Viernes, 28 de enero
Salida del sol: 09.02 horas; puesta del sol: 14.02 horas
5 horas de insolación
07.30 horas. Laponia interior
Racagnal y Kallaway partieron muy temprano. La noche fue corta, fría y agitada. Kallaway estaba agotado debido a la tensión. Mientras desayunaban, le explicó detalladamente a Racagnal lo que había que hacer. Gracias a los bloques, había podido determinar el camino que el glaciar había recorrido. Ese glaciar podría haberse desplazado a un metro por día. Siguiendo esa línea, y tras el estudio de los mapas geológicos, podrían llevar a cabo la aproximación. Y el estudio del mapa geológico antiguo que Racagnal se había procurado, sin que quisiera decir cómo, no dejaba ninguna duda: estaban, según los cálculos de Kallaway, a menos de trescientos metros de un yacimiento de uranio de primera magnitud.
—¿Podemos ponernos ya a trabajar? —lo interrumpió Racagnal, apoyado en su piqueta sueca de geólogo.
El sol aún no había salido pero, gracias a la nieve, la luminosidad pronto sería suficiente. No tenían tiempo que perder. Había que cumplimentar la licencia como muy tarde el lunes para la reunión de la comisión de asuntos mineros que se celebraría el martes 1 de febrero.
Kallaway había cargado la motonieve y había comprobado la radio. Ya se veía anunciando la noticia en París. Iba a ser un acontecimiento. Sonreía solo, sin darse cuenta de que Racagnal le observaba. El canadiense hizo un gesto con la mano al guía sami.
Kallaway estaba muy contento. Seguido por el francés, recorrió rápidamente los pocos centenares de metros que lo separaban de la ladera de la montaña. Nunca se había sentido tan febril. Para la última aproximación, se calzó unas raquetas de fibra ultraligeras. Llegaron siguiendo la cresta, cuya pendiente se acentuaba en las cercanías de la cima. Kallaway casi alcanzó la zona de mayor altura y se detuvo. Justo detrás de la cima plana, parte de la montaña desaparecía en una especie de tobogán. Avanzó un poco por la cresta para poder disfrutar de una vista lateral del tobogán. Se quedó mirando fijamente. En medio de aquel desnivel vio una sombra, o quizás era un extraño desprendimiento, algo imposible de averiguar a menos que uno lo tuviera justo delante. Llevaba consigo una potente linterna y enfocó hacia allí. La sombra desapareció y dejó paso a una oquedad. Descendió prudentemente a lo largo del tobogán y llegó hasta aquel agujero.
—¡Racagnal! —gritó—. ¡Venga aquí, rápido!
El francés, que lo seguía de cerca, se aproximó apoyándose en su piqueta y lo vio.
—La entrada de una antigua mina…
Kallaway avanzó. La entrada de la mina era minúscula. Había que agacharse mucho para poder meterse. Kallaway enfocaba su linterna, con un nudo en la garganta. Se volvió y topó con el aliento de Racagnal.
—Continúa —le dijo este—, yo te cubro.
Kallaway no las tenía todas consigo. Encorvado, penetró a través del estrecho cuello tratando de no resbalar. Este medía apenas dos metros y formaba un ligero codo. Desembocaba en una pequeña sala de unos cinco por tres metros. El techo se hallaba apenas a un metro veinte del suelo de roca. Las paredes habían sido repicadas de manera irregular. Algunas partes de las paredes rocosas estaban más excavadas que otras y mostraban los filones que los mineros habían seguido.
Kallaway silbó.
—¿Se da cuenta? Hubo gente que vino hasta aquí en busca del mineral.
Cogió su piqueta Estwing y golpeó la roca. Parecía pechblenda, el mineral natural del uranio.
—¿De cuándo cree que debe de ser esta mina?
—Ni idea. Solo sé que hubo unos tíos que ya hicieron prospecciones en Laponia en 1600. Podría ser perfectamente de esa época. Pero no vamos a hacer una clase de historia ahora. Enfoca la linterna hacia aquí.
Kallaway desplazó el haz de su linterna. Racagnal encendió su SPP2. Lo reguló a mil quinientos. El chirrido del aparato ascendió al máximo de inmediato. En el espacio cerrado, el ruido se volvió insoportable. Kallaway se tapó los oídos. Racagnal no reaccionó. Giró el botón a cinco mil y puso en marcha la medición. El chirrido alcanzó la máxima intensidad en un cuarto de segundo. Kallaway, que había bajado las manos, las levantó, raudo, con una mueca de dolor. Racagnal daba señales de nerviosismo. Ajustó el SPP2 a quince mil. Solo dos veces en toda su vida Kallaway había tenido que ajustar su SPP2 a esa frecuencia, la frecuencia máxima. Había sido unos días antes, en un bloque y en el curso de una misión en la mina de Cigar Lake, en Canadá, donde había la mayor concentración de uranio del mundo, con doscientos kilogramos por tonelada de mineral, lo que era doscientas veces más que en la mayoría de los yacimientos del planeta.
El chirrido aumentó de nuevo muy rápidamente y llegó otra vez al máximo. ¡Quince mil pulsos por segundo! Kallaway miró a Racagnal con unos ojos como platos detrás de sus gafas redondas. A todas luces, el yacimiento de Cigar Lake acababa de ser superado.
09.00 horas. Kautokeino
La patrulla P9 se disponía finalmente a partir cuando Klemet, nada más sentarse en el coche, vio a su tío Nils Ante dirigirse a la entrada de la comisaría. Se quedó estupefacto. Debía de ser la primera vez que veía a su tío tan cerca de una dependencia policial. Las comisarías eran uno de los lugares que, junto con las iglesias, siempre había tratado de rehuir. Klemet lo saludó con la mano. Sin embargo, aún lo sorprendió más que a su tío lo acompañara Hurri Manker, el especialista en tambores. ¿Qué hacía tan lejos de Jukkasjärvi? ¿Qué hacían juntos? Klemet maldijo. Lo más urgente era ir a detener a Racagnal antes de que se produjera una catástrofe. Todavía no sabía a ciencia cierta adónde tenía que dirigirse, exactamente, y era una preocupación suplementaria que de forma gustosa se habría ahorrado. Además se vería obligado a recoger pruebas y seguir rastros. Por fortuna, el tiempo ayudaría. En invierno, sobre la nieve, era más difícil disimular las huellas. Mientras esperaba a su tío, que se encaminaba hacia él, Klemet miró preocupado el cielo. El sol despuntaba en ese instante y la magia operaba de nuevo. Pero también había en el cielo signos inquietantes. A media tarde, podían llegar tormentas y, en ese caso, ya podrían despedirse de las huellas…
—Hola, sobrino. ¿Ya vistes de nuevo de uniforme? No te sienta bien, ¿sabes? Tengo algunas cosillas que contarte. ¿Nos quedamos aquí helándonos o vamos a tu casa? Mi amigo Hurri, a quien no había visto desde hace años, se ha quedado desconcertado con esa historia del tambor y ha insistido en venir a hablar de ello conmigo. Ha hecho el viaje ex profeso.
—Nina —dijo Klemet a su colega, ya sentada en el automóvil—, vamos cinco minutos al garaje. Nils Ante, de verdad, tenemos mucha prisa.
El pequeño grupo descendió al garaje de la policía, cuya puerta estaba abierta. Klemet señaló un rincón donde había dos sofás, uno frente al otro, desfondados. En medio, una silla vieja de madera aún podía sostener el peso de dos ceniceros medio llenos. Se trataba del rincón de los fumadores de la comisaría. Todos tomaron asiento. Excepto Nils Ante. Klemet no se lo podía creer cuando su tío empezó a cantar un yoik. Unos policías que pasaban por el garaje se detuvieron, estupefactos. Al ver a Klemet y a Nina en compañía del cantante de yoiks, se encogieron de hombros y prosiguieron sus tareas.
—Ese yoik me recuerda algo —reflexionó Nina.
Pero Klemet se levantó, exasperado, y fulminó a su tío con la mirada.
—¿Para eso me haces perder el tiempo? —estalló—. ¿Para cantarme la versión definitiva del yoik dedicado a tu chinita? ¡Vamos, Nina, nos largamos!
Dio dos pasos y advirtió la mirada maliciosa de Hurri Manker, que lo retuvo de la manga.
—Escucha a tu tío; me parece que te interesará lo que va a contar.
—No es el yoik de la señorita Chang —recalcó Nils Ante, ofendido—. No me has escuchado cuando lo he cantado. Y te ruego que te muestres más respetuoso con ella: no es mi chinita, es mi Changuita.
Klemet exhaló un suspiro, irritado.
—¿De qué se trata?
—El yoik. Hay un yoik —explicó Hurri—. Al principio no me fijé en el símbolo, porque todo lo demás era muy rico. Y, sin embargo, ocupa un lugar capital, en medio del sol, ¿recuerdan?, esa cruz en la que están Madderakka, el rey, el soldado y el pastor. No estaba seguro de que eso pudiera tener alguna importancia, pero he querido quedarme con la conciencia tranquila y he ido a ver a tu tío. Es una persona maravillosa, y tiene una increíble memoria enciclopédica de los yoiks. Pero la idea genial de tu tío ha sido establecer la relación con Mattis y con uno de los yoiks de Mattis.
—El yoik que cantabas, Nils Ante, es el mismo que cantaba Mattis cuando fuimos a verlo, justo antes de su muerte —exclamó Nina.
—Y Mattis cantaba el yoik de su padre, que a su vez cantaba el yoik de su padre —continuó Nils Ante, satisfecho al haber podido dejar sin palabras a su sobrino—. He encontrado ese yoik entre mis viejas grabaciones. Fuera del contexto del tambor, te da la impresión de hallarte ante un yoik como tantos otros. Un yoik lúgubre, incluso muy lúgubre, pero hay otros así. También evoca un territorio preciso. Habla de un torrente que desemboca en un lago, de la orilla del lago en forma de cabeza de oso y de un pequeño islote en ese lago.
—Creo —prosiguió Hurri Manker— que ese yoik, con todas sus precisiones, servía para indicar el lugar donde se hallaba el tambor. Esa es mi convicción. Y el yoik también decía que esa historia no había que olvidarla nunca, había que recordarla de generación en generación. El creador de ese tambor, que data de finales del siglo XVII, ahora estoy seguro de ello, tenía que asegurarse de que ese mensaje se transmitiría. Ya sabéis que los samis, en esa época, no sabían escribir. Este sabía hacer tambores y componer yoiks. Nunca sabremos qué fue de él, por desgracia. Pero gracias a su yoik se aseguró de que alguien descubriera un día su tambor y el secreto que guardaba. Y canta: «Andtsek hizo café en la ladera oeste. Salió el sol. Sus manadas se habían mezclado, de cada lado del valle. El otro Jouna estaba al otro lado del valle». Creemos que aquí da el dato preciso que falta en el tambor. ¿Decíais que dudabais entre dos zonas de búsqueda?
Klemet sacó los dos mapas que llevaba en el bolsillo del pantalón y los desplegó sobre las rodillas. Su tío se inclinó junto a él.
—El valle de dos vados y dos pastos. Es aquí —dijo Nils Ante, señalando con el dedo un punto en uno de los mapas.