CAPÍTULO II

Un regalo del día de los Inocentes

La mujer sacudió el aldabón con toda la fuerza de que fue capaz y repitió otras dos veces los golpes, que resonaron en el interior de la casa. Los primeros que escucharon los aldabonazos fueron dos enormes perros que velaban en el corredor y cuyos aullidos penetrantes y prolongados, despertaron a la servidumbre y alborotaron a las muías del coche que dormitaban en la caballeriza. El gato favorito de la señora que dormía en la cocina, al amor del rescoldo, se enderezó, erizó los pelos del espinazo y comenzó a mayar en tono lastimero, completando el concierto desapacible que formaban los ladridos de los perros, las coces de las bestias sobre el empedrado y los gritos de dependientes y criados que se levantaron y acudieron al zaguán, preguntando quién llamaba y qué se le ofrecía.

El caso era grave. Los aldabonazos redoblaban y nadie respondía a las voces de la servidumbre.

Después de una ligera discusión entre el amo de la casa, el señor don Fernando Fernández (de Córdoba, según él aseguraba), y la señora su esposa, doña María Josefa de Alvarado y Guzmán, se resolvió que el caballero se levantara y fuera a ver lo que ocurría. Dícese, que pasó un cuarto de hora antes de que el señor Fernández atinara con el modo en que debía ponerse los calzones; pero él siempre sostuvo que no había sido por miedo, sino por la ira que le causó el que fueran a alborotarle la casa a semejantes horas. Buscó alguna arma y no encontrando más que el espadín de parada que usaba cuando vestía el uniforme de regidor del Ayuntamiento, tuvo que conformarse con tan insignificante medio de defensa.

Luego que salió de su alcoba el que se decía descendiente del Gran Capitán, la señora saltó del lecho a medio vestir y echando mano a su devocionario, se arrodilló junto al candil que ardía en una ventanilla que comunicaba la pieza con la inmediata, y comenzó a rezar las letanías.

Sin saber bien por qué, doña María Josefa consideraba a su marido en un peligro más grave que el que había corrido su ilustre antepasado en la batalla de Ceriñola.

Don Fernando, que no las tenía todas consigo, hizo dos mil conjeturas, cada una de ellas a cual más probable, sobre lo que podía motivar aquel extraordinario, inusitado y pavoroso acontecimiento. Lo único que no le pasó siquiera por la imaginación, fue lo que causaba en realidad el alboroto en que se puso la casa.

Don Fernando tenía dos dependientes españoles, dos criados criollos y un negro esclavo que manejaba el coche. Todos se armaron como pudieron antes de afrontar el peligro; siendo el más temible, en apariencia al menos, de los instrumentos bélicos de que echaron mano, una pistola de Eibar, medio descompuesta, que llevaba uno de los dependientes. Fernández de Córdoba, al frente de aquel improvisado pero decidido ejército, dio la orden de abrir y se colocó denodadamente… detrás de la puerta.

Quitó la llave el más viejo de los dos españoles, un vizcaíno mal encarado, que debía ser descendiente del que peleó con don Quijote. Sacó la cabeza, vio, escuchó; pero todo fue inútil. No se divisaba alma viviente, ni se oía más ruido que el del viento que silbaba en la desierta y silenciosa calle. Iban a retirarse todos, cuando uno de los criados observó que había alguna cosa delante de la puerta. Recogió el objeto, vio que era un cestillo cubierto con un lienzo blanco, y habiéndolo levantado por orden de Fernández, se ofreció a la vista de éste y de los que lo acompañaban, un niño profundamente dormido.

El descendiente del Gran Capitán, que había recobrado su serenidad cuando se convenció de que no se presentaban enemigos con quienes combatir, experimentó, al ver el contenido del cestillo, un sentimiento mezclado de impaciencia, de asombro y de espanto, como nos sucede de ordinario, cuando sobreviene un acontecimiento que a lo imprevisto agrega lo desagradable.

—¿Cuántos tenemos? —preguntó con cólera al vizcaíno, que dilató desmesuradamente las pupilas al oír la extraña pregunta del patrón.

—Yo creer que ninguno —contestó en mal castellano el bueno del vascongado—. Hacer siete años que vos con doña Josefa casar y hasta ahora hijo no haber dado Dios.

—¡Animal! —gritó don Fernando, blandiendo el espadín sobre la cabeza del vizcaíno—; no es eso lo que preguntó sino cuántos del mes tenemos hoy.

—Eso ser según la hora —contestó el dependiente sin alterarse—. Si noche de miércoles ser todavía, a 27 estar, si madrugada del jueves, a 28.

—A 28, eso es; lo que pensaba —dijo don Fernando—. ¡Día de Inocentes! La broma es un poco pesada y no seré yo el majadero que la aguante. Pon ese canasto donde estaba, añadió, dirigiéndose al criado que lo tenía y cierra la puerta.