CAPÍTULO V

Misterios de la casa del escribano.

Un capitán retirado

Considerándose ya como un huésped de don Ramón, Gabriel quiso conocer la posada y salió de su cuarto. Encontróse luego con el negro y habiéndole preguntado si haría mal en recorrer un poco la casa, le contestó Benito moviendo la mano en derredor, como trazando un círculo, y señaló en seguida a una puerta grande que se veía en el extremo del corredor del fondo, a la izquierda.

Comprendió Gabriel que debía limitar sus paseos al patio exterior de la casa y a la parte interior de la izquierda. Y así debía ser, pues en el extremo de la derecha del corredor no había puerta, sino una que parecía ventana, como de vara y media de alto y dos tercias de ancho y que en aquel momento estaba cerrada.

Aquella ventana excitó la curiosidad de Gabriel y no sin razón, pues no es costumbre que las haya en ese lugar, donde regularmente está la puerta del pasadizo que conduce al segundo patio y a las oficinas interiores de la casa.

El joven comenzó a pasearse por el corredor, mientras el negro, sentado en una butaca vieja, bajo el arco del zaguán, parecía luchar con el sueño y cabeceaba a cada momento. A poco llamaron a la puerta. Benito acudió a abrir, pues a la cuenta con ese objeto se había colocado en aquel sitio. Habló con el que llamaba, que sin duda buscaba al amo e informado de que no estaba en casa, se marchó. El negro volvió a dormitar en su butaca.

No pasaron cinco minutos sin que llamaran de nuevo y se repitiera la escena. Volvió a resonar tres veces el aldabón casi de seguida y tornó el negro a la operación de abrir y cerrar y a la de dormitar en su sillón.

Visto esto, se puso Gabriel a calcular si no podría, sin que lo advirtiera el negro, que solía detenerse hablando con los que llamaban, ver lo que fuese aquello que parecía ventana, y si en efecto lo era, echar por ella una ojeada hacia el interior de la casa. Como lo pensó lo hizo. Resonó un sexto o séptimo aldabonazo y luego que se hubo levantado Benito, se precipitó Gabriel a la ventana y probó a abrirla. Al principio encontró resistencia, como si tiraran por dentro de la puerta; pero, haciendo un ligero esfuerzo abrió. ¡Cuál sería su sorpresa al advertir que lo que oponía resistencia era una cadena de hierro, clavada por un extremo a la hoja de la ventana por la parte interior y que pasaba por encima de un torno como los que había en las porterías de los conventos de monjas! Al tirar Gabriel de la puerta, resonó una campanilla, y a poco oyó pasos que se acercaban por la parte de adentro y una voz de mujer que le dijo:

—¿Qué hay, Benito? ¿Ese hombre ha imaginado algún nuevo martirio para atormentarme? ¿No le basta la prisión en que me tiene y lo que me hace sufrir hace ya doce años?

Asustado Gabriel al advertir el resultado de su imprudente curiosidad, y temiendo viera el negro que había abierto la puerta que ocultaba el torno, cerró precipitadamente y continuó paseándose, como si nada hubiese hecho.

Había en aquella voz de mujer algo de profundamente triste y simpático que impresionó vivamente al joven. Estaba seguro de no haberla oído antes y sin embargo, parecía como si no le fuese enteramente desconocida. ¿Lo engañaría alguna semejanza casual? Probablemente.

Pasó el resto de la mañana preocupado con aquella idea. A la una volvió don Ramón, pidió la comida y se sentaron a la mesa él y Gabriel únicamente. El escribano parecía hombre comunicativo y de buen humor. Habló de diferentes cosas e hizo hablar a su joven huésped, preguntándole detalles sobre su infancia y vida en casa de sus padres y procurando inquirir con maña dónde había conocido a don Andrés de Urdaneche. Gabriel contestó con sencillez y franqueza a las preguntas de don Ramón, aunque contrariado por aquella risa indefinible que era como una monomanía de aquel hombre extraño.

Por la noche, como a las nueve, encerrado ya Gabriel en su habitación, oyó llamar a la puerta repetidas veces y pasos de personas que entraban y que parecían dirigirse a la pieza que llamaba el negro al escritorio. Contó hasta diez llamadas; pero vencido por el sueño, no supo ya cuántas fueron en realidad las visitas que recibió su huésped.

Al siguiente día le remitió Urdaneche, bajo cubierta, su despacho de cadete agregado a la segunda compañía del Fijo. La alegría que experimentó fue tan grande, como si le hubieran conferido el grado de capitán general. Soñaba despierto con el cuartel, el servicio, las expediciones militares y las batallas; figurándose que un día u otro repetirían los ingleses la invasión de las costas del norte, y como había sucedido pocos años antes (según oía contar a su padre), tendría que salir el batallón a campaña.

Hiciéronle el uniforme y cuando estuvo listo el equipo militar, que completó un sombrero apuntado y un espadín, poco faltó para que el mozo se considerara un héroe. La verdad es que Gabriel no parecía mal con su casaca de paño blanco con cuello y vueltas azules, calzón muy ajustado del mismo color y telas, y botas de cuero negro con campana amarilla. Estaba más crecido de lo que correspondía a su edad, era bien formado y sin ser lo que se llamaba un buen mozo, tenía una figura de esas que interesan y agradan a primera vista.

El nuevo cadete fue muy exacto en el cumplimiento de sus obligaciones.

Pasaba la mayor parte del día en el cuartel, estudiaba por la noche la ordenanza militar y un libro de táctica de infantería que compró en una tienda del portal, donde lo puso en venta un capitán retirado. Gabriel olvidó la aventura de la mujer encerrada en el segundo patio de la casa, las visitas nocturnas que recibía don Ramón y hasta llegó a familiarizarse con la risa de éste. Tal es el imperio del hábito, por una parte; y tal, por otra, la condición de nuestro espíritu, que no puede sentirse vivamente impresionado por una idea, sin que se debilite la acción que sobre él ejercen las demás.

Gabriel hizo amistad estrecha con un subteniente de su misma compañía, dos años mayor que él y que se llamaba don Luis de Hervias. Este joven y el cadete Fernández habían venido a ser casi inseparables, pasando juntos todas las horas que el servicio les dejaba libres.

—Debías tú —dijo un día don Luis a Gabriel—, hablar al capitán Rompe y raja para que te enseñe a jugar la espada.

—No conozco —respondió Gabriel—, a ningún capitán de ese nombre.

—¿Cómo —replicó el subteniente—, que no conoces a la flor, nata y espuma de los oficiales retirados; el maestro de armas de quien recibe lecciones toda la juventud del batallón y que, según él mismo dice, podía darlas a Pacheco y a Carranza? ¿No has oído hablar del capitán don Feliciano de Matamoros, retirado con goce de medio sueldo?

—Con ese nombre sí —dijo Gabriel—. Está escrito en una obra de táctica que fue suya y compré poco ha.

—Y que estuvo varias veces empeñada en la fonda de la esquina del cuartel, contestó Hervias. Matamoros, más conocido con el apodo de capitán Rompe y raja, a la mitad del mes se lleva bebido todo el medio sueldo, y para concluir los quince días tiene que empeñar por acá y por acullá las pocas prendas que le quedan.

—¿Y lo que pagan los oficiales por las lecciones —preguntó Fernández—, qué se hace?

—¡Lo que le pagamos! —dijo Hervias—, si no quiere recibir nada. Dice que él no vende el arte más sublime de todos los artes y nunca admite un cuarto. Es verdad que cuando se le agotan los recursos, no tiene escrúpulo en apelar al bolsillo de los discípulos, y como esto sucede a menudo, venimos a pagarle por vía de préstamo, algo más que si la pensión fuese regular y mensual. El pobre Matamoros dice que a su edad no hay más gustos que comer, fumar y echar algunos tragos, y eso es lo que él hace de la mañana a la noche. Mientras tanto, su hija mayor, Rosalía, muchacha muy guapa, trabaja para mantener la familia, pues además de ella, tiene el capitán dos niñas y un niño pequeño que le dejó su difunta esposa. Yo conozco a la Rosalinda (que así le llamamos todos) porque concurre con frecuencia a las lecciones que nos da su padre.

—¡Qué! —dijo Gabriel—, ¿también ella aprende a jugar la espada?

—No —replicó Hervias—, pero distribuye las caretas, las manoplas y las armas; recoge estos útiles cuando ya han servido, remienda algún guante que se rasga y adereza alguna máscara cuando un puntazo ha abollado el alambre. La verdad es que la muchacha es un ángel y que interesa ver cómo quiere al capitán y sufre sus impertinencias. ¿Conque, quieres o no, ser uno de los discípulos del primer maestro de armas de las islas y tierra firme del mar océano, como él se titula cuando está de mona?

—Iré —dijo Gabriel—; ese aprendizaje es útil y aún necesario a un oficial. Mañana, después del ejercicio, iremos a ver al capitán para que me cuente en el número de los que aprenden el sublime arte.

En efecto, al siguiente día, Gabriel y su amigo en petit-uniforme, llegaron a casa del capitán don Feliciano de Matamoros, que perfectamente afeitado y acicalado, estaba dando fin a un almuerzo opíparo, no tanto por la calidad, cuanto por la cantidad de los manjares. Daba la casualidad que aquel día habían pagado generosamente a Rosalía la costura de una basquina de terciopelo negro con guarnición de cuentas de azabache, obra de aguja laboriosa, y con esto había manteles largos en casa del bueno del capitán.

Correspondió éste al saludo de los jóvenes oficiales llevándose militarmente el revés de la mano derecha a la visera de la gorra y les señaló dos sillas medio desvencijadas, con asientos y respaldos de rejilla.

—¿Son ustedes servidos, caballeros? —dijo don Feliciano, mascando a dos carrillos—; lanza en ristre y a degüello; para todos hay.

—Buen provecho, mi capitán —contestó el subteniente—; no creíamos que estuviera usted todavía a la mesa, pues es bastante tarde. Vengo con el objeto de presentar a usted un nuevo discípulo, mi amigo y compañero don Gabriel Fernández de Córdoba, cadete de la segunda compañía del Fijo.

—Servidor de usted, mi capitán —dijo Gabriel— poniéndose en pie y saludando a estilo militar.

—Para servir a Dios, al rey y a usted cadete —contestó Matamoros, devolviendo el saludo—. ¿Conque usted, continuó, desea aprender el sublime arte, que es el primero entre todos los artes, como que sin él no tenemos seguros ni la honra ni la vida?

Diciendo así, el capitán se puso en la boca una pierna de gallina.

—Hace usted muy bien —añadió—. Joven, créame usted, un militar que no conoce por principio el uso de la espada, es como un boticario que no sabe manejar la espátula. Si usted me hubiera visto el 25 de marzo de 1782, cuando atacamos los fuertes de Roatán del que se había apoderado el inglés, habría comprendido de cuánta utilidad es el conocimiento del manejo del sable. Me acuerdo como si fuera hoy, exclamó don Feliciano entusiasmándose más y más, no sabemos si con la memoria de sus hazañas o con medio vaso de aguardiente de caña que se echó a pechos. Me acuerdo como si fuera hoy. Hervias, padre de este joven subteniente, y yo, fuimos los primeros que, seguidos de unos pocos soldados, saltamos a tierra de la fragata «Matilde». El teniente general, presidente don Matías de Gálvez y su segundo, el coronel don José de Estachería, nos animaban desde el puente. Salió una compañía de ingleses y peleamos una hora cuerpo a cuerpo, hasta que los redujimos a los fuertes. Yo tuve que habérmelas con dos herejes descomunales, armados de espadones como de tres varas, que amenazaban con partirme en dos a cada mandoble que me asestaban. Pero allí fue el hacer uso de las reglas de Pacheco, de Carranza, de Pérez de Mendoza y otros maestros del arte. Me empiné sobre las puntas de los pies (y fue ejecutando don Feliciano todo lo que iba diciendo), con el cuerpo hecho un arco hacia adelante; paré un tiro de un inglés, y atrapándole la espada con la mano izquierda, me arrojé sobre él, lo agarré por el cogote (y lo hizo así con el subteniente), le di la zancadilla y cayó haciendo retemblar la tierra. Así, ni más ni menos que como usted acaba de caer ahora, Hervias. Corrí a hacer el mismo paso con el otro inglés (y se echó sobre Gabriel; pero éste se parapetó detrás de la mesa y una silla) ¡ca! ni sus polvos; se había encerrado ya en el fuerte. ¡Cáspita, jóvenes! ¡Qué lance aquél! Sentía yo un coraje que habría querido beber sangre inglesa.

Dicho esto, el capitán Rompe y raja se echó el otro medio vaso al coleto.

En aquel momento entró la hija de don Feliciano a quien acompañaba su hermanito menor, asido del traje de la joven, llorando y pidiendo de comer.

—Hijo de un héroe —exclamó el capitán—, toma y participa de la refacción frugal de tu ilustre padre.

Alargó al muchacho la otra pierna de gallina y se disponía a concluir la relación de la gloriosa campaña de Roatán; pero lo interrumpió Rosalía, diciéndole:

—Padre, usted no sabe que anoche nos hemos escapado de una buena.

—¿Cómo? —gritó don Feliciano—. ¿Qué ha sido? ¿Ha vuelto a invadir el inglés?

—No —contestó la joven—, no fue el inglés, sino Pie de lana con su cuadrilla, que puso en alarma todo el vecindario. Acaba de contármelo la vecina. Margarita la Florera. Estaba ella velando, por acabar unas coronas para el monjío, y como a maitines, oyó ruido por los tejados; salió al corredor y… ¡Jesús me valga! sólo el figurármelo me causa miedo; vio descolgarse por el albardón media docena de enchamarrados. Abrió su ventana, gritó, acudió gente; pero todo fue inútil. Los ladrones se salieron por la puerta de la misma casa de la Margarita. Después se ha sabido que robaron donde don Antonio de Berroterán, dejándolo amarrado al pie de su cama y con una mordaza en la boca. ¡Jesús! De considerar que pudieron haber pasado aquí, me tiembla el cuerpo.

Gabriel había quedado sorprendido al ver a Rosalía. Un ligero tinte de carmín cubrió la frente y las mejillas de aquel joven tan cándido y pudoroso casi como una doncella. La hija del capitán era de regular estatura; la tez morena y ligeramente sonrosada; el cabello castaño, recogido hacia atrás con una peineta de carey; los ojos aterciopelados; nariz correcta; boca mediana; mano pequeña y fina y pie tan diminuto, que apenas podía sostener el cuerpo, que al andar se balanceaba como el tierno vástago del cocotero agitado por la brisa. Tenía diez y ocho años; pero cierta gravedad profundamente impresa en toda su persona, le hacía aparecer de más edad.

Rosalía, que no conocía al cadete, fijó los ojos en él un momento, saludándolo con una ligera inclinación de cabeza y los volvió a su padre con quien hablaba. Sospechamos que si se hubiera preguntado a Gabriel lo que había dicho Rosalía cuando ésta concluyó la relación del lance de los ladrones, no habría acertado a decirlo. ¿Era aquello amor? No lo sabemos. Era una sensación indefinible y nueva, olvido de sí mismo y de cuanto lo rodeaba, concentración absoluta en un solo objeto. Eran ojos que no querían ver más que a ella y se separaban de ella como con temor; eran oídos que no escuchaban más que lo que ella decía y no acertaban a comprenderlo; era el alma encadenada ya a otra alma para siempre. ¡Ay! Así lo hemos creído todos a los diez y siete años, cuando amamos por la primera vez.