Martes, 25 de enero
Carretera 93
Los policías iban hacia el norte en el viejo Volvo de Klemet. El tambor estaba cuidadosamente envuelto en la manta.
—¿Has pensado en lo mismo que yo? —preguntó él.
—¿En la maldición evocada por Niils Labba al entregarle el tambor a Henry Mons en 1939?
—Sí. Todo cuadra. Me pregunto si fue Niils el que creó el tambor o bien uno de sus antepasados.
—Tendremos que esperar a los análisis complementarios de Hurri Manker.
—Sí, aunque me parece que para nosotros la datación exacta del tambor no es primordial. Eva Nilsdotter nos habló de ese yacimiento fabuloso que trajo la desgracia, pero que nunca nadie ha podido identificar.
—¿Y recuerdas el cuaderno de Flüger acerca del yacimiento que buscaba? «La puerta está en el tambor». Y «Niils tiene la llave».
—Sí. Lástima, me gustaba tu idea del pueblo o de la mina sepultados.
—El tambor explicaría esa maldición. Pienso en el reno que arrastra las piedras, así que debe de tratarse de mineral. Se utilizaban renos para transportar el mineral.
—La mina…, pero, en ese caso, esa famosa puerta podría ser la puerta o la entrada de la mina, y no la de un edificio. La puerta simbolizaría la mina, Nina, tiene que ser eso. Y además, el reno que transporta el mineral sale de esa puerta, con los hombrecillos con el arma en mano. Unos guardianes, tal vez.
—¡O unos mineros! ¡Con picos! ¡No son armas, Klemet! Recuerda lo que ha explicado Hurri: el autor de un tambor siempre utiliza el mismo método para dibujar sus símbolos. En ese tambor, el soldado está representado con dos arcos, como el símbolo en uno de los brazos del sol. Estoy segura de que son mineros. Y los que están invertidos, son los mismos mineros, pero muertos. Y en ese círculo hay otro minero que trataba de huir con esquís y ha sido capturado.
La mirada de Nina resplandecía con una intensidad que Klemet no le conocía. La joven tenía frente a ella el tambor, que orientaba para exponerlo mejor a la pequeña lamparilla del techo. Klemet la miraba de reojo. Luego se concentró de nuevo en la carretera, sumida en la oscuridad. Permanecieron en silencio el resto del trayecto. Solo se cruzaron con tres camiones, amenazadores como monstruos surgidos del abismo, con las lucecillas con que decoraban las cabinas y sus potentes faros, los cuales barrían la tundra y creaban inquietantes sombras que se apagaban de inmediato a su paso. Dejaban en su estela nubes de nieve sobreexcitada, como si los copos manifestaran su cólera por haber sido molestados.
Nina se adormiló. Klemet rememoró los acontecimientos desde el inicio del caso. ¿En qué historia se había visto mezclado Mattis? Todo hacía pensar que había sido manipulado. Habían abusado de su buena fe. Y de su ingenuidad. ¿Mattis, heredero de un linaje de chamanes guardianes de secretos samis? A Klemet le costaba ver al sencillo pastor en ese papel. Si Mattis hubiera sido consciente de que tenía que interpretar ese papel y que no tenía la capacidad para ello, habría contado con una buena razón para hundirse en la desesperación. Quizá yo habría reaccionado como él, pensó Klemet. ¿Qué habría hecho yo en el lugar de mi abuelo, cuando tomó la decisión de abandonar la ganadería de renos? Quizá me habría aferrado a ella y habría acabado por hundirme, como Mattis. Tal vez. Klemet no estaba seguro. Su padre no se hundió. Vivió una vida errante, pasando de un trabajillo a otro, entre la granja del vidda y la mina de Kiruna.
Al aproximarse a Kautokeino, en mitad de la noche, Klemet se detuvo en Suohpatjavri. Pensó en despertar a Nina, pero dejó el motor en marcha, subió un poco la calefacción, cogió el tambor y entró sin llamar en la casa de su tío. En cuanto se cerró la puerta, oyó su voz melodiosa procedente del primer piso.
Chang de los ojos negros de Suohpatjavri,
es dueña de todos los tesoros,
es joven, rica y bella,
tiene dos mil renos que la aman,
y los verdes pastos bailan para ella.
Klemet esperó en silencio en el umbral. El yoik, que repetía los mismos versos sobre melodías guturales a veces diferentes, duró varios minutos. Nils Ante cantaba en medio de la estancia, bajo la mirada encantada y emocionada de la señorita Chang, sentada junto al ordenador. La pantalla estaba orientada hacia su tío. En una esquina de la pantalla, Klemet vio a la abuela de la señorita Chang, conectada por Skype. Se preguntó qué hora debía de ser en China. La anciana se puso a aplaudir y a hablar a la vez. De repente, la señorita Chang se levantó con brusquedad y rodeó a Nils Ante para ir a tomar a Klemet de la mano.
—Mi abuela te ha vuelto a ver e incluso te ha reconocido —exclamó, satisfecha.
—Decididamente, estáis mejor protegidos que con un sistema de alarma —bromeó Klemet tras saludar con la mano a la abuela china, que le respondió en el acto, con gestos entrecortados al ritmo de la conexión de internet—. Veo que el yoik se va concretando —le dijo a su tío.
—Ah, ya te lo dije, ahora empiezo a meterme en el meollo del asunto. Creo que será una buena pieza. La probaré en YouTube e intentaré presentarla en el festival de Pascua. Vamos a tomar un café.
Los dos hombres se despidieron de la china con la mano y bajaron.
—¿Dónde está tu encantadora colega?
—Duerme en el coche, con la calefacción puesta. Volvemos de Karesuando. Hurri Manker estaba allí.
—¿Y bien? —se impacientó Nils Ante, tras lo que cogió una cafetera que llevaba varias horas sobre una placa calorífica y llenó dos tazas.
Klemet le explicó los eruditos hallazgos de Hurri Manker: Madderakka, la madre maléfica con los puntos sobre la cabeza; Uksakka, la gran ausente; el rey, el soldado y el pastor; la alucinación; el pueblo desierto; el transporte de mineral; la aurora boreal. Evocó también sus propias suposiciones: tal vez unos mineros, un desertor o un prófugo. Entre tanto, Nils Ante bebía su café a pequeños sorbos sin perderse ni una palabra de las explicaciones de su sobrino. Cuando Klemet hubo acabado, Nils Ante había tenido tiempo de servir el café dos veces. Hizo más café y se sumió en el examen silencioso del tambor, apoyado sobre la manta en la mesa de la cocina. Estaba emocionado y abstraído. Al igual que Hurri Manker unas horas antes.
—¿Sabes en qué me hace pensar la historia que parece describir el tambor? En la de la colonización de nuestro país.
—Vaya. Explícate.
—Los reinos escandinavos empezaron a interesarse en Laponia por el comercio de pieles y, poco a poco, por sus riquezas naturales: la madera, el agua, los minerales.
—Lo sé, el Español siempre nos da la lata con todo eso y clama que los samis son víctimas de un saqueo, como los indios de América.
—No se equivoca, el Español. Pero lo que al parecer ignoras son algunos episodios verdaderamente trágicos de esa colonización. Cuando empezó, en el siglo XVII, no había ningún camino en Laponia. Era una tierra ignota. El comercio se practicaba a lo largo del curso de los ríos, en verano. Cuando el reino de Suecia empezó a buscar minerales para pagar sus guerras y fabricar armas, organizó expediciones de exploración y envió a cartógrafos. Se explotaron pequeñas minas. En unas condiciones que ya puedes imaginarte en esa época, en el fin del mundo, lejos de todo. Debió de ser espantoso. ¿En qué condiciones debían de trabajar? Me estremezco solo al pensar en ello. Los suecos reclutaban a samis a la fuerza y utilizaban renos para transportar el mineral hasta los ríos. Esa es la historia. A los samis que se negaban los apaleaban o los encarcelaban. Ya ves sobre qué reposa la riqueza de esos bellos reinos nórdicos. Por supuesto, eso no funcionó. Todas esas pequeñas minas cerraron una tras otra. Hubo samis que perdieron la vida. Y hubo campesinos escandinavos que obtuvieron tierras a buen precio con la bendición de la Corona, contenta, a su vez, de que se domesticara Laponia. Hasta entonces, sin embargo, fueron hechos de reducidas repercusiones. Pasaron doscientos años hasta que los suecos volvieron con fuerza, esta vez con el tren.
—¿Ocurrió igual con el lado noruego y finlandés?
—Es lo mismo; en esa época todo estaba mezclado. Las fronteras llegaron a Laponia más tarde. Todos trataron de llenarse los bolsillos a costa de los samis. El tambor explica la historia de una de esas minas. Pero seguramente no se trata de una mina cualquiera. Ese relato de muertos, del pueblo del que fueron desalojados sus habitantes y de la maldición me recuerda una canción que narra una historia semejante. Sabes que los yoiks fueron, durante siglos, nuestro medio para transmitir la historia. Esos ataúdes son horribles. Y esos cuervos. Y esos muertos. Hasta ese pueblo. Klemet, el tambor nos habla de un pueblo sami exterminado. Siempre he esperado que esa leyenda fuera falsa, pero no veo otra explicación. Todo cuadra al contemplar este tambor. Y la causa no son solo los soldados. Ese símbolo de la alucinación no está ahí por casualidad, a la entrada de la mina. Eso es lo que mata. Los diezmó un mal desconocido. Tienes que descubrirlo, Klemet, antes de que vuelva a matar si ese yacimiento sale de nuevo a la luz…