Martes, 25 de enero
Laponia interior
André Racagnal estimó que ya había pasado bastante tiempo en el primer emplazamiento. Había hecho descubrimientos interesantes. Tendría que considerar ir a Malå para comprobar los datos y ver qué datos podían aportar los testigos, si existían, de los lugares que le interesaban.
La dificultad con el oro, bien lo sabía Racagnal, estribaba en que el hombre llevaba buscando ese metal precioso desde hacía miles de años. Por ello, los especialistas partían del principio de que todos los grandes yacimientos de oro ya habían sido descubiertos desde tiempos inmemoriales. Si hubiera un yacimiento así en Laponia, causaría sensación en el mundo de la industria minera.
Racagnal y su guía lapón se pusieron en camino aquel martes por la mañana. Racagnal le explicó adónde quería llegar y qué tipo de falla buscaba. Circularon durante casi dos horas agotadoras y con una visibilidad casi nula. Por increíble que pudiera parecer, aquel diablo de sami, con su gorro de fieltro azul de cuatro picos, le condujo exactamente allí donde esperaba llegar. La nieve era en ese momento azul con pavesas de color de fuego. El sol tenía que salir hacia las nueve y cuarto de la mañana, pero sus reflejos en el cielo ya inflamaban el horizonte entero. El contraste de colores era brutal. A Racagnal le gustaba esa acidez de los tonos. Se correspondía mejor con su visión del mundo.
El geólogo se detuvo frente al cielo rojo. Todo el horizonte, cuanto abarcaba su mirada, estaba formado por montañas achatadas cubiertas de nieve y desnudas. La luz del sol rebotaba de cima en cima. La tundra entera se estaba despertando. La región que se extendía a sus pies era esencialmente granítica. Racagnal sacó un mapa. Debía de haber muchos filones de granulita y de cuarzo de orientación oeste-sur-oeste hacia este-norte-este. Valía la pena examinar algunos de los indicados en el mapa. En consecuencia, consultó el viejo mapa del granjero. Una fractura más o menos nítida e irregular en el granito. ¿Qué escondía? El autor del mapa, a pesar de ser muy puntilloso, había hecho minúsculos levantamientos de cortes geológicos referidos a puntos precisos. Ese tipo de cortes era muy poco usual en un mapa geológico. El cuaderno de campo debía de ser aún más exacto. Ese corte indicaba granulita rellena de una arcilla de caolinita y de trozos de rocas diversas. Aparentemente, había autunita diseminada en forma de chispas y conglomerados. Racagnal estaba dubitativo. Las cosas no avanzaban mucho en lo relativo al yacimiento de oro. Los viejos mapas de Malå y los cuadernos que debían de acompañarlos habrían sido, con toda seguridad, de enorme utilidad. Pero por lo menos necesitaba cuarenta y ocho horas para ir al Instituto Geológico Nórdico. Una eternidad. Y no tenía tiempo.
Nina descubrió de día el trayecto entre Kautokeino y Karesuando, que había recorrido de noche unos días atrás, cuando habían ido al Instituto Geológico Nórdico en Malå. Esa parte de Laponia estaba deshabitada, desolada. Era inhumana, pensó Nina. Su mirada se volvió soñadora. Sin saber el porqué, ese paisaje duro y magnífico la llevó a su padre. Él poseía esa noción innata del bien y del mal que tanto parecía encajar con aquel relieve sin matices. Debía de ir aparejado con los genes en esos pueblecillos de los fiordos noruegos. Y, sin embargo, aquello no había evitado que su padre…, ¿qué, de hecho? ¿Que destrozara su vida y la de su familia? Nina se negó a profundizar en la cuestión. Se removió en el asiento.
—¿Estás cansada? —preguntó Klemet.
—No, estoy ejercitando las neuronas —sonrió ella con una tristeza que Klemet no advirtió.
—Sí, extraña historia, ¿verdad? Tengo curiosidad por conocer a ese Hurri Manker.
Cada uno permaneció extraviado en sus pensamientos durante un momento. El frío transformaba la humedad del coche en cristales, a pesar de que la calefacción estaba puesta al máximo. En la carretera, el sol producía reflejos azules sobre el hielo. Los neumáticos de clavos permitían devorar los kilómetros sin tener la impresión de arriesgar la vida a cada curva. Habían entrado en Finlandia.
—Por ahí se fue el padre de Aslak en busca de sus renos, que habían cruzado al otro lado de la frontera.
—Temía una multa, ¿no?
—Sí. El trazado de las fronteras fastidió la vida de los ganaderos de renos, puede decirse así —dijo Klemet—. No estoy seguro, porque en casa era un tema tabú, pero creo que eso contribuyó también a que mi abuelo se viera obligado a dejar la ganadería.
—Pero ¿por qué las fronteras?
—Antes, Laponia era una única tierra donde los samis estaban solos. Luego, los ganaderos finlandeses se vieron acorralados: privados de pastos de verano a lo largo de la costa noruega y privados de los pastos de invierno que tenían en lo que hoy es el norte de Suecia. No tuvieron más remedio que empezar a alimentar a sus renos. Así fue como los finlandeses montaron granjas de cría de renos. En su país, la ganadería ya no tiene nada que ver con lo que se conoce en Noruega y Suecia. Acabaron con su ganadería tradicional y por eso fueron tan estrictos con los pastores suecos y noruegos que dejaban corretear a su manada al otro lado de la frontera.
—Qué raro que hicieran eso.
—El padre de Aslak perdió la vida por temor a una multa que no habría podido pagar. Mi abuelo tuvo que dejar la ganadería por las mismas razones, seguramente porque su ruta de trashumancia se vio cortada por esas malditas fronteras. Y las manadas quedaron concentradas a uno y otro lado de las fronteras. Así empezaron muchos conflictos. Si quieres mi opinión, esas fronteras han matado a muchos ganaderos.
15.30 horas. Karesuando (Laponia sueca)
Hurri Manker era un curioso personaje que despertaba el escepticismo de mucha gente. Los más negativos pensaban que se aprovechaba vergonzosamente de los turistas haciéndoles creer que era chamán y sirviéndoles una especie de caldo new age con ingredientes chamánicos. Habían visto carteles publicitarios y su página de internet, donde prometía una actuación extraordinaria. Decían que amenizaba con leyendas terribles y descabelladas sus excursiones a las tierras de sus antepasados, que se suponían sagradas. Sin embargo, otros afirmaban que poseía poderes reales, evidentemente misteriosos, así como que era capaz de hacer milagros. Razón de más, susurraban, para desconfiar de él.
La verdad radicaba en que Hurri Manker era un sami de ciudad, uno de los primeros samis que habían cursado una formación universitaria completa. Siguió los pasos de un tío suyo, un reputado etnólogo sueco que había sido el primero en estudiar sistemáticamente los tambores, y de él tomó su apellido. Hurri Manker tenía un doctorado, era miembro de varias asociaciones ilustradas y siempre le invitaban a conferencias. Ese auténtico erudito también estaba considerado por los museos y por la academia como el mejor especialista mundial vivo en tambores chamánicos, una notoriedad que había adquirido con muchos viajes, investigación y estudio.
Su fama de alborotador procedía, sobre todo, de sus años de militancia juvenil, de la época en que, como estudiante, se había sumado apasionadamente a la primera batalla política de los samis, en los años setenta. En ese universo mayormente tradicional y conservador, se granjeó numerosos enemigos encarnizados que lo culpaban de todos los males izquierdistas de la creación. A Hurri Manker, a quien le gustaba hacer gala de su mala fe y de su cinismo, le divertía como un loco esa inmerecida reputación, pero no hacía nada en absoluto por desmentirla. Muy al contrario: a merced de los encuentros, disfrutaba exagerándola, seguro de que su reputación saldría de ello aún más deformada y acrecentada.
La patrulla P9 encontró a aquel hombrecillo medio calvo y que llevaba discretas gafas redondas en el presbiterio del modesto templo de Karesuando, iluminado por la luz de las velas. La iglesia de piedra y madera se hallaba totalmente cubierta de hielo, y los árboles que la rodeaban estaban muy curvados bajo el peso de la nieve. El pueblo, de cuatrocientos habitantes, a caballo entre las fronteras sueca y finlandesa, solo contaba con algunas granjas, donde toda vida parecía paralizada por el frío. Salía humo de las chimeneas. Unos débiles resplandores oscilaban aquí y allá en las ventanas. No había ni una sola cortina, por supuesto, en aquel feudo del laestadianismo. El predicador Lars Levi Laestadius había vivido allí varios años, desde donde había llevado a cabo su cruzada contra el pecado y el alcohol y había partido a la conquista de las almas samis. En semejante lugar, olvidado del mundo, en los confines de todo, el visitante pronto comprendía que uno solo podía volverse alcohólico o místico. Karesuando era un pueblo que no admitía matices. Allí el gris estaba condenado. Negro o blanco, había que decantarse por uno u otro.
El pastor se había marchado de viaje. Hurri Manker los recibió como si fuera su casa. Vestía una gruesa parka verde caqui, un pantalón de mono y botas de piel de reno. Una bufanda le cubría media cara. Tras saludarlos, Manker volvió a ponerse su gorro de piel de zorro. Llevaba guantes finos para poder pasar las páginas de los registros, y a menudo se frotaba las manos para calentárselas. El pastor había bajado la calefacción al marcharse y la temperatura no superaba los diez grados. Hurri Manker se quitó las gafas y sus ojillos maliciosos observaron a los policías de los pies a la cabeza.
—La policía de los renos —dijo con una voz divertida—. He oído hablar mucho de ella. Por fin tengo el gusto. ¡Me siento muy honrado!
Los policías no sabían si hablaba en serio o no.
—Hemos venido a verle en el marco de una investigación criminal y le pedimos su absoluta discreción —precisó de entrada Klemet—. Todo cuanto hablemos es estrictamente confidencial.
—Lo entiendo —aseguró Manker al tiempo que exhalaba vaho—. Me han hablado de un tambor sami que estaría en sus manos y, para comenzar, les diré que soy extremadamente escéptico. Extremadamente —insistió, quitándose las gafas—. Conozco todos los tambores samis que existen. Si no los he visto de forma personal, he estudiado todos los documentos relacionados con ellos. No hay ninguno perdido por esos mundos de Dios.
—Se trata del tambor que robaron en el Centro Juhl —completó Nina.
—¡Y lo han encontrado! ¡Felicidades! Pero sigo siendo de la misma opinión. Desde el principio he sido muy escéptico respecto a ese tambor de Kautokeino que parece haber surgido de la nada.
Decididamente, el investigador estaba acorde con el lugar. No admitía matices.
—Pero, a pesar de todo, aceptará echarle un vistazo, ¿verdad?
—¡Pues claro! Tal vez tenga derecho a una segunda Navidad, ¿quién sabe? Y, además, las historias de tambores, auténticos o falsos, me apasionan. Vamos, muéstrenme ese pequeño tesoro.
Nina abrió con delicadeza la manta sobre la maciza mesa del presbiterio. Hurri Manker había vuelto a ponerse las gafas. Klemet y Nina contuvieron la respiración como una pareja primeriza que esperara el veredicto del médico ante la primera ecografía. Manker exhaló vaho y observó el tambor con atención. No dijo nada. Su silencio era insoportable. Sacó una lupa de su viejo maletín y se concentró en los signos trazados sobre la superficie. Mojó un dedo y lo pasó sobre un símbolo, y acto seguido se lo llevó a la boca. Tocó la piel del tambor. Tomó un fino escalpelo y cortó un minúsculo trocito de cuero. Hizo lo mismo con un pedacito del marco de madera.
—Ahora vuelvo —dijo.
Nina y Klemet se interrogaron con la mirada. No sabían qué pensar. Hurri Manker volvió enseguida. Dejó una pequeña caja sobre la mesa y de la misma extrajo un microscopio electrónico portátil.
—Está usted muy bien equipado —observó Nina—. Es el modelo que utiliza nuestra policía científica.
—Cuando se trabaja en regiones como Laponia o Siberia, como es mi caso, uno no puede permitirse olvidar algo en el laboratorio o decir que ya volverá por la tarde con el material adecuado. Cuando voy de misión, siempre llevo conmigo mi laboratorio móvil. ¡Les cuesto una fortuna a los contribuyentes!… Tenga, sosténgame esta lámpara así, por favor —le pidió a Nina.
A continuación se sumió en el estudio del trozo de cuero. Tomó unas notas en un cuaderno.
—Ahora vuelvo.
Salió de nuevo. Klemet meneó la cabeza, exasperado. Nina también estaba muda, impresionada por aquella atmósfera glacial y tensa. Hurri Manker regresó con otra caja, más voluminosa. Estaba llena de material aislante. Cogió un bastoncillo de algodón y frotó uno de los símbolos. El algodón se coloreó ligeramente. Repitió la operación varias veces. Preparó unos tubos y sumergió los bastoncillos en diversas soluciones. Conectó también un aparato electrónico. Varias esferas y unas luces minúsculas se iluminaron.
—Esperemos unos minutos. ¿Qué dirían de un buen chocolate bien caliente con pastelillos de canela?
Hurri Manker desapareció sin aguardar su respuesta. Parecía divertirse prolongando el placer, jugando con los nervios de los policías. Volvió con una pequeña bandeja. La dejó sobre la mesa y observó los tubos y el aparato.
—¿No le interesan los símbolos? —preguntó Klemet, hastiado.
Hurri Manker le respondió con una sonrisa burlona. Se lo estaba pasando bien.
—Por supuesto, me interesan. Y me interesarán aún más cuando sepa más acerca del tambor. ¿Debo considerarlo un objeto auténtico o no? Me dirán que puede ser interesante aunque sea falso. Pero, en este caso, no puede analizarse de la misma manera. Y no se puede esperar lo mismo. Así que hay que saber con qué materiales fue realizado, qué madera, qué tipo de piel y qué tinta. Esperen, esperen…, siempre hay que guardar lo mejor para el final, ¿no creen?
Klemet le dirigió una sonrisa crispada.
—Primero la madera. Madera de abedul. Un buen comienzo, ¿verdad? El tambor fue tallado en gran parte en un nudo. Un método tradicional, que denota buenos conocimientos. ¿Ven?, luego vaciaron el nudo en forma de cuenco y lo completaron con una banda de madera sobre la que se tensó el cuero. Es una buena piel, la piel depilada de una cría de reno de un año, aproximadamente. Hembra, según todos los indicios, en la más pura tradición. Nuestro fabricante respetó todas las reglas del oficio. Puedo decirles que procede de la región de Lahpoluoppal, entre Kautokeino y Karasjok. Ahora la tinta. También se trata de un trabajo a la antigua. El color sangre, el sabor y los resultados de los primeros análisis a partir de mis reactivos dejan pocas dudas: con un noventa y cinco por ciento de probabilidades, estamos ante una tinta constituida por savia de corteza de aliso mezclada con saliva. Eso también es bastante tradicional. A veces se utilizaba también sangre de reno, en función de lo que se tenía a mano. Sería necesario un examen más a fondo, pero estoy seguro de que se trata de una textura tradicional.
—¿Es auténtico? —insistió Nina.
Hurri Manker contempló a la joven policía y luego a su colega. Había dejado de lado su mirada burlona. Se concentró entonces en los símbolos. Cuando alzó la vista, los dos policías vieron por primera vez una profunda emoción reflejada en su rostro. Cuando por fin habló, tenía un nudo en la garganta.
—Estamos ante un tambor auténtico. Y no se trata de un tambor cualquiera. De los cientos o miles de tambores que han existido en Laponia, hoy en día solo quedan en el mundo setenta y un tambores, setenta y un tambores conocidos, censados, inventariados y autentificados. Los conozco todos, de memoria. Algunos están en manos de coleccionistas, otros en museos y otros han desaparecido. Pero, a pesar de ello, tenemos descripciones precisas de los mismos. Y puedo asegurarles —dijo en un tono pausado y solemne— que nos hallamos en presencia de un septuagésimo segundo tambor.
Alzó la cabeza, y los policías vieron lágrimas en sus ojos.