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Jueves, 27 de enero

Salida del sol: 09.08 horas; puesta del sol: 15.56 horas

4 horas y 48 minutos de insolación

Kautokeino

Frente a la comisaría de Kautokeino, la multitud había crecido. Los manifestantes se habían organizado. Empezaba a formarse un verdadero pequeño campamento que se desbordaba ya hacia parte de la plaza del mercado, frente al ayuntamiento. Algunos ganaderos habían remolcado sus gumpis. Tres braseros proporcionaban calor a la treintena de manifestantes reunidos. Algunos pasaban por allí de buena mañana, antes de ir a trabajar. Aparecieron nuevas pancartas.

Brattsen se abrió paso, refunfuñando, mientras empujaba a un ganadero que portaba una pancarta en la que se leía, en grandes letras dibujadas a mano: «Alto a la colonización». Su aspecto malévolo era el habitual de las grandes ocasiones. Habría insultado gustosamente a aquel tipo del sombrero azul de cuatro picos, pero tenía que contenerse. Ahora era jefe de la policía de Kautokeino. Le habían aconsejado que se comportara. Aparentemente, la función también incluía un papel de representación. ¡Representación! ¡Menuda mierda! ¡Vaya con los burócratas! El viejo Olsen le había dicho que estaban muy cerca de la meta y que había que andarse con pies de plomo. El viejo granjero no dejaba de hablarle de su padre y de recordarle su futuro puesto como jefe de seguridad de esa mina milagrosa. El salario sería muy alto y Brattsen ya no tendría que vérselas con los samis y demás parásitos de la sociedad. Al llegar a la puerta de la comisaría, el policía se volvió y miró desafiante a los manifestantes, agrupados en arco a una decena de metros. El enfrentamiento fue silencioso.

Brattsen dio media vuelta y entró sin saludar. Se sirvió una taza de café y bajó al sótano. Pidió al policía de guardia que abriera la celda. Los dos ganaderos samis aún no habían tenido ocasión de asearse esa mañana. Brattsen los miró de arriba abajo.

—¿Y bien? Vaya caras que tenéis hoy, verdaderas caras de culpables —se rio—. Vamos a charlar los tres, ¿verdad?

Renson se puso en pie y miró fijamente a Brattsen.

—Guárdate tu arrogancia, Renson. Aquí no te va a servir de gran cosa.

Brattsen se volvió al oír unos pasos. Tor Jensen se había plantado ante él con una extraña sonrisa en los labios. Le seguían un hombre vestido con traje y un policía.

—Sigue con tu trabajo, Brattsen —le dijo el Sheriff sin dejar de sonreír—. Su señoría el juez y yo vamos a ir a hacer un pequeño registro. Nada que merezca la pena importunarte en pleno interrogatorio.

—¿De qué va esta historia? —espetó Brattsen.

—Su señoría tiene mucha prisa. Si es necesario, ya te lo contaremos más tarde —dijo el Sheriff—, como no podría ser de otra manera tratándose del gran jefe de la policía de Kautokeino, ¿verdad, su señoría?

Brattsen lo maldijo disimuladamente tras su taza de café, pero sabía que no obtendría respuesta alguna del juez, pues estaba al tanto de su obediencia al Partido Laborista. Apretó los dientes y dio media vuelta.

—Volveré a interrogaros cuando tengáis menos aspecto de delincuentes —exclamó Brattsen mientras desaparecía por la escalera.

Entre tanto, Nina y Klemet esperaban al juez y al Sheriff en la entrada del camino que llevaba a la granja de Olsen. Conducían el Volvo rojo del policía y preferían ir vestidos de civil. Tenían que partir en busca de Racagnal, pero Klemet quería llegar hasta el final.

El juez procedió con rapidez. Unos policías tomaron muestras de aceite de motor. Los agentes trabajaban a conciencia y hacían fotografías. Envolvieron las latas de aceite y las guardaron en una camioneta. Requisaron también los cuchillos y registraron el granero minuciosamente.

El juez se hallaba ya frente a la casa de Olsen. Un policía abrió sin problemas la puerta. En Kautokeino, la gente no tenía necesidad de instalar cerraduras complejas. Mientras el Sheriff y el juez examinaban la planta baja, Klemet subió directamente a la primera, seguido de Nina. Los dos policías hallaron la habitación del viejo granjero, con su olor ácido. Reconocieron sin dificultad al padre de Karl Olsen en las fotos. En su mayoría, eran retratos familiares, pero también podía verse al padre de Olsen en la naturaleza, en sus campos o posando a veces con otras personas, sobre todo empleados suyos. En esas fotos se le veía como alguien dominador y cuya actitud era muy paternalista. Los empleados —de aspecto sumiso— se hallaban a menudo con una rodilla en el suelo, frente al fotógrafo, mientras que él aparecía, triunfante, detrás, apoyando una mano en el hombro de ellos.

—Este es el intérprete de la expedición de 1939. Por lo que parece, se quedó a trabajar con Olsen. La foto es de 1944 —observó Klemet.

—Y ahí está Karl Olsen con su padre —continuó Nina—. Es la única instantánea en la que se les ve juntos. En ella no es muy mayor. Debe de tener menos de diez años, diría. Incluso es más pequeño que el detector de metales que su padre lleva en bandolera.

—Parece que a Olsen padre le dio la fiebre de los minerales cuando participó en la expedición de 1939. Después de esta, prosiguió por su cuenta.

—Cuánta razón tienes —dijo Nina, que acababa de descubrir el minúsculo cubículo.

Echó un vistazo al interior y vio el cofre, los viejos mapas y los periódicos y las cajas. Todo olía a moho. La policía hojeó algunos papeles.

—Deben de ser los mapas que utilizaba el padre de Olsen —supuso—. Se llamaba Knut.

Los policías continuaron su examen de las fotos.

—Berit ha dicho que las otras fotos debían de estar guardadas en el desván —observó Klemet—. Vamos a ver si logramos hacerlas hablar.

Subieron por la estrecha escalera que conducía a un desván visiblemente poco utilizado. Era bastante grande y estaba ordenado, salvo un rincón donde había unas cajas viejas colocadas sin orden ni concierto. Klemet dio con las cajas de las que había hablado Berit. Contenían las fotos de familia de su esposa. No parecía gente muy divertida. Le recordaban a su familia laestadiana por su mismo aspecto severo.

—Klemet, tendrías que ver esto —le gritó Nina desde el otro extremo del desván.

Detrás de dos cajas, Nina, en cuclillas, señalaba con el dedo dos aparatos, uno al lado del otro. El primero de ellos era el detector de metales que habían visto en la foto del dormitorio. Nina le mostró el segundo aparato, y, en concreto, su marca. De inmediato llamó la atención de Klemet.

—Un contador Geiger —exclamó el policía—. El contador Geiger de 1939.

—Sí. Creo que Flüger no murió de una caída —dijo Nina en un tono súbitamente grave mientras apuntaba con el dedo el extremo del aparato.

En la caja del contador Geiger aún eran visibles unas manchas oscuras. Ambos tuvieron la misma idea: ¿y si se trataba de manchas de sangre?

Brian Kallaway saltó del helicóptero que acababa de dejarlo cerca del campamento de Racagnal. La Francesa de Minerales había hecho bien las cosas, como era habitual cuando se olían un descubrimiento de peso. En esos casos, era capaz de movilizar todos los medios necesarios. Al aterrizar, el helicóptero depositó una enorme red que había transportado debajo durante el vuelo. El palé de madera envuelto en la red contenía una motonieve, bidones de gasolina y cajas de material y de provisiones.

Racagnal observó al joven canadiense con sus gafitas redondas y se formó en el acto una opinión acerca del glaciólogo que la empresa le había enviado: un Mickey, un Mickey con un montón de títulos disfrazado de aventurero. Uno de esos tipos jóvenes que no sabían partir a una expedición sin rodearse de toneladas de chismes para parecer profesionales. Lucía una gruesa parka con múltiples bolsillos de revestimientos especiales, botas de expedición para el Polo Norte y unas gafas para glaciar a la última moda colgadas del cuello. Se veía que su barba de tres días estaba cuidadosamente cortada. En la manga tenía un bolsillo especial para un GPS en miniatura. Llevaba en un lado, como un arma, su piqueta Estwing ultraligera. Racagnal contó, al menos, dos dosímetros en su mono, cosa que no le sorprendió ni por asomo. Muchos de los jóvenes geólogos se rodeaban de excesivas precauciones. En cambio, el francés recordaba los tiempos en que los bloques de uranio se transportaban en las mochilas y se exponían en el propio despacho sin temor alguno a sufrir radiaciones. Desde hacía unos diez años, todas esas muestras radiactivas habían sido relegadas a un almacén. Se consideraban demasiado peligrosas. Todo se había vuelto demasiado arriesgado. Kallaway desplegó sus captadores solares portátiles para alimentar sus aparatos electrónicos. Racagnal se rio abiertamente al descubrir la panoplia ultramoderna que el canadiense llevaba consigo. Pero Kallaway no comprendió por qué su colega se reía de aquella forma. Solo le habían dicho que Racagnal era un profesional de la vieja escuela, un poco arisco.

—Las dos y veinte —anunció Kallaway tras consultar su reloj, con aire satisfecho—. No creo que hubiera sido posible hacerlo más deprisa. Por suerte, hacía buen tiempo, porque de lo contrario el piloto no habría querido despegar.

Racagnal meneó la cabeza. Aquel tipo llevaba, además, ¡un reloj Polimaster PM1208 con un contador Geiger en miniatura! No cabía la menor duda, era un superMickey. Esperó a que el helicóptero alzara el vuelo, en dirección a Alta, y se volvió hacia él.

—¿Y los levantamientos aéreos? —preguntó, muy seco.

El canadiense pareció decepcionado al no escuchar palabra alguna de simpatía por la eficacia con la que había logrado llegar a los confines de Laponia, con todo el material necesario, menos de veinte horas después de haber recibido la orden de partir en misión. Había conseguido realizar algunas mediciones aéreas. En la mayoría de los casos, las primeras mediciones de exploración se efectuaban desde el aire, en el caso del uranio. Eso permitía cribar grandes extensiones. Por supuesto, ese procedimiento era aleatorio. Si el mineral de uranio estaba a un metro de profundidad, o debajo de un lago, el aparato no detectaba nada. Sin embargo, eso permitía a menudo determinar regiones susceptibles de ser interesantes.

Brian Kallaway fue a estrechar la mano de Aslak, que se la tendió sin mediar palabra, y acto seguido acercó un aparato a la mesa plegable que este había dispuesto. Extendió un mapa al lado.

—Esta parte contiene varios focos —anunció Kallaway—. ¿Dónde ha encontrado los bloques?

Racagnal señaló sus hallazgos sobre el mapa del canadiense.

—Bien —dijo este—, empiezo enseguida. Empezaré por explorar esta parte de aquí. Y usted continúe por allí. Luego avanzamos siguiendo ese eje y nos cruzaremos con ese otro eje que sigue el río. No debería llevarnos más de un par de horas.

Después de que el Sheriff y el juez regresaran a comisaría, Nina y Klemet fueron al domicilio de este último, donde tenían el material y sus uniformes, que no vestían desde hacía varios días. Entre tanto, se enviaría el contador Geiger inmediatamente a analizar para asegurarse de que las manchas oscuras eran de sangre. El juez había ordenado también que se extrajera una muestra de ADN del cadáver de Ernst Flüger, enterrado en el cementerio de Kautokeino. Si era necesario, pediría igualmente un examen del cráneo del geólogo alemán.

Klemet y Nina acabaron de ajustarse sus pantalones de faena grises y los gruesos chaquetones azul marino.

—Me parece —dijo él tras un largo rato de silencio— que ese intérprete, del que te habló Henry Mons, debió de irse de la lengua. Debió de explicarle a Knut Olsen lo que Niils Labba le había dicho al geólogo alemán, esa historia del tambor, de la mina y del mapa. Eso debió de excitar su imaginación.

—En todo caso, eso explica por qué desapareció poco después de la marcha de Ernst Flüger y de Niils Labba —recalcó Nina—. Simplemente, los siguió. Y debió de esperar a que Niils Labba se ausentara para enfrentarse con el geólogo alemán. Quizá lo amenazó. Y el otro tal vez se defendió. Entonces Knut Olsen debió de golpearlo con el contador Geiger.

—Sí. No encontró el cuaderno, pero es posible que diera con el mapa, el famoso mapa del que Eva hablaba.

—¿Tardará mucho en llegar de Malå?

Klemet consultó su reloj.

—Debería estar aquí dentro de dos o tres horas.

—¿De verdad crees que ese viejo mapa geológico está en ese cubículo de la casa de Olsen?

—Ella nos lo dirá, espero. Le he dado también los indicios del tambor para que pueda integrarlos en su análisis de los mapas —contestó Klemet, a quien no le disgustaba que Eva Nilsdotter se desplazara a Kautokeino.

Por otra parte, él mismo había constatado que el embarazoso incidente del beso a Nina parecía olvidado. Ella no era rencorosa. Era, eso sí, extremadamente parca en comentarios acerca de su novio, aquel pescador del sur. Klemet no conocía al afortunado, pero le caía simpático, aunque solo fuera porque le había permitido desairar al pretencioso policía de Kiruna con aires de grandeza. Lo que a Klemet no le había pasado inadvertido es que Nina había parecido turbada tras su último encuentro con Aslak, en vísperas de su marcha a Francia, diez días atrás, cuando este le había ofrecido una joya después del accidente del reno. El recuerdo de su último encuentro con el pastor, cuando este los interceptó esquiando mientras atravesaban su territorio, aún era doloroso para Klemet. ¿Por qué siempre tenía que asociar la imagen de Aslak a un sentimiento de malestar? El policía lo sabía perfectamente. Lo sabía y no lograba acostumbrarse a ello.

Klemet miró a Nina, que acababa de abrocharse la chaqueta azul marino del uniforme. En la manga lucía el distintivo de la policía de los renos. Nina palpó el chaquetón, en cuyos bolsillos guardaba diversos objetos. Sacó un cuaderno, lo hojeó y volvió a guardarlo en su lugar, en el bolsillo del pecho. Como le costaba meterlo, rebuscó en el bolsillo para ver qué se lo impedía. Sacó una bolsita. Pareció recordar algo y se sonrojó ligeramente. El regalo de Aslak. Vio que Klemet se había percatado.

Abrió la bolsita.

—Ni siquiera la había abierto —comentó para justificarse, un poco azorada.

Klemet no dijo nada. Repasó sus cosas, cogió las bolsas y salió para terminar de cargar el coche. Hizo dos viajes más y consideró que ya estaba listo. Esperó a su colega en el umbral de la puerta, pero Nina, sentada a la mesa del salón, parecía ocupada.

—Nina, vámonos.

—Un momento —le dijo ella.

Klemet suspiró y avanzó hacia la cocina. Iba a servirse un vaso de agua y, al pasar detrás de Nina, echó un vistazo a lo que hacía. Había sacado una hoja de papel y garabateaba una especie de dibujos.

—¿Crees que es un momento oportuno? —se enojó Klemet.

La policía le tendió el papel y el objeto de Aslak. Se trataba, a primera vista, de un colgante. Era de estaño, sin duda, un metal comúnmente utilizado por los samis. Klemet no pudo reconocer las formas. Eran más bien redondeadas y el conjunto era muy asimétrico. Dos especies de bolas coronaban el conjunto. En la parte inferior, algo parecido a una pierna, a la derecha, se oponía a una figura curva que serpenteaba a la izquierda. Las curvas eran armoniosas y, aunque Klemet no veía qué representaba, tuvo que admitir que el objeto desprendía cierta belleza. El colgante estaba suspendido de un cordón de piel de reno trenzada. Nina le acercó más el papel. Había dibujado varios esbozos y, para acabar, había reunido las letras G, P, S y A. G y P arriba, S y A debajo.

—No ha sido muy difícil —dijo la policía con una sonrisa—. Mi padre solía hacer cosas así para calmarse. A partir de nuestro apellido o de su nombre de pila, o del mío, o de cualquiera. Cogía las letras y las deformaba para darles un aspecto artístico, a veces casi como un sello. Se hizo un anillo así, con las iniciales de su nombre y de su apellido y las de mi madre. Mi madre no se lo puso nunca; creo que le parecía vulgar. Mi padre, sin embargo, sí lo llevaba a menudo. ¿Ves?, ha tomado las primeras y las últimas letras de las dos partes de su nombre compuesto, Gaup y Sara.

Al mirar de nuevo el colgante, esta vez Klemet reconoció las formas redondeadas. Con un pequeño esfuerzo, las letras se volvían evidentes. Nina sonrió, satisfecha de sí misma, recogió la joya y tomó la hoja de papel, que dobló.

—Bueno, ahora ya podemos marcharnos —dijo alegremente.

Sorprendida, abrió unos ojos como platos cuando Klemet, que no se había movido, la retuvo. Estaban pegados el uno al otro. Klemet tendió la mano hacia ella.

—Dame el colgante, por favor…

Nina dio un paso atrás y sacó la bolsita. Le tendió la joya a Klemet tratando de sonreír. El policía la tomó entre los dedos y no dejó de mirarla. Cerró los párpados, volvió a abrirlos e hizo girar el colgante delante de Nina, divertida en ese momento por el comportamiento de su colega. Finalmente, cogió la joya con dos dedos.

—La ese, Nina. Mira bien la ese.

Nina seguía sonriendo. De repente, se le heló la sonrisa. Se llevó la mano a la boca y se sentó de golpe en la silla.

—¡Oh, Dios mío! —gritó—. ¡Esa ese! ¡Esa forma! ¡Dios mío, es uno de los signos… en una de las orejas de Mattis!