Miércoles, 26 de enero
Salida del sol: 09.13 horas; puesta del sol: 13.50 horas
4 horas y 37 minutos de insolación
08.45 horas. Kautokeino
Un ligero aire primaveral soplaba en Kautokeino. Con una rapidez habitual en Laponia, el clima se había suavizado. Las nubes mantenían una temperatura clemente de diecisiete grados bajo cero. El aire era respirable y el frío ligeramente soportable. Frente a la comisaría, el grupo de manifestantes había crecido. Una docena de samis estaban reunidos alrededor del brasero. Las pancartas también eran más numerosas. Las reivindicaciones eran las mismas, pero el tono se había vuelto más duro: «Una justicia de vergüenza», «Alto a la persecución de inocentes». Los dos ganaderos detenidos habían pasado su primera noche en la celda.
Conforme a las instrucciones de Klemet, Nina no se detuvo en la comisaría. Pasó frente a la misma y fue directamente a la tienda de Klemet tras comprar el Finnmark Dagblad y el Altaposten. Su colega ya había preparado café.
No les había llegado noticia alguna acerca de la localización del geólogo francés. Tendrían que partir en su busca. Nina pensaba en la advertencia de Nils Ante, que Klemet le había explicado al acompañarla a casa la noche anterior. Había que actuar con rapidez, antes de que el yacimiento provocara muertes de nuevo. Previamente, los policías tendrían que visitar con discreción a Karl Olsen para ver si este podía informarles acerca de su padre.
El coche del Sheriff llegó casi al mismo tiempo que el de Nina a la casa de Klemet. Tor Jensen vestía aún su uniforme y ya estaba totalmente repuesto. A pesar de las nubes, la luminosidad era intensa, por lo que llevaba unas gafas de sol que acentuaban su aspecto marcial. Se las quitó al entrar en la tienda, donde dejó caer dos carpetas sobre las pieles de reno.
—Racagnal y su empresa. En la segunda carpeta he puesto cosas sobre la compañía que lo empleó aquí durante su primera estancia.
Klemet le sirvió una taza de café y abrió la primera carpeta. Había una copia del informe que el Sheriff le había dado unos días antes. Racagnal trabajaba desde hacía doce años para la Francesa de Minerales. Había recorrido el mundo entero y, a lo largo de los años, solo había puesto sus conocimientos al servicio de tres empresas. Había empezado su carrera en una empresa francesa que, según el informe, cerró sus puertas en los años noventa. Mientras, Racagnal había entrado a formar parte de una sociedad chilena, Mino Solo, para la cual llevó a cabo misiones en Latinoamérica y Europa. Era el único dato nuevo respecto al primer informe que le había entregado el Sheriff. Durante su trabajo para Mino Solo, había residido varios años en Laponia, entre 1977 y 1983, y se había dedicado a varios proyectos mineros y de embalses.
—¿Y bien? —preguntó Nina.
—Nada extraordinario —respondió Klemet—. Aparte de esas precisiones acerca de Mino Solo, la empresa que lo había contratado en Laponia en el pasado. Pero no puedo creer que sea únicamente una coincidencia. Ese tipo, un especialista, surge de la nada y el tambor desaparece al cabo de poco tiempo. Y apuñalan a Mattis.
—Lee el segundo dosier antes de quejarte —le aconsejó el Sheriff.
Klemet sacó unas hojas. Contenía un informe policial y algunos recortes de periódico. Esa parte era nueva. Los documentos hablaban de la empresa chilena Mino Solo. En concreto, acerca de la presencia de la misma en Laponia entre los años 1975 y 1984, antes de que se la obligara a abandonar la región. Dos casos de corrupción. Abusos de poder. Varios informes medioambientales chapuceros. Amenazas. Denuncias de los vecinos. Daños anónimos. El informe policial era muy duro, pero en la mayoría de los casos no se había podido aportar ninguna prueba. Los artículos de prensa daban cuenta, de todas formas, de una fuerte tensión, con diversas manifestaciones. En una foto, Klemet reconoció a Olaf Renson, muy joven, portando una pancarta en la que podía leerse: «Viva el río. Fuera Mino Solo». Se describía a Mino Solo como la empresa minera responsable de todos los perjuicios de la industrialización de Laponia y que había traído consigo una ola de problemas. Varios centenares de obreros y de ingenieros noruegos y extranjeros de varias compañías habían invadido en esa época los pequeños pueblos samis. Hubo multitud de conflictos y todo el mundo suspiró aliviado cuando acabaron las obras. Klemet dejó la carpeta, con la mirada fija en un punto invisible.
—¡Un río!
El Sheriff y Nina lo miraron sin comprender.
—Un río. ¡La serpiente es un río! Mierda, ¿cómo he podido estar tan ciego? Nina, trae el tambor, rápido.
Nina acabó por comprenderlo. Klemet había dado en el clavo. En cambio, el Sheriff parecía aún perdido. Los tres se inclinaron sobre el tambor.
—Como es evidente, la mina pasa junto a un gran río. Es lógico. Había que transportar el mineral. Incluso con renos, no debía de ser fácil trasladar el mineral a grandes distancias en este tipo de entorno.
Klemet se volvió hacia un baúl de madera, del que extrajo un juego de mapas de la región a escala 1:50 000. Extendió algunos sobre las pieles de reno y encendió unas luces para completar la iluminación de las llamas.
—Por el ayuntamiento, sabemos que ese geólogo francés ha ido a explorar tres zonas repartidas en un perímetro que se extiende al este y sudeste de Kautokeino hasta la frontera finlandesa. Eva Nilsdotter, la jefa del Instituto Geológico Nórdico, descubrió que estas tres zonas se parecían. Esto hace pensar que el francés busca a partir de descripciones precisas. Debe de ir, pues, tras la pista de un yacimiento en concreto descrito en un documento específico. Nuestra hipótesis es que se trata del mismo yacimiento que el geólogo alemán buscaba en 1939.
—¿Por qué? —lo interrumpió el Sheriff.
—De momento, no es más que un cúmulo de coincidencias, nada en concreto, tienes razón. Pero nuestra suposición se basa, sobre todo, en el estudio de las fotos de 1939. Eva Nilsdotter pudo eliminar una de las tres zonas al estimar la distancia recorrida por Flüger en 1939. Tenemos también el hecho de que en esas zonas, incluso en la eliminada, hay un río que sigue más o menos el mismo curso. Arranca al noroeste, se dirige al sur, remonta hacia el este y desciende de nuevo hacia el sudeste. Y ahora, mirad: si se coge el tambor y se gira en función de las auroras boreales, que indican más o menos el norte, eso cuadra casi a la perfección. La serpiente sigue exactamente ese curso. Eso ya es algo más que una coincidencia, ¿no te parece?
—Fascinante —tuvo que reconocer el Sheriff.
—Eso significa —dijo Klemet— que ese geólogo francés va en busca de la mina del tambor…
—¡Sin haber visto el tambor! —completó Nina.
—El viejo mapa geológico del que hablaba Eva debe de existir. Quizá tuvo noticia del mismo. En el Instituto Geológico Nórdico nos habló de un altiplano, de un lago hacia el sudeste y de zonas muy fracturadas hacia el noreste. Eso también parece cuadrar si observamos los elementos de relieve del tambor, con las montañas y un lago. Mira el mapa. Si lo orientas así… tienes el curso del río, un lago ahí y unas montañas más elevadas a cada lado. Y aquí —exclamó Klemet señalando el mapa con el dedo—, el yacimiento, indicado en el tambor por la cruz. Se halla en algún lugar en ese perímetro. ¡Y ahí daremos con el geólogo francés!
Laponia interior
André Racagnal había descartado más rápidamente la segunda zona. A pesar de ello, había tomado algunas muestras. En medios profesionales, tenía fama de ser el mejor rastreador de bloques, esas rocas arrancadas de un filón por los glaciares y desplazadas a merced del avance de los mismos. Seguir la pista de bloques interesantes podía conducir a yacimientos. En la primera fase, cuando se trataba de partir a la aventura, al azar, la observación paciente era su mayor virtud, su fuerza. Los colegas más antiguos que le habían observado en esa fase le pusieron el mote de Bulda, el buda de los boulders, como se conoce en inglés a los bloques. ¡Eran unos tipos muy graciosos! Pero ellos mismos advirtieron cómo se transformaba en cuanto identificaba un bloque que podía llevarlo hasta un yacimiento prometedor. Bulda se convertía en Bulldog. Era un juego de palabras fácil, pero les divertía. Y en cierta medida, no se equivocaban. Cuando olfateaba la pista de un buen bloque, olvidaba cuanto le rodeaba. En esa segunda zona explorada, solo había podido sacar a relucir el lado Bulda de su personalidad. Se había quedado algo frustrado. Pero pronto se consoló. Dispondría de algo más de tiempo para esa tercera zona, a la que por fin estaba llegando.
Sin aquel viejo mapa geológico, no habría podido avanzar tan rápidamente. Desde ese miércoles por la mañana, había recorrido muchos kilómetros. Ahora ya le daba igual no respetar las autorizaciones para la motonieve. Si tuviera algún problema con eso, el viejo paleto se las apañaría para resolver el asunto con el gilipollas del poli. El cielo estaba nublado, pero la luminosidad era intensa. Racagnal echó un vistazo al mapa y luego al paisaje que lo rodeaba. Se había adentrado en un valle castigado y desnudo, con la excepción de algunos arbustos retorcidos a ras de suelo. La nieve era poco abundante y pudo vislumbrar numerosas rocas que afloraban y salpicaban de manchas oscuras la extensión blanca. El geólogo francés examinó una veintena de rocas. Como en las otras dos zonas observadas, constató la presencia de cuarzo en gran cantidad, de micas interesantes y de feldespatos de un rosa que le emocionó. Se hallaba en una zona muy granítica y eso era, precisamente, lo que buscaba. Solo su experiencia le permitió advertir la importante presencia de cuarzo. Desde aquella mañana, había empuñado a menudo su larga piqueta sueca y partido numerosas rocas. Los fragmentos eran reveladores. A veces sacaba su lupa, pero a simple vista ya había podido identificar aquellos cuarzos que tenían el aspecto de trocitos de cristal de lustre graso.
Eran las once y doce minutos cuando por primera vez Racagnal tuvo la impresión de progresar seriamente. Le gustaba la precisión y anotó la hora en su cuaderno de campo. Pero esa progresión le llevaba en una dirección por completo inesperada. Desde el principio, y por influencia del viejo granjero, obsesionado con su mina de oro, Racagnal había seguido la pista del metal amarillo. Hallar oro en estado natural, en cantidad suficiente, se había vuelto algo excepcional. Encontró el metal precioso en esquirlas. Hasta que a las once y doce minutos, Racagnal descubrió aquel nuevo bloque, medio hundido bajo la nieve, no muy grande. Su forma muy redondeada indicaba que el glaciar lo arrastraba desde hacía mucho tiempo. La roca era negruzca, y eso era lo que le había intrigado. Cuando blandió la piqueta para romper el bloque, ya no sentía el frío. Aparecieron unas asperitas amarillentas. Eran muy brillantes. Racagnal contuvo la respiración. «Cálmate, Bulldog», se dijo en voz baja, al notar que le invadía la adrenalina. Llamó a su guía y le ordenó que preparara un refugio con las pieles de reno en el suelo. Racagnal era meticuloso. Respiró profundamente para contener la adrenalina, como a menudo lograba hacer. Observó cómo el sami instalaba el material y sacó la cocina portátil para preparar un café. Le gustaba ese ceremonial. Igual que con las zorritas a las que pillaba. Cuando uno creía estar a punto de conseguir algo, lo más importante era no precipitarse. Tomarse su tiempo. Sentir. Gozar de la adrenalina que saturaba su alma. Y daba igual si no se trataba más que de una falsa alarma. Las rocas podían decepcionarle o las zorritas escapársele. Por eso era aún más importante disfrutar de esos instantes preliminares. Sacó por fin la lupa y se deleitó con el amarillo intenso que surgía de la roca negra. Hasta tuvo ganas de mostrárselo al lapón.
—Mira —le dijo, simplemente.
El sami se aproximó. Su mirada no expresó nada que Racagnal pudiera identificar. El geólogo se encogió de hombros y observó de nuevo el amarillo intenso de la roca. Dio unos pasos hasta el remolque de la motonieve y cogió un aparato de medición, un SPP2, una especie de pistola de un kilo de peso que funcionaba con pilas. Enganchó la correa de cuero del aparato y cambió las pilas. Con ese frío, consumía el triple que en África. Su SPP2 empezó a hacer ruido a cien pulsos por segundo. Pero los bloques de granito que lo rodeaban aumentaban el ruido a trescientos pulsos. Se trataba de la radiación natural, engañosa. El oro podía hallarse en esos entornos de fallas, entre rocas magmáticas. Había que saber ir más allá de los chirridos del SPP2.
Desde hacía casi una semana, había utilizado, por lo menos, una treintena de pilas. Su SPP2 había medido radiactividades normales para la región, a veces hasta cuatrocientos pulsos por segundo. En tres ocasiones había medido pequeñas puntas que rondaban los quinientos pulsos por segundo. Esas mediciones constituían una simple rutina para cualquier geólogo. Esta vez, sin embargo, era diferente. Por primera vez tuvo que cambiar de escala. La medición superaba los quinientos pulsos por segundo. Pasó a la escala siguiente, que podía alcanzar hasta los mil quinientos pulsos. El SPP2 chirrió aún más fuerte e indicó más de setecientos pulsos por segundo. Racagnal observó de nuevo el bloque. No era solo granito: se trataba de un bloque alterado, atravesado por una fisura. Respiró profundamente y miró a su alrededor. Las colinas peladas y cubiertas de nieve guardaban su secreto, pero Racagnal sabría hacerlas hablar.
—Quédate aquí —le dijo a Aslak.
Desenganchó el remolque y se subió a la motonieve, provisto únicamente del SPP2 y de la piqueta. «Vamos, Bulldog, busca», espetó para sí mismo arrancando con brusquedad. No tuvo que recorrer mucho trecho. Avanzó solo un centenar de metros por la ladera de la montaña, aplastando a su paso algunos abedules enanos, y se detuvo cerca de una oquedad. Había varias piedras grandes esparcidas, pero solo una le interesaba. Era un poco más grande que la anterior. Sacó el SPP2 y lo encendió. El aparato chirrió de nuevo tan fuerte que Racagnal tuvo que cambiar otra vez de escala. Pasó a cinco mil. La medición hizo que el corazón le diera un brinco. El SPP2 arrojaba, en ese momento, un resultado de cuatro mil pulsos por segundo. Racagnal dejó deprisa el aparato, empuñó la piqueta y, profiriendo un grito de leñador, la descargó sobre la roca. Cogió un fragmento y observó el mismo amarillo intenso de la roca negra.
—¡Joder! —musitó lentamente—. No es oro. ¡Es uranio!
Alzó la cabeza y miró alrededor. El sami estaba sentado sobre las pieles de reno, vuelto hacia él. Desde la ladera de la colina donde se hallaba, veía el valle que, a sus pies, se prolongaba a lo lejos. El sol era muy fuerte, aunque velado por las nubes. Centelleaba sobre la nieve brillante, de la que solo surgían aquí y allá algunas ramas desnudas de abedules que conformaban unas manchas oscuras e impresionistas sobre aquella extensión inmaculada que se extendía ante él, bordeada en el horizonte por algunas suaves montañas de un gris azulado. Racagnal sintió un delicioso estremecimiento.
—Ese campesino viejo y gilipollas cree estar buscando oro, y su jodido yacimiento es un jodido yacimiento de uranio —dijo alzando el tono de voz.
De pronto, sonrió un poco.
—¡Ah, pero eso lo cambia todo! Eso ya no es cosa de risa, viejo…
Súbitamente, se echó a gritar a pleno pulmón, a pesar del frío.
—¡Qué gilipooollas! ¡Es uranio! ¡Qué gilipooollas!
Y se puso a reír como un loco, blandiendo la piqueta con un gesto de desafío, vuelto hacia el sol enclaustrado detrás de la bruma.
A lo lejos, el pastor sami no se perdía detalle de aquel espectáculo. Aunque no lo comprendía todo, hubo al menos una palabra que no se le escapó.
Klemet aparcó el Volvo delante del establo. Para que la visita fuera menos protocolaria, dado que la policía de los renos estaba oficialmente al margen del caso, Nina y Klemet decidieron que este último iría solo a casa de Karl Olsen para tratar de interrogarle acerca del retrato del que Berit Kutsi les había hablado.
Mientras, Nina haría la ronda por las estaciones de servicio de Kautokeino. Tenía que informarse con discreción acerca de los aceites utilizados por las motonieves de la región para seguir la pista del que se había hallado en el capote de piel de reno de Mattis.
Klemet llamó a la puerta. Oyó pasos. El viejo Olsen, con la cabeza un poco ladeada, le abrió. Tras un instante de sorpresa, que rápidamente desapareció, lo miró con suspicacia.
—¿La policía de los renos? ¿Y además de civil? ¡Qué cosas!
—Buenos días —lo saludó Klemet con educación.
—¿Qué pasa? —lo interrumpió Olsen, colérico.
—Solo quiero enseñarte una foto —respondió prudentemente el policía.
—¿Tiene relación con el tambor o con la muerte de Mattis? —replicó el viejo granjero, furioso.
—No, creo que no —eludió Klemet.
—Porque me ha parecido entender que ya no trabajáis en eso, ¿verdad? ¿No me habrás venido a visitar sin motivo o bien desobedeciendo las órdenes, por casualidad? —insinuó Olsen, suspicaz.
—Jamás haría algo así —contestó Klemet—. Es por curiosidad, porque mi anciano tío ha creído reconocer en una foto que ha encontrado a alguien a quien podrías conocer.
Sin darle tiempo a Olsen de protestar, Klemet le mostró la imagen ampliada del hombre del bigote.
—¿Y qué? —refunfuñó el granjero, con un gesto de desconfianza.
Klemet permaneció en silencio y tendió la foto hasta las narices de Olsen.
—Es mi padre —acabó por reconocer el granjero—. El viejo hace tiempo que murió. Catacrac. Rotura de aneurisma. Catacrac. Se acabó. Pero la foto es antigua. ¿De dónde ha salido?
—Estaba entre un grupo de personas que recorrieron Laponia justo antes de la segunda guerra mundial.
—Ni idea. No estoy al corriente. No tengo nada que ver. ¿Y a qué viene eso? ¿Por qué estás aquí?
—No tienes por qué preocuparte, Karl —sonrió Klemet para calmarlo—. ¿A qué se dedicaba tu padre?
—¡Pues era agricultor! Menuda pregunta…
Klemet meneó la cabeza silenciosamente.
—¿Te habló de esa expedición con extranjeros justo antes de la guerra? ¿Te habló quizá también de una historia de una mina?
—El viejo no explicaba nada. Nada. No hablaba. ¿Historias de minas? ¿Y por qué no historias de trolls? Vamos, deprisa, lárgate. El viejo trabajaba la tierra. Y luego, catacrac, rotura de aneurisma. No hay nada más de qué hablar.
Klemet comprendió que no podía insistir o despertaría aún más sospechas en Olsen. Le dio las gracias silenciosamente, lo saludó con la mano y se marchó. En el umbral de la puerta, sin embargo, se detuvo.
—Un geólogo francés se pasea por aquí desde hace un tiempo. Ha obtenido los permisos de la comisión de asuntos mineros. ¿No sabrás por casualidad si ha evocado un viejo mapa geológico de la región, que estaría en sus manos?
—No, no conozco a ese tipo. Quiso hablar conmigo, pero no lo conozco. Y nunca he oído hablar de un mapa así.
Klemet le dio las gracias con un gesto de la cabeza. Cuando arrancó el coche y pasó frente a su casa, vio a Olsen en la cocina hablando por teléfono con gestos nerviosos.
Las siguientes horas fueron de las más agitadas que Racagnal había vivido desde tiempos inmemoriales. Prosiguió sus investigaciones en la zona. Consultó a menudo los diversos mapas, el antiguo y los modernos, llenó su cuaderno de notas y de dibujos, tomó muestras y blandió a diestro y siniestro el detector de centelleo para medir la radiactividad. Avanzaba lentamente y maldecía el día, pues oscurecía demasiado deprisa. Pero ya había llegado a una conclusión.
Cuando el sol se hubo puesto y el campamento estuvo listo para pasar la noche, se instaló frente a la radio. El sami estaba hirviendo carne de reno. Racagnal se había concedido un pequeño placer para celebrar su descubrimiento: con el fusil que le había prestado Aslak, había cazado un reno unas horas antes, que el lapón se había encargado de despiezar y preparar. Los trozos de carne estaban dispuestos en los árboles enanos, que se doblaban bajo su peso.
Racagnal llamó primero a Brattsen. El policía le pidió que aguardara unos instantes para poder aislarse y luego lo atendió. Racagnal fue breve.
—Puede decirle a Olsen que he encontrado algo. Algo muy gordo si lo que creo se confirma. Pero no es lo que él pensaba. Prepárese para llevarse una buena sorpresa.
—¿Qué ha encontrado?
—Aún no se lo puedo decir, no por radio. Todavía necesito unos días. Pero dígale a Olsen que es posible que tengamos una fortuna.
Brattsen estaba muy excitado. Racagnal pudo oírlo y se regodeó al imaginar la impaciencia de los dos noruegos. Dio su posición e indicó su plan para los días siguientes.
—¿Está usted seguro? —se inquietó Brattsen.
—En eso puede estar tranquilo. Solo no podría hacerlo, aunque sea muy bueno. Y esté tranquilo, seré discreto.
Racagnal terminó la conversación.
A continuación, se puso en contacto con la central de logística operativa de su empresa. Cerca de París, en el rascacielos de la Défense, ocupado por la Francesa de Minerales, un departamento especial permanecía las veinticuatro horas del día a la escucha de las decenas de equipos diseminados por el mundo entero. Se identificó y explicó que quería ponerse en contacto inmediatamente con el geólogo jefe de guardia. Le pasaron enseguida a un hombre acostumbrado a tomar decisiones rápidas. Podía parecer paradójico en un entorno en el que se interesaban por la evolución de la Tierra, donde los plazos se medían en decenas de millones de años, donde las exploraciones a veces se alargaban durante años. El mundo de la industria minera, sin embargo, estaba sometido a las reglas más capitalistas que puedan imaginarse, y el tiempo se medía al ritmo de las bolsas. El menor anuncio a veces podía tener consecuencias fabulosas o bien aterradoras en la cotización de las acciones. Esa realidad imponía decisiones rápidas que podían ser muy fructíferas.
El geólogo jefe conocía a Racagnal desde hacía años. Conocía también todos los aspectos de su personalidad, incluso los más controvertidos, pero desde hacía tiempo había decidido que no era de su incumbencia si prefería a las adolescentes en lugar de a las mujeres más maduras. De inmediato se dio cuenta del rigor de su informe y, al igual que él, adivinó el enorme potencial que tenía. Le concedió todas sus peticiones.
—Te mandaré a Brian Kallaway —dijo el geólogo jefe—. Es un chico muy brillante. El mejor glaciólogo con el que contamos. Es canadiense. Y la geología de Canadá y la de Laponia se parecen como dos gotas de agua, como bien sabes. Puede partir mañana temprano y en el curso del día estará ahí contigo. Haré que efectúe el vuelo a la baja altitud que se requiere para la prospección radiométrica. ¿Qué método prefieres sobre el terreno? ¿Eléctrico, electromagnético o magnético? ¿O un estudio geoquímico?
—No hay tiempo para ello.
Racagnal se dio cuenta de que, para su empresa, el factor tiempo no tenía importancia. Se corrigió.
—Dentro de unos días habrá una concesión de licencias. Tengo que cerrar esto de inmediato o nos lo quitarán en las narices. Ya hay por aquí unos noruegos. Envíame a ese Kallaway, que haga sus mediciones aéreas al llegar sobre la zona que te he indicado. Pero que sea discreto. Recuérdale que en los países nórdicos está prohibida la explotación del uranio y que todo lo relacionado con ello es un tema muy sensible.
Racagnal colgó. Esa noche iba a saborear aquel reno. Solo le faltaba una chiquilla, como aquella Sofia que le había rechazado. Pero pronto no podrían negarle nada.
Karl Olsen esperaba a Rolf Brattsen en el aparcamiento habitual del cercado de renos. El viejo granjero se masajeó la nuca vigorosamente. En esos últimos días, el dolor había ido de mal en peor, a medida que la excitación se apoderaba de él. Habían pasado dos semanas desde el primer encuentro y se habían aprovechado bien, tenía que reconocerlo.
Se sirvió una taza de café muy caliente y bebió un sorbo aspirando ruidosamente. La destitución de Tor Jensen había provocado tensiones. Los laboristas se habían visto acorralados. El gobierno laborista de Oslo exigía resultados, y ese era justo el argumento que la oposición de la derecha había utilizado en el ámbito regional. Para salvar las apariencias, el consejo regional del Finnmark, en manos de los laboristas, había declarado que Jensen había sido destinado de forma provisional a la coordinación de la seguridad de la conferencia de la ONU, pero nadie se lo había creído. Olsen se había asegurado de ello. Imaginaba que, en cuanto acabara la conferencia de la ONU, los laboristas pasarían cuentas. Pero le daba igual. Vio llegar el coche del policía. La puerta del pasajero se abrió.
—He recibido la visita de tu cowboy de la policía de los renos. Hacía preguntas, como si nada. Con una foto antigua de mi padre que ni siquiera yo había visto nunca. No me gusta. Vamos, que no me gusta en absoluto.
—¿Nango?
Brattsen se enfurruñó. Parecía contrariado.
—Me has dicho por teléfono que tenías algo que contarme… —prosiguió sin hacer una pausa Karl Olsen, volviéndose dolorosamente hacia el policía.
—Parece que el francés ha encontrado algo enorme.
—¿¡Qué!? ¿Ya? ¿Lo ha conseguido?
—Eso parece. Me ha dado la impresión de que estaba muy seguro de sí mismo. Tiene que hacer venir a un especialista de París para confirmarlo.
—¿Un especialista de París? No me gusta. ¿No crees que ese cabrón tratará de engañarnos?
—No es un santo.
—No me gusta —repitió el granjero.
—Me ha dado su posición.
—¿Ah, sí?
—Está a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí, hacia el sudeste.
El granjero se frotó la nuca mientras reflexionaba. Arrojó el café frío por la ventanilla y se sirvió más. Bebió a pequeños sorbos y luego dejó la taza sobre el salpicadero.
—Vamos hacia allí. Ya encontrarás algún pretexto para ir. Quiero tener a ese tipo vigilado.
—No sé si es muy prudente. Los dos ganaderos están detenidos. Se espera que yo dirija el interrogatorio. Y a algunos les sorprende que Aslak no esté en la comisaría con Renson y Johan Henrik.
—Razón de más para ir tras Aslak. ¿Ves? Todo se arregla, ya tienes tu excusa. Y los interrogatorios pueden esperar. Tendríamos que marcharnos de inmediato.
—Puedo retrasarlo un poco, pero no más allá de la conferencia. Tengo que interrogar a los ganaderos mañana. Podría ir allí el viernes o el sábado.
—¿Ves? ¡Es perfecto! Yo me marcharé esta tarde a Alta. Diré que me voy unos días a hacer unas compras. Y me reuniré contigo.
El policía asintió con la cabeza. Olsen vio en su expresión que Brattsen estaba un poco desbordado.
—Pronto todo habrá acabado, chaval —lo tranquilizó—. La concesión de licencias es inminente, y luego ya nada podrá detenernos. Solo hay que asegurarse de que el francés encuentre nuestra mina de oro. Y que no haga tonterías. Pero tú sabrás ocuparte de él, ¿verdad? A fin de cuentas, eres el futuro jefe de seguridad de la mina…