Jueves, 27 de enero
Laponia interior
André Racagnal observaba a Brian Kallaway. Mickey no había vuelto a llamarle Bulda. Sin embargo, el francés seguía sin fiarse de él. Para asegurarse de que no se fuera de la lengua, solía quedarse a su lado cuando el joven tomaba la radio. El otro se sentía espiado. Se estaba poniendo nervioso. Pero su nerviosismo tenía también otra causa. Después de pasar de nuevo muchas horas haciendo hablar a las rocas, midiéndolas con su SPP2, examinando los mapas, cotejando sus hallazgos con el viejo mapa geológico, extendió con manos temblorosas un mapa delante de Racagnal.
—Es ahí… —dijo balbuciendo—. Estaremos encima mañana por la mañana. Seguro. He constatado anomalías a ocho mil pulsos con producto amarillo. Es increíble. Nos dirigimos hacia algo enorme.
—Así que eso es lo que ese tipo dibujó en el mapa —dijo Racagnal para sí mismo—. Lo más probable es que no supiera lo que había descubierto, pero vio rocas amarillas y creyó que era oro. No comprendió que se trataba de uranio.
—Seguramente tiene razón: ese mapa parece bastante antiguo y el uranio no despertó ningún interés antes de la segunda guerra mundial. Pero hoy en día es otra cosa. Es formidable, ¿se da cuenta? Habrá que llevar a cabo aún muchas mediciones y perforaciones, pero si el yacimiento está a la altura, como indican nuestros hallazgos y como se supone por el mapa, la Francesa de Minerales será líder del mercado mundial del uranio. ¡Es enorme!
—Sí, tú lo has dicho —concedió Racagnal—. Pero te recuerdo nuestro trato, chaval. De momento, cierras bien el pico, ¿está claro?
—Sí, por supuesto —farfulló el canadiense, que había confiado en que la inminencia de un descubrimiento importante suavizaría a su colega.
Vaciló un segundo y continuó.
—De todas formas, hay una cosa que me preocupa.
—¿Ah, sí?
—No es que me preocupe, pero digamos que me fastidia.
—Vamos, suéltalo ya…
—Según mis diferentes cálculos, las proyecciones, los cotejos con el mapa antiguo, las comparaciones que he hecho, los…
—¡Sé breve, joder!
—Ese enorme yacimiento de uranio podría estar al lado del río Alta. Su explotación, si se demuestra comercialmente rentable, sería limitada. Requeriría unas condiciones de seguridad máximas, pues el riesgo podría resultar enorme. Me parece que para nosotros no sería un problema, ya que tenemos una experiencia probada. Pero no me cuesta imaginarme lo peor si una pequeña empresa se hiciera con el proyecto antes que nosotros. Las consecuencias podrían ser verdaderamente dramáticas. Imagínese las toneladas de residuos radiactivos que irían a parar directamente al Alta. No hace falta que se lo explique, supongo. Toda la región estaría condenada, todas las poblaciones junto al río tendrían que ser evacuadas. Y me imagino que también comportaría el fin de la ganadería de renos. Por suerte, sabremos evitar todo eso, ¿no es cierto? Costará mucho dinero, pero merece la pena.
—¿Has acabado con tu conferencia? ¿Podemos continuar? Vamos a recogerlo todo y a trasladar el campamento para estar listos mañana al alba. Mañana hay que hacerlo todo, ¿entiendes?, porque termina el plazo de presentación de solicitudes de licencia. Es nuestra última oportunidad. Y la tuya también, si quieres tener algún futuro en este oficio, ¿está claro? Así que ya puedes ponerte las pilas para mañana.
Racagnal se volvió al notar la mirada del sami en la espalda. Lo apuntó con el dedo. Aunque este no había entendido ni una palabra, como sospechaba el francés, no le quitaba los ojos de encima.
—Y tú —le gritó sin dejar de señalarlo—, recoge el campamento. Nos marchamos dentro de una hora.
El francés se equivocaba solo en una cosa. Con su hueso de reno entre los labios, que mordisqueaba con tranquilidad, Aslak no seguía sus ojos. Miraba de nuevo lo que colgaba de su muñeca, aquella pulsera de plata que había visto por primera vez en su tienda. Y que su mujer había reconocido.
Eva Nilsdotter acababa de llegar de Malå. La directora del Instituto Geológico Nórdico se encontró con los policías de la patrulla P9 en la comisaría. Rolf Brattsen hacía tiempo que no había vuelto por allí. Una vez finalizados los interrogatorios de los dos ganaderos samis, se había marchado, pues, como había dicho, iba a verificar algunos elementos sobre el terreno. Nadie osó preguntarle qué iba a comprobar. Aparentemente, estaba muy agitado, a la vez que excitado, agresivo y entusiasmado. Nadie sabía cuándo regresaría.
Delante de la comisaría, los manifestantes no cejaban en su empeño. La prolongada detención de los dos samis comenzaba a provocar reacciones en cadena. Los dos hombres eran militantes y algunos partidos del Parlamento noruego empezaban a inquietarse ante lo que sucedía en el Gran Norte. Su preocupación era creciente, ya que, según los reportajes de la NRK, habían empezado a aparecer pancartas en las que se leía «Laponia para los lapones».
Eva Nilsdotter encontró a los policías en el despacho de Nina. La geóloga parecía muy concentrada.
—Amiguitos —les dijo de entrada—, sin saberlo habéis pescado algo muy gordo. En primer lugar, ninguno de los mapas antiguos hallados en el cuartucho de ese granjero corresponde al cuaderno de campo de Flüger que encontramos y examinamos en Malå, pero se nota que ese tipo se interesó mucho en algo. Por otra parte, he examinado con más detalle vuestro caso y los indicios procedentes del tambor, y los he cotejado con la ayuda de mi equipo. Recordad lo que os dije. Flüger hablaba de minerales amarillos, de bloques negros alterados. Hemos consultado también los levantamientos aéreos de antes de la moratoria del uranio y ahí nos aparece una zona radiactiva con granito donde hay esquisto de alumbre, un tipo de esquisto a partir del cual puede producirse uranio. No me miréis como besugos. Eso significa que potencialmente hay un yacimiento de uranio en esa zona. Si eso cae en manos de unos descerebrados, con solo que intenten hacer sondeos con explosivos para tomar muestras más profundas, sin esperar la llegada de los equipos adecuados para la extracción de testigos, provocarán una contaminación y una catástrofe ecológica de padre y señor nuestro, puesto que el río pasa justo al lado. Por no hablar de los riesgos del radón. Ya os lo expliqué. En un yacimiento minero de uranio bien hecho, eso no sería un problema. Si la gente lleva los equipos adecuados y se cuenta con la ventilación adecuada, se puede trabajar. Pero sin eso, el radón provoca, casi con toda seguridad, cáncer de pulmón. Y si además fumas, la diñas seguro. Ese radón es una verdadera porquería. Me pregunto si no fue eso lo que diezmó a la gente del tambor. Enseñadme la foto del tambor.
Klemet le tendió una foto ampliada.
—Mirad las alucinaciones o lo que sea. De la mina al ataúd. Directamente. No sé de cuándo debe de ser el tambor, pero es muy posible que a esos mineros se los cargara el radón. Hoy en día aún hay minas, en África o en otros sitios, donde no se previene a la gente de los peligros. Si además los mineros fuman, se mueren muy deprisa. Pero es algo insidioso. El radón es inodoro. Estoy segura de que los samis en esa época fumaban como chimeneas. Y además, con toda probabilidad bebían. Los suecos debieron de engatusarlos con tabaco y alcohol, como se hace en todas partes para domesticar a los salvajes. En la mina del tambor, esas gentes no sabían qué era el uranio, como es evidente. Podían interesarse en el producto amarillo porque en esa época se utilizaba en las cortes reales para decorar porcelanas o vidrio. Si el mineral transportado era efectivamente uranio, es indiscutible que en una pequeña mina de mala muerte y sin ventilación, donde el radón quedaría suspendido en el aire, esa sería la causa de una carnicería entre la población de mineros.
Rolf Brattsen y Karl Olsen se encontraron en el desvío de Maze, en la carretera 93, a medio camino entre Alta y Kautokeino. El comisario interino parecía enfadado. Dejó su coche en un lugar discreto y se reunió con el viejo granjero en su pick-up. El último mensaje recibido por el geólogo francés era acuciante. Pero Olsen no se fiaba de él. Y cuantas más vueltas le daba, más temía que aquel diabólico francés lo engañara, pues cabía la posibilidad de que, si realmente daba con ese fabuloso yacimiento, fuera a declararlo a sus espaldas. Y en ese caso, él, Karl Olsen, que toda su vida había ido en pos del sueño de su padre, solo podría echarse a llorar. Y no era cuestión de llorar. No después de todo lo que había organizado con tanta paciencia. Dificultosamente, el granjero se volvió hacia Brattsen con una mueca de dolor a causa de su pinzamiento en el cuello. Este no le traía buenas noticias. Sus colegas parecían sospechar algo debido a su actitud con respecto al geólogo francés. Y encima, la cólera iba en aumento debido a esos dos malditos lapones. Con sus redes dignas de las de los comunistas, estaban armando un buen jaleo. La posición de Brattsen se había debilitado.
Olsen no podía contar con aquel burro redomado. Decididamente, su aire ceñudo solo ocultaba su inmensa memez. Sin embargo, el granjero comenzaba a entrever una solución. Quizá podría preservar la posición de Brattsen, pues aún lo necesitaría en el futuro, y sobre todo asegurarse de que el yacimiento no se le escapara de las manos.
—¿Tenemos la posición del francés? —preguntó Olsen con los ojos entornados.
—Sí, eso por lo menos lo tenemos. Está en un lugar completamente abandonado. No hay ningún pasto en los alrededores. Allí no va nunca nadie y se encuentra en el fin del mundo.
—En tal caso, es fácil —dijo el viejo—. No te preocupes, todo se arreglará, chaval. Vamos a ir a ver a ese francés, a lo lejos. Nos acercaremos a él. Y en cuanto estemos seguros de que ha encontrado lo que tiene que encontrar, te lanzarás sobre él, ¿lo has entendido? Tú lo detendrás. Los demás no podrán decirte nada. ¿Lo captas, chaval?
—Sí, de acuerdo. Pero eso no impide que su empresa pueda presentar el informe.
Olsen no dejaba traslucir nada. Conocía la respuesta. Pero quería que Brattsen llegara por sí solo a la conclusión que se imponía.
—Sí, claro, y puede que hable más de la cuenta —fingió apenarse.
—Sí, puede que explique lo que ha hecho para usted —respondió Brattsen, azorado.
—Oh, ni siquiera había pensado en eso —replicó el viejo Olsen—. Pensaba en que podría explicar que fuiste tú quien le puso entre las garras a la pequeña Ulrika, recuerdas, la camarerita de quince años… —añadió, y observó con satisfacción el brusco cambio de expresión del policía.