Viernes, 28 de enero
Laponia interior
André Racagnal observaba al lapón. Aquel tipo no le había quitado la vista de encima desde el principio. Aún lo miraba, con su gorro de cuatro picos y el lazo en bandolera. Pero ya no lo necesitaba. Ahora todo se arreglaría. Se aseguraría de que el cabrón del granjero cumpliera su parte del contrato. Con tipos así, todo iría bien. Iba a explotar aquella maldita mina y la gente iba a estar a sus putos pies. Y al volver se iba a cepillar a unas cuantas putitas, una tras otra. Se había levantado el viento y a su alrededor revoloteaban copos de nieve. ¡Qué frío hace, joder! Se pasó su mano enrojecida por la cara. Tenía calor. Y ese hijoputa no deja de mirarme. Alzó la piqueta y se dirigió hacia el lapón. El hijoputa no se movía. Racagnal ya no lo necesitaba. Se acabó el lapón. Ya había servido para lo que lo quería. Podía deshacerse de él. Siguió avanzando. El otro no le quitaba la vista de encima. Joder, no me gusta este tío. Avanzaba despacio. El lapón acabó por incorporarse. Veía sus ojos, su mandíbula tensa, la nariz arrugada. El lobo espera su momento.
—Venga —dijo—, hay que recoger el campamento. Nos vamos al siguiente valle. El otro nos espera un poco más lejos. Ya estamos llegando al final. Pronto podrás volver a casa y verás a tu mujercita. Y tendrás tus perros.
Se aproximó más. Señaló la SPP2 al lapón.
—Ten, guárdala en la caja —dijo depositándola sobre la mesa.
Aslak tendría que volverse ligeramente para coger el aparato. Durante un cuarto de segundo, Racagnal no estaría dentro de su campo de visión. El lapón se incorporó y tendió prudentemente la mano hacia el aparato.
Estaba a solo un metro. Racagnal desplegó toda su brutalidad. La piqueta sueca surcó el aire y cayó con un fuerte golpe. Se oyó un crujido espantoso. Pero aquel hijoputa de lapón debía de haber anticipado su golpe. Racagnal solo le había dado en el hombro. Seguramente, la clavícula se le había hecho pedazos bajo la fuerza del impacto. Sin embargo, la sorpresa por no haberle dado en el cráneo hizo que Racagnal perdiera la templanza durante apenas tres segundos. Tres segundos de más. El lapón se sacó de la bota un gran puñal con el mango impregnado de grasa. Lo que ocurrió entonces tuvo lugar casi al ralentí. A pesar de su hombro destrozado, Aslak se le echó encima. Sin la distancia suficiente para golpearlo una segunda vez, Racagnal trató de empujarlo con la mano libre. Pero no comprendió qué sucedía cuando el otro abrió su enorme mandíbula y le atrapó la mano entre los dientes. Gritó en el acto. Aquella mandíbula era peor que un cepo. En el instante siguiente, sin que le fuera posible hacer nada más que sentir cómo de pronto el miedo se apoderaba de él, el lapón le cortó la mano con el puñal. Racagnal soltó de golpe la piqueta para agarrarse la muñeca ensangrentada. Aulló de dolor mientras la nieve se teñía de rojo. El lapón lo amenazaba con el cuchillo, pero no lo remataba. Se agachó, sin perderle de vista, hacia la mano, que estaba sobre la nieve. Pero lo que le interesaba no era la mano. Recogió la pulsera de plata que se le había caído de la muñeca. El lapón se incorporó.
—Mino Solo —dijo únicamente—. Mino Solo.
Los policías comunicaron en la comisaría su descubrimiento. El Sheriff envió de inmediato un equipo hacia la granja de Olsen. El juez dirigió el registro, esta vez a fondo, y se pudo abrir el cofre. Acabaron por hallar los documentos que demostraban la relación entre Olsen y el geólogo francés, así como un borrador de un contrato de trabajo para Brattsen como jefe de seguridad de una mina. Y además la carta de una chiquilla de quince años del pueblo en la que explicaba cómo la había violado Racagnal.
Los policías se pusieron de nuevo en camino. El cielo cada vez estaba más cubierto. La visibilidad aún era bastante buena, pero el tiempo no tardaría en volverse infernal. Nina se inquietaba. ¿Cómo iban a encontrar el lugar indicado en medio de aquella tormenta? A pesar de las nubes, cada vez hacía más frío. Deberían regresar, dejar la persecución para más tarde.
Klemet la tranquilizó. Llevaba la montaña dentro de sí. Más que nunca. Tenía en mente los detalles del tambor, del yoik y de los mapas. Prosiguieron el camino. Klemet guiaba a los policías, casi sin aminorar la velocidad. Nina tenía razón. El tiempo apremiaba. Había que ser un piloto experimentado para abrirse paso a través de la tundra con semejante clima. El viento soplaba casi horizontal. A pesar del casco, Nina sentía que el aire gélido se colaba a la altura de su sien izquierda. Tenía la sensación de que le estaban clavando la punta de un cuchillo en la sien. Habría deseado llevarse la mano al casco para detener un instante aquel dolor, pero no se atrevía a soltar el manillar de su motonieve por miedo a perder el control de aquel vehículo tan pesado. Veía que lo peor aún estaba por llegar. El sol todavía no se había puesto y delante unas nubes negras cubrían el horizonte.
Klemet incrementó la dificultad al elegir un atajo por un valle escarpado. La mayoría de los ganaderos lo evitaban, pero él se aventuró por allí sin titubear, a sabiendas de que así ganaría un tiempo precioso. Los otros policías lo seguían valientemente. Al final, desembocó al otro lado del valle. Descendió por una ladera de suave pendiente hasta el lecho de un río de meandros retorcidos; al salir de una curva, estuvo a punto de atropellar a un hombre que permanecía arrodillado casi en medio del riachuelo. Este, con el rostro cubierto de sangre y contusiones, pareció aturdido al ver que la motonieve se detenía a menos de dos metros de él. ¡Olsen!
El viejo extendió los brazos y señaló una motonieve accidentada y medio hundida en la nieve en polvo. El piloto no había visto una gran roca sepultada por la nieve. Un cuerpo yacía un poco más lejos. Inanimado.
—¡Ay, nos habéis salvado! —exclamó Olsen, con la esperanza dibujada en su rostro, a pesar del dolor en la nuca que le arrancaba una mueca—. Ese inútil no sabe conducir. Quería llevarle tras la pista de un peligroso malhechor y…
Perdió el aplomo cuando Klemet lo empujó a un lado y le dio la vuelta al cuerpo de Brattsen, que había perdido el conocimiento. Klemet dejó que los otros dos policías los detuvieran y se ocuparan de ellos y continuó el camino, seguido por Nina y adentrándose en la tormenta.
Racagnal meneaba la cabeza. De dolor e incomprensión. Gemía. Pero el otro no parecía querer matarlo. Recobró cierta esperanza cuando el lapón cogió su lazo y lo ató. Apretaba fuerte. Y luego tiró de él. Tiró de él y se puso en camino, siguiendo las huellas de la motonieve de Racagnal.
Anduvieron una eternidad. Racagnal trastabillaba, se hundía en la nieve. Gritaba de dolor a cada caída. El frío se encarnizaba en su muñón y el sufrimiento era insoportable. Transpiraba bajo el frío que se abatía sobre ellos. La tormenta anunciada había empezado y el cielo comenzaba a desaparecer. El viento soplaba con fuerza y lo barría todo. Caminaban envueltos entre copos que revoloteaban en todos los sentidos. Gritaba e insultaba al lapón. Pero este lo arrastraba hacia delante, insensible a la tormenta y a su propio dolor, que era creciente. Continuaron caminando y pronto el viento amainó. Reconoció el tobogán. El lapón había podido seguir las huellas hasta allí. Tiró de él brutalmente, se cayó, gritó y maldijo.
Luego, de golpe, se encontró frente a la entrada de la mina. El lapón tiró de nuevo de él, lo que lo obligó a agacharse. Lo arrojó en medio de la cueva, a oscuras, y le obligó salvajemente a ponerse en pie. Notó que el lapón hacía algo con él, pero no podía ver nada. Se dio cuenta de repente, cuando ya era demasiado tarde. La cuerda le ataba hombros, brazos y piernas. De pies a cabeza. Cayó, incapaz de moverse. Ya no podía agarrarse el muñón. Gritaba como un loco, de rabia, de dolor y de miedo. Iba a morir allí. Chillaba. De repente, sintió que el otro le metía algo en la boca. Se resistió, pero tuvo que rendirse. El lapón se la estaba llenando con mineral de uranio. Con la boca llena de aquella porquería, ya no podía gritar. El lapón le arrancó el fular que llevaba al cuello y se lo ató sobre la boca. Con la débil claridad que salía del túnel de la mina, Racagnal, agotado, vencido, vio incorporarse la silueta del lapón.
—Mino Solo. Por Aila.
Klemet reconoció el valle a pesar de no haber estado nunca allí, y con Nina, encontró el campamento abandonado. La motonieve. La piqueta ensangrentada. La tormenta había esparcido los objetos y los papeles. Una mesa había rodado más lejos. El viento lo barría todo. Klemet y Nina permanecían en silencio. El cielo se había oscurecido mucho aunque no eran ni las dos de la tarde. Nina señaló a su compañero unas vagas huellas que se dirigían hacia la tormenta. Era imposible ver a más de diez metros. El horizonte estaba cubierto por completo. Volvieron a subirse a las motonieves y siguieron la pista; evitaban avanzar demasiado despacio, para no hundirse en la nieve, pero tampoco iban muy rápido, para no chocar contra algún obstáculo. Klemet tenía miedo. No se lo confesaría a nadie, pero tenía miedo. Durante toda la vida había tratado de vencer su temor a aquellas terribles tempestades que asolaban la tundra. Pensaba que lo había logrado con la fuerza de la mente, exponiéndose solo a la negrura amenazadora y glacial de las tormentas. Pero el miedo retornaba al acercarse a Aslak. Lo sabía. Aslak había hecho algo horrible y tenía que pagar por ello. Klemet tenía que detenerlo. Si aún estaba vivo. Continuaban avanzando lentamente. Las huellas eran cada vez más difíciles de seguir. La nieve se volvía hostil, la tormenta se cernía sobre ellos. Klemet había visto dos veces unas huellas rojas a la luz de los faros.
El temporal… El mismo, exactamente el mismo. Repudiaba la imagen, pero esta se imponía a él. Él, de chaval, con siete años. En el alféizar de la ventana del internado de Kautokeino. Con una pequeña bolsa con las provisiones que con paciencia había acumulado a lo largo de varios días. Provisiones para dos. Para llegar hasta su granja. Para huir de aquella escuela en la que a él y a su amigo les pegaban cuando hablaban en sami. Estaba en aquel alféizar de la ventana, frente a la noche oscura, helada, y frente a la tormenta. Treinta kilómetros a través de la noche, a treinta grados bajo cero. En la oscuridad más absoluta. A los siete años… Pero era la misma tormenta que ese día, lo sabía. Su soplo zumbaba en los oídos de Klemet. Le costaba, pero se obligaba a continuar. El viento se burlaba de su mono y se le metía por todas partes. La misma tormenta, el mismo espanto. Se le insinuaba en los recovecos de la memoria. Llegó a un lugar de la montaña donde las huellas se dividían en dos direcciones. Hacia la izquierda, partían hacia abajo, a una especie de tobogán. Pero no se veía nada detrás debido al temporal. Puso su motonieve en dirección a la otra pista, que ascendía hacia la cima. Las huellas eran mínimas. Las de un hombre solo. Alzó su rostro, crispado por la tensión. Siguió el haz de los faros que hurgaban en el viento entremezclado de nieve que soplaba horizontalmente. Allá arriba, casi ahogado por la violenta borrasca, bajo su gorro de cuatro picos, con un hombro hundido, le aguardaba la silueta de Aslak.
Klemet respiró profundamente. Se volvió hacia Nina. A través de la tormenta, ella vio el conmovedor rostro destrozado de su colega.
—Espérame aquí —gritó simplemente la voz rauca.
Klemet retomó el avance. Aquellos últimos metros le acercaban al corazón de la tormenta. Sabía que esa confrontación era inevitable. Incluso Nina lo había comprendido. Se detuvo frente a Aslak. El pastor parecía agotado. Sus rasgos se habían vuelto muy marcados. Su capote de reno estaba empapado de sangre a la altura del hombro. Sufría, aunque no lo dejaba traslucir. Tenía las manos vacías, pero los puños apretados. Klemet respiraba hondo. La primera palabra tenía que decirla él.
—¿Por qué, Aslak? ¿Por qué Mattis? —le gritó para que le pudiera oír, pese a la tormenta.
El rostro de Aslak había perdido su dureza. El sufrimiento y la fatiga suavizaban sus rasgos. Tenía el rabillo de los ojos un poco caído. Aslak meneó la cabeza, conteniendo una mueca de dolor. Tenía la cara azotada por el viento y la nieve, y las pestañas y la barba devoradas por el hielo.
—Mattis ya estaba muerto cuando llegué —gritó Aslak a su vez—. Lloré, Klemet. Por primera vez en mi vida, lloré.
Klemet vio que era sincero. Y que no le costaba confesar aquello.
—De niño, no lloraba. Por Aila, con la criatura, no lloré. Mattis fue víctima de los hombres. De las reglas. De la oficina de los renos. De esas empresas. Mino Solo era la peor. Tienes que saberlo. Todos fueron culpables. El ayuntamiento. Los que daban los permisos. Supieron lo de Aila y no hicieron nada por ella. Por eso lo de las orejas. La gente tiene que saber.
—¿Por qué no viniste a verme? —gritó el policía con los ojos entornados para protegerse de los cristales helados que le aguijoneaban el rostro.
—No creo en tu justicia, Klemet.
—¿Y esa sangre debajo de los ojos de Mattis? —le preguntó.
—Nuestros antepasados, Klemet. El primer día del regreso del sol…, tras la larga noche de invierno, se sumergía un anillo de madera en sangre, Klemet. Se miraba al sol del primer día a través del anillo para ayudar a los que habían perdido la cabeza.
Aslak se quedó en silencio. Sus ojos estaban fatigados. A Klemet le pareció ver en ellos cierta humanidad por primera vez en su vida.
—Mattis había perdido la cabeza —le explicó—. Por culpa de todo esto. Le puse el anillo. Murió el día del regreso del sol. Pero ha recuperado la cordura en el más allá. Está en paz.
Aslak tendió un puño hacia Klemet. Abrió la mano. Contenía la pulsera ensangrentada de Racagnal.
—Tómala. Dásela a Aila. Ella comprenderá.
Klemet miró a Aslak y su respiración se aceleró. La pulsera llevaba las letras de plata MO-SO. Sintió que la emoción se adueñaba de él y cogió la joya.
—Aslak…
Klemet meneó la cabeza. En sus ojos, las lágrimas comenzaban a mezclarse con la nieve. Ya no sentía el azote de la nieve en la piel. Seguía gritando para hacerse oír entre el viento.
—Aslak…, Aila ha muerto. La hemos encontrado hace un rato. El frío la ha matado.
El policía vio que el lapón cerraba brevemente los ojos. Sus dos puños, hasta ese momento apretados, se relajaron. Como si acabara de tomar súbitamente una decisión que lo liberaba. Su silueta estaba cada vez más difuminada por la tormenta mientras el cielo seguía oscureciéndose. El halo de los faros se contraía sobre él. Aslak se acercó a Klemet hasta casi tocarlo. Ya no gritaba.
—Klemet, cuida de que mi manada no sufra.
Los dos hombres se miraban. Klemet trataba de dominar el miedo a la oscuridad que se cernía sobre él. Tenía que decir algo, pero se sentía paralizado. Aslak comenzó a dar media vuelta.
—¡Aslak! —gritó el policía—. ¿Dónde está el francés? ¡Tengo que detenerte, Aslak!
El lapón se volvió. Vio la mirada de Klemet.
—Voy al encuentro del mundo justo de las montañas —le gritó.
Luego se arrimó de nuevo a él.
—¿Tienes miedo? —le preguntó entonces Aslak, cuyo rostro emanaba por primera vez una extraordinaria dulzura.
Klemet lo miraba sin decir nada, henchido de emoción.
—No tienes por qué tener miedo —dijo aún más quedamente.
—¡No sabes qué pienso! —exclamó de repente Klemet.
—Sé qué es lo que pensabas.
—¿Sabes qué? —gritó Klemet, cuyos ojos se llenaban de unas lágrimas que le dolían—. ¡Teníamos siete años! ¡Por Dios, solo siete años!
—Pero teníamos que hacerlo juntos, Klemet. Lo habíamos prometido.
El policía ya no pudo contener su emoción. Cayó sobre su motonieve llorando, llorando como un niño, sin poder contenerse.
Nina, más abajo, asistió, impotente, a la escena. Vio a Aslak volverse y alejarse mientras el cuerpo de su colega se sacudía sobresaltado. Pero no movió un dedo.
Cuando Klemet alzó la cabeza, Aslak había desaparecido en la noche polar.