Sábado, 22 de enero
14.00 horas. Kautokeino
La pick-up de la patrulla P9 descendía por la calle principal de Kautokeino. El sol se había puesto, pero el resplandor, de un azul intenso, se aferraba aún a las cimas de las montañas bajas que rodeaban la pequeña ciudad. La aglomeración urbana seguía las curvas del río Alta, dormido bajo el hielo. En el lado por donde el sol acababa de desaparecer y el azul oscuro del cielo aún se mantenía, la pendiente entre el lecho del Alta y la cima de la montaña ascendía más limpiamente. Esa ladera más abrupta acogía el Centro Juhl, el Villmarkssenter, la nueva escuela superior y la estación de servicio. En cambio, la otra orilla del río ofrecía un territorio más vasto que se elevaba con una suave pendiente hacia la cima opuesta, más alejada y ya sumida en la oscuridad. Esta había cubierto la iglesia y las villas acomodadas diseminadas por esa ladera. También la granja de Olsen se alzaba en un extremo de esa orilla. La gente decía que la granja de Olsen ocupaba el sur y la iglesia el norte. Los samis, que desde hacía mucho tiempo habían habitado sobre todo la otra orilla, también se habían trasladado hacia el este.
Una tarde de sábado normal, la comisaría debería haber estado vacía. El presupuesto de la policía no permitía la presencia continua de los agentes, y los horarios de apertura del puesto eran parecidos a los de cualquier otra dependencia administrativa: se abría de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde, y de lunes a viernes. En verano, era habitual que el viernes por la tarde ya no hubiera mucha gente por allí. Y durante las temporadas de caza del alce o de la perdiz, el ausentismo aumentaba brutalmente. Cuando Klemet empujó la puerta, la comisaría estaba abierta. La noticia de la convocatoria de Tor Jensen en Hammerfest debía de haber caído como una bomba entre el pequeño equipo. Klemet conocía bastante a Johan Mikkelsen, el periodista local y corresponsal de la NRK en Kautokeino, para saber que seguramente no se había equivocado al hablar de destitución. Mikkelsen era un sabueso, conocía a todo el mundo y gracias a sus amistades en el seno del Partido Laborista, que dominaba la región, le llegaban ecos de todas las intrigas. Había pensado llamarlo, pero se contuvo. Vio a la secretaria de la comisaría. Parecía abatida y al verlo le cayeron unas lágrimas.
—Oh, Klemet, Klemet…
Y sollozó. Klemet la abrazó y le palmeó el hombro.
—¿Qué sucede?
—Oh, Klemet —dijo la secretaria con un sentido lamento—, oh…
Y el llanto le cortó de nuevo las palabras en la garganta.
Klemet le dio otra vez unas palmadas en el hombro y avanzó por el pasillo. Nina abrazó a la secretaria y siguió a Klemet. Abrió la puerta del despacho del Sheriff. La estancia estaba vacía, al igual que el bol de regalices. Oyó ruido de voces procedentes de la cocina. Varios policías conversaban. Al ver a Klemet se callaron. Iba a preguntarles algo cuando la puerta de la cocina se abrió de nuevo. Entró Rolf Brattsen con paso rápido, echó un vistazo a la sala y vio una cafetera humeante. Se estaba tomando su tiempo. Klemet desconfiaba de él. Brattsen parecía muy seguro de sí mismo. Los otros policías no retomaron su conversación. Un silencio pesado se había abatido sobre la habitación. En la gran mesa cubierta con un mantel plastificado amarillo había tazas y cajas de galletas. En un plato solo quedaban unas migajas de bollos que algunos agentes picoteaban. Nina rompió el silencio.
—¿Qué le ha sucedido a Tor?
Brattsen, de pie, sostenía su taza con las dos manos y soplaba ligeramente por encima, pero sus ojos iban de uno a otro. Uno de los policías, tras mirar de reojo a Brattsen, alzó la cabeza hacia Nina.
—Pues parece que ha empezado aquí. Me refiero a que ha empezado en Kautokeino, no en la comisaría —precisó enseguida, mirando a Brattsen, que seguía soplando el café de la taza que sostenía con ambas manos—. Tor se ha marchado esta mañana a Hammerfest. Al parecer, todo ha ocurrido muy deprisa. Le han llamado a primera hora de la mañana y el jefazo de Hammerfest le ha ordenado que se presentara de inmediato. Por lo que ha dicho, el tono era imperativo. Según cuentan los colegas de Hammerfest, detrás hay un tema político. Sucedió ayer tarde durante una reunión del consejo regional. Fue totalmente imprevisto. Ni siquiera figuraba en el orden del día. El Partido Conservador, el Partido del Progreso y el Partido Democristiano exigieron explicaciones al Sheriff acerca de la increíble lentitud de la policía en el tratamiento de los casos excepcionales que están mancillando nuestra región antes de la conferencia de la ONU. Es la expresión que parece que utilizaron: «Esos casos excepcionales que mancillan nuestra región» —repitió imitando a un político en la tribuna de oradores.
Calló al ver la mirada de Brattsen.
—¿Los partidos políticos? Pero ¿por qué se meten en esto? —preguntó Nina.
—Se meten en las cosas que les incumben —intervino Rolf Brattsen con un tono seco y dejando bruscamente su taza sobre el mantel amarillo—. En estos dos casos no hacemos más que dar vueltas y más vueltas. Y teniendo en cuenta la conferencia de la ONU, es inevitable que los políticos se pongan nerviosos. Es lo que he tratado de decir desde el principio. Somos demasiado blandos en estas situaciones. Nos andamos con demasiadas contemplaciones con los samis. Somos policías, Dios mío, y no una especie de etnólogos, vigilantes de zoo o mediadores, como algunos tratarían de hacernos creer… ¡Así que habrá que dar un empujón a estos asuntos!
—¿Qué pretendes decir? —continuó Nina—. A mí me parece que sí que estamos progresando, aunque aún no hayamos detenido a nadie.
—¿Ah, sí, estáis progresando? Primera noticia. Todo el mundo se ríe de nosotros, esa es la verdad.
—¿Y qué propones? —replicó Klemet, que no había apartado la vista de Brattsen—. Porque estoy seguro de que te ronda una idea por la cabeza, ¿no es cierto, querido Rolf?
14.30 horas. Kautokeino
El silencio del viejo granjero inquietó a Berit más aún que uno de sus coléricos arrebatos, de los que era especialista. La examinaba de arriba abajo y Berit se sentía transparente, como si Olsen estuviera tratando de penetrar en su alma o en sus intenciones. Bajó la vista al suelo.
—Justo he terminado —dijo con una vocecilla.
Pasó apresuradamente frente a Olsen y este la siguió con los ojos sin mover el resto del cuerpo. Súbitamente, él pareció despertar y volvió la cabeza para continuar mirándola, hasta que sintió un doloroso pinzamiento en la nuca.
—¡Dios mío, qué tonta eres! ¡Lárgate ahora mismo, y ni se te ocurra volver a limpiar aquí! ¡No te necesito!
Berit no quiso discutir y descendió precipitadamente las escaleras. Estaba cruzando el umbral cuando Olsen bajó. Refunfuñaba, pero no se detuvo. La vio marcharse en coche y se fue a la cocina.
Esperaba la visita de Rolf Brattsen para tener noticias frescas. La tarde anterior había tenido que echar mano de todos sus contactos. Incluso había conseguido hacerle entender al Guaperas que remover un poco esa historia era una buena oportunidad para su partido. Le había sugerido insistentemente que se pusiera en contacto con su buen amigo del Partido Conservador allí y en Alta, y que aprovechara la sesión en curso en el consejo regional para tratar el caso. No había dudado en dramatizar un poco, además de halagar al Guaperas como era debido, dejándole entrever que, a las puertas de las elecciones municipales, tal vez él no pensaba en encabezar la lista de Kautokeino. El otro entendió el mensaje y empezó a hablar con autoridad, como si fuera ya alcalde de Kautokeino. Habla, habla, pensó Olsen mientras se obligaba a escuchar sus vacías propuestas con fingido entusiasmo. Sin embargo, antes de que el otro se lanzara al teléfono para echar mano de sus contactos, le había recomendado que fuera prudente. Lo ideal, había sugerido con firmeza, sería que la pregunta en el consejo regional la presentara el Partido Conservador. Evidentemente, el Guaperas no había entendido por qué debía avanzar a hurtadillas. Olsen no esperaba tanto de él. «Así verás las reacciones que provoca. Si reacciona en nuestro favor, sacas la artillería pesada y estarás en primera fila para ponerte los laureles, porque aportarás una solución».
Olsen a punto estuvo de quitarse su máscara afable cuando el Guaperas lo contempló con su mirada boba y extraviada. «¿Una solución?, pero ¿qué solución?», le preguntó en tono de súplica.
«Ya te lo explicaré más tarde —replicó, evasivo, Olsen—. Pero si fracasa, la opinión pública se lo echará en cara a los conservadores, ¿lo entiendes? ¡Y tú salvaras el pellejo!».
El otro lo entendió de inmediato. Sobre todo la parte que se refería a salvar el pellejo. Y Olsen tenía que reconocer que el Guaperas había reaccionado acto seguido con eficacia y como un rayo. Supo transmitir el mensaje y, al llegar al turno de preguntas, antes de concluir la reunión, se lanzó la flecha. Dio en el blanco incluso con mayor puntería de lo que Karl Olsen había esperado. El viejo se frotó las manos, satisfecho, durante más de media hora, solo en la cocina, después de colgar el teléfono. Se reía solo y se masajeaba la nuca. Le habían dicho que el tipo del Partido Conservador se había encendido en la tribuna con mayor virulencia aún, puesto que media hora antes un concejal laborista le había desairado por la historia de la financiación de una asociación. El resto se había sucedido a las mil maravillas. Ahora había que pasar a la segunda parte del plan. Se frotó la nuca con mayor vigor y consultó su reloj, maldiciendo por el retraso del burro de Brattsen.
18.30 horas. Kautokeino
Klemet se había quedado con las ganas. Le habría gustado averiguar qué ocultaba realmente Brattsen en su interior. Qué tenía en verdad en mente para resolver el asunto, como decía él. Brattsen se hizo el indignado y se marchó de la cocina. Luego todos volvieron a sus casas. Habría que esperar al lunes por la mañana para tener noticias. Klemet y Nina tenían todo el fin de semana libre. Retomarían la investigación el lunes, una vez que todo se hubiera aclarado con el Sheriff. Klemet quería invitar a Nina a hacer algo para cerrar esa intensa semana, pero aún no se sentía listo para invitarla de nuevo a su tienda. No tras el patinazo de la otra noche.
—Nina, ¿te apetece ir a comer algo al Villmarkssenter?
—Estoy muy cansada, Klemet. Esta noche, no. Me voy a ir directamente a dormir. Me llevo una parte de los datos del GPS y te dejo la otra. ¡Hasta el lunes!
Klemet se encontró solo en la comisaría. Estaba acostumbrado a ello. Desde su juventud. Con el paso de los años, había transformado la dureza de la soledad en fuerza. Había comprendido. Solo podía contar con él mismo. No con los demás. Llevaba el timón de su vida. Los otros le tomaban por un solitario, como una especie de oso. Él no se veía así. Incluso creía ser más bien sociable. Hablaba con la gente. Pero no le suponía un problema que se tuviera esa imagen de él.
Pensó a quién podría llamar esa noche para tomar una copa en la tienda. Pensó en Eva Nilsdotter. No para invitarla, le quedaba demasiado lejos. Solo para charlar un rato con ella. Menuda mujer. ¿Quién más había? Apagó la luz de su despacho y se quedó un instante en el pasillo. Abrió la puerta de enfrente que daba a la sala de mapas y al congelador donde se acumulaban las pruebas recogidas durante las patrullas. Abrió un cajón. Las dos orejas congeladas de Mattis estaban cada una en su bolsa de plástico, etiquetadas y atadas la una a la otra con una cuerda. No era probable que las confundieran con las orejas de reno que se apilaban por docenas, se dijo Klemet. Las sacó y las examinó desde diferentes ángulos, pensativo. Las guardó de nuevo en el congelador y salió de la habitación. Volvió a su despacho y cogió de la estantería el manual de marcas de ganaderos. Sería una buena lectura para el domingo. O quizá para esa misma noche. Estaba cansado. No llamaría a nadie.
El resplandor azulado había desaparecido completamente del cielo cuando Klemet cruzó la carretera a pie. Sobre el fondo negro opaco de la bóveda, unos destellos verdosos flotaban ligeramente en la zona de la iglesia. No estaban a mucha altura y parecían surgir de la montaña. Quizás allí la noche sería agitada, se dijo Klemet.
Unos minutos más tarde, ya estaba abriendo la puerta del Villmarkssenter. Había dudado si ir allí solo, pero quería charlar un rato con Mads para tener noticias de su hija. El restaurante se hallaba bastante concurrido, como era habitual los sábados. En el lugar más alejado de la caja, la mesa grande estaba ocupada por una veintena de hombres. Klemet reconoció a los obreros de una cantera situada a lo largo de la frontera finlandesa. La cena de los sábados siempre era la misma, lonchas de reno con rebozuelos y patatas. Otras dos mesas, dispuestas junto al ventanal que daba a Kautokeino, estaban ocupadas por familias samis. Todas las generaciones se habían vestido con el traje tradicional. Otros clientes ocupaban las mesas restantes. Unos músicos preparaban los instrumentos y el equipo. Mads salió de la cocina y saludó a Klemet en cuanto lo vio. Klemet fue a sentarse a la mesa más próxima a la caja. Aparte de los obreros de la cantera, conocía a todo el mundo. Las dos familias procedían de una misma siida al oeste del pueblo. Tres generaciones ocupaban la misma mesa. Se trataba de una comida festiva, puesto que los hombres habían regresado solo para pasar la tarde antes de retornar al vidda. Volvían para ducharse, poner gasolina en la motonieve y rellenar los bidones y hacer las compras para la semana que pasarían de nuevo en el gumpi. Para saludar a su mujer. Dar un beso a los críos. Klemet miraba a los chavales. Dos de ellos tenían, aproximadamente, la misma edad que tenía él cuando había comenzado el internado en Kautokeino. Siete años. Cuando lo sumergieron en un mundo desconocido en el que gente desconocida le hablaba en una lengua desconocida. Miró por el ventanal. Las luces de Kautokeino brillaban a sus pies. El pueblo se extendía por el valle. La iglesia, a su derecha, aparecía resaltada por unos proyectores. Desde allí no podía verse el internado. Se hallaba justo debajo, detrás del centro del pueblo, cerca de la orilla del Alta. Klemet, sin embargo, no necesitaba tenerlo presente para poder ver cada rincón.
Mads le sacó de sus pensamientos. El dueño del hotel restaurante deslizó un plato de lonchas de reno ante él. Puso dos cervezas sobre la mesa y se sentó frente al policía. Los dos hombres brindaron en silencio. Klemet dejó la copa sobre la mesa y empezó a comer y a saborear las setas, que se derretían en su lengua. Meneó la cabeza. Mads tendió su copa hacia él para devolverle el saludo.
—¿No está Sofia?
—Está en su habitación.
—¿Cómo se encuentra?
Mads reflexionó, cabeceando ligeramente a derecha e izquierda, como si sopesara su respuesta. Tenía un poblado bigote castaño, atributo raro en la región, el rostro redondo y era calvo. Se rumoreaba que quizás uno de sus abuelos era italiano.
—Creo que está algo mejor. ¿Qué día vinisteis? Hoy es sábado…, así que fue…
—El jueves.
—Sí. Se pasó todo el día encerrada, no comió nada. Dios mío, Klemet, ni por asomo sospeché que…
—Lo sé.
—Ayer por la mañana, lo mismo. Me pregunté si tendría que mandarla a la escuela o no. Pensé que quizás era mejor mandarla al colegio y que no se quedara aquí viéndolo todo tan negro.
Klemet asintió con la cabeza mientras masticaba.
—Bien hecho —dijo con la boca medio llena.
—Eso creo. Al volver por la tarde ya se encontraba mejor. Y luego se pasó toda la tarde en casa de una amiga del cole, y esa misma amiga se ha pasado hoy todo el día con ella. Por lo que se ve, hablan mucho. Parece que se cuentan sus secretos, pero hablan.
—Eso es bueno.
—Y al tipo ese…, al francés…, ¿lo habéis pillado?
—No, aún no. Está en algún lugar del vidda, haciendo prospecciones, pero no sabemos exactamente dónde. Le estamos buscando. Acabaremos por atraparlo. Aunque prefiero prevenirte. Nina se ha indignado y por descontado tiene razón, pero si el tipo dice que no pasó nada, no podremos hacer gran cosa.
Mads meneó la cabeza y bebió un trago de cerveza. Los primeros acordes de guitarra resonaron en la sala. Klemet apartó el plato vacío.
—¿Puedo ir a saludar a tu hija?
Mads se puso en pie, cogió el plato de Klemet y las copas. Llevó a Klemet a la cocina. La mujer de Mads estaba vaciando un lavaplatos. Klemet también vio a Berit pelando patatas. La saludó al tiempo que pensaba que el lunes tendría que ir a verla. No le pareció conveniente prevenirla. Era inútil preocuparla. Entraron en la parte privada del edificio. Mads llamó a una puerta. No se oyó respuesta alguna. Llamó más fuerte. La puerta se abrió y Sofia asomó la cabeza con aspecto de estar molesta y luego pareció desconcertada al ver a Klemet.
—Hola, Sofia.
—Hola.
—Solo quería saludarte.
Sofia seguía en el umbral de la puerta, asomando la cabeza. Sonrió.
—Vale. Ya está. ¿Puedo volver con mi amiga?
—¿Puedo hablar un minuto contigo?
Sofia exhaló un suspiro.
—¡Vale, vale!
Se volvió.
—Regreso en un minuto.
Aparentemente, no atrajo la atención de su amiga, que debía de escuchar música, porque gritó de nuevo:
—¡Ul-ri-ka! ¡Vuelvo en un minuto!
Luego Sofia salió al pasillo. Conservaba la mano en el pomo de la puerta y la mantenía entreabierta.
—¿Es la hermana pequeña de Lena, la que trabaja en el pub? —preguntó Klemet.
—Sí. ¿Qué quieres?
—Solo quería saludarte.
—Os dejo, si queréis —dijo Mads—. Vuelvo al comedor.
Sofia vio cómo su padre desaparecía por el pasillo.
—¿Ya han atrapado a ese cerdo?
—Aún no, Sofia, pero estamos tras su pista. Está en el vidda y, como puedes imaginarte, no es fácil localizarle. Pero daremos con él para interrogarle.
—¿Para interrogarle?
—Sí, para oír su versión.
—¿Por qué? ¿No les basta la mía?
—Bueno…, no, tenemos que escuchar a todo el mundo, y luego decidimos. Vamos, que es el juez quien decide. Y claro está, eso si la cosa llega hasta el juez. Pero…, cómo decírtelo…, tienes que saber que este tipo de casos… son un poco complicados.
—No veo qué es tan complicado —lo interrumpió Sofia—. Ese tipo es un cabrón. No sé dónde está la complicación. Francamente.
—Sofia, la justicia es así. Solo prefiero prevenirte. Nos tomamos muy en serio este caso, te lo aseguro. Nina está tan furiosa como tú.
—Ah, ¿y usted no? —dijo Sofia con aspereza.
—Sofia, escúchame, solo temo que, para un juez, el hecho de que te manoseara no baste para que vea en ese tipo a un cabrón al que hay que condenar.
Sofia cambió con brusquedad de expresión. Miró rápidamente de reojo hacia la habitación y cerró la puerta con suavidad. Estaba ahora justo debajo de la nariz de Klemet. Con el mentón casi en horizontal para mirarle justo a los ojos.
—Ese tipo es un cabrón. ¡Un cabrón! Tienen que atraparlo y meterlo en la cárcel.
Se volvió sobre sus talones y desapareció en su habitación. La puerta se cerró de golpe. Klemet se quedó atónito. Y perplejo. ¿Había obrado con poco tacto? Klemet nunca se sentía cómodo en ese tipo de casos, tenía que admitirlo. Quizá debería decirle a Sofia que también él se lo tomaba muy en serio. Puso la mano en el pomo. Titubeó. ¿Tenía que disculparse o no? A Klemet no le gustaba disculparse. Pero era una chiquilla. Podía hacer un esfuerzo. Ningún adulto sería testigo de ello. Inspiró profundamente y apretó el pomo. Titubeó de nuevo. ¿Se lo habría contado todo Sofia? ¿Habría llegado el francés más allá de sobarla? ¿Sería Ulrika quien la había encendido? Klemet aflojó despacio la presión de la mano. Miró el pomo. Hablaría de ello con Nina.
Volvió al restaurante. Una melodía folclórica llegaba desde el comedor. Berit seguía pelando patatas. Trabaja de la mañana a la noche, se dijo Klemet. No era mucho mayor que él, pero pertenecía a una generación sacrificada que no había tenido acceso a la educación. Berit debió de sentir su mirada en la nuca, porque se volvió. Vio al policía, lo miró, lo saludó con un gesto de la cabeza y siguió pelando patatas.
Klemet atravesó la sala. Mads recogía la mesa de los obreros. Los hombres miraban a los músicos y hablaban entre risas. Los chiquillos daban palmas. Klemet cogió su parka en la entrada y salió a la calle.
Un grupo de jóvenes que estaba entrando apresuradamente en el restaurante en el mismo momento lo empujó. El policía se pegó contra la pared para dejarles pasar. Debían de ser una decena. Con ellos iban algunas chicas que decían pestes del frío. Klemet vio que llevaban minifaldas, pese a la inclemente temperatura, debajo de las parkas. Se quitaron las botas forradas y se calzaron unas botas cortas de piel. Los hombres eran en su mayoría jóvenes ganaderos. Ailo Finnman, que parecía liderar el grupo, se llevó a una de las jóvenes a la pequeña pista, justo enfrente de la orquesta, y empezó a bailar, lo que provocó los aplausos de los demás. Klemet vio también a Mikkel. Recordó que quería decirle algo, pero ya no se acordaba de qué era. También estaba allí John, inseparable de él, y además los acompañaban dos jóvenes a los que nunca había visto con ellos; uno se estaba quitando su abrigo de piel, y el otro, su mono manchado de mecánico. Tuvo una iluminación al ver los tatuajes de uno de ellos. El camionero que había hablado como un maleducado a una vieja sami en el cruce. Se acercó a Mikkel, que acababa de quitarse el mono, y lo llevó del brazo a un lugar apartado.
El pastor se sobresaltó; sus ojos no dejaban de mirar la mano con la que Klemet le agarraba del brazo.
—Mikkel, ¿ese tipo del tatuaje es amigo tuyo?
—Eh, bueno, no mucho, solo lo conozco un poco, nada más.
—Si es colega tuyo, le dirás amablemente que vigile su lenguaje la próxima vez que se dirija a personas mayores.
Mikkel pareció tranquilizarse.
—¿Por qué?
—El otro día ibas en su camión, ¿verdad? ¿Tu colega es camionero sueco? El día de la manifestación… ¿No recuerdas qué le dijo a la vieja?
El otro se puso colorado como un chiquillo al que lo hubieran pillado en falta.
—Me gustaría que no le dejaras decir esas cosas. ¿Se lo habrías permitido si se hubiera tratado de tu abuela?
—Se lo diré, Klemet, puedes contar conmigo; te lo juro, no volverá a hacerlo.
Se sintió aliviado de que aquello acabara así; estaba dispuesto a prometer cualquier cosa.
—Eso es, prométemelo, júramelo. Y no te burles de mí, ¿de acuerdo?
Klemet se puso el gorro y salió. En cierta manera, Mikkel le había hecho pensar en Mattis. Pastores marginados que no lograban salir adelante y que en cualquier momento podían venirse abajo. No eran buenos tiempos para ese tipo de ganaderos. Antes de subir a su coche, alzó la vista para ver la aurora boreal. Había ganado volumen y oscilaba sobre la mitad del cielo. Dibujaba motivos extraños. Mensajes enviados desde el espacio, se dijo Klemet. Y tan indescifrables como las orejas de Mattis, pensó al poner en marcha el coche.