ESCENA PRIMERA

Serebriakov, sentado en una butaca ante la ventana abierta, dormita. Elena Andreevna, a su lado, dormita también.

SEREBRIAKOV (espabilándose):

¿Quién está ahí?… ¿Eres tú, Sonia?

ELENA ANDREEVNA:

Soy yo.

SEREBRIAKOV:

¿Tú, Leonechka?… ¡Qué dolor más insoportable!

ELENA ANDREEVNA:

Se te ha caído al suelo la manta. (Arropándole la pierna.) Voy a cerrar la ventana, Alexander.

SEREBRIAKOV:

No. Me sofoco. Ahora, al quedarme dormido, soñé que mi pierna izquierda no era mía, y me desperté con un dolor torturante. No…; esto no es gota. Más bien parece reuma… ¿Qué hora es ya?

ELENA ANDREEVNA:

Las doce y veinte.

(Pausa.)

SEREBRIAKOV:

Búscame mañana por la mañana en la biblioteca el libro de Batiuschkov. Me parece que lo tenemos.

ELENA ANDREEVNA:

¿Qué?…

SEREBRIAKOV:

Que me busques por la mañana a Batiuschkov… Creo que lo tenemos… Pero… ¿por qué me dará esta fatiga al respirar?

ELENA ANDREEVNA:

¡Estás cansado!… ¡Ya es la segunda noche que no duermes!

SEREBRIAKOV:

Dicen que a Turgueniev la gota le produjo una angina de pecho. Temo tener yo lo mismo… ¡Maldita y asquerosa vejez!… ¡Que la lleve el diablo!… Al hacerme viejo empecé a sentir asco de mí mismo… ¡También a todos vosotros os dará asco mirarme!

ELENA ANDREEVNA:

Hablas de tu vejez como si los demás tuviéramos la culpa de que seas viejo.

SEREBRIAKOV:

A ti es a la primera a quien doy asco. (Elena Andreevna se levanta y va a sentarse a alguna distancia.) ¡Claro!… ¡Tienes razón!… ¡No soy tonto y lo comprendo! ¡Eres joven, bonita, sana, y quieres vivir, mientras que yo soy un viejo y casi un cadáver!… ¿Acaso no lo comprendo?… ¡Naturalmente; es tonto que continúe vivo; pero… esperen, que ya pronto les libraré a todos!… ¡Ya no falta mucho!

ELENA ANDREEVNA:

No puedo más… ¡Por el amor de Dios, cállate!

SEREBRIAKOV:

Ahora resulta que, gracias a mí, nadie puede más… Todos se aburren, pierden la juventud, y sólo yo disfruto de la vida y estoy contento… ¡Claro!

ELENA ANDREEVNA:

¡Cállate! ¡Me estás martirizando!

SEREBRIAKOV:

¡A todos estoy martirizando!… ¡Claro!

ELENA ANDREEVNA (entre lágrimas):

¡Es insoportable!… Dios… ¿Qué quieres de mí?

SEREBRIAKOV:

Nada.

ELENA ANDREEVNA:

Pues cállate…; te lo ruego.

SEREBRIAKOV:

¡Qué extraño!… Se pone a hablar Iván Petrovich o esa vieja idiota de María Vasilievna y no pasa nada. Se les escucha…; pero apenas digo yo una palabra, todos empiezan a sentirse desgraciados. ¡Hasta mi voz inspira asco!… Pero, bueno… aún admitiendo que sea asqueroso, egoísta, déspota…, ¿será posible que ni siquiera en la vejez me asista algún derecho al egoísmo?… ¿Será posible que no me lo haya merecido?… ¿Será posible que no pueda aspirar a una vejez tranquila y a la consideración de las gentes?

ELENA ANDREEVNA:

Nadie discute tus derechos. (El viento golpea en la ventana.) Se ha levantado mucho aire y voy a cerrar la ventana. (Cierra ésta.) Va a empezar a llover… Nadie discute tus derechos.

(Pausa. Se oye el golpeteo del cayado del guarda, que pasa cantando por el jardín.)

SEREBRIAKOV:

¡Haberse pasado la vida trabajando para la ciencia!… ¡Estar acostumbrado a un despacho, a un auditorio, a compañeros a los que se estima…! y, de pronto, sin más ni más, ¡encontrarse en este panteón!… ¡Ver un día tras otro gente necia, y escuchar conversaciones insulsas!… ¡Quiero vivir! ¡Me gusta el éxito, la celebridad, el ruido; y aquí se está como en el exilio, recordando con tristeza y constantemente el pasado!… ¡Siguiendo los éxitos ajenos y temiendo la muerte!… ¡No puedo!… ¡Me faltan las fuerzas! ¡Y, por añadidura, aquí no quiere perdonárseme la vejez!

ELENA ANDREEVNA:

Espera… Ten paciencia. Dentro de cinco o seis años, yo también seré vieja.