CAPÍTULO III

Primeros pasos de la vida del pepe.

Cambio completo en su situación

Los dos dependientes y los tres criados de Fernández se veían unos a otros, espantados y sin atreverse a ejecutar la orden cruel que acababa de darles su amo, de dejar a aquel pobre niño abandonado y a la intemperie. Después de un momento de silencio, el vizcaíno, tomó el cestillo de manos del criado y exclamó:

—Eso no; criatura desamparada no morir de frío donde hidalgo vizcaíno estar. Mañana mujer nodriza buscar y de mi sueldo pagar, si fuere menester.

Dicho esto y sin atender a los votos y reniegos de don Fernando, se entró con el niño, que en aquel momento despertó y rompió a llorar. Lo oyó doña Josefa y tomando el candil, salió a ver lo que ocurría.

Informada del extraordinario acontecimiento, quiso ver al expósito, le pareció muy lindo y exclamó enternecida:

—Tiene razón Vericoechea (así se llamaba el vizcaíno), sería una iniquidad dejar en la calle a esta pobre criatura con el tiempo que hace. Que vayan Blas y Carlos (el negro cochero y un criado), a Jocotenango en busca de una chichigua. Ofrézcanle lo que pida, que venga ahora mismo y mañana se dispondrá lo que convenga.

El ilustre vástago de los Fernández de Córdoba, a pesar de tener muy bien sentada y merecida reputación de testarudo y atrabiliario, no acostumbraba replicar cuando «mi Pepa», como él llamaba a la señora, expedía una orden categórica. Envainó el espadín, lanzó una mirada furiosa a don Martín de Vericoechea, a quien culpaba —y no sin razón— del engorro que se le venía encima, y dejando a la dama que hiciera su voluntad, como sucedía siempre, se metió en su aposento, murmurando entre dientes:

—Con razón dicen que a quien Dios no le dio hijos, el diablo le da cosijos.

El vizcaíno, sin hacer el menor caso de los refunfuños de su patrón, llamó al otro dependiente y a los criados, y colocándose en medio de ellos, sin decir una sola palabra, con un gesto expresivo, puso el índice de su mano izquierda sobre sus labios y dio con el pulgar y el del corazón de la derecha, ese ligero chasquido que sirve para expresar orden de marcha. Acostumbrados a la pantomima del cajero mayor, que sin duda por hábito de ahorrar economizaba hasta las palabras, dependiente y criados comprendieron que se les mandaba, bajo pena de expulsión, guardar profundo secreto sobre aquella extraña aventura.

Entretanto, la desdichada que acababa de abandonar a su hijo a la puerta de una casa que le era absolutamente desconocida, regresó por las mismas calles que había seguido a la ventura. Al pasar otra vez delante del cementerio del Sagrario, sintió como si el frío de la noche corriera por sus venas. La idea de que quizá al siguiente día el cadáver del que había llevado en su seno iría a dormir el sueño eterno en el sitio destinado a los párvulos en aquel panteón, le helaba de terror.

Aquella consideración hizo lugar pronto en el espíritu de la desventurada madre a otra reflexión no menos desgarradora.

—¿Y qué importa la muerte? —murmuró con voz entrecortada por los sollozos—. ¿Sé acaso dónde lo he dejado? Esa separación entre los dos, que comienza hoy para terminar más allá de este mundo, ¿no es, por ventura, lo mismo que la muerte?

No dijo más. Quiso apresurar el paso; pero le faltaron las fuerzas y cayó sin sentido. Entonces el embozado, que continuaba siguiéndola, se acercó a ella, se inclinó hasta pegar su rostro con el de la mujer y advirtiendo que aún respiraba, se levantó y dio un silbido agudo y prolongado, que repitió el eco lejano de las desiertas calles.

No tardaron en aparecer, como si hubiesen brotado de las paredes del cementerio, cuatro hombres embozados en grandes chamarras, que se colocaron en fila delante del desconocido, sin decir palabra. Les habló éste en voz baja; entonces ellos tomaron en brazos a la mujer y siguiendo la calle del costado de Santa Teresa, llegaron delante de una casa de pobre apariencia situada a media cuadra del Potrero de Corona, y llamando dos veces a la puerta, pusieron en la grada aquel cuerpo casi inanimado y se alejaron.

El secreto de lo sucedido en la casa de Fernández en la noche del 28 de diciembre de 1792, fue religiosamente guardado por los testigos del acontecimiento. Y sin embargo, hubo un rumor, aunque muy vago y que no se generalizó, de que aquel niño no era hijo de don Fernando y de su esposa. Las imaginaciones fecundas dieron rienda suelta a las conjeturas, y el chico vino a ser para algunos de los vecinos el fruto clandestino de un desliz del amo de la casa. El despego que, según se sabía, le mostraba Fernández, no era más, decían, que artificio y disimulo, y todos convenían en que el muchacho era el vivo trasunto de su padre. Más aún. Cuando José Gabriel (ése fue el nombre que le dieron), iba avanzando en edad, se generalizó la opinión de que era idéntico al retrato del Gran Capitán que corría en un tomo de la Historia de Mariana. Digan lo que quieran, para eso de encontrar semejanzas nadie nos gana.

Preciso es confesar, sin embargo, que si aquel adolescente no descendía del héroe español, iba sacando unas facciones que sin formar un conjunto perfecto, constituían un rostro interesante, entre serio y grave, como suponemos debió de ser el del guerrero tan célebre por sus hazañas como por sus respuestas picantes e Ingeniosas.

Un día, cuando contaba ya Gabriel ocho años de edad llegó a su casa lloroso y amostazado, y arrojándose en brazos de su cariñosa madre, le refirió que al salir de la escuela se había entablado una riña entre él y uno de sus compañeros; y que habiendo éste quedado vencido, le gritó como por burla: pepe, pepe.

—¿Por qué me habrá llamado así? —preguntó el niño candorosamente.

—Pues es muy claro —contestó la señora—. Porque uno de tus nombres es José, y a los que se llaman así les dicen pepes.

Sin quedar enteramente satisfecho con la explicación, el niño no concibió la menor sospecha sobre el significado de la palabra que le habían arrojado como un insulto, y continuó considerándose, como era natural, hijo de los que pasaban en el mundo por padres suyos.

Aquel día fue el último en que el hijo adoptivo de don Femando Fernández y de su esposa, concurrió a la escuela pública. Informada del caso la señora, reunió un consejo de familia, compuesto de ella misma, de su marido y del vizcaíno Vericoechea. Don Fernando dijo con muestras visibles de mal humor, que a él le importaba muy poco que llamaran al mozo como les diera la gana. Habló en seguida el vizcaíno, que en mal castellano, pero con muy buen sentido, opinó que Gabriel no volviera a la escuela, ofreciéndose a ser en adelante su único preceptor.

Doña María Josefa aceptó la propuesta de mil amores y como el programa de estudios de aquel futuro grande hombre se componía de lectura, escritura, doctrina cristiana y las cuatro primeras reglas de la aritmética, se consideró que estas materias no eran superiores a los conocimientos científicos del vizcaíno, que desde aquel día agregó a su oficio de primer cajero las funciones importantes de pedagogo de Gabriel.

Creció éste y llegó a los catorce años siendo el ídolo de la que pasaba por ser su madre, cuyo entrañable amor le compensaba el desvío con que lo veía don Fernando; quien como suele decirse, no tragaba al pobre pepe. Aquel hombre duro y atrabiliario, como no tenía hijos, rabiaba de que otros los tuvieran, y agriándosele cada día más el carácter con la edad, había acabado por odiar a los niños. Sólo la costumbre inveterada, que tenía de no contrariar en nada la voluntad de su mujer, hacía que aguantara a aquel intruso en su casa.

Doña Josefa se veía en el pepe y lo amaba más tal vez que si hubiera sido su propio hijo. ¿Por qué la misma causa produce con frecuencia efectos enteramente contrarios en el hombre y en la mujer?

La buena de la señora hacía cuanto le era dable para echar a perder el carácter de aquel pobre muchacho, procurando que concibiera la más aventajada idea de sí mismo. Creció Gabrielito oyendo a su mamá, a los criados y a los amigos de la casa que era el niño más lindo, más gracioso y más vivo de la ciudad. Pero sobre todo, en lo que puso más empeño la imprudente señora fue en urdirle la más elevada idea de la importancia de su familia y de la nobleza, casi augusta, de su origen. Y lo más curioso del caso es que acabó por decir eso con la mayor buena fe. El amor cegaba de tal modo a la pobre señora, que creía real y verdaderamente que aquel niño, en quien veía un conjunto de perfecciones, no podía ser hijo de un cualquiera.

Por fortuna estas preocupaciones entraron en el alma impresionable del pepe, acompañadas de algunos sentimientos enérgicos y varoniles que el vizcaíno, a pesar de sus pocos alcances, supo inspirar a su pupilo. Desgraciadamente, este hombre honrado no pudo completar su obra, pues cuando Gabriel cumplía los quince años, un violento tabardillo puso término a la vida útil y laboriosa de aquel buen español. La semilla quedaba, sin embargo, y debía fructificar, andando el tiempo.

Las lágrimas que derramó Gabriel sobre la tumba de su sencillo y bondadoso preceptor, fueron las primeras que le arrancó un dolor moral; pero ¡ay! debían ser seguidas muy de cerca por otras aún más abundantes, y amargas. A los pocos meses tuvo lugar un acontecimiento que iba a influir de una manera decisiva en la vida del expósito. Una enfermedad repentina arrebató a doña Josefa, sin darle tiempo de asegurar, como tenía propósito de hacerlo, la suerte de su hijo adoptivo. Se había propuesto disponer en su favor de la mitad de los gananciales que le correspondía en el caudal de su marido, pero sintiéndose en buena salud y no de edad avanzada, fue aplazando de día en día el poner en obra aquella determinación.

Encontróse, pues, el expósito cuando iba a cumplir diez y siete años, solo y frente a frente con el hombre cuyo apellido llevaba, a quien creía su padre y cuyos sentimientos nada afectuosos hacia él, no le eran desconocidos.

Pasados los días de riguroso duelo, don Fernando tomó la resolución de arreglar sus negocios y trasladarse a España. Estaba rico, no debía nada a nadie, y a él le debían muy poco; no tenía ya afección alguna que lo ligara al país; era, pues, natural que prefiriera volver a su tierra nativa donde le quedaban aún algunos deudos.

Comenzó a tomar disposiciones para llevar a cabo su propósito. Por fortuna se lo facilitó la propuesta que le hizo la casa de Agüero y Urdaneche, una de las más importantes de la capital, de comprarle las existencias que tenía la casa de habitación y hasta los muebles. Una sola conferencia entre Fernández y don Andrés de Urdaneche fue suficiente para que aquellos dos hombres prácticos y versados en los negocios arreglaran el contrato. El día que se firmó la escritura, luego que se retiraron el escribano y los testigos, don Fernando dijo a don Andrés que tenía que hablarle de un asunto grave, aunque nada tenía que hacer con los intereses.

Don Andrés frunció las cejas y contestó algo bruscamente a Fernández que en el escritorio de la casa comercial de Agüero y Urdaneche no debía pronunciarse una sola palabra que no fuese de negocios. Citó, pues, a Fernández para aquella misma noche, a las siete, en su casa de habitación, y sin decir más, abrió el libro Mayor y se puso a escribir como si nadie estuviera delante.

Fernández, que tenía sin duda que solicitar un servicio de aquel hombre extraño, cuyo carácter le era, por lo demás, bien conocido, no insistió y acudió a la cita a la hora señalada. Encerrándose en el gabinete de don Andrés, conferenciaron cerca de una hora y al despedirse, don Fernando puso en manos de Urdaneche un pliego cerrado y sellado con sus armas.

Gabriel veía con asombro en su casa preparativos de viaje; oía decir a los criados que el amo se marchaba y no acertaba a adivinar lo que dispondría hacer de él. Don Fernando no había dirigido la palabra al pobre niño más que unas tres o cuatro veces desde la muerte de doña María Josefa, y eso en términos bastante claros. Llamábalo holgazán, inútil y vanidoso, y moviendo la cabeza con misterio, le pronosticaba que había de acabar muy mal. Gabriel no había conocido más padre que el suyo y creía que todos eran como don Fernando, y las madres todas como doña Josefa. Aunque sensible, pues, a tanto despego, no le extrañaba, mediante aquella candorosa convicción.

Llegó el día en que Fernández iba a salir de la ciudad con dirección a Trujillo, donde se embarcaría en un galeón que debía hacerse a la vela, para Cádiz. Los arrieros cargaban las muías; los criados y criadas presenciaban con indiferencia la partida de su amo, que no había sabido hacerse amar de ellos, y el infeliz Gabriel, apoyado en uno de los pilares del corredor, con un nudo en la garganta y los ojos medio inundados de lágrimas, seguía con inquietud aquellos preparativos. Veía a su padre próximo a partir sin él, y no sabía cuál sería su suerte.

Dadas las últimas disposiciones y luego que don Fernando hubo repetido a la servidumbre la orden de cerrar la casa y entregar las llaves a los nuevos propietarios, sacó una bolsa que parecía contener algún dinero y dándole al criado más anciano, le dijo señalándole a Gabriel:

—Luego que yo me vaya, lleva ese niño donde pueda aprender algún oficio con que gane su vida como la ganamos todos. Ese dinero bastará para los primeros gastos. Pero ten entendido, añadió, dirigiéndose al joven, que nada, absolutamente nada más, tienes ya que esperar de mí.

Dicho esto, montó en la mula y salió, seguido de dos mozos, también montados, que lo acompañarían hasta Trujillo.

Viendo alejarse al que creía su padre, Gabriel experimentó un sentimiento extraño, en que una cierta satisfacción se mezclaba con el más vivo dolor. La partida de aquel hombre duro y cruel aliviaba su alma de un gran peso, por una parte, y por otra le desgarraba el corazón aquella indiferencia y la idea del abandono en que quedaba.

El anciano contó el dinero que contenía la bolsa.

—Son —dijo—, cincuenta duros. Con esto habrá para algún tiempo. Dígame usted ¿qué oficio quiere aprender?

—Ninguno —contestó Gabriel—. Me moriré de hambre antes de hacer uso de ese dinero.

—Vea usted —replicó el criado—, que eso de dejarse morir de hambre, es más fácil decirlo que hacerlo. Si usted no recibe lo que le dejó el amo, no sé qué hará.

Sin aguardar contestación comenzó el sirviente a cerrar las puertas. Gabriel dirigió una mirada de despedida al cuarto donde había muerto su madre, y enjugó una lágrima que se desprendía de su párpado. Oyendo que el criado, después de haber cerrado, una tras otra todas las puertas, sonaba el manojo de llaves, como para indicarle que era tiempo de salir, dijo con entereza:

—Vamos, y se encaminó a la puerta.