Jueves, 27 de enero
Laponia interior
El glaciólogo canadiense desplegó toda la técnica y el conocimiento de que era capaz. Trabajaba deprisa. En dos horas pudo identificar dos nuevos bloques. Resultaba innegable que la concentración de uranio de los mismos era más que interesante. Excepcional. Según las mediciones de su SPP2, los bloques eran muy prometedores.
—Tengo anomalías a ocho mil pulsos con producto amarillo —declaró con entusiasmo.
El glaciólogo de la Francesa de Minerales pertenecía a esa categoría de especialistas a los que la gente como Racagnal solo requería en contadas ocasiones. Era una cuestión de orgullo. En el peor de los casos, los bloques podrían haber sido arrastrados a lo largo de veinte kilómetros y sería casi imposible remontar hasta su origen. En esa situación, un tipo como Kallaway sería un mal necesario. No obstante, este había saltado de alegría al descubrir, a dos kilómetros y medio, aproximadamente, un bloque mucho más anguloso, señal de que había circulado menos. ¡Así que se acercaban al origen!
Kallaway se pasó varias horas llevando a cabo los primeros análisis y, sobre todo, estudiando los mapas del perímetro. Antes de partir, el servicio de documentación había descargado en su ordenador portátil todos los informes disponibles sobre la zona. Instalado en el refugio, bastante protegido del frío, introdujo los datos en el ordenador y al tiempo se ajustaba con frecuencia sus gafitas redondas y profería regularmente exclamaciones de entusiasmo. Ya había renunciado a comunicarse con el guía sami, que parecía tan lejano y cerrado como su colega francés. Pero no le importaba. Le necesitaban, e iba a dar lo mejor de sí mismo y lo antes posible; a buen seguro que la empresa estaría satisfecha de sus servicios. Sin embargo, tenía que admitir que, hasta el momento, aquel patán francés había hecho gala de una intuición excepcional. Cuando Racagnal le reveló en qué momento había iniciado la exploración sobre el terreno, le costó creerle. A primera hora de la tarde, al volver de su expedición inicial, ya muy fructífera, se puso en contacto con la sede y le pareció oportuno elogiar el hallazgo de su colega Bulda. Sin embargo, en cuanto colgó, Racagnal se acercó a él y le soltó un formidable tortazo, lo que lo dejó medio noqueado y, sobre todo, completamente desconcertado.
—Jamás se te ocurra volver a llamarme Bulda, pedazo de gilipollas, y no digas nada por radio, a nadie, acerca de lo que puedas encontrar.
Klemet y Nina no perdieron ni un segundo más. El descubrimiento de la marca de la oreja de Mattis había sido sensacional, pero creaba nuevas dificultades. Mientras circulaban hacia el centro de Kautokeino, Klemet trataba de ordenar sus ideas.
—A Mattis le asesinaron porque se había apoderado de ese tambor que señala el emplazamiento de una mina. ¿Por qué murió? Porque lo había robado o porque no quería entregarlo. Alguien le hizo creer que podría recuperar el poder del tambor y abusó de su debilidad. ¿Aslak?
—¿Ves a Aslak deseoso de hacerse con una mina? No cuadra con el personaje…
—No, pero ¿no podría querer el tambor por su poder?
—¿Quieres decir que Aslak sería una especie de chamán?
—Aslak, un chamán…
—Por lo que me parece haber entendido —prosiguió Nina—, los verdaderos chamanes no andan voceando a los cuatro vientos que son chamanes. ¿Y por qué no podría serlo él? Tiene esa aura misteriosa, ¿no? Y parece que los samis lo respetan mucho.
Klemet meneaba la cabeza. De forma inconsciente, había aminorado la velocidad.
—No sé… Es… Es que no me cuadra con la imagen que tengo de él.
—¿Qué imagen, Klemet? —se enojó de repente Nina—. ¿La que te hizo huir con una falsa excusa cuando tenías que interrogarlo? Siento una enorme curiosidad por saber qué imagen tienes exactamente de Aslak, Klemet. Yo he jugado limpio contigo. Podría haberme callado la historia de la joya; te aseguro que para mí habría sido menos embarazoso. Y decidí hablarte de ello.
El policía permanecía en silencio, concentrado en la carretera helada. Abrió la boca. Pero volvió a cerrarla. Había estado a punto de explicárselo, pero cambió de opinión.
—Los que andan tras el tambor buscan una mina —prosiguió Klemet—. Manipularon al pobre Mattis. Ese Racagnal busca la mina indicada en el tambor, ahora lo sabemos. La cuestión es saber si el francés ha actuado solo. ¿Fue él quien apuñaló a Mattis para que confesara dónde estaba el tambor?
—Pensaba que sospechabas de Mikkel y de John —objetó Nina.
—Pero no hemos comprobado si el viejo, Henry Mons, conocía a ese Racagnal. Podrían ser cómplices, al fin y al cabo.
En ese momento fue Nina quien guardó silencio.
—No —dijo por último—. Y, si están relacionados, seguro que Henry Mons no está al corriente. También pudieron manipularlo. Pero no lo creo. Mons sentía un profundo respeto por Niils Labba. Estaba sinceramente emocionado al evocar su historia. Me intriga más el papel que pudo desempeñar Knut Olsen, el padre del granjero.
—En todo caso, no puedo imaginar que Aslak haya podido cargarse a Mattis —insistió Klemet—. Hay algo en las relaciones entre Aslak y Mattis que se me escapa. Quizá Johan Henrik podría aclarárnoslo, pero ahora mismo es imposible ir a verlo por culpa de Brattsen.
—Tal vez Berit sepa algo —sugirió Nina—. El otro día me pareció muy esquiva cuando le mostramos la foto de Aslak.
Klemet rememoró la escena y recordó con claridad el aspecto distante de Berit, que, sin embargo, no pudo disimular cierto azoramiento. Miró por el retrovisor, puso el intermitente y dio un amplio giro para ascender hacia el Centro Juhl. Aparcó en la carretera que había encima del centro. Un minuto más tarde, Klemet llamaba a la puerta de Berit.
Ella mismo abrió. No pareció sorprendida al ver a los dos policías y les hizo pasar a la cocina una vez que se descalzaron. Tenía los ojos hinchados. A buen seguro, había llorado mucho. Klemet le hizo un signo con el mentón a Nina.
Nina tomó a Berit de la mano y miró de reojo a Klemet. Este asintió.
—Berit, tenemos motivos para creer que Aslak podría…, que quizá fue el que apuñaló a Mattis —dijo Nina rápidamente—. O, en todo caso, quien le hizo los cortes en las orejas.
Berit se volvió con brusquedad hacia Nina, liberó su mano y se la llevó a la boca, pero no pudo ahogar su grito. Su mirada agitada se dirigió a Klemet, que aún meneaba la cabeza en silencio. Se echó a llorar y ocultó su rostro entre las manos.
—Oh, Dios mío —sollozaba, sin poder contenerse.
Nina la tomó de los hombros, tratando de consolarla.
—Berit, sabemos que tenías a Mattis en gran estima, lo sentimos mucho. Pero tenemos que…
Berit alzó súbitamente la cabeza, con la mirada trastocada y transformada por una llama trágica.
—No sufro por Mattis, ahora —lloró, casi gritando—, ¡es por Aslak! ¡Oh, Dios mío, Aslak, mi Aslak! —dijo hundiendo de nuevo la cabeza oscilante entre sus manos.
Klemet y Nina se miraron, ambos asombrados.
—Berit, ¿qué quieres decir con eso? —la zarandeó con afecto Nina.
—¡No ha sido él, no ha sido él!
Berit sollozaba, con la desesperación reflejada en sus ojos, como si su mundo se estuviera desmoronando.
Brian Kallaway y André Racagnal se disponían a partir de nuevo. Iban a explorar más lejos. Aslak se quedaría en el campamento. Racagnal no temía que el sami escapara. El geólogo francés seguía enviando cada dos horas un mensaje de radio aparentemente anodino y no comprometedor a Brattsen. La amenaza de represalias contra su campamento parecía bastar. Sin embargo, pensándolo bien, Racagnal ya no estaba seguro de ello. La mirada que le dirigía el pastor cada vez que pasaba a su lado le inquietaba. No estaba preocupado. Y menos aún tenía miedo. El sami sí debería haber tenido miedo. O dar muestras de temor. Pero nada. Nunca tenía prisa, nunca decía nada. Lo miraba. No le quitaba la vista de encima más que en contadas ocasiones. Aún se alimentaba de sus provisiones a base de reno y dormía en su rincón. Nunca se había hallado en situación de depender de Racagnal para nada. A menudo se quedaba medio tumbado, apoyado en una piel de reno enrollada, observándolo. Cual león que acecha a su presa. Y que sabe que no se le escapará. En eso me hace pensar ese lapón de mierda… Racagnal acababa de descubrir algo evidente. El sami se comportaba como un predador que tenía el tiempo a su favor. Un lobo que sabía que su presa no escaparía.
—¿Qué te pasa, gilipollas? —le gritó el francés—. ¿Quieres que te pegue un puñetazo en todos los morros?
Brian Kallaway pareció sorprendido ante la brusca cólera de su colega, pero no se atrevió a decir nada. Acabó de equiparse, se puso el casco y bajó la vista cuando Racagnal lo miró con aspecto furibundo.
Nina se había puesto en pie. Mientras Berit Kutsi seguía sollozando, vio que Klemet pensaba lo mismo que ella. Y que los dos se negaban a creerlo. ¿Habría podido cometer Berit lo inconcebible? ¿Ella? ¡No! ¡Ya nada cuadraría! Sería una locura. Nina apoyó ambas manos sobre los hombros de Berit y la zarandeó con energía.
—Berit, tienes que decírnoslo. ¡Es muy importante!
Al final la sami se volvió y mostró un rostro implorante a los dos policías.
—Aslak —empezó, recuperando poco a poco el control de su emoción—. Aslak. Fue…, oh, Dios mío, Señor…
—¿Qué fue, Berit?
Inspiró profundamente.
—Fue mi único amor.
La revelación provocó la estupefacción de ambos policías. Se esperaban una confesión de peso, pero nada les había preparado para semejante secreto. ¡Berit y Aslak!
Berit se sonó vigorosamente. Nina se sentó a su derecha y Klemet acercó una silla a su izquierda. Incluso la vela pareció temblequear, acorde con las confidencias.
Berit miraba fijamente la frágil vela, situada en el centro de la mesa, la única luz de la estancia, y no dejó de mirarla a lo largo de la media hora siguiente. Los policías no la interrumpieron en ningún momento.
Nunca ocurrió nada carnal entre los dos, aseguró Berit. Aslak tampoco había sabido jamás que Berit languidecía de amor por él. Sus impulsos se quedaron en ilusiones que ella trataba de absolver con oraciones desenfrenadas. Más de una vez había ido a observar a escondidas a Aslak mientras este guiaba a sus renos por un valle. Cuántas veces lo había admirado al verlo lanzar el lazo o agarrar en brazos a un reno en el cercado para marcarlo o castrarlo de un mordisco. Cuántas veces se había estremecido con sensaciones desconocidas y violentas, luminosas y extenuantes. Y cuántos sueños. Y cuántas noches agitadas. Berit ya no quería ocultar nada. Explicó aquel sueño recurrente. Seguía mirando la pequeña vela, débil pero intensa. Ese sueño siempre tan real en el que ella caminaba a cuatro patas en medio de una manada de renos, en el que ella era un reno. Y en el que Aslak la atrapaba con el lazo.
Sus mudas esperanzas se volatilizaron el día en que Aslak conoció a la que sería su esposa, Aila. Entonces Aila era muy joven. Apenas tenía quince años cuando la prometieron a Aslak. El padre de Aslak ya había fallecido. Anta Labba, el padre de Mattis, fue el que cerró el acuerdo. La futura esposa procedía de su familia. Aila tenía quince años y era fina y alegre; preparaba bien las pieles y era una hábil artesana. Berit no tuvo ninguna oportunidad. Deseó morir. Pero la necesitaban en su casa. Su joven hermano disminuido ocupó sus pensamientos y sus actos. En sus sueños, sin embargo, siempre fue de Aslak. Aquel fue el destino de Berit Kutsi. Por un lado, los sospechosos tejemanejes del pastor Lars Johnsson, que quería que ella sintiera el pecado para responder mejor a la llamada de Dios, y, por el otro, su pasión silenciosa por quien consideraba como el mejor sami que Dios había puesto en el mundo. Eligió la vía del recogimiento y de la dedicación a los demás.
Berit calló un buen rato; tenía las manos cruzadas delante de ella, la cabeza ligeramente inclinada y contemplaba, soñadora, la pequeña llama en la penumbra de la cocina.
—No le hagáis daño a Aslak —acabó por decir para romper su silencio.
Tras haberse confiado, pareció aliviada. Los policías aguardaron la continuación, puesto que intuían que la historia no terminaba ahí. Klemet se dio cuenta de que él y Nina estaban en la misma longitud de onda, y eso lo complació. El silencio no les daba miedo. Los segundos se sumaban a los segundos. Daba la impresión de que Berit estaba viviendo una lucha interior. Pero Klemet sabía que ella ya había hecho lo más duro y que bastaba esperar. Esperaron. La vela temblaba y su intensidad disminuía. Berit la miraba. La penumbra se cernía sobre ella.
—Dios sabe que nuestra religión no tiene santos —empezó la anciana—, pero si hubiera uno, este sería Aslak. Todo lo que ha llegado a hacer por su mujer…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nina.
—¿Conocéis a Aila?
Nina asintió.
—En ese caso, habréis visto que no está bien de la cabeza. Ya os he dicho que era muy guapa. Cuando se conocieron, ella tenía quince años. Él tenía veinticinco. Y Mattis, Dios mío, Mattis tenía veinte años. Fue en 1983. Eran tiempos agitados en el vidda. Fue unos años después de esa historia del embalse que la gente quería impedir que construyeran sobre el río Alta; tú igual te acuerdas, Klemet… La gente estaba amargada.
Nina recordó los recortes de periódico en los que se hablaba de las manifestaciones. Y recordó la foto en la que se veía a Olaf Renson, joven militante contestatario.
—Aslak estaba al margen de todo eso. La política nunca le ha interesado. Vivía en otro mundo. Algunos se lo han reprochado, pero así es. Tiene tanta integridad que finalmente la gente le ha dejado en paz. Hasta se ganó el respeto de algunos. En todo caso, el embalse se construyó. Quizá lo recuerdes, Klemet, o quizá ya te habías marchado o aún no habías vuelto, no lo sé, pero la región fue invadida por cientos de trabajadores extranjeros. Y pasaron… cosas. Ese año, en 1983, uno de esos extranjeros atacó a la joven mujer de Aslak. Sucedió en uno de esos túneles que construían para el embalse. Una noche, cuando no había nadie. La violaron allí, en el túnel. ¿Lo sabías, Klemet?
Por primera vez, Berit alzó la cabeza. Klemet meneaba la suya. No, no lo sabía. No podía apartar a Aslak de su mente. Sintió que la emoción se apoderaba de él. Movió la cabeza para indicarle a Berit que siguiera.
—Casi nadie se enteró. Y quienes lo supieron no hicieron nada. ¿Qué era una pobre lapona frente a aquellos extranjeros tan importantes para el embalse? Un policía lo supo y no hizo nada. Ahora ya está muerto. Rogué por su alma. A Aila la violaron. Tenía quince años. Estaba prometida a Aslak. Tenían que casarse cuando ella cumpliera dieciocho años. Ella sabía que estaba prometida a Aslak. No quería decepcionar a su tío, Anta Labba. Sobre todo, no quería perder a Aslak. Estaba desesperada. No sabía que yo estaba enamorada de él. Y un día vino a verme. Dios mío, qué guapa era. Pero, Dios, su desgracia… Se llevó las manos al vientre y comprendí. Me suplicó que la ayudara. De rodillas, Señor, me suplicó que la ayudara a suprimir aquella criatura.
Berit se cubrió el rostro con las manos. Su pecho se agitó. Sollozaba entrecortadamente. Controló su emoción.
—No pude. No podía. Aila se marchó. Estaba tan desesperada y lloraba tanto, como una niña de quince años que no era capaz de entenderlo. Oh, Dios mío, esas lágrimas y esos gritos; aún puedo verla frente a mí, agarrándose la cabeza, gritando y llorando.
A Berit se le hizo un nudo en la garganta. Se echó de nuevo a llorar, sacudida por unos enormes gemidos desgarrados. Cuando se incorporó, su voz se había vuelto lejana, extraña, como si otra persona hablara por su boca. Ya no miraba la vela. Miraba a lo lejos, por la ventana de bordes helados. Hablaba muy despacio.
—Lo supe luego. La criatura nació. Un niño. Aila lo trajo al mundo sola. Luego lo llevó a lo alto del embalse un día en que el embalse estaba abierto. Vio…, ella vio…, vio el cuerpo de la criatura rebotar contra las rocas. Y después de eso perdió la razón.
Berit se detuvo un buen rato. La vela estaba a punto de consumirse del todo.
—Después de eso, Aila ya nunca ha sido la misma. A veces gritaba «lapset, lapset», «niño, niño», como un animal herido, y extendía las manos en el vacío por encima de ella. Como si quisiera atrapar algo. Nunca volvió a hablar.
La vela se apagó por completo y soltó una última y pequeña voluta de humo. La penumbra pronto fue invadida por el halo de la luna. Una claridad muy suave dibujó los rostros de Berit y de los policías.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Nina.
—Aslak. Fue la última vez que nos hablamos. Después de eso, ya nunca volví a atreverme a dirigirle la palabra. Pero Aslak no repudió a Aila. Se ocupó de ella. Como un santo.
Nina advirtió la sombra en el rostro de Klemet. Este meneaba la cabeza en silencio. Parece comprender, pensó ella.
Berit se quedó sola en la cocina a oscuras mientras los policías se ponían en pie para marcharse. Cuando Nina y Klemet se acercaron a la puerta, la voz débil y casi irreconocible de Berit llegó hasta ellos dificultosamente, surgiendo de la penumbra en la que desaparecía.
—No le hagáis daño a Aslak…