Lunes, 24 de enero
Salida del sol: 09.24 horas; puesta del sol: 13.39 horas
4 horas y 15 minutos de insolación
08.15 horas. Kautokeino
Tor Jensen, alias el Sheriff, era un jefe popular que escuchaba a sus hombres, y su marcha en unas condiciones tan poco claras desconcertó a sus subordinados.
Nadie había tenido noticias de Tor Jensen, y su teléfono móvil estaba apagado o fuera de cobertura. A priori, aún no había regresado de Hammerfest. Todo el mundo había sido convocado antes que de costumbre para unos anuncios urgentes en «interés del servicio». Klemet había pasado parte del domingo revisando una a una las marcas de orejas de los ganaderos de la región y su frustración había ido en aumento. Había probado las combinaciones más disparatadas y al final había terminado por arrojar el manual al otro extremo del salón. Ni siquiera le había apetecido descansar en la tienda.
Nina había empezado a establecer el trazado de las posiciones del GPS de Mattis. La tarea era laboriosa e iba a necesitar aún varias horas. Klemet acababa de explicarle su visita a Sofia la víspera cuando entró Rolf Brattsen. Todos se dieron cuenta de que llevaba una bandeja de pastas secas.
—Todos presentes —constató con tono de satisfacción—. Bien.
Era evidente que disfrutaba de la situación y se regodeaba de ello mientras cogía una pasta y bebía un sorbo de café. La tensión era palpable en la cocina, donde se apelotonaban una quincena de policías y empleados de la comisaría.
—El comisario Jensen ha sido convocado en la dirección regional en Hammerfest, como ya sabéis. En estos momentos sigue allí informando a la dirección y a los responsables políticos. Eso llevará tiempo. Esa es la versión oficial.
Bebió otro sorbo de café y se comió otra pasta.
—¿Nadie quiere una? —preguntó, algo receloso.
Brattsen sabía que no lo tenían en estima. Nunca había entendido el porqué. Era brutal, despreciativo, vulgar, rencoroso, partidista, racista, y Klemet podría haber añadido más adjetivos a la lista. Pero Brattsen se veía solo como alguien directo, tal vez demasiado franco, como admitía de buen grado, pero en todo caso eficaz. Alguien que, llegado el momento, sabía tomar decisiones difíciles. Verdaderamente, le dijo un día a Klemet, la única vez en que habían mantenido una conversación tormentosa, no entendía por qué la gente lo miraba con mala cara. Brattsen era demasiado tozudo para entender esas cosas. Cogió otra pasta.
—Ahora os diré la verdad. A Jensen le han apartado de sus funciones. Out. Bye bye. Time out. Vacaciones. A tomar viento fresco. Unas buenas vacaciones. Y merecidas. Oh, ya veo vuestras caras…, pero volverá, podéis estar tranquilos. Pero una vez que se haya cerrado este caso. ¿Lo pilláis? Esta historia colea desde hace demasiado tiempo. Y nos hemos andado con demasiados miramientos con esos tipos de la tundra. Eh, ¿quién hace las leyes, ellos o nosotros? Seguimos estando en Noruega, ¿no es verdad?
Brattsen aprovechó para dirigirle una mirada burlona a Klemet.
—¿Eh, Klemet? Estamos en Noruega, ¿verdad? ¿O me he perdido yo un capítulo? Qué es esto, ¿un simulacro?
Klemet hervía. Brattsen lo provocaba abiertamente, pero no quería darle satisfacción. A su lado, Nina se agitaba. Fue ella quien hizo estallar la situación.
—No tienes derecho a decir eso, Rolf. Hacemos nuestro trabajo tan bien como vosotros. Hemos investigado por toda la región y hemos recorrido miles de kilómetros. Pero el mundo de los ganaderos es complejo y los samis tienen una cultura diferente de la nuestra. Tenemos que respetarla. Y estamos avanzando. Tenemos motivos para pensar que ese geólogo francés presenta un interés para la investigación y vamos a partir en su búsqueda. Además, es objeto de una denuncia por acoso sexual…
—Acoso sexual… Ah, sí, he hojeado eso. Apasionante. Un caso muy sólido. Los fantasmas de una adolescente agitada por sus hormonas que ha creído ver una mano que la sobaba. Vamos a llegar muy lejos con eso. ¿Qué coño es este delirio? ¿Tenemos un asesinato entre las manos, el robo de ese tambor de los cojones, y venís a darnos la paliza con una chavala de catorce años a la que le han tocado la rodilla, y quizá por casualidad?
Nina se puso colorada de rabia. Se levantó de un salto.
—No digas eso. Eres injusto, Rolf, y además tu comportamiento no es igualitario. A esa muchacha hay que tomarla en serio.
Brattsen la dejó hablar con una leve mueca, como si estuviera contento de haber logrado sacarla de sus casillas. Klemet no vio en ello un buen presagio. Nina prosiguió su discurso.
—Y además no se puede considerar a los samis como vulgares delincuentes. Están protegidos por la Constitución y tienen unos derechos específicos que debemos respetar.
—Muy bien, Nina, veo que asististe a las clases en Kiruna y que estuviste muy atenta; formidable: todo eso nos va a ser de gran ayuda…
Los policías se miraban, sin entender adónde quería llegar Brattsen. Klemet sentía que este prolongaba su placer, pero que había preparado cuidadosamente su discurso y los efectos del mismo. Bastaba ver la manera como marcaba sus pausas. Y la paciencia no era su fuerte.
—Avanzamos, Rolf, avanzamos. Pero se trata de un caso que remite a hechos que ocurrieron hace mucho tiempo, quizá relacionados con una historia de una mina y…
—¡Y bobadas! —la interrumpió Brattsen, frunciendo súbitamente el ceño—. ¡No estamos aquí para escribir un tratado de antropología o yo qué sé qué otra gilipollez! Olvídate de esa historia de la mina y del geólogo, ¡por Dios! Hay que ser ciego para no ver que se trata de un ajuste de cuentas entre ganaderos. Johan Henrik y Olaf están metidos en ello hasta el cuello de una manera o de otra; está más claro que el agua. Así que escuchadme todos: en Hammerfest quieren resultados rápidos, ahora mismo —prosiguió—. Los responsables de Oslo, pobrecillos, están muy nerviosos. Así que vamos a arrear una buena patada a esas ratas. ¿Qué os parece? Hoy es lunes. Antes del miércoles, quiero a Johan Henrik y a Olaf Renson detenidos en esta comisaría y listos para ser interrogados, y que estén aquí los periodistas cuando los traigan.
Llegados a este punto, Klemet sintió que era demasiado. Se puso en pie y descargó un puñetazo sobre la mesa.
—No puedes decidir detener a la gente de esta manera, ¡y menos cuando nuestra investigación nos lleva en una dirección opuesta!
Brattsen ya no lograba disimular su mueca. Disfrutaba de la situación y adoptó una voz melosa.
—Ah, por cierto, he olvidado precisar… Quizá debería haber empezado por ahí, claro… Un olvido. En Hammerfest se ha nombrado a un nuevo comisario interino. Yo mismo. Así que soy yo quien decide, Klemet. Y también decido que, a partir de este momento, la policía de los renos ya no se ocupa de los casos del asesinato y del robo. Evidentemente, superan vuestras competencias. Volveréis a la tundra a contar renos, Klemet, ¿está claro? Y como soy bueno, te voy a ahorrar incluso tener que ir a detener a tus amigos ganaderos.
Ya está, se dijo Klemet. Debía de estar planeando este momento desde el principio. Klemet estaba incluso seguro de que Brattsen había estado dándole vueltas a la mejor fórmula con su mente malvada. Observó su aspecto obstinado. Un puñetazo en los morros, solo una vez, pensó. Pero se esforzó en no dejar traslucir nada. No darle la menor satisfacción a ese cabrón. Sin embargo, sintió, sin ver a Nina, que ella estaba indignada y que debía de estar a punto de estallar, conociendo su temperamento espontáneo.
La sala permanecía en silencio. Los policías se miraban y observaban de reojo a Klemet. Brattsen podía ser el adjunto del Sheriff, pero eso no lo convertía en su sucesor natural. Su puesto de adjunto significaba, sobre todo, que estaba a cargo de ciertas cuestiones de orden puramente público. Sabían que habría sido lógico que fuera Klemet quien asumiera ese puesto de forma interina. Era respetado y competente. Algo había ocurrido. Brattsen aprovechó el momento. Cogió la bandeja de pastas secas.
—Estimados colegas, ¿una galletita antes de volver al trabajo?
Varios policías vacilaron y picotearon en la bandeja antes de salir, para gran satisfacción de Brattsen. Klemet se quedó solo. Brattsen le miró de arriba abajo. Luego, al marcharse, tiró las últimas pastas en la papelera.
Nina estalló en cuanto Klemet se reunió con ella en su despacho.
—¡Por Dios, Klemet! ¿Cómo has podido quedarte sin decir nada? ¡Nos ha humillado! ¡Y nos ha quitado el caso! ¿Y te quedas ahí callado? ¡Parece que estés de acuerdo!
—¡Nina! No te permito que…
—Escúchame, Klemet, desde que empezó este caso me da la impresión de que avanzas como los cangrejos. Como si no te atrevieras a lanzarte.
—Eres injusta, Nina. Yo avanzo sobre hechos. Y eso lleva tiempo. Si quieres acción, vete con Brattsen; él es menos puntilloso que yo. Primero detiene y luego pregunta. Lo confieso, tengo cierta tendencia a tomarme las cosas de otra manera.
—Nunca te he desaprobado, Klemet, pero prefiero decirte las cosas con toda franqueza. Me pregunto si no estarás desmotivado. Y puesto que no quiero callarme nada, me pregunto si en el fondo no te sentirás más a gusto con las historias de ganaderos mientras no se compliquen y no perturben tu tranquilidad.
Klemet se quedó sin aliento ante el ataque de Nina. La colega simpática, sonriente y divertida le lanzaba dardos envenenados. Primero Brattsen y luego ella. ¿Tendría que justificarse ante esa niña mimada que no entendía nada, que lo descubría todo con sus ojazos azules y se permitía juzgarle a él, que se había pateado durante más de treinta años todas las comisarías de la región y había bregado con el caso Palme? Se volvió sobre sus talones y salió del despacho dando un portazo.
Laponia central
Aslak Gaupsara seguía los pasos del geólogo francés por la ladera de la montaña helada. El extranjero a veces le tiraba muestras de rocas después de numerarlas y él las guardaba en su mochila. El francés se encarnizaba con las piedras y las golpeaba con odio, maldecía a menudo en su lengua y emitía nubes de vaho. Perdía los estribos con frecuencia. Ese hombre estaba atormentado. Desde hacía mucho tiempo, Aslak sabía que los extranjeros se interesaban por las piedras de su país. No era ese el primero al que acompañaba. Solo que parecía más nervioso. Aslak había hecho de guía mucho tiempo atrás. También conocía a otros ganaderos a los que algunos extranjeros habían contratado. Hablaban de piedras, de minerales y de minas. Hablaban de riquezas. Hablaban de progreso. Por lo general, esperaban provocar el entusiasmo de los ganaderos samis y se solían sorprender al hallar solo rostros adustos. No lo comprendían. Allí donde ellos veían minas y lo que llamaban el progreso, los ganaderos veían otra cosa. Veían carreteras que les cortarían sus pastos, camiones que asustarían a sus renos y accidentes cuando los animales tuvieran que cruzar las carreteras.
Los extranjeros se encogían de hombros. Hablaban de dinero. Decían que, por cada reno perdido, el pastor recibiría dinero. Pero la mayoría de los ganaderos mantenían el rostro adusto. Entonces los extranjeros se enojaban. Decían que los lapones no entendían la suerte que tenían, que se arriesgaban a perderlo todo, que de todas formas las minas se excavarían.
A menudo, cuando los ganaderos se encontraban para reunir y seleccionar los renos, en primavera u otoño, hablaban de ello. Aslak llegó incluso a recibir la visita de algunos de ellos en su tienda. Olaf fue hasta allí. Y Johan Henrik también. Mattis iba a menudo. Él no lo entendía. Iban a verle pese a que quizás él era el menos afectado por el asunto. Los demás lo sabían. Esa era la razón por la que iban a verle. Se lo dijo. Tenéis demasiados renos. Por eso necesitáis pastos más grandes. Y por eso hay tantos conflictos. Pero le respondían que se necesitaban muchos renos para pagar los gastos, las motos, los quads, los coches, el camión matadero o el alquiler del helicóptero. «No lo entiendes, Aslak —le decían—: tú apenas tienes doscientos renos».
Aslak se los quedaba mirando y decía: «Tengo doscientos renos y vivo. Tengo doscientos renos y no necesito pastos inmensos. Tengo doscientos renos y los vigilo. Siempre estoy con ellos. Las hembras me dan la leche. Me conocen. Mis renos se quedan a mi lado cuando me acerco a ellos. No necesito pasar días y días buscándolos por todas partes por la tundra. Mis esquís y mis perros me bastan. ¿Soy peor pastor porque tengo menos animales o porque no tengo motonieve?».
Al decir esto, Aslak veía a menudo un velo triste que ensombrecía el rostro de los otros pastores. Se quedaban en silencio. Los más veteranos recordaban que también ellos habían conocido esos tiempos. Los más jóvenes decían que también les gustaba su motonieve. Que les gustaba poder ir a pasar una noche en el pueblo, el sábado, cuando trabajaban de firme. Que en esos casos la motonieve les iba bien. Aslak meneaba la cabeza. Guardaba silencio. Los jóvenes pastores también guardaban silencio. A veces, sin embargo, volvían a verle. Simplemente para entender cómo eran las cosas antes. Algunos lo temían. Y a pesar de ello iban a visitarlo. Esos se quedaban a distancia. Pero Aslak veía que lo observaban de lejos cuando esquiaba con sus renos. Se quedaban mucho tiempo, hasta que el frío los expulsaba del lugar.
Kautokeino
Alguien estaba llamando a su puerta. Nerviosamente.
—¿Qué sucede? —gritó Klemet, que seguía de mal humor.
Nina entró, se plantó frente a él con las piernas abiertas, las manos en las caderas, el ceño fruncido y la mirada decidida. Se había vestido con el mono y llevaba su mochila y otra bolsa en bandolera. Parecía preparada para salir.
—¿Te vas a sumar a Brattsen o vas a perseguir renos? —le preguntó él con tono de reproche.
—Coge tus cosas, Klemet, todo; nos vamos de misión. No tenemos por qué quedarnos aquí con Brattsen vigilándonos. Date prisa. Te espero en el garaje.
Salió tan deprisa como había entrado. Klemet levantó la vista al cielo. Justo había empezado a repasar los últimos conflictos entre ganaderos, algo que había dejado de lado tras el robo del tambor y la muerte de Mattis. Más por rutina, para recuperar el aplomo, que por un verdadero deseo de volver a dedicarse a esos asuntos. Pero estaba indeciso. Despreciaba a Brattsen, mas este había logrado maniobrar con agilidad. Klemet tecleaba en su ordenador. Con demasiada agilidad incluso para un tipo como Brattsen. Klemet pensó por un instante en prevenir a Johan Henrik y a Olaf. Pronto cambió de opinión. Eso no haría más que agravar su situación. Y también la suya. Klemet descargó unos puñetazos a ambos lados del teclado. De todas formas, era inútil quedarse allí plantado sin hacer nada. Nina tenía razón. Era mejor ir a trabajar sobre el terreno, puesto que esa era la orden que les habían dado.
Recogió sus cosas y, diez minutos más tarde, se reunió con Nina en el garaje. Ella no había perdido el tiempo. Había llenado las garrafas de agua, ordenado el maletero del coche y cargado material limpio para dormir. ¿Qué tenía en mente? Nina le señaló el asiento del pasajero sin decir palabra, subió al vehículo y arrancó de inmediato y de forma nerviosa con una marcha atrás. Afuera el sol brillaba de nuevo. La luz era muy viva. Klemet cerró los ojos. Sintió el aire frío que le daba en la mejilla derecha por una rendija de la ventanilla, pero dejó que la gélida corriente le agrediera. La iniciativa de Nina le gustaba porque le permitía escapar de Brattsen. Su ausencia pasaría inadvertida. Era propio de la policía de los renos patrullar permanentemente, lejos de la base. Esa semana tendrían que haber estado de descanso, pero todos los horarios se habían visto trastocados. Podían partir de misión sin problemas durante varios días y contentarse con enviar un anodino mensaje de vez en cuando. Con un poco de suerte, Brattsen no se daría cuenta. Estaría demasiado ocupado. Nina estacionó en el aparcamiento del supermercado y apagó el motor. Estaba pensando en lo mismo que él.
—La cuestión es cómo evitamos tropezar con los equipos que mandará Brattsen —dijo ella—. De lo contrario, es capaz de ponernos en cuarentena.
—Brattsen pondrá toda la carne en el asador con lo de las detenciones. Lo conozco. Es un jabalí. Se lanza al frente sin más. No se toma la molestia de seguir otras pistas al mismo tiempo. Además, sueña con meter en cintura a los samis. Ese gilipollas de mierda debe de estar en el nirvana.
Nina nunca había oído a Klemet hablar así. Debía de estar muy dolido.
—Lo que no entiendo es cómo ese tipo puede llevar aquí tanto tiempo si no soporta a los samis. Me pregunto a quién detesta más, si a los samis o a los pakistanís.
—¿No exageras? Sé que en Suecia se es muy severo con esas cosas, pero…
—¿Exagerar? Ese tipo podría ser el portavoz del Partido del Progreso. Ni siquiera lo disimula. Dios mío, ese partido ha adquirido tanto peso desde hace tanto tiempo con su veinte por ciento en el Parlamento que a la gente ya no le llama la atención. Están adormilados porque se bañan en el dinero del petróleo.
Klemet suspiró sonoramente.
—¿Crees que la destitución de Tor es una cuestión política?
—¿Si lo creo? Estoy convencido. Pero pronto sabré más al respecto, puedes estar segura. En el fondo tienes razón, Nina. Me estaba durmiendo un poco. Me imagino que es porque se acerca la jubilación. Pero no puedo dejar que Brattsen destruya todo cuanto hemos construido. Y además debemos concluir la investigación de esos casos.
Klemet vio que Nina estaba radiante. A pesar de su apariencia sencilla, esa chica era una luchadora.
—Vamos a necesitar un nuevo cuartel general —reflexionó Klemet.
—Se me ocurre uno: ¡tu tienda! Y si no recuerdo mal, incluso tienes unas cuantas botellas que nos darán fuerzas para la tarea. Si aún quedan, por supuesto.
La amplia sonrisa de Nina iluminó su rostro. Le tendió la mano a Klemet, que se la estrechó y le devolvió la sonrisa.
La preparación de las provisiones para la acampada, así como tener que ir a buscar el remolque, las motonieves y las reservas de gasolina, les llevó la tarde entera. Dejaron el coche y el remolque frente a la casa de Klemet y fueron directamente a la tienda. Klemet echó leña y el fuego ardió con rapidez. Aún hacía frío en la tienda, pero Nina ya se sentía bien allí. Klemet había logrado crear una atmósfera verdaderamente cálida. Ella se instaló a la izquierda y sacó de inmediato sus documentos. Klemet se sentó junto a ella y sacó sus papeles. La tienda era lo bastante amplia como para estar cómodos. Klemet sacó almohadas y cajas y organizó unas superficies de trabajo. Conectó su ordenador en un enchufe discretamente oculto. Nina le sonrió, sin decir nada.
—Comencemos por los datos del GPS —propuso Klemet.
Ambos cogieron la carpeta que contenía sus coordenadas. Él extrajo de su mochila un fajo de mapas a escala 1:50 000 y los desplegó frente a ellos. Las dos horas siguientes transcurrieron en silencio. Llenaron los mapas de puntos y trazos rojos. Uno y otro estaban absortos en su tarea y daba la impresión de que habían redoblado sus fuerzas desde que los habían apartado del caso. Y la novedad era que, por primera vez, parecía unirlos una verdadera complicidad.