—¿Cuando Rosalía se case? —replicó Gabriel, y luego añadió en tono sarcástico; pero entonces, señorita, perderá usted su costurera; y eso será muy pronto.

Sin aguardar respuesta, hizo una profunda reverencia a la joven y le volvió la espalda, yendo a confundirse entre los grupos de los caballeros.

Matilde se puso pálida de despecho. La impertinente conducta del cadete le hirió en lo más vivo; pero, ¡ay! la sensación dolorosa que experimentó en aquel momento le reveló lo que ella misma no había querido comprender aún. El frío y casi insolente desdén de aquel joven, del cual hizo muy poco caso al principio, había venido a ser el más cruel torcedor para aquel corazón tan altivo como apasionado. Una lágrima de ira… y de amor quizá, rodó por la mejilla de Matilde, sin que lo advirtieran más que aquél que se había constituido en su vigilante centinela, el abogado del cabello rojo, que no la había perdido de vista durante aquella escena.

La orgullosa doncella enjugó inmediatamente aquella lágrima y tomando el brazo del primero que llegó a invitarla para bailar, se lanzó como poseída de un vértigo.

Gabriel Fernández, el héroe del día, aquél que había venido a hacerse el ídolo de las jóvenes, la envidia de los galanes y objetivo, como se dice ahora, de las madres, desapareció. Había cumplido, dejándose ver en el sarao, y se volvió a su casa.

Entretanto, la animación del baile iba creciendo, a medida que avanzaban las horas. Aquella juventud, tanto más ávida de goces cuando tenía menos oportunidades de proporcionárselos, se embriagaba con las emociones de la fiesta. Todos aspiraban a torrentes el placer en aquella reunión en que se confundían en las figuras de una elegante contradanza, las casacas bordadas de oro y plata de los caballeros con los vistosos trajes de terciopelo, de tisú, y de seda de la China de las damas. Todos gozaban, con excepción de tres personas: la reina de la fiesta, humillada, contrariada en lo más recóndito de su alma; el desdichado don Luis de Hervias, para quien no tuvo Matilde una mirada, una palabra desde que desapareció Gabriel, como si quisiera castigarlo por no haberlo retenido, y el maligno don Diego de Arochena, que buscaba alguna oportunidad para dar rienda a su despecho.

En uno de esos momentos que suele haber en los bailes en que las parejas y la orquesta se dan una ligera tregua para descansar y cobrar nuevas fuerzas, hizo el astuto licenciado ciertas evoluciones calculadas para hacerse encontradizo con Matilde. Parecía ésta profundamente preocupada, y sin darse cuenta de lo que hacía, trituraba con sus menudos dientes la orilla de un riquísimo abanico que acaba de recibir de Francia.

Acercósele el abogado del cabello rojo y le dijo en voz baja:

—Parece que hay jóvenes que dan pruebas de mejor gusto en materia de caballos y pajes que no en punto a la elección de las personas a quien hacen señoras de sus pensamientos. ¿Qué opina usted, Matilde?

—Ignoro lo que usted quiere decir —contestó la joven en voz alta y en tono desdeñoso.

—Pues la cosa es clara —replicó Arochena, riéndose—. Preferir una costurera, la hija de un espadachín, o maestro de armas, a… a alguna otra dama de calidad y verdadero mérito, me parece que sólo puede hacerlo un hombre de inclinaciones muy bajas.

—Caballero —dijo Matilde, con altiva dignidad—, necesito recordar que es usted en este momento nuestro huésped, para no contestar como debiera a esas palabras con que pretende agraviar a una joven a quien no conoce, y que si ha nacido en una clase humilde, no por eso es menos estimable que otras. Permítame usted le recuerde que la hija del capitán Matamoros, a quien usted parece aludir, sea cual fuere su origen y su posición, es amiga mía y que cualquier agravio que se le haga, lo recibo como si fuera dirigido a mí misma.

Dicho esto, la hija del alférez real volvió la espalda al abogado, que permaneció clavado en el puesto, en una actitud y con aire que habría podido servir a un artista que hubiera querido hacer la estatua del despecho.

Mientras el impertinente abogado devoraba en silencio la dura lección que acaba de recibir, invitamos al lector a que nos siga por un momento al salón del juego. Acerquémonos a esa mesa donde están tres personas: un caballero anciano, en uniforme de teniente general, otro de menos edad, con la casaca blanca del Fijo y tres galones en las mangas y otro que representa unos cuarenta y cinco años y que viste un traje serio de terciopelo negro, con corbatín blanco y una elegante pechera que sale por la abertura del chaleco, medio abotonado. El primero es el capitán general del reino y presidente de su real Audiencia; el segundo el coronel que manda el batallón de Imea y el tercero… don Juan de Montejo.

¿Quién es ese sujeto? preguntará acaso el lector; y si así fuere, sentiremos que no nos sea posible satisfacer cumplidamente su curiosidad. Don Juan de Montejo era un personaje muy conocido en la sociedad guatemalteca de aquel tiempo. Riquísimo según la voz pública, nadie sabía, sin embargo, de dónde procedía su fortuna, pues no tenía negocio ni profesión conocida. Decían algunos que era hombre muy sagaz, con apariencias de lo contrario y que sabía mucho, aunque no había seguido carrera alguna. Según unos, era un sujeto excelente, y según otros, un perverso. Había quien lo suponía un jugador afortunado y no faltaba quien atribuyera su caudal a ciertas botijas de oro, que aseguraban se había encontrado en una casa vieja de la Antigua. Ello es que, el don Juan era un enigma que hasta entonces no había podido descifrarse. Viajaba con frecuencia; últimamente había hecho, según decían, una larga excursión por Europa y hacía apenas dos días que estaba en la ciudad.

Si don Juan de Montejo no era jugador de profesión, cosa que nadie podía asegurar, no había duda de su competencia en materia de juegos de sociedad. Jugaba al ajedrez como nadie en el país y una vez hizo una partida en que se cruzaban tres mil duros de apuesta, con la espalda vuelta al tablero, diciéndole al contrario las jugadas que hacía y disponiendo él el giro de sus piezas sin verlas. Contaban que una noche, jugando al billar, había hecho seiscientas tres carambolas continuadas. Consumado tresillista, casi nunca perdía a ese juego.

Y sin embargo, aquella noche don Juan tenía una mala suerte que no acertaban a explicarse ni el capitán general, ni el comandante del Fijo que formaban con él la partida de tresillo. A las doce llevaba perdidos cerca de ocho mil pesos, sin que se le advirtiera por eso la menor contrariedad. La expresión de sus ojos, medio adormecidos siempre, no se alteraba. El rostro de aquel hombre parecía impasible, como si la vida se hubiera suspendido en su ser momentáneamente, por efecto de la aplicación de un anestésico.

A pesar de que las apuestas eran fuertes, ninguno de los tres jugadores parecía darles mucha importancia, y, sin desatender el juego, conversaban acerca de diferentes cosas.

—Don Juan —dijo el capitán general—, cuando salió usted de Trujillo, ¿se había puesto ya en marcha el situado que vino de Veracruz en la «Thetis»? ¿Quién se encarga del juego?

—La defiendo —dijo Montejo, contestando a la última pregunta del Presidente, y luego añadió:

—El situado salió dos días antes que yo, con veinte hombres de escolta.

—Van y vienen —dijo el coronel, y agregó dirigiéndose al capitán general—; ¿no cree Vuestra Excelencia que esa escolta es muy corta? Pudiera ocurrir algún accidente. La partida de Pie de lana parece haber aumentado, y si saben que vienen cien mil pesos, no será remoto que ataquen el convoy. ¿Qué dice usted, don Juan?

—La observación me parece justa. Vuelven —contestó Montejo, empleando otro término técnico del juego.

—No creo que Pie de lana se atreviera a dar ese golpe —dijo el capitán general; pero por cualquier evento… paso… coronel, haga usted salir mañana veinticinco hombres del batallón al mando de un teniente, y que vayan al encuentro del convoy.

—Muy bien, señor —replicó el comandante del Fijo—. Irán al mando de Hervias, que es muy cumplido y haré que vaya también el cadete Fernández de Córdoba que tiene deseo de distinguirse y ganar la charretera de subteniente. Bola.

—Voy al robo —dijo don Juan de Montejo, y enseguida, consultando su reloj, añadió:

—Es más de la una, Vuestra Excelencia y usted, coronel me permitirán que me retire, pues me siento un poco fatigado. Veo venir hacia acá a don Andrés de Urdaneche y él puede concluir la partida, haciendo mis veces.

El capitán general y el comandante del Fijo dijeron a don Juan de Montejo que fuese a descansar y don Andrés tomó las cartas.

Montejo salió apresuradamente de la casa: se embozó en su capa y dando un largo rodeo, se dirigió hacia el cementerio del Sagrario. Llegó a la puerta, sacó una llave, abrió sin hacer el más ligero ruido y entró.