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Martes, 25 de enero

Kautokeino

La comisaría de Kautokeino se hallaba en plena efervescencia. No disponía de una celda de seguridad de verdad, como las que tenían todas las comisarías de la costa, donde las más frecuentadas eran aquellas en las que los juerguistas del sábado por la noche dormían la mona bajo la plácida vigilancia de los policías. La última vez que se había utilizado la celda en Kautokeino había sido el verano anterior, cuando dos turistas, un alemán y un finlandés, se pelearon por una chica que no acababa de decidirse con cuál se quedaba. A la espera de que la vaciaran de los bidones y las pilas de leña que la invadían, se recluyó a Olaf y a Johan Henrik en la cocina. Los policías iban allí con regularidad a tomar un café y a conversar. Johan Henrik estaba abiertamente enfurruñado y se negaba a hablar, mientras que Olaf Renson seguía furioso y maldecía a los agentes.

Frente a la comisaría se había formado un pequeño corrillo. Dado el intenso frío, no había muchos valientes. De todas formas, habían instalado un brasero. Un puñado de partidarios del Español se relevaba de vez en cuando junto a este. Habían elaborado dos pancartas apresuradamente, con cierta torpeza. En ellas se leía «Libertad para los ganaderos» y «Justicia para los samis».

Otros partidarios se calentaban en la puerta de la tienda de venta de alcohol, cuya entrada estaba situada al lado de la comisaría. Se turnaban cada diez minutos para poder resistir el frío. Johan Mikkelsen ya había ido a entrevistarlos y se había emitido un primer reportaje. También empezaban a circular fotos por internet y, como de costumbre, estas se acompañaban de comentarios cargados de odio.

Brattsen fue a ver a los dos ganaderos a la cocina. Se esforzó por ocultar su júbilo, pero no lo logró.

—Vuestros aposentos estarán listos en unos minutos —dijo con una amplia sonrisa—. Por fin podremos alojaros como es debido, en una buena cárcel, como a todo buen noruego. No querréis un trato de favor, ¿verdad? ¿O quizá preferís una celda con forma de tienda?

Se echó a reír, de lo que fueron testigo los dos policías encargados de su vigilancia en la cocina.

—Está cometiendo un grave error y lo pagará muy caro —gritó Olaf Renson—. No tiene nada contra nosotros. Esa historia de las orejas es ridícula. El asunto por el que discutimos está olvidado desde hace tiempo, todo el mundo lo sabe.

—Déjate de palabrería. Es bien sabido que vuestras historias no se acaban nunca. Son como un cáncer. Se propagan. Uno cree que se han extinguido y resurgen bajo una nueva forma. Pero esta vez iremos hasta el fondo del asunto. Vuestros amigos de la policía de los renos nos han aclarado muchas cosas. Vamos a utilizar todo eso.

—¡No son amigos nuestros!

—¿Ah, no? —dijo Brattsen en un tono falsamente inocente—. Creía que en la tundra se los consideraba como una policía sami…

—Vete al diablo, Brattsen. Sois todos iguales. Pero nosotros cambiaremos eso. Ya hace demasiado tiempo que en esta región hacéis lo que os viene en gana.

—Cómo tiemblo —ironizó el policía al salir de la cocina—, pero es cierto que no te andas con chiquitas a la hora de utilizar métodos poco convencionales…

Karesuando

Hurri Manker permaneció en silencio un buen rato.

Se ha vuelto a ensimismar, pensó Klemet, al observar la postura del universitario sami. Daba la impresión de meditar. Por fin alzó la cabeza y los ojos. Su mirada se había serenado.

—Es la primera vez que se localiza un tambor auténtico desde la segunda guerra mundial.

—¿Está absolutamente seguro de que es auténtico?

—Sí, absolutamente. Me reservo aún decir la fecha exacta, pues no tengo aquí el equipo necesario para ello. Puede ser antiguo y estar admirablemente conservado o bien ser más reciente y haberse creado con métodos y materiales antiguos.

—¿Conoce a alguien capaz de hacer hoy en día esos tambores a la manera antigua?

—Conocía a uno. Lo asesinaron hace dos semanas.

—¡¿Mattis Labba?!

—Mattis, sí. Un ser de mente atormentada, pero con unas manos admirablemente dotadas. Trabajé mucho tiempo con él para aprender las técnicas ancestrales de producción. Pero estos últimos años bebía demasiado. Ya no podías confiar en él.

—¡¿Habría podido crear Mattis un tambor como este?!

—Oh, en estos últimos años ya no; por desgracia, ya no tenía ese nivel. Pero había sido capaz. Y antes que él, su padre y su abuelo y su bisabuelo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que pertenece a una familia que transmitió de generación en generación un conocimiento excepcional para la cultura sami. No transmitieron únicamente esa habilidad manual, sino también el conocimiento simbólico y el poder de los signos. Pero Mattis tendió a malinterpretar ese poder. Esperaba demasiado del mismo. Se crio muy temprano, sin padre. Anta se había apartado un poco de su hijo. Creo que no lo consideraba a la altura de la tarea. Y Mattis sufría mucho por ello. Aunque eso es otra historia. Para volver a la familia Labba, su tradición se remonta a lo largo de varios siglos.

—¿Así que Niils Labba también tenía ese don?

—Sí, su abuelo lo tenía. Como les decía, así fue a lo largo de generaciones. En su familia, al igual que en dos o tres más en Laponia, se transmitía ese saber. Hablo de un aspecto de la tradición sami extremadamente desconocido y que es probable que inquietara a mucha gente si adquiriera notoriedad pública. Pero algunas familias actuaron en realidad como guardianas de tradiciones que se habían vuelto secretas debido a la fuerza de las cosas, a causa de las persecuciones llevadas a cabo por las tropas reales y los pastores a partir del siglo XVII.

—¿Y este tambor?

—Me imagino que también forma parte de las cosas que se transmitieron de generación en generación. Simplemente para protegerlas.

—¿Y los símbolos?

Hurri Manker meneó la cabeza.

—La separación entre los dos mundos otorga un lugar enorme al mundo de los muertos. Enorme.

—Con una escena de caza y de vida en un pueblo habitado, con árboles robustos, signo de abundancia, arriba, y el mismo pueblo vacío debajo.

—Exacto. ¡Ustedes no me necesitan, si ya lo saben todo!

—Me temo que nuestros conocimientos acaban ahí.

—Sí, ese pueblo vacío es un primer signo inquietante. Los símbolos de esa naturaleza no son sorprendentes en sí mismos. La religión sami precristiana se apoyaba en numerosos dioses de la naturaleza y en fenómenos naturales. Para los samis, todas las cosas tenían alma. La propia naturaleza tenía alma, estaba viva. Y el poder que se expresaba a través de los fenómenos naturales era objeto de un culto particular. Esa gran cruz con un rombo en el centro representa el sol. Es un símbolo clásico en muchos tambores. Se llama Beaivi. Resulta muy útil para alejar a los malos espíritus y las enfermedades. Ahora, miren lo que lleva el sol en los brazos. Arriba, tenemos una divinidad.

—¿No se trata de una tienda?

Hurri Manker sonrió amablemente.

—Es una divinidad, como las dos de la izquierda, pero volveré sobre ello más adelante. La que está sobre el sol se llama Madderakka. Es muy importante. Se encuentra en el origen de todas las cosas. Es el antepasado, la mujer jefe. Recibe el alma humana. Tiene una facultad esencial, puesto que forma en su cuerpo los niños que deben nacer. Pero una cosa me inquieta enormemente… y son esos puntitos sobre su cabeza.

—¿No figuran habitualmente?

—No, y esos puntos, por desgracia, solo pueden significar una cosa: la fatalidad. Tenemos aquí una Madderakka malvada. Esos puntos pueden utilizarse para indicar la peligrosidad. Y en ese caso, eso arroja una sombra muy negra sobre ese reino de los muertos. Y no me sorprende al ver el resto.

—¿Qué resto?

—Volvamos a esas dos diosas de las que les hablaba, esas dos de ahí, a la izquierda del tambor. A veces se hallan en otros lugares, según las tradiciones y las regiones de Laponia. Por lo general hay tres. Esas tres diosas son las hijas de Madderakka, la mujer jefe. Entre los samis, el alma de una persona viajaba en varias etapas, de diosa en diosa. La de más a la derecha es Sarakka. Se trata de la primogénita. Se dice también que es la más distinguida. Sarakka es la que primero recoge el alma entregada por su madre. Permite, a continuación, que esa alma se convierta en un feto. Antaño, las mujeres samis daban a luz en las tiendas o en chozas de turba, en cuyo centro había un hogar.

—Aún ocurre así —observó Nina.

Hurri Manker, ensimismado en su explicación, ni siquiera oyó la reflexión de la policía.

—Y Sarakka habitaba en el hogar de las tiendas, razón por la que la llamaban la madre del fuego. Se le otorga el papel de guardiana de las mujeres. Incluso, después de la cristianización forzosa de los samis, en algunas ocasiones se llevaba a casa a la criatura bautizada en el templo y se la bautizaba otra vez con un nuevo nombre en honor a Sarakka.

—¿Qué sucedía luego con el alma? —preguntó Nina.

—Luego estaba esa diosa que se encuentra a la izquierda de Sarakka. Se la llama Juksakka. Es la diosa del arco. Por lo tanto, se la reconoce fácilmente por su arco. Siento debilidad por ella, figúrense, porque transforma a las niñas en niños.

Nina abrió unos ojos como platos, sorprendida.

—Sí, para los samis, todas las criaturas son al principio niñas, en el vientre de su madre. Los futuros niños pasaban por ella. Inspector —le dijo a Klemet—, usted y yo le debemos mucho.

—Lo recordaré llegado el momento —prometió el policía—. Pero ha hablado de tres diosas.

—Sí, y miren los árboles que las rodean. Se ve que se ha dejado un lugar para la tercera diosa. Miren dónde está situado el árbol de la izquierda.

—Sí, exacto —constató Nina.

—Falta una diosa. La tercera chica. Se llama Uksakka. Uksakka vive exactamente en la puerta de la tienda o de la choza, de hecho justo en el umbral. A veces se la llama la mujer de la puerta. ¿Y saben cuál era su papel? Vigilaba la entrada y la salida. Aseguraba la protección de la madre y de la criatura después del nacimiento. Las protegía de la enfermedad y permitía que la criatura creciera. Vivía simbólicamente en la entrada, delante del hogar, para evitar que los críos cayeran al fuego. Y solo veo una manera de interpretar esa ausencia.

Los policías guardaron silencio.

—Quieren darnos a entender que la gente está desarmada ante el peligro. Y si se suma la ausencia de Uksakka y la maldad de Madderakka, la mujer jefe, tendremos todos los ingredientes para una historia fuera de lo común. Este tambor es único porque parece contar una historia. Volvamos al sol, a los símbolos en los otros brazos del sol. Son fáciles de leer. A la izquierda, hay un soldado: ese con un arco en cada mano. A la derecha, con dos cruces, tenemos un pastor. Y debajo hay el símbolo del rey, ¿ven?, con su corona. Un soldado, un pastor y un rey dominados por una Madderakka malvada.

Nina frunció el ceño. Reflexionaba con intensidad.

—¿Serían el soldado, el pastor y el rey los instrumentos de esa famosa catástrofe?

—No está mal visto —exclamó Hurri Manker, sinceramente impresionado—. Pienso que ha dado con algo esencial. Sí, lo más seguro es que tenga razón. Y para que Madderakka, la reina madre, estuviese confabulada con todos los símbolos del poder terrestre de los invasores, la catástrofe debía de ser de grandes dimensiones. Y mire, hay dos grandes cuervos justo encima de Madderakka, entre ella y las diosas. Pero observemos el resto, ahora. Tenemos ese pueblo vacío. Algo ha sucedido. Quieren hacernos comprender eso, porque está justo debajo del pueblo habitado. Ese contraste debe llamar nuestra atención. Y a la derecha del pueblo está ese signo que me sugiere una puerta. Esa puerta tiene un aspecto simbólico que se me escapa.

El profesor alzó la vista hacia los policías, en busca de ayuda, pero a estos no se les ocurrió nada.

—Supongamos que se trata de una puerta. O un edificio. O un monumento. Dejémoslo, de momento. Vayamos a lo de debajo. Miren esos motivos tan regulares. Sorprendente, ¿no les parece? Aún más sorprendente, puesto que, sin duda, representan una especie de alucinación. Pero de nuevo estamos en el terreno de lo sombrío, ya que esa alucinación nos conduce a unos ataúdes. Cuatro ataúdes. La muerte. Muchos muertos. Tenemos una explicación para ese pueblo vacío. La gente ha muerto. Pero ¿por qué esa alucinación?, ¿de dónde surge?

Hurri Manker estaba preocupado.

—Debajo de los ataúdes hay incluso un barco funerario. Miren ese barco invertido con una cruz. Y esos personajes, al lado del barco funerario, también están invertidos. Seguramente son muertos. Son los mismos personajes que vemos del derecho, a la derecha de la puerta o del monumento. Han pasado de la vida a la muerte. ¿Quiénes son?

—Llevan un arma en la mano —observó Nina—. ¿Qué tipo de arma?

—Sí, un arma. Un hacha. ¿O quizás una pistola?

—¿Una pistola? —intervino Klemet, con una mueca—. No es un arma muy frecuente en Laponia. Y menos en un tambor antiguo.

—En todo caso podrían ser soldados —sugirió Nina.

—Pero a los soldados se los simboliza con un arco, ¿no? —respondió Klemet al tiempo que interrogaba a Hurri Manker con la mirada.

—Es cierto, aunque cabe imaginar a los soldados representados de diversas formas, y encontraremos representaciones distintas según los autores de los tambores. Pero la verdad es que un mismo autor por lo general utiliza siempre la misma simbología. Siempre dibujará a los soldados de la misma forma.

Hurri Manker se sirvió una taza de chocolate y dio un bocado a su pastelillo de canela. Tenía la nariz colorada por el frío, pero no se quejaba. Con la boca medio llena, siguió paseando su dedo helado por la parte derecha del tambor.

—Un reno que tira de un trineo. Es la primera vez que veo eso. Y estos puntos sobre el trineo. ¿Será un trineo malvado? No se sostiene por ningún lado.

—Alguien ha sugerido que podrían ser piedras —indicó Klemet.

—Ah, sí, en todo caso es más lógico. Un trineo para transportar piedras.

Hurri Manker permaneció en silencio. Meneaba la cabeza. Parecía sopesar varias hipótesis. Su memoria debía de estar funcionando con toda la energía posible para pasar revista a los cientos de símbolos que había visto en otros tambores. Y para establecer correlaciones.

Al fin abrió la boca, pero pareció cambiar de opinión. Se sumió de nuevo en sus cavilaciones.

—Si esos personajes llevan efectivamente un arma, ya se trate de un hacha, de una pistola, de un fusil o de otra cosa, algo les sucede y mueren —dijo Klemet—, cabe pensar que son los mismos.

—Salvo si los que están invertidos han perdido una batalla frente a los que se hallan al otro lado —rectificó Nina.

Hurri Manker seguía en silencio, como si fuera sordo a los comentarios de los policías, con los ojos entornados detrás de sus gafitas redondas.

—La mente que ha dibujado este tambor me fascina —acabó por decir Hurri Manker—. Creo que debe leerse a varios niveles. Seguramente pretendía ocultar alguna cosa, por si el tambor caía en malas manos, pero a la vez quería transmitir un mensaje importante.

—Y los otros símbolos, ¿qué le parecen? —lo animó Nina.

—Tiene razón, procedamos por eliminación. Ahí, ese cuadrado coronado con dos cruces, es un templo. No hay duda. Cabe señalar que está situado opuesto a los cuervos, en relación con el sol. ¿Es eso un signo? No lo sé. Abajo, a la derecha del tambor, hay un sector que parece diferenciado del resto. Esos conos ahí abajo. Al principio he pensado que podría ser un campamento sami, pero me inclino más por unas montañas, y luego entre las otras dos montañas más a la izquierda hay un puerto o bien un sol que sale o se pone. Y a continuación, un reno muy visible, así como dos peces y una barca. Y en medio de esa parte, una cruz. Es muy sorprendente.

—¿Una cruz como símbolo religioso o una cruz que señala un emplazamiento? —preguntó Nina.

—Bingo —respondió Hurri Manker—. ¡Una vez más, ha tenido una intuición genial! ¿Y por qué no?

—Nada más fácil —comentó Klemet—: una cruz entre dos montañas, la encontraremos enseguida…

—Pero están esos peces y ese barco —prosiguió Hurri Manker—. Así que se trata de un lago donde hay muchos peces.

—Formidable, eso limita las posibilidades a un centenar de lagos. ¡Va a ser muy sencillo!

—Y tal vez el reno indica un pasto o una ruta de trashumancia —continuó Hurri Manker.

—¿Y le parece que eso va a ser de mucha ayuda? —insistió Klemet.

A espaldas del profesor, Nina miró con severidad a Klemet, que le respondió con un suspiro silencioso.

—Dejemos eso de lado —cortó Hurri Manker—. A mí me parece que progresamos. Queda ese círculo abajo, a la izquierda del sol. También es muy extraño. Hay un personaje en medio y otras cuatro figuritas situadas en el círculo. Tres de ellas son humanas. Pero una tiene puntos encima de la cabeza.

—¿Un ser malvado? —susurró Nina.

—Sí, con toda seguridad. Y el animal que hay a su lado es un lobo. Un lobo al lado de los humanos para acompañar a ese otro personaje.

—Entre los samis —le dijo Klemet a Nina—, se habla a menudo del hombre como un lobo sobre dos patas.

—Exacto —observó Hurri Manker—. Quizás eso es precisamente lo que significa este dibujo. Unos hombres malvados como lobos.

—¿Y el de en medio? —preguntó Nina.

—Lleva esquís, como pueden ver, y un bastón de esquí. Los samis solo esquían con un bastón. El esquí simboliza el invierno, pero también el movimiento. En la otra mano parece llevar la misma arma que los demás, pero invertida.

—¡Un desertor! —exclamó Nina—. O un soldado que se niega a disparar. ¡O a ejecutar una orden! ¡Y que trataría de huir!

Hurri Manker la miró de nuevo, admirado.

—No sé si se trata de eso, pero la interpretación es magnífica. Tendré que pedir que la policía le conceda unas semanas de excedencia para que examine mis otros tambores. Aún nos quedan por ver dos signos. Esa serpiente, en primer lugar. Me intriga, pues en Laponia no hay serpientes, ¿no es cierto?

—Es evidente —respondió Klemet—. ¿Y qué?

—La ausencia de serpientes en Laponia no impide que el creador del tambor pueda haber sabido que tal animal existía. Podría ser la marca de una intervención exterior. O quizás haya que buscar el significado en la forma de esa serpiente, en su orientación. Me inclinaría por relacionarla con la parte de mapa del tambor.

—¿La parte de mapa? ¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Nina.

—Cuanto más avanzamos, más convencido estoy de que este tambor no solo es auténtico, sino que además es extraordinario en el sentido de que no desempeña un papel clásico. Y tengo la certeza o, seamos modestos, tengo casi la certeza de que, de hecho, hay dos tambores en uno. De ellos, uno nos explica una historia terrible y el otro nos indica un lugar.

—¿El lugar de la catástrofe?

—Apostaría un termo gigante de chocolate muy caliente a que sí.

—¿Y qué serían esos signos que hay a lo largo del lado derecho del tambor, esa especie de olas? —prosiguió Klemet—. ¿Quizás una cadena montañosa, la frontera entre Noruega y Suecia? Eso podría ayudarnos a situar la cruz, si indica un emplazamiento.

—Sí, pero sigo creyendo que el autor solo utiliza símbolos. Las montañas se hallan a caballo del borde del tambor, eso no es neutro. Cuando habla de olas, está más cerca de la verdad de lo que cree…

—¡Auroras boreales! —exclamó Nina.

Hurri Manker la miró con el aire satisfecho del maestro que sabe que su alumno favorito no le decepcionará.

—Cabe preguntarse qué hacen ahí —intervino Hurri Manker—. Sobre todo a la vista del lugar destacado que ocupan en el borde del tambor. No creo que sean solo decorativas. En este tambor todo tiene sentido. ¿Hay que relacionarlas con esa alucinación? No lo creo. Es tentador, pero las auroras están demasiado alejadas.

Klemet adoptó un aire soñador.

—Mi abuelo, al que conocí poco, me explicaba historias fantásticas sobre las auroras. Tuvo que… abandonar la ganadería de renos, pero decía que las auroras le servían de compás durante las trashumancias.

—Ah, eso es muy interesante —afirmó el profesor.

—Sí, decía que las auroras siempre iban de este a oeste.

Hurri Manker alzó la mano para pedir silencio. Acababa de tener una idea. Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—En ese caso, esta aurora nos indica una dirección. El norte, simplemente.

Hurri Manker reía, feliz de su descubrimiento.

—¡Vaya con el chamán! Se habría podido colocar el tambor delante de uno en el sentido de la altura y decir que el norte estaba arriba. ¡Pero no! Para situarse, hay que girarlo noventa grados. ¡Hay que quitarse el sombrero ante el artista! Esa aurora nos indica en qué sentido hay que coger el tambor. Y el movimiento de este a oeste nos dice cómo situar el este y el oeste en el tambor y, por lo tanto, el norte. El mapa empieza a dibujarse. Evidentemente, aún es demasiado vago para mí.

—Pero quizá no para nosotros —murmuró Klemet.

El policía pensaba en las evaluaciones geográficas realizadas con ayuda de Eva Nilsdotter, la geóloga jefe del Instituto Geológico Nórdico. Esa sería una curiosa Madderakka…