Viernes, 28 de enero
Cruce de las carreteras 93 y 92. Cafetería Renlycka
El coche de la patrulla P9 circulaba muy rápido por la carretera 93, en dirección al norte. Racagnal debía haber pasado forzosamente por allí para llegar a los territorios que tenía previsto explorar. La aceleración de los acontecimientos esos últimos días, hasta descubrir el tambor y descifrarlo, había sumido a Klemet en una especie de euforia en un primer momento, pero cuanto más se impregnaba de esa historia, más lúgubre se sentía. ¿Podría reproducirse en la actualidad el drama que había diezmado a varios pueblos samis en el siglo XVII? La movilización de samis como Olaf Renson en los años ochenta contra empresas del tipo de Mino Solo demostraba, en todo caso, que la situación había cambiado. Un poco. Los samis no debieron de rebelarse en aquella época. Pero los sucesos más recientes demostraban, igualmente, que todo podía cambiar de nuevo. Incluso aunque el peligro fuera enorme, ¿sabría la gente resistirse a la explotación de una mina de uranio?
Klemet puso el intermitente para detenerse frente a la cafetería Renlycka, que pertenecía a la esposa de Johan Henrik. Este seguía detenido, pero el juez, que se había quedado en Kautokeino, le había dicho a Klemet que Johan Henrik y Olaf podrían salir esa misma tarde. Dado que la conferencia de la ONU se inauguraba el domingo por la noche con una recepción, a todo el mundo le parecía una excelente idea la liberación de los dos pastores. Sin embargo, el juez aún quería retenerlos un poco más, hasta atrapar a Mikkel y a John. La detención de los otros dos pastores podía dar a entender que se estaba persiguiendo a los samis, pero por lo menos esta vez había pruebas tangibles, gracias a los restos de aceite.
En el aparcamiento había dos camiones estacionados. Uno con matrícula rusa y el otro, sueca. Klemet y Nina entraron en la cafetería. La esposa de Johan Henrik estaba detrás de la caja. En una mesa situada en un rincón, había un hombre sentado solo. Se saludaron con la cabeza. Los policías se acercaron a la caja. Pidieron un café. La mujer de Johan Henrik no pareció alegrarse mucho de verlos.
—¿Has visto pasar a este hombre? —le preguntó Klemet mientras le mostraba una foto de Racagnal.
—Sí —respondió ella sin titubear—. Estuvo sentado en el mismo sitio que el camionero ruso, en la esquina, con un montón de mapas. Pasó mucho rato aquí.
—¿Recuerdas qué día fue?
Se quedó un instante pensativa.
Un silbido alegre llegó desde los servicios, al mismo tiempo que tiraban de la cadena.
—Debió de ser un viernes, o un martes. Lo recuerdo porque el camionero que está silbando se detiene aquí todos los martes y viernes. Es su ruta habitual. Y me acuerdo porque discutió con el hombre de la foto.
—¿Y sabes hacia dónde iba?
—Lo único que sé es que quería ir al campamento de Aslak. No dijo nada más.
—¿Ha vuelto a venir por aquí después?
—No.
Klemet pagó los cafés; Nina y él iban a sentarse cuando se abrió la puerta de los servicios. El segundo camionero salió silbando y chasqueando los dedos.
—Cariñito, prepárame mis bocatas. Vuelvo en cinco minutos. Luego tengo que largarme. Igor —le gritó al conductor ruso—, ¡no te aproveches para echarle los trastos a mi novia!
El camionero ruso se rio y lo saludó con la mano. El otro salió silbando. Klemet acababa de reconocer al camionero sueco, el de los tatuajes, el contrabandista. Se lo susurró a Nina al oído. Los dos policías siguieron con la mirada al sueco. Este se puso un mono de trabajo acolchado y abrió un compartimento metálico instalado debajo del remolque. Klemet dejó su taza de café sobre la mesa. Afuera, el camionero sueco sacó una lata. Una lata de aceite de la marca Arktisk Olje. El mismo que había en el garaje del viejo Olsen. Nina también lo había comprendido.
El camionero vació el contenido de la lata con un embudo y fue a tirar la lata vacía a un contenedor. Acto seguido, volvió hacia la cafetería silbando al tiempo que se limpiaba enérgicamente las manos pringadas de aceite en su mono ya sucio.
Brian Kallaway no había estado tan excitado en toda su vida. ¡Qué éxito! El yacimiento que acababa de descubrir o, mejor dicho, de redescubrir, convertiría a la Francesa de Minerales en líder mundial del mineral de uranio. Y él, Kallaway, ¡había seguido la pista del yacimiento! Gracias también al instinto de cazador de Racagnal, evocó. Kallaway estaba loco de alegría. Habían vuelto junto a las motonieves. Se sentía levitar. Eufórico. Estaba eufórico. Incluso olvidó el mal carácter de Racagnal y le palmeó el hombro, riendo. Feliz, estaba feliz.
Descolgó la radio, que estaba en el maletero de la motonieve, y llamó a la sede de la Francesa de Minerales en la Défense. Necesitaba compartir imperiosamente aquella noticia extraordinaria. Se volvió, con una gran sonrisa, hacia Racagnal.
—Sin ánimo de ofender, André, ya sé por qué le apodan Bulldog. Ha hecho un trabajo alucinante.
El canadiense se volvió hacia la radio para ajustar el set y establecer comunicación. No oyó a Racagnal cuando este le preguntó quedamente qué tenía intención de decir por radio. Sumido en la alegría de la noticia que se disponía a dar, tampoco lo oyó cuando le advirtió que no tendría que haberlo llamado Bulldog. Lo último que vio fue el movimiento rápido de una sombra larga y delgada sobre el suelo, frente a él. Apenas tuvo tiempo de sentir un dolor fulgurante cuando la piqueta sueca de Racagnal le partió la cabeza.
La detención del camionero sueco no fue fácil. El joven se debatió chillando como un pajarraco e insultando a los policías. Finalmente, Klemet se sentó sobre él, y Nina le esposó las manos a la espalda. Ahogado por el mono, que en esa posición le comprimía el pecho, el sueco se quedó sin fuerzas para gritar. Poco a poco se calmó, pero eso no impidió que siguiera diciéndoles groserías. Klemet lo dejó bajo la vigilancia de Nina. Llamó a la comisaría y el Sheriff le prometió que llegarían refuerzos en menos de quince minutos.
Afuera, Klemet se puso los guantes y abrió la puerta del pasajero del camión. Subió a la cabina y se instaló, tras lo que miró a su alrededor. Registró sistemáticamente la cabina, la litera y los armarios. Lo revolvió todo. Dejó de lado las revistas porno y de motor, los cartones de cigarrillos y las botellas de vodka abiertas. Al final, encontró lo que buscaba. El sueco no se había esforzado mucho. El pesado puñal colgaba en su vaina de un ancho cinturón de cuero suspendido dentro de un estrecho ropero, situado detrás del asiento del conductor. Klemet lo cogió con delicadeza y extrajo la hoja. La observó y envainó de nuevo el cuchillo, tras lo que se lo llevó a la cafetería. El sueco seguía tendido en el suelo, con las manos a la espalda, a los pies de Nina. Esta, que acababa de pedirle la identificación al camionero ruso, fotografió sus documentos y dejó que se marchara. Klemet le mostró el cuchillo a Nina y se lo restregó delante de las narices al camionero sueco, el cual puso cara de pocos amigos y escupió.
—Me parece que tienes algo que contarnos, antes de que te hundas ya del todo… —le dijo Klemet.
A lo lejos se oían las sirenas. Si Brattsen hubiera estado allí, habría bromeado acerca de la llegada de la brigada ligera. Los refuerzos de Kautokeino invadieron el pequeño aparcamiento de la cafetería Renlycka. Entre tanto, la mujer de Johan Henrik permanecía impasible, con su pequeño delantal, detrás de la caja.
—¿Qué me dices? —prosiguió Klemet, mostrándole de nuevo el arma.
—Qué pasa, ¿nunca has visto un puñal lapón? —se pitorreó el sueco, burlón.
Su sarcástico rostro palideció en el acto. La puerta de Renlycka acababa de abrirse para dar paso al Sheriff y a cinco policías de Kautokeino que escoltaban a dos pastores de rostros demacrados y mirada huidiza. Mikkel y John.
John parecía agobiado.
—Era la primera vez que nos reuníamos delante del granero del viejo Olsen. Te lo prometo, Klemet. Lo que viste, fue la primera vez. Fue una tontería, pero se trataba solo de un poco de alcohol y cigarrillos; no es para tanto.
—No es de eso de lo que quiero hablar, sino de la muerte de Mattis…
John abrió unos ojos como platos, asustado. Miró al sueco y luego a Mikkel, que parecía a punto de estallar.
—No fui yo —gritó de repente—, no fui yo. Solo teníamos que conseguir el tambor, nada más, nada más. ¡Lo juro! ¡No fui yo!
—¿Para quién? —espetó de inmediato Klemet, a tres centímetros del rostro de Mikkel.
—¡Para el viejo Olsen! —gritó Mikkel, aterrorizado—. Y Mattis no lo tenía. Estaba borracho. Mattis estaba completamente borracho. Pero nunca le habría hecho daño. No quería ir allí solo, pero no fui yo, no fui yo. ¡Lo juro! Ni siquiera tenía puñal. No fui yo —dijo entre sollozos—. Yo solo quemé su motonieve.
—¿Y qué hacía Aslak contigo? —gritó de nuevo Klemet.
—¿Aslak? ¿Aslak? Aslak, no. ¡Aslak no estaba allí! —lloró Mikkel—. Solo estaba yo y…
En el suelo, el sueco no decía palabra. Solo escupió en dirección a Mikkel.