Un protector misterioso
Salió Gabriel de aquella casa donde había vivido desde la noche en que vino al mundo, y a la que no volvería jamás, y se paró en la esquina, sin saber a dónde ir ni qué partido tomar. Estando en aquella perplejidad, se le acercó un hombre que llegaba con paso apresurado, y preguntándole si era el niño Gabriel Fernández, a su respuesta afirmativa le entregó una esquela cerrada en forma de triángulo, como se acostumbraba hacerlo entonces con las que se dirigían de un punto a otro de la ciudad.
Abrióla Gabriel y leyó lo siguiente:
«Venga usted a verme sin pérdida de momento. Tengo qué comunicarle algo que le interesa. —Andrés de Urdaneche».
Gabriel había visto frecuentemente a aquel sujeto, que visitaba a su padre y sabía también dónde estaba situado el establecimiento comercial de Agüero y Urdaneche. Se dirigió allá inmediatamente. Pocos momentos después el joven atravesaba el patio de una casa grande y enclaustrada, donde se veía en el corredor del fondo entreabierta una puerta maciza, forrada de láminas de hierro con clavos de bronce. Era el almacén, pieza espaciosa y oscura, cuyas paredes desaparecían detrás de una gran estantería de cedro, ocupada con multitud de objetos de diferentes clases, la mayor parte inútiles. Aquellos rezagos, que no habían podido realizarse en la tienda de comercio, se amontonaban allí, por no saber qué hacer con ellos. Un tramo o dos estaban ocupados con los libros y papeles de la casa. Junto a la única ventana que tenía la pieza se veía una mesa de nogal, con pies labrados y cubierta con una carpeta verde. Un tintero grande y no muy limpio, compuesto de tres piezas de plata, colocadas en un plato ovalado, del mismo metal; cajas de obleas, plumas de ave, cartas abiertas, el Diario, libro voluminoso cubierto de cifras y apuntamientos en letra española, el calendario de Beteta y las ordenanzas de Bilbao estaban esparcidos sobre la mesa. En las dos cabeceras había dos sillas de brazo, tapizadas de vaqueta de color oscuro, con flores medio borradas y a poca distancia una arca grande con un fuerte cerrojo y otras dos llaves. Casi todos esos muebles habían sido traídos de la Antigua cuando se verificó la traslación.
Gabriel no estaba en situación de fijarse en aquellos objetos. Profundamente impresionado cuando vio que su padre se iba dejándolo en la calle, luego que recibió el billete de Urdaneche, por una evolución de su espíritu, de ésas que son naturales en jóvenes de su edad, concibió la idea de que don Fernando lo había recomendado a aquellos señores, y que la dureza de su despedida era más aparente que real y efecto de su carácter adusto y concentrado. ¿Cómo habría podido imaginar que hubiera quién se interesara por él si no era aquél a quien reconocía por padre?
Don Andrés de Urdaneche era originario de Navarra. Había venido a Guatemala pocos años antes de la ruina de 1773 y se asoció con don Francisco de Agüero, sevillano rico que, conociendo la probidad y talento comercial de don Andrés, no vaciló en entregarle su caudal que, según decían, había éste doblado en poco tiempo.
La casa tenía negocios en España, el Perú y México; y aunque no faltaban algunos que no parecían tener la opinión más favorable del que la manejaba casi en absoluto, lo cierto es que, la confianza que inspiraba a la generalidad era grande. Todo aquel que deseaba colocar sus fondos con seguridad, acudía a aquella casa, cuya solidez se había hecho proverbial. Sus relaciones en todo el reino eran muy extensas y casi toda la cosecha de añil y cacao pasaba por sus manos. Debían ser, pues, efecto de envidia o de maledicencia los rumores que circulaban muy por lo bajo respecto a aquel establecimiento comercial, uno de los más importantes del país.
Don Andrés era alto de cuerpo, enjuto de carnes, de fisonomía grave, que indicaba un carácter frío y reservado. Aunque no contaba setenta años, parecía mucho más anciano. Tal vez ocultos pesares habían minado la existencia de aquel hombre tan insensible y duro al parecer. Quizás tenía, como cualquiera otro, una historia que conoceremos algún día, debiendo contentarnos por ahora con estas indicaciones generales.
Sus ojos, de un azul oscuro, lanzaban de vez en cuando miradas penetrantes, que obligaban a los que hablaban con él a bajar los suyos o a dirigirlos a otro lado. Su rostro, cubierto de una palidez enfermiza, presentaba un conjunto más bien desagradable que no simpático, y su sonrisa era tan violenta y tan forzada, que hacía aún más desapacible la expresión habitual de su fisonomía. Había personas que, buscando siempre parecimientos, decían que la cara de don Andrés era la de Felipe II, afeitado.
Vestía calzón de paño negro, medias de algodón, zapato con hebilla de acero, chaleco y chaqueta muy largos, de lienzo blanco, y en la cabeza atado un pañuelo, cuyas puntas le caían hacia atrás, costumbre muy general en aquel tiempo.
Cuando entró Gabriel, don Andrés dejó la pluma con que escribía, se puso en pie y durante unos pocos segundos estuvo examinando al joven, en quien probablemente no se había fijado en casa de Fernández.
—Puede ser —murmuró entre dientes Urdaneche—, después de haber hecho aquel rápido examen de la fisonomía de Gabriel; y sin ofrecerle asiento, permaneciendo él mismo en pie, le dijo:
—¿A qué carrera quiere usted dedicarse? ¿Al comercio, a la abogacía, a la medicina, a la iglesia o a las armas?
Gabriel, que hasta entonces no había pensado en elegir profesión, no sabía cómo responder a aquella pregunta inesperada. Después de un momento de silencio, contestó:
—Creo, señor don Andrés, que antes de decidirme por alguna carrera, debo saber si cuento con los medios de seguirla.
—Usted puede contar con cuanto necesite.
Estas palabras, pronunciadas en tono seco y breve, afirmaron al candoroso adolescente en la idea de que su padre lo había recomendado a aquellos señores, quienes por encargo suyo debían cuidar de su educación. Este pensamiento lo enterneció, y exclamó, con los ojos llenos de lágrimas:
—¡Ah! Mi buen padre ha cuidado, antes de partir, de asegurar mi suerte, sin duda mientras vuelve, o me lleva a su lado.
—Éste no es lugar de hablar de esa manera —replicó Urdaneche—. La casa ha recibido orden de una persona con quien tiene negocios, de proporcionar a usted cuanto haya menester. Es asunto de cuenta corriente y nada más. No perdamos tiempo, añadió consultando el reloj, ¿a qué profesión desea usted dedicarse?
Pues ya que debo decidirme ahora mismo —respondió Gabriel, medio ofendido por la aspereza del viejo negociante—, a la de las armas. Pero yo no sé si debo admitir auxilios de una persona desconocida, ignorando lo que motiva esa protección.
—Si usted rehusa —dijo don Andrés—, no hablemos más.
—No rehuso; pero quisiera saber…
—Usted no tiene nada qué saber. ¿Acepta lo que tengo orden de ofrecerle, o no?
Gabriel, más y más convencido de que debía ser su propio padre el que proveía a su educación, y que sólo por capricho, o por rareza de carácter procedía de aquella manera, contestó, después de reflexionar un momento:
—Acepto.
—Hoy mismo —dijo Urdaneche—, se solicitará para usted un despacho de cadete del Fijo.
Tomó una pluma, trazó unas diez o doce líneas en una foja de papel, la cerró en forma de carta y entregándola al joven, añadió:
—Aquí tiene usted esta esquela para un caballero en cuya casa vivirá, si le acomoda. Puede usted disponer de todo el dinero que guste; poco o mucho, no importa. Tiene usted letra abierta en la casa.
Dicho esto, hizo una ligera inclinación de cabeza, como para indicar a Gabriel que la entrevista debía terminar y comenzó a abrir una voluminosa correspondencia que tenía sobre la mesa.
—Agradezco a usted en mi alma —dijo el joven—, el interés que se sirve tomar por mí; y en cuanto a ese protector oculto que usted no quiere darme a conocer.
—¡Plazaola! —dijo Urdaneche, esforzando la voz y como llamando.
Presentóse inmediatamente un individuo que llevaba una pluma detrás de la oreja y que salió de una pieza contigua, cuya puerta había permanecido cerrada.
—Vea usted —continuó diciendo don Andrés—, en las cartas de los corresponsales de Cádiz, para cuándo estaba anunciada la salida del «Neptuno». Creo que es tiempo ya de que ese bergantín hubiera llegado a Trujillo.
Gabriel se retiró mordiéndose los labios, y cuando salió de la casa, vio el sobrescrito de la carta. Estaba dirigido a un don Ramón Martínez de Pedrera, y como el joven no conocía a aquel sujeto, se acercó a un caballero que pasaba, y le suplicó le indicara, si lo sabía, dónde habitaba la persona a quien iba dirigida aquella esquela.
—Lo conozco —dijo el sujeto—. Don Ramón Martínez de Pedrera, escribano real, vive en la cuadra del cuartel de Artillería, segunda casa, a la derecha, pegada a una tienda de maritates.
Gabriel agradeció la indicación y fue inmediatamente en busca de la casa del escribano.
Le abrió un viejo negro que vestía un traje de amarillo y verde, con pretensiones de librea; pero tan descolorido y remendado, que no habría sido temerario suponer que había servido al criado de la familia durante tres o cuatro generaciones.
Preguntado por don Ramón, contestó que en aquel momento estaba el barbero acabando de afeitarlo, y añadió que el niño podía, si gustaba, aguardar al amo en el escritorio.
Entró Gabriel en un cuarto bastante espacioso, situado a la izquierda del zaguán y en el que no veía cosa alguna que indicara el destino que, según el viejo negro, tenía aquella pieza.
En una de las cabeceras estaba un armario enorme, de aquellos de tres rostros que se usaban antes y que suelen verse todavía, pintado de celeste claro y con molduras que se conocían haber sido doradas. En una mesa redonda y grande cubierta con una carpeta verde y que ocupaba el medio de la pieza, no había objeto alguno, y en derredor estaban colocadas hasta doce sillas, tapizadas de vaqueta azul. No había en aquella sala un solo libro, ni recado de escribir, ni papeles, ni nada que pudiera justificar el título de escritorio que le daba el criado.
Comenzaba Gabriel a sospechar si aquel cuarto sería más bien el comedor de la casa, y partiendo de esta idea, infirió del tamaño de la mesa y número de las sillas que debía ser grande la familia del escribano real.
La aparición de este personaje vino a interrumpir las conjeturas del joven. Entró don Ramón, peinado con polvos, acicalado, envuelto en una capa de paño de grana con galón de oro en el cuello y con el sombrero de castor en la cabeza, como si se dispusiese a salir. Correspondió al saludo de Gabriel en los términos usuales, pero acompañando sus palabras con una risa muy extraña. Tomó el billete que le presentó el joven y se retiró al extremo de la pieza para leerlo. A cada frase que leía echaba una mirada de soslayo al muchacho, y cuando concluyó, guardó la esquela en el bolsillo del chaleco y murmuró entre dientes, de modo que Gabriel no pudo percibir lo que decía.
—Hijo de Fernández, va a ser cadete del Fijo, diez y siete años, cuarenta pesos mensuales por habitación, alimentos y lavado de ropa, gastos extraordinarios aparte; ¡diablo! no es malo para los tiempos que corren. La casa paga todo… aquí hay gato encerrado; y volvió a reírse como cuando saludó a Gabriel.
—Queda usted admitido —añadió en voz alta, dirigiéndose al joven, y llamando al viejo negro, le dijo:
—El niño, en el cuarto del ahorcado; arréglalo y ve que le den de almorzar.
Dicho esto, se rió por tercera vez y se marchó a la calle.
Mientras el negro iba a preparar el almuerzo, se quedó Gabriel rumiando aquello de «cuarto del ahorcado», que acababa de oír a su huésped. Notó, además, que aquel escritorio, o lo que fuese, donde por el momento se encontraba, tenía dos ventanas que daban a la calle, cerradas y cubiertas las junturas de las tablas con tiras de paño negro. ¿Qué había, pues, en aquella habitación que así se procuraba sustraer a las miradas de los curiosos? Nada, absolutamente nada, más que un armario muy grande, una mesa y dos sillas.
Llegó el negro a avisar que estaba servido el almuerzo y pasó Gabriel al comedor, donde no vio más que una mesa pequeña y dos sillas.
—¿Cómo se llama usted, buen hombre? —preguntó el joven al anciano sirviente.
—Benito —contestó el negro.
—Dígame usted —continuó Gabriel—, ¿don Ramón es casado? ¿Tiene familia?
—No.
—¿Viviremos aquí solos los dos?
—Quizás.
Gabriel comprendió que aquel hombre no quería seguir la conversación y se abstuvo de dirigirle la palabra durante un rato. Pero, muchacho y curioso, quiso hacer una nueva tentativa y dijo al negro:
—¿Podrá usted darme razón por qué se llama la pieza donde voy a habitar el «cuarto del ahorcado»?
Al oír esta pregunta, el negro abrió desmesuradamente los ojos, y poniéndose un dedo en los labios, contestó, bajando la voz:
—No hable usted de eso. Si quiere vivir tranquilo en esta casa, vea, oiga y calle.
Todo esto excitó más y más la curiosidad del futuro cadete, que comenzó a sospechar que en aquella casa debía de haber algo extraordinario, que él no acertaba a explicarse.
Concluido el almuerzo, Benito le arregló el cuarto que estaba en el corredor del fondo, frente a la puerta de calle. Lo único que llamó la atención de Gabriel en aquella pieza fue una pintura antigua que pendía de la pared, copia fiel del célebre cuadro de los «Jugadores» de Miguel Ángel de Caravachio. De las tres figuras que contiene, la que ocupa el medio y que representa a un hombre de más edad que los otros dos jugadores, ofrecía la particularidad de tener un agujero en el ojo izquierdo, lo que podía ser: porque hubiesen roto el lienzo de propósito, o efecto natural del abandono en que estaba el cuadro.
No dio Gabriel atención alguna a aquella circunstancia, y luego que estuvo solo, se puso a reflexionar sobre el giro extraño que iba tomando su vida, y a formar conjeturas vagas respecto a lo futuro. Ignorando su verdadera condición y firme en la idea de que su padre lo había dejado bajo la vigilancia de Urdaneche, a quien consideraba ya como una especie de tutor, dejó de afligirse por encontrarse solo y con la ligereza propia de sus pocos años, acabó por sentirse satisfecho de la resolución tomada por don Fernando.