Lunes, 24 de enero
20.10 horas. Kautokeino
Klemet fue el primero que sintió escalofríos en el espinazo. Ordenar los datos había sido más laborioso de lo que imaginaba. El archivo del GPS había sido destruido por el fuego y en parte estaba dañado. Pero había logrado dar finalmente con una cierta lógica y, sobre todo, había podido establecer una lista cronológica de los datos. Luego todo fue bastante rápido. Solo fue necesario trasladar los datos restantes a los mapas. Klemet se había asegurado de que Nina siguiera el mismo proceso y, en media hora, obtuvieron un trazado a grandes rasgos, pero claro. Klemet introdujo a continuación los datos en el programa de posicionamiento geográfico de que disponía la policía. Después de todas las horas que se habían pasado, entre el domingo y el lunes, manipulando aquellas cifras, era súbitamente emocionante imaginarse a Mattis de carne y hueso sobre su motonieve durante los últimos días y horas que habían precedido a su muerte.
La mayoría de las líneas rojas que aparecían indicaban que Mattis había permanecido en los alrededores de su gumpi, sin duda vigilando a los renos. Los numerosos rastros dibujaban unas ondas que alcanzaban los territorios de todos los vecinos, con estancias más prolongadas en el gumpi.
—Para ser un ganadero que tenía problemas con sus vecinos, Mattis pasaba mucho tiempo en su gumpi —observó Klemet—. Demasiado tiempo. Dejaba a sus renos sin vigilancia la mayoría del tiempo; en todo caso, así fue en los días precedentes a su muerte. No es de extrañar que sus vecinos estuvieran hartos.
Nina, la primera, descubrió un trazado que no debería existir. Por lo menos, no en aquel momento.
—¿No dijo Berit que oyó la motonieve hacia las cinco de la madrugada? —dijo.
—A eso de las cinco, sí. Los faros de la motonieve iluminaron su habitación. Y el piloto vestía un mono de trabajo naranja. Y ahora mira de cuándo es el último dato.
Nina amplió el mapa.
—Las cuatro y veintisiete. La última vez que Mattis deja su motonieve frente al gumpi —observó Nina—. Dijo que había estado parte de la noche vigilando los renos.
—Así es —corroboró Klemet—. Así que no pudo estar a la vez en su gumpi y delante del Centro Juhl a las cinco de la madrugada, pues por lo menos hay dos horas de trayecto entre un sitio y otro.
—En tal caso…
—Es tal caso, ¿qué significa esa ida y vuelta a Kautokeino? El domingo por la tarde…
—Por la tarde, o la noche del robo.
—Sí, la motonieve salió de allí a la una y cincuenta y dos, así que le llevó dos horas y media volver. Teniendo en cuenta la tempestad de esa noche, no sería extraño que hubiera tardado más.
—Conclusión —prosiguió Nina—, eso significa que no pasó la noche cuidando de los renos, como nos dijo.
—Y eso explica que estuviera tan cansado.
Los dos policías observaron de nuevo las rutas.
—¿Y no podríamos considerar que él hubiera dicho la verdad, que otra persona hubiera tomado prestada su motonieve?
—¿Una persona que habría estado antes en el gumpi?
Klemet hizo un mohín.
—A fin de cuentas —apuntó Nina—, tenemos la segunda motonieve con dos personas. No sabemos a qué hora llegaron. Ni cuáles eran sus intenciones. Tal vez fueran ganaderos que habían ido a echarle una mano a Mattis para reunir sus renos. Y se podrían haber peleado por algún motivo.
—Mattis no mencionó ayuda alguna, recuerda, dijo que había trabajado solo toda la noche. ¿Por qué iba a ocultar que recibió ayuda? No tiene sentido. No, solo veo una explicación…
Klemet miró a Nina y vio que ella lo sabía, pero le costaba formularlo.
—¿Te refieres a que Berit se equivocara de hora?
—A que se equivocara o mintiera deliberadamente.
—¿Berit? ¿Mentir? ¡Imposible! ¡Pero quizás oyó otra motonieve a las cinco! La del ladrón.
—Es una hipótesis, es cierto —admitió Klemet—. Pero reconocerás, sin embargo, que la motonieve de Mattis, pilotada o no por él mismo, llegó a los alrededores del Centro Juhl, y, por lo tanto, de casa de Berit, el domingo alrededor de las diez de la noche. Y no se movió de allí en toda la noche. Todo eso plantea muchas preguntas.
Klemet consultó súbitamente su reloj.
—Las ocho y media. Nina, creo que aún tenemos tiempo de hacerle una rápida visita a Berit.
Diez minutos más tarde, Klemet y Nina llegaron a casa de Berit. Los dos policías permanecieron un instante en el coche. El pequeño edificio de madera amarilla se hallaba a unas decenas escasas de metros de la entrada del Centro Juhl. Se veía luz. Berit se acostaba temprano, pero aún estaba despierta. Desde su casa, asomándose a la ventana, se veía bien la entrada del centro, y con claridad. Estaba completamente oscuro, como a las cinco de la madrugada de la noche del robo. También se veía el albergue de juventud, al otro lado de la pequeña carretera. El mismo en el que esa noche se había celebrado una fiesta en la que había corrido mucho alcohol.
Había pilas de nieve junto a los costados del edificio. Parte de la nieve había resbalado del tejado. No obstante, el resplandor de las farolas iluminaba una espesa capa de nieve sobre este. Berit había despejado la entrada, pero no alrededor de la casa, y la nieve casi llegaba a la altura de las ventanas. Su coche estaba aparcado bajo un diminuto tejadillo que protegía también la leña de abedul. Los policías vieron una silueta que pasaba lentamente frente a la ventana de la cocina. Unos rastros paralelos se hundían en un montón de nieve bajo una ventana. Los pasos de Nina y Klemet crujían sobre la nieve cristalizada. La temperatura debía de haber bajado de nuevo alrededor de los treinta grados bajo cero. Klemet llamó a la puerta. Oyeron unos ruiditos y la puerta se abrió.
Berit los recibió, sorprendida. Miró al uno y a la otra y en su rostro acabó por dibujarse una sonrisa al reconocer a Nina.
—No os quedéis aquí; entrad, que dentro se está caliente, o el frío os va a matar.
Los policías entraron y se descalzaron. Berit los condujo directamente a la cocina y les indicó que se sentaran a la pequeña mesa de abeto. Vestía una bonita túnica acampanada de paño azul ultramar. El bajo de la prenda estaba formado por una banda de terciopelo rojo ondulado, como el telón de un teatro. Un fino ribete amarillo la separaba de la tela. Berit llevaba sobre los hombros un fular de colores tornasolados, los colores tradicionales samis: rojo, amarillo, verde y azul. Este le cubría también el busto y estaba cerrado con una joya formada por pequeños discos huecos ensamblados en un motivo regular. El gorro de lana roja, bordeado también con ribetes de amarillo dorado, iluminaba su rostro arrugado y sus ojos marrones, que los párpados cubrían a medias. Berit permanecía de pie, con una mano sobre la otra y una mirada interrogativa.
—¿Café?
Sin esperar su respuesta, se volvió y preparó la cafetera. La cocina estaba modestamente amueblada, al igual que la casita. Klemet adivinó que en la planta superior debía de haber dos habitaciones, como mucho. El salón debía de tener el tamaño de la cocina, o apenas poco más. Un lavadero, sin duda detrás de la puerta, a la izquierda del viejo refrigerador, completaba la distribución de habitaciones. El suelo estaba cubierto de linóleo marrón y los muebles de la cocina eran de abeto barnizado. Los raros utensilios visibles estaban guardados en un lugar que, a buen seguro, les había sido asignado mucho tiempo atrás. Aparte del paquete de café y de un pequeño cesto con dos manzanas, no se veía más comida. Sobre la mesita, un hule encerado hacía las veces de mantel. El hule estaba combado y tenía numerosas señales de cortes. Berit vivía en una pobreza que habría despertado la admiración de la madre de Nina. La débil iluminación ni tan solo transmitía la impresión de una calurosa intimidad, sino que amplificaba en Nina un sentimiento de tristeza y abandono. Berit era una mujer a la que la vida no le había regalado nada y que se contentaba con lo estrictamente necesario. Sin embargo, esa miseria no se explicaba solo por su situación. Su convicción laestadiana no invitaba a hacer ostentación de las riquezas.
Berit les sonrió de nuevo y sacó dos tazas. Cogió un cuchillo y cortó las dos únicas piezas de fruta que tenía en finas láminas, que dispuso sobre dos platos, delante de cada uno de los policías. Encendió una vela y la colocó en medio de la mesa. Se sirvió un vaso de agua. Klemet y Nina habían permanecido en silencio, respetando la solemnidad del instante. Pero sin decir nada, cada uno examinaba también a la anciana, tratando de descifrar, en esa triste cocina, aquel rostro arrugado y bondadoso rodeado de los tornasolados colores de su túnica.
Berit fue la primera en romper el silencio.
—¿En qué puedo ayudaros? ¿Tenéis alguna novedad respecto al asesino de Mattis?
—La investigación avanza —respondió Klemet—. Y espero que puedas ayudarnos, Berit. De hecho, estoy seguro de que podrás ayudarnos.
Berit sonrió, con las manos entrelazadas.
—Lo haré con mucho gusto, si Dios quiere.
Klemet asintió. Con aplomo, sacó un mapa de su mochila. Berit se aproximó con su vaso de agua.
—Mira, Berit, nos dijiste que oíste la motonieve del ladrón hacia las cinco de la madrugada del lunes. Pero no hemos hallado ningún rastro que nos lo confirme. Es extraño. En cambio… hubo ahí otra motonieve unas horas antes, Berit.
Klemet se detuvo un instante. Berit mantenía una sonrisa atenta, pero él tuvo la impresión de que apretaba con más fuerza el vaso de agua.
—¿Ah, sí? ¿Estáis seguros?
—¿Sabes que hubo una fiesta en el albergue de juventud? —intervino Nina por primera vez.
—¿Una fiesta?
—¿Recuerdas qué tiempo hacía esa noche? —añadió Klemet, sin dejarle a Berit tiempo para responder.
La mujer parecía ahora desamparada, zarandeada por la rápida sucesión de preguntas. Puso una mano sobre el respaldo de la silla que tenía frente a ella, como para asegurar el equilibrio.
—Una fiesta, el tiempo… No entiendo nada. Por favor, ya estoy mayor.
Con sus párpados caídos y su aire súbitamente extraviado, daban ganas de apiadarse de ella.
—Berit, dijiste que te despertó el ruido de la motonieve —insistió Klemet—. ¿Has oído llegar nuestro coche esta noche?
—Yo…, sí…, no, no lo sé, creo que no he prestado atención, estaba guardando cosas.
—Berit, esa noche había una tormenta. El viento soplaba muy fuerte. No pudiste oír la motonieve porque la tempestad ahogaba el ruido.
La anciana se agarraba al respaldo, sin responder. Hacía unos extraños movimientos con la boca, como si se mordiera el labio inferior. Pero no respondía. Klemet juzgó que había llegado el momento de ponerla entre la espada y la pared.
—Otra cosa, Berit, sabemos que la motonieve de Mattis estuvo aparcada aquí buena parte de la noche. En concreto, entre las diez de la noche del domingo y las dos y veinte de la madrugada. ¿No te parece raro? También son raras esas huellas de motonieve sobre la pila de nieve, como si alguien hubiera chocado ahí por no haber podido detenerse a tiempo. Es todo un poco extraño, ¿no crees?
—Oh, Dios mío, Dios mío… —se estremeció Berit, mientras depositaba, temblorosa, el vaso de agua sobre la mesa, sin poder evitar derramar algunas gotas.
Nina se puso en pie y asió a la anciana de los hombros. Apartó la silla y la ayudó a sentarse. Berit se dejaba ayudar.
—Berit —le dijo Nina, sosteniendo la mano derecha de la vieja sami entre sus manos—, ¿fue Mattis a tu casa la noche del domingo al lunes?
—Oh, Dios mío, Dios mío…, Dios todopoderoso.
Berit miraba, desesperada, a Nina. La joven trataba de animarla con la mirada y una sonrisa. Berit la miró y miró a Klemet, que se había inclinado sobre la mesa para aproximarse a ella, y volvió a mirar a Nina, que seguía muy atenta.
—Oh, Señor, ayúdame —dijo de repente, y se echó a llorar.
Las lágrimas le brotaron de golpe y abundantemente, y no hizo esfuerzo alguno por contenerlas. Lloraba e invocaba a Dios, meneando la cabeza y apretando la mano de Nina sin darse cuenta. La joven policía se arrodilló junto a ella y le estrechó la mano entre las suyas. Klemet buscó con los ojos un rollo de papel, pero no vio nada más que un trapo y se levantó para cogerlo y tendérselo a la anciana. Esta aún sacudía la cabeza, llorando y sollozando. Nina tomó una esquina limpia del trapo y le enjugó los ojos con delicadeza, con lo que Berit pareció volver a la realidad. Su rostro empapado de lágrimas se iluminó por un instante. Sonrió con tristeza y pasó su mano temblorosa por la mejilla de Nina, mientras sorbía los mocos. Luego miró a Klemet.
—Sí, Mattis estuvo aquí esa noche. Fue la última vez que lo vi.
Estalló de nuevo en profundos sollozos. Los dos policías se miraron. Nina estaba emocionada por la reacción de la mujer. Sus ojos estaban ligeramente húmedos. Klemet le hizo una señal con la cabeza para darle ánimos.
—Cuéntanos, Berit —dijo Nina.
La sami cogió el trapo y se sonó largamente.
—Oh, Señor, Señor…
Su voz ya empezaba a calmarse. Meneaba un poco la cabeza de izquierda a derecha.
—Ese pobre Mattis nunca tuvo suerte. Esa noche estaba desesperado. Y había bebido. Dios mío, lo que había llegado a beber.
—¿Qué sucedió? —preguntó Klemet—. ¿Por qué había bebido?
Berit se enjugó los ojos.
—Es ese tambor, Klemet, ese tambor. Ya sabes cómo le obsesionaban los tambores. Pero con ese tambor del Juhl todavía era peor. Ese era de verdad. Y alguien le metió en la cabeza que podría recuperar el poder del tambor y convertirse en un chamán aún más importante que su padre. Oh, Dios mío, Klemet, Dios sabe que traté de hacerle entrar en razón. Pero esa noche se había dado a la bebida y…, y se marchó. Lo vi de nuevo más tarde. Llevaba una manta que cubría algo y subió al primer piso, a una de las habitaciones. Lo oí cantar, gruñir, gritar y cantar yoiks otra vez. Y se enfadó. Oí el ruido de una botella al romperse y luego llantos. Eso debió de durar dos horas. Era horrible, y no se acababa nunca. En un momento determinado, empecé a preocuparme de veras y subí. Ni siquiera osé abrir la puerta. Miré por la cerradura. ¡Oh, Dios mío, qué visión! Bajé de inmediato —dijo, azorada—. Volví a sentarme aquí y recé, recé mucho.
Berit bebió un trago de agua. Su rostro se serenó. Ya no lloraba.
—Finalmente, bajó. El pobre. Parecía tan desgraciado, tan desesperado… Tenía la mirada extraviada. Creo que nunca lo había visto así. Vino a la cocina y aún estaba medio lloroso. Siguió llorando contra mí, como un niño. Y luego, de repente, se incorporó y me dijo: «En todo caso, si lo quiere recuperar, le va a salir muy caro». Solo dijo eso. Pero pareció tomar una decisión. Recogió sus cosas y se marchó.
Berit agarró el trapo y se lo llevó a la boca. De nuevo fue presa de la emoción.
—Y no lo volví a ver —dijo a continuación bruscamente, con un nudo en la garganta, antes de estallar otra vez en sollozos.
Los policías la dejaron llorar. Nina le tomó de nuevo la mano.
—¿A qué hora se marchó Mattis? —preguntó Klemet.
Berit recuperó la calma.
—Debió de ser cuando has dicho, hacia las dos o las dos y media. Estaba muerta de cansancio.
—Así que se ausentó brevemente hacia medianoche —prosiguió Klemet—. ¿Sabes adónde fue?
Berit lo miró.
—Ya lo sabes, Klemet. Fue al centro, y fue él quien robó ese maldito tambor cuyo poder le habían prometido. Oh, Dios mío, toda esa noche trató de controlar el tambor, yo lo entendí. Quería que lo obedeciera y el pobre no lo consiguió, evidentemente. Estaba destrozado por no estar a la altura.
—¿Sabes de quién hablaba al decir «si lo quiere recuperar, le va a salir muy caro»?
—No, no lo sé. ¡Pero sí sé que eso le mató!