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Lunes, 24 de enero

21.50 horas. Kautokeino

Las nuevas órdenes de Rolf Brattsen se ejecutaron con ejemplar celeridad. Brattsen había sido muy claro. Nada de retrasos. Acción rápida e impactante. Se requerían resultados. ¡A por ellos! De haber podido, habría armado a sus policías, pero consideró que eso sería llevar las cosas demasiado lejos. Según las informaciones reunidas, Olaf Renson aún se hallaba en Kiruna. A Brattsen le pareció inútil alarmar a sus colegas suecos. Eso no haría más que complicar las cosas, y él odiaba la burocracia y a los burócratas casi más que a los samis y a los pakistanís. Sería mejor esperar a que Renson volviera a Kautokeino. La sesión del Parlamento sami había terminado ese lunes por la tarde. Brattsen se informó discretamente. Renson, por lo tanto, estaría de vuelta en Kautokeino a la mañana siguiente.

Dos equipos habían ido a tomar posiciones para estar en condiciones de atrapar a Johan Henrik al día siguiente, antes de que se marchara al vidda. Habían acampado lo más cerca posible de sus tierras y estarían al pie del cañón por la mañana. Se imponía la discreción. De todas formas, Brattsen no esperaba que los ganaderos ofrecieran resistencia. Contaba con el respeto de los samis a la autoridad. El único que podría causar problemas sería Renson. Ese cabezota sería capaz de alertar a los medios de comunicación y de adoptar su pose indignada, como tan bien había sabido hacer cuando en su momento se le había arrestado por el atentado con explosivos en un yacimiento minero en Suecia.

Si todo salía bien, Rolf Brattsen podría poner entre rejas a los dos samis el martes. Antes de lo previsto. Eso es un buen trabajo, se dijo. El viejo Olsen no se había equivocado. Y si todo seguía como estaba previsto, si allá en la tundra el francés y Aslak trabajaban con tanta eficacia como él, pronto sería rico…

22.10 horas. Laponia central

Aslak y el extranjero regresaron a su campamento tras aquella nueva jornada, más larga que de costumbre. El francés se había aislado en un rincón de la tienda y observaba las piedras que había traído. Tomaba notas en un cuaderno, consultaba los mapas, hacía marcas en ellos, hojeaba un libro, observaba las piedras con lupa, las medía, anotaba más cosas y no dejaba de maldecir ni un momento.

Aslak no conocía la ciencia de las piedras como aquel hombre poseído, pero sabía cuáles eran lo bastante blandas como para ser esculpidas. Sin embargo, prefería trabajar el hueso de reno. Lo había aprendido de su abuelo, que los acompañaba en las trashumancias. Entonces el anciano ya no era capaz de ayudar en el trabajo con los renos. Se pasaba el día en el campamento, cubriendo a diario dos etapas de distancias muy variables, a voluntad de los animales. La familia llevaba a cabo esas trashumancias dos veces al año: en primavera, cuando las manadas abandonaban el vidda, la Laponia interior, tras el nacimiento de las crías, para remontar hacia el norte, hacia la costa, hacia los verdes y ricos pastos de las islas del Gran Norte. Los renos huían del calor del vidda y de los mosquitos, que los volvían locos. El viaje tras los renos podía durar un mes. El camino a la inversa se recorría en otoño. Los pastos de verano estaban agotados y la manada encontraba naturalmente el camino hacia el vidda. La pitanza de invierno era escasa. Liquen. Aceptable para los renos solo porque estaba empapado de nieve.

Aslak recordaba haber vivido durante esas largas y lentas trashumancias en un estado que no había vuelto a experimentar desde que se había hecho un hombre. Uno de los jóvenes pastores que a veces iban a verlo utilizó la palabra felicidad. Aslak no entendió qué quería decir. Solo sabía que de niño había aprendido del abuelo todo cuanto es importante en la vida de un hombre.

Su anciano abuelo tenía grandes dificultades para caminar, pero durante los largos días de espera en el campamento, cuando los pastores vigilaban a lo lejos las manadas en los pastos de la etapa, el abuelo daba a veces cortos paseos. Un día, se llevó a Aslak a la cumbre de una montaña. No era muy elevada. Su cima era plana. Pero desde lo alto se podían ver las otras montañas hasta donde la vista alcanzaba. Aslak aprendió a quererlas ese día, cuando su abuelo le dijo: «Ves, Aslak, esas montañas se respetan las unas a las otras. Ninguna trata de ser más alta que las otras para hacerles sombra o para ocultarlas o para decir que es más bonita. Desde aquí podemos verlas todas. Si vas a la montaña de allá abajo, será igual, también verás todos los montes alrededor». Su abuelo nunca había hablado tanto. Su voz era tranquila, como siempre. Un poco triste, tal vez. «Los hombres deberían hacer como las montañas», dijo. Aslak no respondió nada. Miró a su abuelo y contempló el paisaje que se extendía en esa zona. Las lánguidas montañas de Laponia nunca habían sido tan bellas. Las infinitas extensiones de brezos, con sus tonos de fuego, sangre y tierra, centelleaban y crepitaban llenas de vida bajo los rayos del sol. Su abuelo cogió un asta de reno que se había encontrado por el camino. Sacó su cuchillo y empezó a tallarla. Se quedaron en silencio durante horas en la cima de esa montaña. Al fin, le mostró el asta a Aslak. Había grabado sus iniciales y la fecha de ese día. Luego clavó el asta entre dos grandes piedras. Estaba cansado. Antes de descender hacia el campamento, tomó a Aslak de la mano y le dijo: «Así, cuando haya muerto, los hombres podrán decir que pasé por aquí este día con mi nieto».

Kautokeino

Klemet y Nina se habían retirado al salón. Creían la versión de Berit. La granja y el gumpi de Mattis habían sido registrados y no se había encontrado el tambor. Al volver a la cocina, les aguardaba café recién hecho y una nueva vela. Berit se había secado las lágrimas. Tenía los ojos hinchados. Klemet la conocía lo bastante como para saber que debía de estar atormentada. Se acercó a ella y la tomó de los hombros.

—Berit, ¿por qué dijiste una hora falsa a la policía? Sabes que está mal mentirle a la policía…

Berit lo miró con unos ojos inmensamente tristes.

—Mattis era como un hermano pequeño para mí. Cuando yo era jovencita, ayudé a su madre a traerlo al mundo. Nuestras familias se criaron juntas. Cuando estaba en su gumpi, en el vidda, a veces venía a mi casa a tomar un bocado. Dormía en la habitación de arriba. Era más práctico para él que volver a su granja, que cae muy lejos. Le lavaba la ropa. Le daba de comer. Lo escuchaba. Sabía que yo no lo juzgaría. Aquí encontraba un poco de paz.

Klemet asintió con la cabeza.

—Berit, nos gustaría saber exactamente a quién vio Mattis durante los días precedentes a su muerte. Esto podría ser importante para dar con la persona de la que habló justo antes de marcharse.

Nina extendió el juego de fotografías que había traído del despacho. Seleccionó las de los protagonistas de los dos casos, que ahora, con toda certeza, ya no eran más que uno. El ladrón había sido identificado. Quedaba por saber si Mattis había actuado solo. Nina extendió las imágenes; los rostros se sucedían. Mattis. Ailo. John. Mikkel. Johan Henrik. Olaf. El pastor. Helmut, del Centro Juhl. La propia Berit. Y Aslak. Faltaba aún una foto de Racagnal. Nina había añadido un retrato de Sofia. Y para ser exhaustiva, también de la mujer de Aslak y de Johan Mikkelsen, el periodista de la NRK.

Berit contempló las fotos en silencio un rato. Klemet y Nina espiaban sus reacciones, pero la anciana parecía sobre todo triste. Tocó la de la mujer de Aslak.

—Pobre mujer…

Siguió mirando las fotos. Meneó la cabeza.

—No sé qué deciros. Mattis conocía a todo el mundo. A Helmut, para el que a veces hacía tambores pequeños para los turistas. Ya veis, siempre los tambores. No lo podía evitar, el pobre. Qué decir del pastor: Mattis no era practicante y aún menos creyente, pobre. Y mira que eso lo habría ayudado. Vivía en su mundo, creía que todas las cosas tenían un alma, hasta la roca más pequeña, los árboles, todo.

Berit se santiguó, por reflejo. Apartó las primeras fotos y siguió con las otras. Guardó el retrato de Aslak deslizándolo lentamente, sin quitarle la vista de encima. Cogió el de Olaf.

—Con Olaf no se trataba mucho. Creo que Olaf despreciaba un poco a Mattis. O que le parecía demasiado…, demasiado lejano. Mattis participó un día en una reunión política de Olaf. Esas cosas le interesaban, esas historias sobre Laponia, sobre la autonomía y sobre los valores lapones. Eso le gustaba, me lo dijo. Creo incluso que votó a Olaf en las elecciones al Parlamento sami. Pero Olaf necesitaba que Mattis repartiera panfletos en los mercados, y Mattis casi siempre se olvidaba de ir. Olaf se hartó. Empezó a criticarlo, a decir que, contentándose con sus tambores, hacía el juego a los políticos que querían recluir a los samis en un parque de atracciones cultural para turistas. Recuerdo la expresión, porque me pareció una maldad.

Guardó la foto de Olaf sobre la de Aslak y tomó la siguiente, Ailo. Antes de que empezara a hablar de nuevo, Nina le sujetó la mano.

—Berit, no has dicho nada sobre Aslak… Y, sin embargo, eran bastante próximos, ¿no?

Berit puso cara de niña pillada en falta y sus párpados cayeron un poco más sobre sus ojos.

—Oh, Aslak, sí, por supuesto, se conocían. Se respetaban. Se veían en el vidda, eso es todo.

Volvió a coger la foto de Ailo, como si quisiera abreviar sus comentarios acerca de Aslak. Nina se sorprendió, pero la dejó proseguir.

—Habría sido mejor si, a ese, Mattis no lo hubiera frecuentado tanto. Con los otros dos, que siempre andan juntos. Ailo Finnman. Él y su familia… Se creen que todo les está permitido. Amenazan a todo el mundo en el vidda, se abren camino a codazos.

—¿Mattis los frecuentaba?

—Frecuentarlos es una manera de hablar. A veces hacían pequeños negocios entre ellos. También les echaba una mano para la selección. Yo le decía a Mattis que no frecuentara a esos, pero él solía hacer lo que le venía en gana. Los otros le vendían tambores en negro. Y también traficaban con mercancías. Nunca quise saber más. Pero tú debes de estar al corriente, Klemet, del trapicheo con esos grandes camiones que permanentemente cruzan Laponia entre Noruega, Finlandia y Suecia.

—¿Sabes dónde estuvo Mattis el domingo, antes de ir a tu casa? Según el GPS, esa noche estuvo en Kautokeino desde las diez. Pero a tu casa no llegó hasta más tarde, ¿verdad?

—Sí, es posible. Ya no recuerdo exactamente la hora. Si esa máquina dice eso, pues será verdad. Pero no sé a quién vio, si vio a alguien. Lo que es seguro es que cuando llegó ya había bebido. No es extraño. Sabía que en mi casa no hay alcohol y que no quiero que se beba aquí. Pero, Dios mío, esa noche… Oh, Dios mío, había bebido y bebido…

Klemet y Nina le dieron las gracias a Berit, que dejó las últimas fotos sobre la pila. Su mirada se desplazó al montón contiguo que Nina había dejado a un lado, con las imágenes de Henry Mons de la expedición de 1939.

—Vaya —dijo—, ¿qué hace ese ahí? —se sorprendió Berit.

Los policías se inclinaron sobre la foto y la aproximaron a la vela.

—¿De quién hablas? —preguntó febrilmente Nina.

—De ese, el del bigote.

—¿Lo conoces? —insistió Klemet.

—No, pero el otro día, al limpiar en las habitaciones de la casa de Olsen por primera vez desde hacía mucho tiempo, vi unos cuadros en su cuarto. Y vi esa cara, que bien podría ser su padre.

El padre de Karl Olsen. Eso explicaría la presencia de aquel hombre en la expedición. Olsen padre ya debía de ser granjero en esa época y debió de haber proporcionado al equipo parte del material, quizá los vehículos o los animales, caballos o asnos. Eso, sin embargo, no permitía comprender su desaparición de las fotos poco tiempo después de la marcha de Niils Labba y de Ernst Flüger, el geólogo alemán. Aunque Karl Olsen aún no había nacido en esa época, quizá su padre le hubiera hablado de la expedición.

—Iremos a visitarle —dijo Klemet—. Ya veremos. ¿A qué hora se le puede encontrar en la granja?

—Oh, por la mañana seguro, porque Mikkel y John van a trabajar en sus máquinas. Van por la mañana, y al viejo Olsen le gusta tenerlos vigilados para comprobar que hacen bien su trabajo.

—¿John y Mikkel? ¿Hace tiempo que trabajan para Olsen? Creía que solo hacían algunos encargos extra en el taller.

—Esos están por todas partes. Ya hace años, sí, años, que rondan también por casa del viejo Olsen —respondió Berit—. Y Mattis iba a verlos a veces a la granja para hacer de mecánico con ellos. Mattis tomaba prestadas herramientas del viejo. Imagino que allí harían sus trapicheos.

El teléfono móvil de Klemet sonó. En la pantalla apareció el nombre de Tor Jensen. El retorno del Sheriff. Klemet se fue al salón y atendió la llamada. Solo duró unos minutos. El Sheriff estaba en Kautokeino, de regreso. No de incógnito, pero casi. Había sabido que se había apartado del caso a la policía de los renos. Quería ver a Klemet esa misma noche. El tono no engañó a Klemet. El Sheriff estaba de regreso y eso le complacía.

Al volver a la cocina, vio que Nina sonreía, resplandeciente. Una sonrisa con destellos de malicia. Y de intensa satisfacción. Sobre la mesita de la cocina, una forma oscura y redondeada descansaba sobre una manta. Klemet lo comprendió a primera vista. Tenía ante sus ojos el tambor, el que Mattis había robado. El que había causado su muerte.