CAPÍTULO VI

Donde el cadete Fernández resuelve hacer lo que no haría a no estar loco de enamorado

El capitán Matamoros, cuando oyó lo que refería su hija, se puso en pie medio tambaleando y exclamó:

—¡Pie de lana! ¡Pie de lana! ¡Vaya un personaje para poner en alarma toda una ciudad! Años hace que ese ladronzuelo es el caco de Guatemala. Capitán general. Audiencia, batallón de linea, escuadrón de dragones, cuerpo de artillería, todos, hasta la Inquisición, han procurado darle caza y nada. Aparece y desaparece como si fuera brujo, y después de no oír hablar de él en mucho tiempo, de repente se nos cuenta alguna nueva fechoría suya. Que me den seis lanceros y me obligo a presentar en ocho días el cuero del tal Pie de lana y a entregar amarrada toda su cuadrilla. ¡Pues bueno soy yo para chanzas! Cuando fuimos a Roatán a desalojar el inglés…

—Pero, padre —interrumpió Rosalía—, el inglés daba la cara y Pie de lana no hace frente sino cuando los soldados son pocos. Nadie lo ha visto, ninguno lo conoce; se sabe que existe, que mata, que roba y es imposible dar con él.

—Pues yo daría —gritó Matamoros—, aunque se escondiera bajo el altar mayor. ¡A mí con ésas! ¡Sable y lanza! Cuando digo que en Roatán… en Roatán… y no pudo concluir. El héroe a medio sueldo, el gran maestro de armas, cayó bajo la mesa. Rosalía volvió la cara avergonzada y los dos jóvenes oficiales tomaron a don Feliciano y lo llevaron a su cama, donde soñó durante el resto del día y en la noche con el inglés, con la campaña de 1782 y con Pie de lana.

Si el capitán soñó dormido, Gabriel contó las horas una tras otra, asediado por la encantadora imagen de Rosalía. La veía, la oía, el eco de su dulce voz vibraba en el fondo de su alma, como una armonía celeste. Era el rumor de la cascada, el eco blando de la brisa, el arrullo de la tórtola, el canto con que la madre hace dormir a su hijo en su regazo.

Quisiéramos poder decir que el sentimiento que experimentó Gabriel en aquella primera noche de amor, fue todo puro, y que la grosera y vulgar intervención de los sentidos, no manchó aquellos sueños de oro. Pero, ¡ay! no fue así. Aquel joven que estaba para cumplir diez y ocho años, amaba y deseaba ya ardientemente poseer el objeto amado.

Al siguiente día se levantó más temprano que de costumbre, se puso el uniforme, fue al cuartel y cuando hubo cumplido con sus obligaciones de soldado, se dirigió a… ¿a dónde había de ser? ¡a casa del capitán!

Hacía poco que se había levantado don Feliciano, cuyo rostro conservaba las señales de la borrasca del día anterior. Los ojos eran dos brasas, la nariz una acerola madura y los pómulos dos tomates. Llevaba una casaca medio militar y medio paisana; azul, sin las vueltas rojas del uniforme de su cuerpo; pero con unos grandes botones de plata, o algún metal blanco que lo parecía. Tres o cuatro de ellos, de mayor dimensión que los otros, pues tenían casi el diámetro de un peso, estaban en las mangas de la casaca, formando un círculo, en la parte que caía sobre las manos.

El capitán se entretenía cuando llegó Gabriel, en limpiar dos gallos, pues era aficionadísimo a ese juego, según decía él, por la emoción que le causaba el combate de aquellos animales belicosos.

—Tengo —le dijo el cadete—, qué hablar con usted de un asunto grave.

—¿Qué hay? —contestó el maestro de armas—. ¿Necesita usted de aprender algún buen tiro? ¿Se trata de despachar a un camarada a la eternidad? Aguarde usted un minuto; le enseñaré un golpe admirable que trae don Luis Pacheco de Narváez en la «Grandeza de la espada».

—No se trata de que yo mate a nadie —replicó Gabriel— sino de que usted evite que yo muera.

—Ta, ta —dijo el capitán a medio sueldo—. ¿Es usted el desafiado y quiere que le enseñe a parar los tiros de su adversario? Eso es lo de menos, cadete. Con la doctrina de Jerónimo de Carranza en la «Filosofía y destreza de las armas», voy a ponerlo a usted en dos minutos, en aptitud de batirse con el mismo diablo, sin que su pellejo corra el más ligero peligro. Venga usted. ¡Sable y lanza! Venga usted.

Diciendo así, el capitán tomó por la mano a Gabriel y lo condujo a la pieza donde se daban las lecciones de esgrima.

—Escúcheme usted —dijo el joven deteniendo al capitán que iba ya a descolgar dos espadas—. Se trata de la felicidad de mi vida. Yo quiero casarme con la hija de usted.

—¿Cómo? , ¿cómo? —exclamó don Feliciano—; ¿que quiere usted casarse con mi hija? Usted se chancea. ¿Es serio eso?

—Tan serio —replicó Gabriel—, como que no saldré de esta casa sin obtener el consentimiento de usted. Ella es mi vida, mi dicha, mi porvenir; amarla hasta morir y ser amado por ella; he ahí, capitán, la única esperanza de mi alma.

—¿Y ella consiente?

—No lo sé. Vengo a poner mi corazón a sus pies y a oír de sus labios la sentencia de vida o de muerte.

—¡Cáspita! —exclamó el capitán—, pues el niño se explica. Aguarde usted; y diciendo así, se dirigió a la puerta y llamó a su hija.

Al momento se presentó Rosalía, con las enaguas del vestido remangadas, cubierta la cabeza con un pañuelo de madrás a cuadros y una escoba en la mano.

Saludó a Gabriel, algo corrida, a causa quizá de la maleta en que la encontraba aquel joven extraño para ella, y apoyadas ambas manos en el mango de la escoba, aguardó que hablara el capitán.

—Rosalía —dijo don Feliciano, tomando la actitud más teatral que le fue posible—; este joven cadete, que se llama… se llama… dispense usted ¿cuál es su gracia?

—Gabriel Fernández de Córdoba.

—Eso es, lo tenía en la punta de la lengua. No conozco otra cosa. Don Rafael Hernández y Córdoba, dice… me cuenta… pues… habla de felicidad, de amor, de vivir o morir, ¿qué sé yo? ¡en fin, que quiere casarse contigo…! Pero ahora mismo. ¡Parece que la cosa le urge! ¡Sable y lanza! Yo no lo hice así con tu difunta madre. Catorce años estuve entre si caigo o no caigo; pero aquél era otro tiempo. Ahora todo se hace a la bombé. Conque, ¿te conviene el novio?

Rosalía no contestó una sola palabra. Veía al capitán, a Gabriel, y dudaba si sería aquello serio o de burla. Mientras tanto, el joven, con los ojos clavados en el suelo, temblaba como la hoja en el árbol y aguardaba una expresión de los labios de su amada, para arrojarse a sus pies. Al fin rompió el silencio y dijo, entre risueña y grave:

—Caballero, si esto es una chanza, yo no sé cómo deba tomarlo. Si no me engaño, ayer me ha visto usted por primera vez; y de consiguiente, puede decirse que no me conoce. La edad que usted representa me indica que es usted hijo de familia; y su apellido, que pertenece a una de las principales de la ciudad. Supongo que lo que usted ha concebido por mí, no puede ser más que un capricho, que pasará como ha nacido. Agradeciendo a usted, pues, el honor que ha querido hacerme, me permitirá le diga que es demasiado joven para pensar en casarse. Yo misma no he dispuesto salir de la condición en que me hallo y que me impone obligaciones sagradas que deseo seguir cumpliendo como hasta ahora lo he hecho. Así, suplicando a usted prescinda de lo que no puede tener efecto, me excusará si me retiro.

Diciendo así, la joven hizo una inclinación de cabeza a Gabriel, y se marchó.

—¡Qué pico de oro! —dijo el capitán—. Ese sermón merece un trago.

Abrió una alacena, sacó una botella, y a boca de jarro, consumió una cuarta parte del contenido del envase.

—Pero no hay qué afligirse, señor don Miguel González de Córdoba —añadió—; ¿no ha oído usted decir que en la boca de las mujeres el no es hermano mayor del sí?

Gabriel, poseído de la más negra desesperación, no escuchaba lo que decía el capitán. Las últimas palabras de Rosalía habían triturado su corazón, como si lo hubiera puesto entre las piedras de un molino. Sintió que la sangre se le agolpaba a la cabeza, y faltándole las fuerzas para tenerse en pie, tuvo que apoyarse en el brazo de don Feliciano.

¿Se ríe usted, respetable lector? Es porque ya ha olvidado la impresión de las primeras calabazas que cosechó allá cuando contaba diez y ocho o veinte años.

Más filósofo que usted, el bueno de don Feliciano de Matamoros, capitán retirado con goce de medio sueldo y maestro de armas, viendo a su futuro yerno (pues por tal lo contaba ya), medio muerto de dolor, acudió por lo pronto a lo que él consideraba como el único remedio para los males de la vida, e introduciendo el cuello de la botella en la boca de Gabriel, le hizo tragar una cantidad de líquido capaz de resucitar a un muerto.

En seguida hizo que el joven se sentara en un sofá y comenzó a hablar de esta manera:

—Si usted quiere creer a mi experiencia, joven, no tome como dicen, al pie de la letra lo que ha cantado la muchacha. ¿Cómo quiere usted tomar la plaza como tomé yo el fuerte de Roatán, todo diciendo y haciendo? Eso no se ve todos los días. Ponga usted un sitio en regla, apunte bien las baterías, y cuando sea tiempo, ¡fuego! ¡Sable y lanza! No me llamo Feliciano si la guarnición no capitula y se rinde a discreción. Usted debe tener padre, madre, tío o tutor que cuide de su persona y bienes, pues supongo que no debe ser un cualquiera, ni tampoco un pelado que no tenga sobre qué caerse muerto. Hable usted al señor o a la señora mayor; dígale todo eso de muerte, juicio, infierno y gloria que me dijo a mí, y pídale la licencia para el casorio. Cuando usted la tenga, vuelva y dígale a la Rosalía que el suegro o suegra, o lo que fuere, la espera con los brazos abiertos; y, o yo no sé nada, o usted oirá entonces otro cantar.

Puede usted, señor don Miguel, añadió el capitán, decir que su novia, es hija de un hidalgo que, aunque pobre, tenía sus ejecutorias muy en regla y ha servido al rey por mar y tierra, tan bien si no mejor que otro cualquiera. Que si a sangre vamos, la de los Matamoros de Peñapelada no cede a otra ninguna, como que descendemos de uno que allá, en la guerra de Granada, mató con su propia mano veinte y siete a treinta y siete infieles (no lo recuerdo bien), que estaban pintados en nuestro escudo de armas, que se perdió en la ruina junto con las ejecutorias.

En fin, obtenido el beneplácito de quien corresponda, usted vuelve, insta, y si la muchacha dice nones, repite por tercera y por cuarta vez, hasta que caiga la fruta del árbol a fuerza de golpes.

—Mi padre —contestó Gabriel—, está en España. La persona que cuida de mí es don Andrés de Urdaneche, a quien usted tal vez conoce. Le hablaré del asunto y si está autorizado para suplir el consentimiento de mi padre, no dudo me lo dará, pues no hay razón para que lo niegue.

—¡Bravo, cadete! —exclamó don Feliciano—. Eso es hablar. No hay que irse nunca por las ramas. Ustedes se casarán y viviremos todos juntos en paz de Dios; porque eso de que yo me separe de mi Rosalía, ni ella de mí ni de sus hermanos, es pensar en lo excusado. Conque, a caballo, lanza en ristre y a degüello.

Dicho esto, le puso a Gabriel el sombrero en la cabeza y casi a empellones lo hizo salir a solicitar el permiso para la boda.

El enamorado mancebo aguardó la hora en que se encontraba don Andrés de Urdaneche en su casa de habitación y fue a buscarlo. Habían pasado algunos meses desde que se vieron por primera vez en el escritorio de la casa comercial. No había experimentado el anciano alteración notable en su fisonomía. A la edad de don Andrés se cambia muy lentamente. Gabriel, por el contrario, parecía más hombre; su musculatura vigorosa y flexible se pronunciaba cada día más y un ligero bozo negro y fino sombreaba su labio superior. Además, el amor, aunque no fuera sino de dos días, había hecho vivir a Gabriel dos años. Nos dirán quizá que esto es una paradoja; pero la observación propia y ajena nos ha enseñado que nada hay como las grandes pasiones para acelerar el movimiento de la vida.

No se escapó a la percepción sagaz del viejo negociante aquella evolución fisiológica de su pupilo, y a fuer de práctico y conocedor del corazón humano, comprendió que debía proceder de alguna causa moral; deduciendo de aquellas premisas la consecuencia lógica de que la visita inesperada del joven cadete debía tener por causa algún asunto de grande interés para éste.

Don Andrés era en su casa más humano que en el escritorio. Frío y reservado siempre, parecía más accesible, y sin inspirar entera confianza, no era en la vida privada aquella encarnación viviente del tanto por ciento, de las pérdidas y las ganancias, que se sentaba detrás de una mesa en el oscuro almacén de Agüero y Urdaneche.

Después del saludo, preguntó el anciano al joven sobre su vida, si estaba contento de haber abrazado la carrera militar y si era de su gusto la posada que le había elegido.

—La profesión de las armas —contestó el cadete—, es la que me conviene, y cada día que pasa me alegro más de haberla adoptado. En cuanto a mi huésped, don Ramón, me parece un hombre excelente, aunque algo raro en su persona y… modo de vivir. Pero como yo paso gran parte del día en el cuartel, casi no nos vemos sino a las horas de comer. La casa es triste; don Ramón no tiene familia; se cansa uno de leer, y a la verdad, hay momentos, muchas horas en que me fastidia la soledad.

—Es decir —contestó Urdaneche—, que usted querría cambiar de posada.

—No, precisamente —replicó Gabriel—. Tal vez en otra no estaría tan bien como en la del escribano, como no fuese mi propia casa.

—Pero… —dijo don Andrés, clavando en el joven su mirada escrutadora y penetrante—. Pero, usted no tiene familia.

—Es verdad, señor don Andrés; mas pudiera ser que me fuera conveniente establecer casa.

—¡Establecer casa! ¿Y cómo va usted, tan joven a vivir solo, en poder de criados que le gastarán enormemente, sin que por eso esté mejor servido?

—Es que pudiera… pudiera yo… (el pobre Gabriel, dominado irresistiblemente por la mirada del anciano, no se atrevía a terminar la frase). Pudiera yo… vivir acompañado.

—¿Qué quiere usted decirme? ¿Cómo? —exclamó don Andrés levantándose y no siendo dueño por lo pronto de dominar su asombro. Pero recobrando inmediatamente su serenidad y sangre fría, añadió:

—¿Por ventura habría usted pensado en casarse? ¿Podrá saberse cuál es la persona en quien usted haya puesto su pensamiento?

—La más virtuosa —contestó Gabriel con entusiasmo—, la más noble, la más cumplida de las mujeres. Una que, aunque escasa de bienes de fortuna, no cede a ninguna otra en lo esclarecido del linaje, en la belleza y en la respetabilidad de su familia. La hija de un veterano que cuenta largos años de servicios a su patria y a su rey y cuyo nombre está unido a uno de los hechos más gloriosos de la historia de este reino. En una palabra: la hija del capitán de caballería don Feliciano de Matamoros.

Don Andrés, con todo su aplomo, no fue dueño de contenerse, al oír las últimas palabras del joven.

—¿La hija de quién? —exclamó—; ¿del capitán Matamoros? ¿Y eso llama usted familia respetable y linaje esclarecido? ¡Un cualquiera, un ebrio, petardista y jugador de profesión! Vamos, joven, usted ha perdido el juicio.

Se quedó el pobre cadete frío, como si le hubieran echado una rociada de hielo al oír calificar de aquella manera al hombre a quien él amaba y respetaba ya sólo por ser padre de Rosalía. Además, en su candidez, había tomado al pie de la letra lo que contaba el capitán de sus ejecutorias y de sus hazañas. Haciendo, pues, un esfuerzo para dominar su enojo, respondió:

—Usted es dueño de calificar como guste a un hombre que ha derramado su sangre en los campos de batalla. Yo no sé que el capitán Matamoros sea jugador, ni petardista, ni borracho, aun cuando pueda tener sus descuidos, como cualquiera otro. En cuanto a su linaje, si no se hubieran perdido desgraciadamente en la ruina sus ejecutorias y su escudo de armas, con ellos probaría yo a usted que la familia de los Matamoros de Peñapelada son tan ilustres como pueden serlo los Fernández de Córdoba y que cuentan entre sus antepasados personajes capaces de honrar mejor genealogía. Pero esto no hace al caso. Yo no he venido aquí a discutir sobre blasones, sino a suplicar a usted, en nombre de cuanto hay más sagrado, me dé el consentimiento que necesito para casarme con la hija del capitán. Créame usted, señor don Andrés, añadió el pobre cadete enterneciéndose: no puedo vivir sin ella, y una negativa de usted sería mi sentencia de muerte.

Urdaneche, que había tenido tiempo para reflexionar mientras el joven hacía la relación de las grandezas de los Matamoros de Peñapelada, contestó con mucha calma:

—Yo no estoy autorizado para dar el permiso que usted necesita como menor de edad, para casarse. Lo pediré a la persona que se interesa por usted…, quiero decir, que escribiré a don Fernando, que es el único que puede darlo.

—Muy largo es aguardar —dijo Gabriel—, que la carta vaya a España y vuelva la respuesta.

—Larga para la impaciencia de usted, tal vez —replicó Urdaneche—. Pero no hay otro remedio. Su padre de usted vive, y sin su permiso no puede usted casarse.

Gabriel no tenía que oír más. Los cinco o seis meses que le era preciso aguardar le parecían siglos. Salió, pues, de casa del viejo negociante con el corazón lleno de amargura y se dirigió a la de su futuro padre político y sabio mentor, a quién se proponía referir el resultado de aquella entrevista.