CAPÍTULO VII

Primer amor

—Y, bien hijo, pues supongo que puedo ya darte este nombre —exclamó don Feliciano, al ver entrar a Gabriel—, ¿Qué dice el papá, la mamá, el tío o el tutor? ¿No es verdad que la alianza con la casa de los Matamoros de Peñapelada les ha parecido cosa como bajada del cielo? ¡Vaya!, ¡pues fácil hubiera sido dar con una prosapia más ilustre que la nuestra!

Diciendo así, el capitán tosió y movió tres veces la cabeza adelante y atrás, con muestras evidentes de orgullo y satisfacción.

—Mi tutor —dijo el joven—, no objeta la familia de usted, capitán (en lo cual, como sabemos, mentía como un bellaco); pero dice que estando vivo mi padre, es necesario pedirle el consentimiento para el matrimonio. He aquí lo que yo no puedo soportar. Cinco o seis meses sin unirme a Rosalía, serán cinco o seis siglos de tormento. Vea usted cómo podemos hacer para que el matrimonio se verifique inmediatamente.

Don Feliciano recapacitó; le pasó por la cabeza la idea de un enlace clandestino, dando por sentado que podría convencer a su hija de que no debía desperdiciar aquella colocación, que tenía trazas de ser brillante; pero reflexionó en seguida que semejante paso podría traer malas consecuencias, y que nada se perdería por aguardar un poco. La vanidad acudió en auxilio de la prudencia, asegurando a Matamoros que el padre de aquel joven no podía considerar desigual la proyectada alianza, y con esta convicción dijo a su futuro yerno, con cuyo nombre no acertaba todavía:

—Dime, Rafael, ¿no has leído tú la historia de aquel famoso general griego, o romano, no sé bien lo que era, que se llamaba Fabio?

—Sí capitán —contestó Gabriel—; supongo que se refiere usted a Fabio Máximo, célebre general romano. Pero, ¿qué tiene que hacer aquel héroe con lo de mi matrimonio?

—Tiene, y mucho —contestó don Feliciano con misterio—. Si recuerdas bien la historia de ese romano, has de tener presente que debió muchos de sus grandes triunfos a sus sistema de aguardar la ocasión más favorable para asegurar el éxito de sus empresas, sin dejarse llevar jamás por la impaciencia. Esto le valió el sobrenombre de Cunctator, que quiere decir contemporizador, según me aseguraba mi maestro de medianos. Conque, ya ves, amigo Daniel, que si la historia, esa maestra del hombre, debe servirnos de algo, aquí viene como de molde una de sus lecciones. Si yo, en Roatán…

—Perdone usted que lo interrumpa, señor don Feliciano —dijo Gabriel—. Creo que el ejemplo del general romano es muy digno de imitarse, y por mi parte no dejaré de tenerlo presente, si alguna vez llego a mandar un ejército en campaña. Pero mi situación actual nada tiene que ver con la de Fabio Máximo. Yo no puedo vivir sin la hija de usted y la historia de todos los guerreros del mundo no me hará conformarme con la idea de aguardar cinco o seis meses para unirme a ella.

—Tú hablas como joven apasionado —replicó Matamoros—, y yo te aconsejo como experimentado y cauto. Ni mi hija ni yo consentiremos jamás en prescindir del consentimiento de tu padre, pues nuestro legítimo orgullo no nos lo permitiría. Conque paciencia, y aprovechar el tiempo que pasará mientras viene la respuesta, en ganarte la voluntad de la muchacha. Puedes venir aquí siempre que te acomode, pues ya te considero como de la casa; y además, te conozco demasiado para que pudiera yo abrigar la menor sospecha contra tu moralidad. Y para darte, desde luego, una prueba (que no se la daría yo a todos), del afecto que te profeso, y de que te veo ya como de la familia, vas a prestarme un par de duros, que te devolveré sin falta alguna el día último del mes, al recibir mi medio sueldo.

Causó a Gabriel alguna extrañeza aquella rara manera de mostrarle confianza; pero ciego por Rosalía, se alegró de agradar a su padre a tan poca costa, y le contestó, poniéndole en la mano los dos duros:

—Eso y más capitán, siempre que usted lo necesite. Sabe que cuanto soy y cuanto valgo está a su disposición, y le agradeceré que en cualquier pequeño apuro, se acuerde usted de mí antes que de otro alguno de sus amigos.

El capitán, que se preciaba de tener muy buena memoria, le prometió acordarse del cadete lo más frecuentemente que le fuera posible; y luego que el joven se marchó, mandó a traer dos botellas de aguardiente de España, una de las cuales consumió en el resto del día, a la salud de su hijo político Ezequiel qué sé yo cuántos, como llamaba a Gabriel. Entrada la noche, comenzó a atacar la segunda botella; y lo cierto es que hacia la madrugada del siguiente día los dos duros del joven se habían encaramado, sin saber cómo, a la cabeza de su futuro suegro y metían en ella un alboroto de todos los diablos. Por fortuna, al capitán, cuando se hallaba en esa situación, lo que le sucedía cuatro o cinco días de los siete de la semana, no le daba por camorrista, sino por alegre, y luego que había hecho media docena de extravagancias, caía como un tronco y roncaba como un bendito.

Entre tanto, su pobre hija se afanaba a fin de que nada faltara a sus hermanos y que la casa estuviera en el mejor orden posible. No tenía un momento desocupado. Los que no consagraba a coser cosas ajenas o a hacer cigarros, que ponía a vender, los empleaba en lavar y en remendar la ropa del capitán y la de sus hermanitos. De quien menos se acordaba era de su persona, que no le merecía algún cuidado, sino cuando había concluido con los demás. Tal había sido la vida de Rosalía durante seis años, desde la muerte de su madre, a quien tuvo que suplir en el manejo de la casa cuando no contaba más que doce. A las cinco de la mañana estaba en pie, y a las once o doce todavía velaba por su padre, temiendo no fuese a sucederle alguna desgracia por efecto de la embriaguez.

Don Feliciano quería y casi respetaba a su hija; pero lo único en que no había podido ser deferente a sus ruegos era en abandonar aquella funesta habitud, harto arraigada en el viejo militar. Jamás se dio caso de que dijera a su hija una expresión impropia, ni que se mostrara impaciente con ella; pero tampoco dejó de beber, por más que ella le hiciese las reflexiones más respetuosas y sensatas.

Para los niños, Rosalía no era una hermana, era una madre. Su gravedad natural le había hecho fácil aquel papel, desde que tuvo que comenzar a desempeñarlo, siendo ella misma una niña todavía.

No es preciso decir que los jóvenes oficiales que frecuentaban la casa no se habían mostrado insensibles a las gracias de la hija del maestro de armas. Cada discípulo que llegaba a recibir lecciones, comenzaba por hacer la corte a Rosalía; pero la amable seriedad de ésta ponía término a los dos días al galanteo, y el cortejo lo dejaba, llevando un sentimiento de estimación y de simpatía hacia la joven, pero con la convicción profunda de que su alma era insensible al amor. Tal fue la idea que corrió entre las vecinas, y Rosalía misma, a fuerza de oír que era fría, llegó a creer que era así. Nunca le había hecho joven alguno otro efecto que el que le hacía una hermosa pintura. Le halagaba al sentido de la vista y nada más.

Gabriel Fernández, lo hemos dicho ya, no era un buen mozo; era un joven agraciado a quien no sentaba mal el uniforme blanco. Rosalía veía diariamente oficiales, más o menos interesantes, con uniformes blancos; y así esas circunstancias no hubieran sido bastantes a hacer en aquella alma seria y grave una impresión que durara más de cinco minutos.

Pero Rosalía no había sido hasta entonces más que objeto de galanteos frívolos y pasajeros y ninguno de aquéllos jóvenes orgullosos habría sido capaz, ni por chanza, de ofrecer su corazón y su mano a la hija de aquel capitán a medio sueldo, oscuro, pobre, dominado por una funesta inclinación al licor y medianamente ridículo con sus pretensiones nobiliarias y con los recuerdos medio fabulosos de sus proezas militares.

Cuando aquel cadete desconocido, pero que tenía cierto aire de distinción en su persona y en sus modales, hizo vibrar en el corazón de Rosalía los acentos apasionados de un amor que, no por ser súbitamente concebido, dejaba de ser profundo, experimentó ella una sensación nueva y extraña, un sentimiento que no se atrevió a analizar, tal vez porque tembló de descubrir lo que no quisiera confesarse a sí misma.

Ello es que cuando volvió la espalda a Gabriel, después de haberle dado aquella respuesta que impresionó tan desagradablemente al enamorado joven, experimentó ella, no aquel sentimiento de tranquila satisfacción que hace nacer la conciencia del deber cumplido, sino una especie de remordimiento por la dureza con que había rechazado una declaración que tenía el sello de la más completa sinceridad. Pasó el resto de aquel día y el siguiente, distraída, intranquila, y por la primera vez en su vida desde la muerte de su madre, tuvo algunos rasgos de impaciencia con sus hermanos y aun con su padre mismo. Ya lo habéis comprendido, ¡oh jóvenes lectoras! El amor comenzaba a hacer sentir su dolorosa, su dulce, su irresistible presión en aquella alma tanto más dispuesta a un sentimiento serio, cuanto más había tardado en experimentar sus efectos.

Tres días después de haber visto a Gabriel por la primera vez, Rosalía amaneció, sin saber por qué, con la idea fija de que iría a su casa el joven cadete, cuyo nombre no sabía bien aún, pues no se había atrevido a preguntárselo a su padre. Aquella alma de Dios, que hasta entonces no había pensado más en el adorno de su persona, que no tenía siquiera un espejo, hizo aquella mañana dos cosas extraordinarias y que habrían alborotado a las vecinas, si no hubiera ella procurado que las vecinas no advirtieran aquellos dos actos, que casi le parecían un delito. La primera fue haber buscado en una gaveta donde guardaba algunas prendas de su difunta madre, un pedazo de listón encarnado, y la segunda, ir de punta de pie y sin que lo advirtiera el capitán, a sacar un espejito que servía a éste cuando vestía de grande uniforme y en el que iba contemplando, por partes, el garbo marcial de su ínclita persona. Y, como está escrito:

¡Ay! que el delito engendrará delito…, como dijo un poeta sudamericano, no paró en eso el extraordinario procedimiento de la joven, sino que se ató el listón encarnado en la cabeza y se vio al espejo. Su frente y sus mejillas estaban más rojas que la cinta. Pero, ved lo que es nuestra dañada naturaleza. Pasada la primera vergüenza que le causó el encontrarse así adornada, una voz interior, que salía sin duda de lo más recóndito de su alma, le dijo que no estaba fea. Volvió a verse otra vez en el espejo y se sonrió con cierta complacencia. Tuvo después, ¿por qué negarlo?, una violenta tentación de ir a cortar un precioso botón de rosa blanca que pendiente del tallo se balanceaba en una maceta que ella misma cuidaba; pero ¿qué dirían las vecinas si por desgracia la veía alguna con una cinta roja y un botón de rosa en la cabeza?

Rosalía no se equivocó. A las once de aquella mañana llegó el joven cadete, a quien ella tuvo necesidad de recibir. ¿Qué había de hacer? Su padre no estaba en aptitud de dejarse ver de nadie. Decir que había salido, habría sido una mentira. Le fue, pues, preciso resignarse. Eso sí, procuró rodearse de sus hermanos, y hasta el menor, que no contaba más que seis años, entró a formar parte de la guardia de corps de la tímida doncella. Nunca habría ella pensado en llevar aquella mañana a su lado al nene, si hubiera podido prever la mala partida que había de jugarle.

Fue el caso que, agotados los lugares comunes de una conversación de primera visita, Gabriel, tan novicio como la dama, no sabiendo ya qué hacer ni qué decir, comenzó a acariciar al mocito y a dirigirle algunas preguntas. Una de ellas fue si quería mucho a su hermana mayor, a lo que contestó el muchacho:

—Sí, cuando es buena conmigo, y me da lo que le pido.

—Y qué —le dijo Rosalía—, ¿no soy buena siempre, desagradecido, y no tienes cuanto quieres?

—No —replicó el nene—; hace tres días que ya no me haces caso, ni quieres jugar conmigo, ni me das nada. Desde que vino este oficial y dijo papá que quería casarse contigo, ya no me hablas, ni a mis hermanas tampoco, si no es para regañarnos. Esta mañana, por estar componiéndote y viéndote en el espejo, te olvidaste de ver mi almuerzo y se lo comió el gato.

La pobre joven se puso más encarnada que cuando se ató la cinta en la cabeza, y no encontró una palabra para desmentir a aquel imprudente que vendía así sus secretos. Turbada, conmovida, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, y haciendo una inclinación de cabeza a Gabriel, se retiró, llevándose al niño y seguida de sus hermanos.

El joven sabía cuanto necesitaba saber por lo pronto: era amado. Aquella idea halagadora inundó su alma del júbilo más puro, y por la primera vez, después de su conversación con Urdaneche, se sintió con fuerzas para aguardar el permiso de su padre y poder casarse con Rosalía. La negra desesperación que atormentaba su alma, hizo lugar a un sentimiento más dulce y más tranquilo. Al salir a la calle, el sol le pareció más brillante, el cielo más sereno, el aire más refrescante; los árboles que asomaban sus copas sobre las paredes de las huertas, más verdes y frondosos; el mundo todo, mejor de lo que había sido en los tres días anteriores. Habría querido abrazar a cuantas personas encontraba y hacer partícipes a todos de su felicidad. Acertó a pasar a su lado un mendigo y le pidió limosna. Echó mano al bolsillo, sacó cuatro duros y se los dio. Le habría dado el Potosí, si lo hubiera tenido en aquel momento en la bolsa.

Después de aquella escena en que Rosalía vio inesperadamente descubierto el secreto de lo que pasaba en su corazón, se esforzó todavía la pobre en luchar con su amor; pero inútilmente. La imagen de Gabriel la asediaba a toda hora, dormida o despierta, y embargaba por completo las potencias de su alma. Los dos amantes volvieron a verse varias veces sin testigos ya, pues Rosalía cuidó de alejar a sus hermanos cuando la visitaba el joven cadete. ¿Qué pasó en aquellas entrevistas? Lo que acontece siempre en casos semejantes entre dos jóvenes apasionados, pero tímidos, contenidos por el respeto y por la estimación mutua dentro de los límites del deber. Entregada a sí misma, Rosalía supo conservar su dignidad y Gabriel, no obstante la vehemencia de su amor, se contentó con aquellos favores insignificantes en sí; pero a los cuales da el afecto el más subido precio.

Vosotros los que guardáis en el fondo de vuestras almas como un valioso tesoro el recuerdo de vuestro primero e inocente amor, verdadera poesía de la vida, podréis comprender los goces inefables de aquellos dos corazones que con estrecho y al parecer indisoluble nudo, unía un sentimiento puro y delicado, de ésos que con inmortales rasgos han sabido pintar Saint-Pierre y Chateaubriand.

¡Desdichado el que no haya probado, una vez al menos, un amor semejante, y que no pueda, evocando su recuerdo, dulcificar con esa gota de miel el amargo cáliz que en decadentes años nos hace apurar el infortunio!

Pasaron los días, que se deslizaban para los jóvenes amantes como las aguas de un arroyo que corren sobre un techo de flores. Su vida, en los cinco meses subsiguientes a la revelación del amor de Rosalía, hubiera podido compararse a una de esas espléndidas mañanas del mes de mayo, en que no vemos cruzar la más ligera nube sobre la azulada atmósfera, saturada de luz y de perfume. Pero, ¡ay! ¡cuántas veces observamos, cuando el sol ha pasado el meridiano, un ligero vapor blanquecino que va condensándose poco a poco en un extremo del lejano horizonte, y que, convertido luego en negro y gigantesco nubarrón, cargado de electricidad, descorre su oscuro manto y cubre, de un extremo a otro, el firmamento! Es la tempestad que cierne ya sus alas pavorosas y que con estruendo horrísono, va a lanzar sobre la tierra la cárdena espiral del rayo.