Entra un mozo de labranza.
EL MOZO:
¿Está aquí el señor doctor? (A Astrov.) Vienen a buscarle, Mijail Lvovich.
ASTROV:
¿De dónde?
EL MOZO:
De la fábrica.
ASTROV (Con enojo):
¡Pues tantas gracias!… ¡Qué se le va a hacer! (Buscando con los ojos la gorra.) Tengo que ir… ¡Qué lástima diablos!
SONIA:
¡Qué lástima, verdaderamente!… Cuando esté de vuelta de la fábrica, véngase aquí a comer.
ASTROV:
Imposible. Será demasiado tarde. Cómo voy a poder… (Al mozo.) ¡Oye, amigo! ¡Tráeme una copa de vodka! (Sale el mozo.) Cómo voy a poder… (Poniéndose la gorra.) En una de sus obras teatrales, Ostrovsky presenta un personaje de largos bigotes y cortas capacidades… Pues bien, ese soy yo… Así es que…, tengo el honor, señores, de saludarles. (A Elena Andreevna.) Me proporcionará una sincera alegría si un día va a visitarme con Sofía Alexandrovna. Soy dueño de una pequeña hacienda, que no tendrá arriba de unas treinta «desiatin», pero si le interesa ver un jardín modelo y un invernadero como no lo hay igual en mil «verstas» a la redonda, allí lo encontrará. Tengo junto a mí los viveros del Estado, y, como el guarda forestal es viejo y está siempre enfermo, soy yo, en realidad, el que se ocupa de ellos.
ELENA ANDREEVNA:
Ya me han dicho que tiene usted gran amor a los bosques. Claro que es mucho el servicio que puede usted prestarles; pero…, ¿acaso ello no perjudica a su verdadera vocación? ¡Es usted médico!
ASTROV:
¡Sólo Dios sabe cuál es nuestra verdadera vocación!
ELENA ANDREEVNA:
¿Y resulta interesante?
ASTROV:
Sí. Es un trabajo interesante.
VOINITZKII (con ironía):
¡Mucho!
ELENA ANDREEVNA (a Astrov):
Es usted todavía joven. Representa usted tener treinta y seis o treinta y siete años, y la cosa, seguramente, no es tan interesante como dice. ¡Bosques, bosques y bosques siempre!… ¡Se me figura que es muy monótono!
SONIA:
No… Es muy interesante. Mijail Lvovich, todos los años planta nuevos bosques, y ya ha sido premiado con una medalla de bronce y un diploma. Se preocupa también de que los viejos bosques no se pierdan. Si le oye usted, acabará siendo de su opinión… Dice que los bosques adornan la tierra y enseñan al hombre a penetrar en sus maravillas, inspirándole grandeza de ánimo… Que los bosques dulcifican la severidad del clima y que en los países donde éste es más benigno, se consumen menos fuerzas en la lucha con la naturaleza, por lo que el hombre allí es más suave y más tierno. Allí —dice— la gente es bella, flexible, fácil a la sensibilidad. Su lenguaje es fino, sus movimientos gráciles, florecen sus ciencias y su arte; su filosofía no es sombría, y su relación hacia la mujer está impregnada de una gran nobleza.
VOINITZKII (riendo):
¡Bravo, bravo!… ¡Todo eso resulta grato, pero nada conveniente!… Por tanto… (A Astrov.) Permíteme, amigo mío, que continúe encendiendo mis estufas con leña y construyendo mis cobertizos de madera.
ASTROV:
Podrías encender tus estufas con turba y construir los cobertizos de piedra; pero, bueno…, admito que se corten por necesidad, pero destruirlos… ¿por qué? Los bosques rusos crujen bajo el hacha, perecen millones de árboles, se vacían las moradas de los animales y de los pájaros, los ríos pierden profundidad y se secan; desaparecen, para nunca volver, paisajes maravillosos, y todo porque el hombre, perezoso, carece del sentido que le haría agacharse y extraer de la tierra el combustible. (A Elena Andreevna.) ¿No es verdad, señora?… Es preciso ser un bárbaro sin juicio para quemar en la estufa esa belleza… Para destruir lo que nosotros somos incapaces de crear… Si el hombre está dotado de juicio y de fuerza creadora, es para multiplicar lo que le ha sido dado y, sin embargo, hasta ahora, lejos de crear nada, lo que hace es destruir… Cada día es menor y menor el número de bosques… Los ríos se secan, las aves desaparecen, el clima pierde benignidad, y la tierra se empobrece y se afea. (A Voinitzkii.) Me miras con ironía, como si todo cuanto estoy diciendo no te pareciera serio… Y puede que, en efecto, sea una chifladura…; pero cuando paso ante bosques de campesinos, a los que he salvado de la tala, cuando oigo el rumor de un joven bosque plantado por mí, reconozco que el clima está algo en mis manos y que si, dentro de mil años, el hombre es feliz, será un poco por causa mía… Cuando planto un pequeño abedul, al que veo después verdear y mecerse con el viento, se me llena el alma de orgullo y… (Viendo avanzar al mozo con la copa de vodka…) A todo esto… (Bebe) ya es hora de marcharse. Esto, seguramente, es una chifladura. ¡Tengo el honor de saludaros!… (Se encamina hacia la casa.)
SONIA (siguiéndole, le coge del brazo):
¿Cuándo vendrá a vernos?
ASTROV:
No lo sé.
SONIA:
¿Va a estar otro mes sin venir?
(Salen Astrov y Sonia. María Vasilievna y Teleguin continúan al lado de la mesa y Elena Andreevna y Voinitzkii se dirigen a la terraza.)
ELENA ANDREEVNA:
¡Iván Petrovich! ¡Ha vuelto usted a comportarse de un modo imposible! ¿Qué necesidad tenía de excitar a María Vasilievna diciéndole eso del «perpetuum mobile»? ¡Otra vez hoy, durante el almuerzo, empezó usted a discutir con Alexander! ¡Eso no puede ser!
VOINITZKII:
Pero ¡si le aborrezco!
ELENA ANDREEVNA:
¡No hay motivo ninguno para aborrecer a Alexander! ¡Es un hombre como todo el mundo! ¡No es peor que usted!
VOINITZKII:
¡Si hubiera usted podido verle el rostro y los movimientos!… ¡Qué pereza tiene de vivir!… ¡Oh, qué pereza!
ELENA ANDREEVNA:
¡Pereza, sí, y aburrimiento!… ¡Todos critican a mi marido! ¡Todos me miran con compasión!… ¡«Qué desgraciada!» «¡Tiene un marido viejo!»… ¡y, oh, cómo comprendo ese interés por mí!… ¡Todos ustedes —como acaba de decir Astrov—, insensatamente, dejan perecer los bosques, y pronto en la tierra no habrá nada! ¡Pues bien… del mismo modo insensato, labran la pérdida del hombre, y pronto sobre la tierra —gracias a ustedes— no quedará ni fidelidad, ni pureza, ni capacidad de sacrificio! ¿Por qué no pueden ver con indiferencia a una mujer que no es suya?… ¡Sencillamente porque —tiene razón el doctor— cada uno de ustedes lleva dentro el demonio de la destrucción! ¡No tienen piedad! ¡ni para los bosques, ni para los pájaros, ni para las mujeres, ni el uno para el otro!
VOINITZKII:
No me gusta esa filosofía. (Pausa.)
ELENA ANDREEVNA:
Ese doctor, por la cara, parece cansado y nervioso. Es una cara interesante la suya. Por lo visto, le gusta a Sonia. Está enamorada de él, y lo comprendo… Durante mi estancia aquí, ya ha venido tres veces; pero, como soy tímida, no he hablado con él una sola, como es debido…, afectuosamente. Me creerá de un carácter avieso… Seguramente usted y yo, Iván Petrovich, somos tan buenos porque los dos somos aburridos y tristes… No me mire de esa manera. No me gusta.
VOINITZKII:
¿Y cómo voy a mirarla de otra manera, si la quiero?… ¡Es usted mi dicha, mi vida, mi juventud! ¡Sé que mis probabilidades a una reciprocidad por su parte equivalen a cero; pero no necesito nada!… ¡Permítame tan sólo que la mire, que oiga su voz!…
ELENA ANDREEVNA:
¡Cuidado! ¡Pueden oírle! (Se dirige a la casa.)
VOINITZKII (siguiéndola):
¡Permítame que le hable de mi amor! ¡No me rechace! ¡Esa será para mí la mayor felicidad!
ELENA ANDREEVNA:
¡Es martirizante!
(Salen ambos. Teleguin toca a la guitarra una polca. María Vasilievna anota algo en el margen del libro.)
TELÓN.