Persona estimable de la familia de nuestro ilustre compatriota, el malogrado Don José Milla y Vidaurre, me confió el grato encargo de escribir un prólogo para el presente libro que comprende la «Historia de un Pepe» y «Don Bonifacio», que formará parte de la edición definitiva que se está haciendo en París de las obras del indicado señor.
Confieso, sin falsa modestia, que al hablárseme de ese trabajo, dudé muy de veras de hacerme cargo de él.
Cuando el Señor Milla y Vidaurre estaba en todo el apogeo de su gloria; cuando su nombre se pronunciaba con respeto y con cariño en los círculos literarios de América y España; cuando era ya el maestro de una generación, anterior a la mía, que logró, en tiempos posteriores, figurar entre los hombres más notables que en las letras ha producido el país, en los últimos tiempos y que aun lloran la memoria del Maestro, yo daba los primeros pasos en las aulas, contentándome en mis horas de ocio con saborear las narraciones del inimitable fotógrafo de nuestras costumbres, y del ingenioso novelista que en sus páginas atildadas y llenas de esprit nos revelaba los secretos de los primeros tiempos de la colonia, y nos hacía ver de bulto aquellas figuras legendarias de los conquistadores de este reino, agrupados al rededor del más grande entre ellos, el Adelantado Don Pedro de Alvarado y su romántica esposa Doña Beatriz de la Cueva, la sin ventura. Así es que estuve a punto dé declinar dicha honra inmerecida.
Mas pasó por mi espíritu relampagueando una idea: la de que la política nos llevó a campos distintos.
Él fue miembro conspicuo del partido conservador de Guatemala y yo he militado, en mi humilde esfera, en el partido radical.
Él fue grande en el terreno de las letras centroamericanas, y yo voy luchando aún por alcanzar algún puesto en la república literaria.
Fué él un clásico de las letras españolas, en la acepción hermosa de la escuela, y yo me inclino a la moderna tendencia de los maestros franceses.
En fin, que por edad, por aptitudes, por ideas políticas e inclinaciones en las letras, hay verdadera disparidad entre el eximio literato y su atrevido prologuista.
Se preguntará entonces ¿por qué acepté tan difícil encargo? Pues por una razón muy sencilla: porque mi conciencia me dijo que, ninguna ocasión era más propicia para hacer una obra honrada y que mi confesión ingenua y mis alabanzas al maestro ilustre en cuya obra voy a ocuparme, podrán ser, como en efecto lo son, deslucidas en la forma, pero al menos llevarán el sello de la imparcialidad, de esa imparcialidad que debiera presidir las críticas sobre las obras literarias, en cuyo terreno todas las ideas son respetables y en el cual no debe buscarse al hombre, ni la filiación de su escuela, sino la obra y el caudal de ideas y bellezas que aportan al tesoro literario, que en nuestro país centroamericano es por desgracia bien escaso.
Y escrito esta especie de prólogo, al prólogo de la obra del Señor Milla, entraré en materia.
El Señor Milla comenzó su vida literaria allá por el año de 46, como periodista y orador político.
Aficionado a la gaya ciencia, que no verdadero poeta, pues no nos deja obra alguna que le sobreviva como sus trabajos en prosa, hizo algunos ensayos durante aquel período de su juventud, los cuales fueron publicados en los periódicos de la época, y en los almanaques, libros o más bien cuadernos, los más populares en esos tiempos y casi los únicos que leía el vulgo.
Si como les ha sucedido a otros muchos de nuestros ingenios, la afición a las letras del Señor Milla, hubiese sido pasajera y efecto de un fugaz entusiasmo, hoy sería su nombre completamente ignorado, quedándonos de él, cuando más, el recuerdo del político, del hombre de bien y el de amoroso padre de familia.
Pobre como él era, dedicó sus afanes al servicio de su país. De sus ideas políticas no me ocuparé, pues como he dicho al principio, el Señor Milla pertenecía a una escuela que he combatido desde mis primeros años, por ser sus ideales tan distintos de los que yo creo que, aplicados de buena fe, labrarán la regeneración de Guatemala.
Sea de ello lo que fuere, al Señor Milla se le vio, durante los mejores años de su vida, ocupar los más diversos puestos administrativos; Redactor de «La Gaceta de Guatemala», Oficial Mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores, Comisionado Especial cerca de nuestro Ministro en Washington, Subsecretario General, y por último, Consejero de Estado, puestos todos, muy inferiores a los merecimientos e ilustración del célebre literato y notable hombre de Estado.
Milla vivía consagrado a las labores administrativas tan complejas para él, pues que tenía consejo, voz y voto en todos los ramos del Ejecutivo. Por más que estuviese relegado a un segundo rango, todos comprendían que él era la lumbrera de aquella administración y quizá, quizá, el elemento de más empuje hacia lo nuevo en el gabinete de que formaba parte.
Y a pesar de su ruda labor diaria le quedaban aún aliento y fuerzas para otras ocupaciones más amenas, porque él no fue un simple burócrata sino hombre de gabinete y de estudio.
Y aun más que esto; en los salones: cumplido caballero; en los círculos amistosos e íntimos: burlón y picaresco; con sus discípulos: amigo más que maestro, consejero desinteresado y guía seguro para llegar a la verdad en el arte, cuya bandera de apóstol tremolaba él solo con aplauso unánime de amigos y enemigos políticos.
La grande, la gloriosa, la tranquila y casi me atreveré a decir, la época feliz de Salomé Jil, con cuyo anagrama se dio a conocer en el mundo de las letras, fue del año de 64 al 70.
Joven, lleno de ideales, distinguido en la sociedad, rodeado de sus chicuelos que endulzaban su hogar con cantos de alondra en las primeras horas de la vida, aquel cerebro que había tenido tantos años de preparación y aquel pecho noble y bueno dan de sí todo lo que encerraban: luz por medio de sus ideas, y regocijos por sus inimitables cuadros de costumbres.
Milla llevaba en sí un doble instrumento. Alcanzaba por el uno, basta ver en sus más pequeños detalles los acontecimientos de la conquista y de los primeros años de la colonia. Tenía talento intuitivo para resucitar épocas y hombres enterrados y dispersos en nuestros Cronicones, esa balumba de libros viejos, amarillentos, cuyas hojas se deshacen en polvo al removerlos, cual sucede con los huesos de los cadáveres antiguos, a los que el tiempo les ha arrebatado la parte orgánica que entraba la inorgánica y que también se deshacen en cenizas al tocarlos; libros esos, escritos por soldados sin letras y por frailes gongóricos, en caracteres que, más que letras, parecen jeroglíficos, para descifrarlos cuales se necesita mucha paciencia, mucho amor a los estudios históricos, a fin de poder extraer entre multitud de noticias indiferentes algún hecho digno de la historia. Pues bien, allí; como en rico venero, halló Milla los asuntos para sus novelas que más renombre le han dado, y de las cuales se ocuparán otras personas que han recibido igual encargo al mío.
Con el otro instrumento de que he hablado, veía Salomé Jil lo cercano, lo pequeño, lo ridículo. No diré que ese instrumento haya sido un microscopio ni que su pluma fuese un escalpelo. Milla no era un psicólogo: no buceaba las almas para estudiar las pasiones como Shakespeare ni tenía aquel don de inmensa penetración como Molière para poner en ridículo los vicios burgueses de clases determinadas de la sociedad. Milla era individualista. Ni su época ni su posición le permitían otra cosa, pues a tener el valor de José Batres Montúfar, que en su poema «El Relox» se burló de los suyos y de los vicios y ridiculeces coloniales, con risa cervantina, nuestro autor habría tenido que emplear el mismo procedimiento contra los descendientes de aquéllos a quienes Pepe Batres vapuleó con el ridículo, y que era el círculo crítico y social en el cual nuestro autor se movía.
Por eso es que, se me figura que el chispeante autor de los primeros y segundos Cuadros de costumbres, dirigía su instrumento analítico hacia abajo para estudiar individuos de la clase media y del pueblo.
Él, que hubiese sido incapaz de crear tipos como Le Tartuffe, Les Femmes sacantes o Le Médecin malgré lui, tuvo talento y chispa para crear una figura de cuerpo entero, quizá la más acabada y viva de nuestra literatura, como es «Juan Chapín».
Si me hubiera tocado en suerte hacer el estudio de cualesquiera de esas obras, creo que sin gran esfuerzo me habría sido dado el hacer resaltar el raudal de chispa, de agudezas; el buen decir y el estilo castizo en que abundan, fuera de algunos defectillos de que no carecen, y quizá, quizá, habría salido airoso en mi empresa.
Cuando Milla escribió la «Historia de un Pepe» había pasado por trances muy amargos en su existencia. La caída de su partido; el ostracismo que produce la nostalgia y arranca al alma sus energías, la enferma y enflaquece; la pobreza honrada y resplandeciente; y aun me atreveré a decir, la desesperación al ver cerrados en su patria todo horizonte de porvenir, la vida inquieta sintiéndose rodeado de gentes que le eran en su mayor parte adversas y aun amenazado por algún enemigo de pasiones desenfrenadas, todo eso contribuyó sin duda para hacer enmudecer a la musa alegre y juguetona inspiradora de las novelas y cuadros de costumbres a que me he referido.
Y al decir que la «Historia de un Pepe» es obra de decadencia no quiero significar que sea mala. Lo que en Milla era decadencia, para otros sería apogeo de gloria. Sólo que las corrientes intelectuales de nuestro autor iban encaminadas por otros senderos. El chispeante escritor de otros días había concentrado su pensamiento, y sufrido una verdadera metamorfosis su estilo y sus ideales. Con la «Historia de un Pepe» acaba el novelista para dar lugar al historiador, encumbrándose de un salto a un puesto entre los más distinguidos de los que se han ocupado en este género literario. Alguien ha llamado a Milla el Tácito Guatemalteco.
La «Historia de un Pepe» pertenece al género histórico-romántico tan cultivado a mediados del siglo y aun más acá por escritores franceses como el viejo Dumas, el padre en ese género de novelas que deleitó nuestra juventud y que aún buscan con afán algunos lectores que pudiéramos llamar rezagados: y en España por Manuel Fernández y González, aquel loco derrochador de ingenio, productor incansable, autor entre otras de «El Cocinero de Su Majestad» y de «Bernardo del Carpió», novelas que le sobreviven y que en su tiempo pasaron por obras maestras, sirviendo de modelo a sus compatriotas y extendiendo esa misma influencia a los pocos escritores que en América se han ocupado en este género literario.
Pretendió el autor hacer de la «Historia de un Pepe» una novela realista y por más que esa escuela estuviera ya en boga, cuando escribió su obra, sus inclinaciones, su facture le llevaron sin quererlo al estilo y modo a que estaba tan acostumbrado.
En efecto, en la trama de esta historia, se encuentran los mismos procedimientos usados en las suyas por Ponson du Terrail, Dumas y González. En ella encontrará el lector aficionado a lo trágico, dramas a media noche en una ciudad oscura y desierta como era la ciudad de Guatemala en 1792; reuniones de bandidos bajo la dirección de un jefe misterioso, en el Cementerio de la Capital situado en el centro de ella; una pasión loca, encendida con una sola mirada, en el pecho de un joven que pasaba en sociedad por rico y descendiente de la noble casa de los Fernández de Córdoba, y esto por una muchacha sencilla, bella es verdad, pero pobre, y más que todo hija de un capitán fanfarrón, vicioso, eterno parlanchín, descarado, petardista, cuyas bellas prendas no es fácil se ocultaran a la vista del cadete.
No faltan tampoco —y ¿cómo habían de faltar en novelas de esta clase?— asaltos en despoblado, tajos bien dados por el héroe de la novela y una herida muy a tiempo por él recibida, con el fin evidente de convertirlo de la noche a la mañana en el héroe de tertulias y salones y en león predilecto, objeto de solicitudes y de amores de parte de las doncellas más encopetadas y ariscas de aquella sociedad aristocrática y preocupada que dominó en el país a fines del período colonial.
La novelita es toda una complicada intriga, de ésas para cuya solución se necesita recurrir a los medios trágicos; de allí que el autor se haya visto en la necesidad de apelar al cadalso y a las cuchilladas para hacer desaparecer a los personajes más salientes que figuran en segunda línea en el cuadro que se propuso describir.
Parecerán a alguno estos conceptos míos una crítica acerba y mordaz para el autor. Y quien tal crea se equivocará, porque si los defectos que he apuntado merecen el nombre de tales, defectos son de la escuela a que pertenecía y no del Señor Milla, quien aun queriendo de intento bajar el diapasón de sus idealismos, siempre se quedaba en la altura, no logrando por fortuna para él, el rastrear por el fango a donde se precipitaron muchos de los realistas y sobre todo los naturalistas, de los cuales Zola es el Pontífice.
La «Historia de un Pepe» es un libro inocente, ameno e interesante, al cual pueden abrírsele de par en par todas las puertas de los hogares honrados, cosa tan difícil, en estos días, con la literatura actual principalmente la francesa, que necesita de un cordón sanitario o de la censura de los padres de familia, si se quiere que no se infeccionen nuestros hogares con la mala semilla de los excitantes carnales, de los desenfrenos de la lujuria y todo ese conjunto que constituye el culto al desnudo, a la carne palpitante y a los secretos de la pornografía a que se dedican los escritores decadentes de aquella ciudad-luz que se llama París, cuyos sabios por sus descubrimientos, y sus artistas por sus obras maestras la hacen la capital de la Ciencia y del Arte contemporáneos, pero cuyos escritores neuróticos de claques la han convertido en la Sentina del vicio.
La novela de Milla en que me ocupo tiene tipos vivientes del más distinto género: si queréis una doncella virtuosa, buena hija, buena hermana, bella, amante, fiel aun después de la traición de que fue víctima, ahí tenéis a Rosalía; si buscáis el tipo de los jóvenes de buena sociedad, entre nosotros, a principios del siglo, lo hallaréis en Gabriel, a pesar de sus ligeras faltas en el terreno del amor, que después redime por medio del sacrificio llevado hasta el heroísmo; y al hablar de Gabriel, cadete en el batallón del Fijo, tan célebre en nuestra historia, no es fácil olvidar a Luis Hervias, capitán en el mismo cuerpo, mentor en los primeros pasos de la vida militar de Gabriel y su constante y fino amigo, a pesar de la ingratitud de éste.
El capitán rompe y raja parece una figura de aquellas que con tanta maestría pintaba Pedro J. de Alarcón. Aunque se ha abusado tanto de la figura odiosa de los escribanos, en las novelas y piezas teatrales, Don Diego de Arochena, que figura como tal, no desdice de los de su gremio; y en fin hay otros tipos secundarios que completan el cuadro y contribuyen a dar vida y forma a esta novelita con la que pasa, como con la mayor parte de las de Dumas, que una vez tomadas en las manos, no se dejan hasta terminarlas haciéndose el interés que despiertan superior al sueño y al cansancio.
Así, pues, la crítica que se ha hecho de ella, ha sido la que haría un soldado nuevo que, formando en las filas de un ejército prusiano moderno, censurase la táctica del Gran Federico o de Napoleón I. Con todo y esa censura, siempre quedarán el Rey filósofo con Rosbach y sus grandes batallas, y el Gran Corso, con sus guerras de Italia, Egipto y Alemania como héroes legendarios, a quienes el mundo proclama genios de la guerra.
Y lo que pasa en esto sucede también con las letras. Hoy, por hoy, quien quiera ser leído por las gentes de refinado gusto literario, no escribirá como lo hacían los románticos del año 30 o los novelistas de la escuela de Dumas y de Feuillet. Sin embargo Dumas y Lamartine y los efebos de su escuela quedan allí en el campo de la literatura, en el que se contemplan tantos oasis como escuelas ha habido, egregios o inspirados, mereciendo la admiración de los que se ocupan con amor del desarrollo intelectual por que ha pasado la humanidad.
Milla ya no es de nuestro tiempo. La aurora de la inmortalidad lo circuye y le da luz. Casi me atrevería a decir que es indiscutible; y todos los centroamericanos están de acuerdo en decir que es una gloria literaria nacional.
La segunda de las obras que figuran en este volumen es la leyenda antigua de «Don Bonifacio», obra de juventud del autor y casi pudiéramos llamar su primicia literaria.
Le sucedió al Señor Milla, en sus primeros años de escritor, lo que a muchos literatos noveles, quienes, anticipándose a la edad de la reflexión, lanzan a luz obras de ensayo de las que después se arrepienten. Citando un dístico de Byron, dice el joven escritor en la dedicatoria de su obra al célebre poeta Don Juan Diéguez, lo siguiente:
«Agrádanos, sin duda, ver nuestro nombre impreso;
Un libro, es siempre un libro; si no contiene nada.
¿Qué importa eso?»
Hasta dónde tenga razón en lo de la importancia del libro, lo dirá el lector. Yo sólo consignaré aquí, algunas impresiones que el estudio de «Don Bonifacio» han producido en mi alma.
El señor Milla y Vidaurre aficionado en sus primeros años al género chistoso, era amigo y admirador apasionado de José Batres y Montúfar y el primero y más brillante narrador en verso de la América latina. Prosista de nota, como ya lo hemos visto, le faltaba al Señor Milla la vir cómica en que rebalsaba el autor de las Falsas apariencias, por lo que en este género encontramos muy inferior al Señor Milla comparado con nuestro gran poeta nacional. Y es que, para lanzarse al campo a donde se atrevió Batres y Montúfar y del cual salió victorioso, no se necesita únicamente de talento ni facilidad de versificación, como poseía el Señor Milla. Se necesita, ¡ay! llevar el alma lacerada, haber sufrido y llorado mucho, haber pasado por los tormentos del dolor y de la desesperación, en cuya ruda y larga lucha el alma pierde sus alas para lanzarse hacia lo alto en donde se vé la luz, y se queda rastreando por los fangales del desencanto y la desilusión, prestando al cuerpo a quien anima muecas espeluznantes para reirse de todo y de todos, con risas que hacen estremecer los nervios de los que los oyen o los contemplan.
Ésa era la risa de Byron en «Don Juan», de Larra en sus «Cuadros de Costumbres» y de José Batres y Montúfar en «El Relox»; ése el motivo de aquellas carcajadas vibrantes al través de las cuales se traslucían los dolores incurables de sus pechos lacerados por la desesperación.
Milla, el humorista, tuvo la fortuna de no conocer ese estado espantoso del alma humana. Su risa era llana, sana e ingenua. Quien vea su retrato y estudie esa fisonomía tan interesante, no dejará de descubrir en el rincón de las comisuras de sus labios, una sonrisa picaresca, que tenía el don de comunicar a sus lectores hasta transformarla en hilaridad general. Cuando Milla ríe, ríe de veras, de una sola pieza; es comunicativo, buen compañero y excelente amigo para ahuyentar el spleen y la melancolía. Por eso es que, en el hogar guatemalteco las obras de nuestro compatriota se conservarán siempre con amor, y que las madres tendrán siempre derecho de enseñar a los suyos con legítimo orgullo la obra de un autor nacional, que supo interpretar nuestras costumbres, creó tipos que no morirán en nuestra escuela literaria y mantuvo vivos en la conciencia el honor y la virtud.
RAMÓN A. SALAZAR.
Guatemala, Septiembre de 1897.