ESCENA III

Entra María Vasilievna.

SEREBRIAKOV:

Aquí tenemos también a «maman». Empiezo a hablar. (Pausa.) Les he invitado, señores, a venir aquí con el fin de comunicarles que viene el inspector[2]. Pero, bueno… Dejemos a un lado las bromas; el asunto es serio. Les he reunido con el fin de solicitar su ayuda y consejo…, cosas ambas que, conocida su proverbial amabilidad, espero recibir. Soy hombre de ciencia, de libros… y, por tanto, me mantuve siempre ajeno a la vida práctica. No me es posible, pues, prescindir de las indicaciones de gente ducha en la materia…, por lo que te ruego, Iván Petrovich, y ruego a ustedes, Ilia Ilich y «maman»… Es el caso que «manet omnis una nox»…, o sea, que todos dependemos de la providencia de Dios… Yo soy ya viejo y estoy enfermo…, por lo que considero llegada la hora de ordenar mis bienes en cuanto éstos se relacionan con mi familia. No pienso en mí. Mi vida acabó ya, pero tengo una mujer joven y una hija. (Pausa.) Seguir viviendo en el campo es imposible. No estamos hechos para el campo. Ahora bien…, vivir en la ciudad, con los ingresos que produce esta finca, tampoco es posible. Suponiendo, por ejemplo, que vendiéramos el bosque, ésta sería una de esas medidas extraordinarias que no pueden tomarse todos los años… Es preciso, por tanto, encontrar un medio que nos garantizará una cifra de renta fija más o menos segura. Así, pues, habiéndoseme ocurrido cuál podría ser uno de esos medios, tengo el honor de someterlo a su juicio… Pasando por alto los detalles, les explicaré mi idea en sus rasgos generales… Nuestra hacienda no rinde, por término medio, más del dos por ciento de renta. Propongo venderla… Si el dinero obtenido con su venta fuera invertido en papel del Estado, podríamos obtener de un cuatro a un cinco por ciento e incluso creo que podría conseguirse algún «plus» de varios millones de rublos, que nos permitirían comprar una «dacha[3]» en Finlandia.

VOINITZKII:

¡Espera!… ¡Me parece que el oído me engaña! ¡Repite lo que has dicho!

SEREBRIAKOV:

He dicho que se coloque el dinero en papel del Estado, y que con el «plus» restante se compre una «dacha» en Finlandia.

VOINITZKII:

No hablamos ahora de Finlandia. Dijiste algo más.

SEREBRIAK0V:

Propongo vender la hacienda.

VOINITZKII:

¡Justo!… ¡Vender la hacienda!… ¡Magnífico! ¡Una idea maravillosa!… Y ¿dónde dispones que me meta yo con mi vieja madre y con Sonia?

SEREBRIAKOV:

¡Eso ya se pensaría a su tiempo! ¡No puede hacerse todo de una vez!

VOINITZKII:

¡Espera!… ¡Por lo visto, hasta ahora no he tenido ni una gota de sentido común!… ¡Hasta ahora he incurrido en la insensatez de pensar que esta hacienda pertenecía a Sonia!… ¡Mi difunto padre la compró para dársela como dote a mi hermana!… ¡Hasta ahora he sido tan ingenuo, que no entendía nada de leyes y pensaba que la hacienda, a la muerte de mi hermana, la heredaría Sonia!

SEREBRIAKOV:

En efecto, la hacienda pertenece a Sonia. ¿Quién discute eso?… Sin el consentimiento de ella no me decidiré nunca a venderla… Además, si propongo hacerlo es por su propio bien.

VOINITZKII:

¡Increíble! ¡Increíble!… ¡O me he vuelto loco o… o…!

MARÍA VASILIEVNA:

¡«Jean»!… No lleves la contraria al profesor… Créeme, él sabe mejor lo que es bueno y lo que es malo.

VOINITZKII:

¡No!… ¡Deme agua! (Bebe.) ¡Decid lo que queráis! ¡Lo que queráis!

SEREBRIAKOV:

No comprendo por qué te excitas así… Yo no digo que mi proyecto sea el ideal; si todos lo encontraran mal, no pienso insistir. (Pausa.)

TELEGUIN (azorado):

Yo, excelencia…, tengo hacia la ciencia no sólo veneración, sino hasta un sentimiento como… de pariente… El hermano de la mujer de Grigorii Ilich —mi hermano— conoció a Konstantín Trofimovich Lakedemonov, el magistrado…

VOINITZKII:

¡Espera, Vaflia!… ¡Estamos tratando de un asunto! ¡Espera!… ¡Después!… (A Serebriakov.) ¡Pregúntale a él! ¡Esta hacienda le fue comprada a tu tío!

SEREBRIAKOV:

¡Ah! ¡Qué tengo que preguntarle! ¿Para qué?…

VOINITZKII:

¡En aquel tiempo la hacienda se compró en noventa y cinco mil rublos, de los cuales mi padre pagó solamente setenta mil, quedando, por tanto, con una deuda de veinticinco mil!… ¡Ahora escuchen!… ¡Esta hacienda no hubiera podido comprarse si yo no hubiera renunciado a mi parte de herencia en favor de mi hermana, a la que quería mucho!… ¡Por si fuera poco, durante diez años trabajé como un buey hasta conseguir pagar toda la deuda!

SEREBRIAKOV:

Lamentó haber entablado esta conversación.

VOINITZKII:

¡Si ahora la hacienda está limpia de deudas y va bien, es gracias solamente a mi esfuerzo personal…, y he aquí que, de pronto, cuando soy viejo, pretenden echarme de ella!

SEREBRIAKOV:

No comprendo adónde vas a parar.

VOINITZKII:

¡He dirigido esta hacienda durante veinticinco años, enviándole dinero como el más concienzudo administrador, y por todo ello, ni una sola vez durante ese tiempo me has dado las gracias! ¡Siempre —lo mismo ahora que en mi juventud— el sueldo que he recibido de ti no ha pasado de quinientos rublos anuales! ¡Mísera suma que nunca pensaste en aumentar ni en un rublo!

SEREBRIAKOV:

¿Pero cómo podía yo saber eso, Iván Petrovich? ¡No soy hombre práctico y no entiendo, por tanto, de nada! ¡Tú mismo podías habértelo subido cuanto quisieras!

VOINITZKII:

¿Por qué no robé? ¿Por qué no me desprecian todos ustedes por no haberlo hecho?… ¡Hubiera sido justo y ahora no sería yo pobre!

MARÍA VASILIEVNA (En tono severo):

«¡Jean!»

TELEGUIN (nervioso):

¡Vania! ¡Amigo mío!… ¡No hay que…! ¡No hay que…! ¡Estoy temblando! ¿Por qué alterar la buena armonía? (Besándole.) ¡No hay que…!

VOINITZKII:

¡Durante veinticinco años, con mi padre, viví entre cuatro paredes como un topo!… ¡Todos nuestros pensamientos y sentimientos eran para ti solo! ¡De día hablábamos de ti, de tus trabajos!… Nos enorgullecíamos de ti, pronunciábamos tu nombre con veneración, y perdíamos las noches con la lectura de esos libros y revistas que ahora tan profundamente desprecio!

TELEGUIN:

¡Vania! ¡No hay que…! ¡No puedo!

SEREBRIAKOV (con ira):

¡No entiendo! ¿Qué es lo que quieres?

VOINITZKII:

¡Eras para nosotros un ser superior y nos sabíamos tus artículos de memoria!… ¡Pero ahora se han abierto mis ojos!… ¡Todo lo veo!… ¡Escribes sobre arte y no entiendes una palabra! ¡Todos tus trabajos, que tan amados me eran, no valen ni un «grosch»! ¡Nos engañábamos!

SEREBRIAKOV:

¡Señores! ¡Llévenselo de una vez de aquí! ¡Yo me voy!

ELENA ANDREEVNA:

¡Iván Petrovich! ¡Le exijo que se calle! ¿Me oye?

VOINITZKII:

¡No me callaré! (Cerrando el paso a Serebriakov.) ¡Espera!… ¡No he terminado todavía! ¡Tú fuiste el que malogró mi vida! ¡No he vivido! ¡No he vivido!… ¡Por tu culpa perdí mis mejores años! ¡Eres mi peor enemigo!

TELEGUIN:

¡No puedo! ¡No puedo!… ¡Me marcho! (Sale, preso de fuerte agitación.)

SEREBRIAKOV:

¿Qué quieres de mí? ¿Qué derecho, qué derecho tienes para hablarme de ese modo?… ¡Lo que eres es una nulidad! ¡Sí la hacienda es tuya, quédate con ella! ¡No la necesito!

ELENA ANDREEVNA:

¡Ahora mismo me marcho de este infierno! (Con un grito.) ¡No puedo resistir más!

VOINITZKII:

¡Mi vida está deshecha! ¡Tengo talento, inteligencia, valor!… ¡Si hubiera vivido normalmente, de mí pudiera haber salido un Dostoievski, un Schopenhauer!… ¡No sé lo que digo!… ¡Me vuelvo loco! ¡Estoy desesperado!… ¡Madrecita!…

MARÍA VASILIEVNA (en tono severo):

¡Obedece a Alexander!

SONIA (arrodillándose ante el ama y estrechándose contra ella):

¡Amita!… ¡Amita!…

VOINITZKII:

¡Madrecita!… ¿Qué debo hacer?… ¡No me lo diga! ¡Ya sé lo que tengo que hacer! (A Serebriakov.) ¡Te acordarás de mí! (Sale por la puerta del centro. María Vasilievna le sigue.)

SEREBRIAKOV:

¡Pero, bueno!… ¿Qué es esto, en resumidas cuentas?… ¡Libradme de ese loco! ¡No puedo vivir bajo el mismo techo que él!… ¡Duerme ahí… (señalando la puerta del centro,) casi a mi lado!… ¡Que se traslade a la aldea o al pabellón!… ¡Si no, yo seré el que se vaya allí, porque quedarme junto a él, en la misma casa, me es imposible!

ELENA ANDREEVNA (a su marido):

¡Hoy mismo nos marcharemos de aquí!… ¡Es indispensable dar órdenes inmediatamente!

SEREBRIAKOV:

¡Qué nulidad de hombre!

SONIA (a su padre, siempre de rodillas, nerviosa y entre lágrimas):

¡Hay que tener misericordia, papá! ¡Tío Vania y yo somos tan desgraciados! (Conteniendo su desesperación.) ¡Hay que tener misericordia!… ¡Acuérdate de cuando eras joven y tío Vania y la abuela se pasaban las noches traduciendo para ti libros… copiando papeles!… ¡Todas las noches! ¡Todas las noches!… ¡Tío Vania y yo hemos trabajado sin descanso, con temor a gastar en nosotros mismos una «kopeika» para poder mandártelo todo a ti!… ¡No hemos comido gratis nuestro pan!… ¡No es eso lo que quiero decir! ¡No es eso…, pero tú tienes que comprender, papá!… ¡Hay que tener misericordia!

ELENA ANDREEVNA (nerviosamente a su marido):

¡Alexander!… ¡Por el amor de Dios!… ¡Ten una explicación con él! ¡Te lo suplico!

SEREBRIAKOV:

Bien. Nos explicaremos… Sin culparte de nada ni enfadarme, coincidirán ustedes conmigo en que su comportamiento es por lo menos extraño… Pero, bueno…, voy a verle. (Sale por la puerta del centro.)

ELENA ANDREEVNA:

¡Trátale con más blandura! ¡Cálmate! (Sale tras él.)

SONIA (estrechándose contra el ama):

¡Amita!… ¡Amita!…

MARINA:

¡Nada, nada…, nenita!… ¡Déjalos que cacareen como los gansos, que ya se callarán!

SONIA:

¡Amita!

MARINA (acariciándole la cabeza):

¡Tiemblas como si estuviera helando!… Bueno, bueno, huerfanita… Dios es misericordioso… Voy a hacerte una infusión de tila o de frambuesa y se te pasará… ¡No te aflijas, huerfanita!… (Fijando con enojo la mirada en la puerta del centro.) ¡Vaya nerviosos que se han puesto los muy gansos! ¡A paseo con ellos! (Detrás del escenario suena un disparo, oyéndose después el grito lanzado por Elena Andreevna. Sonia se estremece.)

SONIA:

¡Vaya!

SEREBRIAKOV (entrando corriendo y tambaleándose de susto):

¡Sujetadlo! ¡Sujetadlo! ¡Se ha vuelto loco!