Sábado, 22 de enero
09.55 horas. Laponia central
Klemet y Nina no se quedaron mucho tiempo en Kiruna. La ciudad se hallaba en plenos preparativos para acoger a parte de las delegaciones de la conferencia de la ONU. Se estaban instalando vastas tiendas samis que albergarían exposiciones o seminarios. Unos obreros descargaban un equipo de sonorización en el vestíbulo del hotel Ferrum. Klemet y Nina pasaron junto al ayuntamiento de obra vista coronado con una torre metálica. Nina iba descubriendo la capital de la Laponia sueca con los ojos muy abiertos. Ya había estado allí con motivo de su incorporación a la policía de los renos unas semanas antes, pero la llegada del sol le añadía una dimensión incomparable. Consiguió arrancarle una foto a su compañero delante del ayuntamiento, si bien este no parecía muy en forma esa mañana. Tuvo que pedirle tres veces que repitiera la foto hasta obtener una instantánea más o menos encuadrada donde se la veía a ella, el ayuntamiento y, al fondo, la mina.
En cuanto salieron de la ciudad, la tundra volvió a imponerse. El sol brillaba, sin las nubes de la víspera. El resol era intenso allí donde uno miraba, y saltaba de colina en colina. Laponia ofrecía un rostro centelleante hasta donde alcanzaba la vista. Con esa luz, Laponia parecía inmensa. Y su horizonte, infinito. Muy diferente de lo que Nina había conocido en el fondo de su fiordo encajonado, con los abruptos acantilados que caían en picado sobre el mar, los retazos de landas y prados suspendidos sobre el oleaje. Había que ir hasta la entrada del fiordo, frente al mar, para sentir una grandiosidad semejante a la que Laponia ofrecía. Nina se preguntó si la tundra tendría secretos, puesto que había aprendido que el mar los ocultaba. Durante su juventud, no había sospechado nada parecido hasta que su madre evocó los problemas de su padre. Desde que había descendido al fondo del mar no era el mismo. El mar, en apariencia tan previsible, tan entregado, escondía unas fuerzas invisibles que a punto habían estado de matar a su padre.
Nina sacó de su mochila la carpeta que contenía el informe sobre el capote de Mattis.
—Aceite de motor, pero no de la motonieve de Mattis —dijo en voz alta.
—Sí, podría ser de la otra motonieve. Tendremos que ponernos con eso a la vuelta. Habrá que coger una lista de todas las motonieves y de los carburantes y aceites que cada una utiliza. Visitaremos las gasolineras de los alrededores. Quizás así sea más rápido.
—Klemet, ¿qué piensas de eso de la sangre debajo de los ojos?
El policía parecía absorto en la carretera helada y brillante.
—Sangre debajo de los ojos… Orejas cortadas… Cada vez más, parece un crimen ritual, pero…
Klemet dejó la frase en suspenso. Nina comprendió que también él estaba desbordado, como ella.
—¿Has dicho ritual? ¿Tan diferentes son las costumbres de los samis de las de los escandinavos? ¿Hay ritos tan salvajes entre los samis? Siempre me han dado la impresión de ser excesivamente pacíficos.
—Lo son. En general. Me sorprende, incluso, que ninguno de ellos no te haya dicho aún que la palabra guerra no existe en la lengua sami.
Pasaron las horas. Klemet y Nina se relevaban al volante. Tras una pausa, encendieron la radio. Aunque en ese momento se hallaran en Finlandia, la emisora que captaban era noruega. No tardarían en emitir las noticias regionales de la NRK para el Finnmark. Nina sirvió café para los dos.
El presentador comenzó con el parte meteorológico y prosiguió con la noticia de un dramático accidente de circulación en Alta en el que había habido dos muertos, uno de ellos un joven de Kautokeino.
Nina miró a Klemet, que meneó la cabeza al oír el nombre de la víctima.
—Un joven ganadero. Un buen chaval. Menudo drama para su familia.
El presentador de la NRK continuó. Una noticia importante sobre Hammerfest, el puerto gasístico de la región, donde se había realizado una cuantiosa inversión que crearía un centenar de puestos de trabajo. Luego venía la información acerca de los preparativos de la conferencia de la ONU. En paralelo a la misma, tendrían lugar actividades culturales por toda la región. Las asociaciones que querían hacer oír su voz también iban a organizar actos.
—Es difícil imaginar tantas actividades con esta tundra desértica delante —dijo Nina.
Un retazo de cielo comenzó a adquirir un tinte azul ultramar de una rara intensidad. La voz del presentador también cambió de tono al anunciar la siguiente noticia:
«Acaban de comunicarnos que el comisario de Kautokeino ha sido apartado de sus funciones y se le ha convocado con carácter de urgencia en la sede regional de la policía en Hammerfest».
Klemet frenó en seco y Nina derramó su café. Ni siquiera prestó atención al líquido que resbalaba por su mono. Toda ella era oídos, como Klemet, ante ese inusitado anuncio.
«Como informa nuestro corresponsal en Kautokeino, Johan Mikkelsen, esa convocatoria con carácter de urgencia es del todo inhabitual. Al parecer, la dirección regional de la policía ha decidido intervenir debido al robo del tambor de Kautokeino, que aún no ha sido recuperado, a las puertas de la inauguración de la conferencia de la ONU. La exposición de ese tambor tenía que ser el mejor símbolo de la manera en que los Estados nación se reconcilian finalmente con sus poblaciones aborígenes. Y les recuerdo que tampoco se ha esclarecido el reciente asesinato de un ganadero, Mattis Labba, ocurrido también en Kautokeino. Se trata de un crimen espantoso, que ha conmocionado a la población, pues se sabe que la víctima fue torturada y que le cortaron las orejas. Por lo tanto, es comprensible que cada vez sean más las voces que en la región se lamentan de la lentitud policial, y el comisario Tor Jensen es, por supuesto, el primer blanco de esas críticas. Según nuestras fuentes, esa convocatoria anuncia, de hecho, su destitución».
10.00 horas. Kautokeino
Berit Kutsi disimuló su sorpresa. Karl Olsen la había llamado antes de lo previsto cuando se hallaba en el establo. Los sábados solo solía ir allí un par de horas para asegurarse de que el ordeño se desarrollara sin problemas y de que las vacas dispusieran de todo lo necesario. Apenas había acabado de ordeñar cuando el viejo Olsen la llamó a gritos. Berit se apresuró a asomarse a la puerta del establo. Hacía mucho frío, pero la calefacción del establo estaba puesta al mínimo para ahorrar gastos. Berit vestía una vieja túnica de lana azul marino encima del mono. No era una vestimenta muy ortodoxa, aunque sí muy práctica para ocuparse de las vacas con aquel frío. Vio salir del granero a John y a su inseparable amigo Mikkel, vestidos ambos con monos de mecánicos. Los dos jóvenes pastores se sacaban un dinero extra arreglando las máquinas de los agricultores de la zona. Se subieron a una camioneta y se marcharon de la granja.
—¡Por Dios, Berit, a ver si te das prisa! —gritó el granjero.
La pobre Berit corrió hasta la entrada de la casa. Se trataba de un edificio rectangular consistente en un solo bloque de madera amarilla con los marcos de las puertas y las ventanas pintados de blanco. La entrada estaba protegida por un tejadillo de madera moldeada. Berit, que estuvo a punto de resbalar sobre el hielo con sus botas de piel de reno, recuperó el equilibrio como pudo, subió los peldaños de la entrada y cruzó la puerta, feliz de poder refugiarse al calor de la casa. Se quitó las botas y fue hasta la cocina. Olsen la esperaba sentado en su silla habitual.
—¡Cuánto has tardado! ¿Crees que tengo toda la vida por delante? Hay que limpiar todo esto. Espero visitas. Y limpia también arriba, hace años que no has repasado esa parte. Tiene que estar todo listo antes de las cinco. ¡Vamos, no te quedes ahí plantada!
Berit dio media vuelta y fue a la habitación que había detrás de la cocina a buscar la escoba, los cepillos y los productos de limpieza. La vieja casa de madera de Olsen no era muy grande, pero estaba bien cuidada. El parquet y los muebles de la cocina y de la sala eran de madera clara. Las manchas de color las proporcionaban unas alfombras largas y estrechas tejidas por las viejas del pueblo y que se vendían en el mercado. La planta baja era impersonal. No había ni recuerdos ni evocaciones familiares. Los pocos objetos presentes estaban relacionados con las actividades de Olsen: herramientas, materiales, revistas profesionales o piezas que se habían de reparar. El viejo Olsen no solía recibir visitas, y su sala de estar servía más de taller que de salón. De hecho, cuando lo visitaba alguien, hacía que su invitado se sentara en la gran cocina, donde él mismo pasaba la mayor parte del tiempo.
Pronto la limpieza estuvo acabada. Berit ordenó un poco la sala, pero no osó tocar las herramientas ni las piezas desmontadas, pues sabía que el granjero se pondría furioso si movía algo de su sitio. Apiló las revistas y algunos panfletos del Partido del Progreso junto a la televisión.
Berit mostró mayor curiosidad al limpiar el primer piso. Solo había puesto los pies allí una vez en diez años, por orden expresa de Olsen. Fue poco después del fallecimiento de su esposa. Olsen le pidió que fuera a buscar la ropa de su mujer e hiciera con ella lo que quisiera. «Quémala, si quieres, pero quítala de ahí», gruñó. No era un secreto para nadie en el pueblo que la pareja había roto más de treinta años atrás. Marido y mujer dormían en habitaciones separadas desde que se había marchado su único hijo. Este se había ido a estudiar ingeniería en Tromsø y nunca había vuelto para instalarse en el pueblo.
La vieja Olsen aún era más huraña que su marido, una verdadera tigresa, por lo que se decía, intratable, más dura y moralista que una pandilla de predicadores laestadianos en misión redentora. Berit vio entonces algunos retratos familiares y fotos de parientes desconocidos, aunque no por mucho tiempo, de hecho, puesto que Olsen llenó de inmediato una caja con aquellos retratos de rostros severos. «¡Esa vieja zorra ni siquiera quería ver a mi familia en las paredes! —exclamó—. Decía que estaban perdidos para la fe auténtica. ¡Decadentes, los llamaba!». Subió la caja a la buhardilla. «Que se ahoguen todos ahí», espetó al cerrar la puerta.
Berit se acordaba bien de aquel día. Desde entonces no había vuelto a ver nada. Su curiosidad se despertó al constatar que el pasillo de la primera planta y las habitaciones volvían a estar decoradas con algunos cuadros. Estos no tenían nada que ver con los que recordaba. Se trataba de paisajes de la región. Aunque tenía prisa, se detuvo delante de cada uno de ellos. En algunos reconoció ciertas tierras de Olsen: campos regulares y bien cuidados que eran el orgullo de su propietario. En lo alto de la escalera, identificó también la primera cosechadora que había comprado el granjero. Berit limpió el polvo de los marcos. Acto seguido, entró en el dormitorio de la mujer de Olsen. Apenas asomó la cabeza. La habitación estaba casi vacía. Solo había un colchón en el suelo y una pila de cajas en un rincón. Aunque se encontraba desocupada desde la muerte de la esposa de Olsen, parecía limpia. Berit se santiguó y cerró la puerta.
—¿Aún no has acabado? —voceó el granjero desde abajo.
—Ya va, ya va, solo me queda su cuarto.
Berit recorrió el pasillo y empujó la puerta de la habitación de Karl Olsen. El viejo granjero vivía sobriamente y su dormitorio no era la excepción. Nada más abrir la puerta, Berit se topó con la cama de Olsen, imbricada en un mueble de pared a la antigua. Descansaba sobre cajones y se cerraba con una cortina. Los laestadianos tenían prohibidas las cortinas en las ventanas, pero el viejo Olsen había encontrado la manera de eludir las prohibiciones de su esposa con aquella cortina en la cama que lo protegía de la luz del sol que resplandecía sin interrupción durante todo el verano. A Berit no le sorprendía que, tanto tiempo después de la muerte de su esposa, el granjero aún no hubiera cambiado esa costumbre. Era propio de él. Todo por no gastar. El mueble cama estaba pintado y decorado con motivos folclóricos. Berit pasó la bayeta y el paño por el amplio armario de madera clara en el que Olsen guardaba su ropa. Prestó atención a los ruidos de la casa y entreabrió el armario. Los estantes estaban medio vacíos. Algunos jerséis gruesos, camisas de felpa y pantalones vaqueros. Todo estaba bien doblado. A continuación, Berit echó un vistazo rápido a la habitación. Miró en derredor y vio unas fotos enmarcadas en las otras dos paredes. Se aproximó y las examinó. Formaban parte de una galería de retratos o de instantáneas de grupos. Debía de ser la familia Olsen, se dijo, mientras recordaba cómo el granjero había guardado, enfurecido, las fotos de la familia de su esposa dentro de una caja en el desván. Una imagen de su hijo mostraba al chico en la fiesta de fin de curso del instituto. Berit no vio ninguna foto más reciente. Otras instantáneas más antiguas debían de ser de los padres de Olsen. Una pareja también estricta, con el padre que lucía un extraño sombrero de vaquero muy poco habitual para un campesino de la zona. Berit no los había conocido personalmente. Él había sido un extravagante, por lo que se contaba. En otras reproducciones aparecían los abuelos. Berit limpió el polvo de los marcos.
—¡Berit, pedazo de…! ¿Aún no has terminado?
Berit aceleró sus gestos. En cuanto hubo terminado con los marcos y con una estantería que contenía unos pocos libros, miró a su alrededor. Al fondo advirtió una puerta baja que parecía de un armario. Nunca antes se había fijado en ella. Aguzó el oído, se aproximó a la puerta y tiró de ella, sin hacer ruido. Dentro estaba oscuro. Buscó un interruptor. Cuando se hizo la luz, bajo la pálida iluminación descubrió una pequeña estancia. Una mesa muy pequeña y una silla en mal estado arrimada a la misma constituían el único mobiliario de aquel cuartucho. El reducido espacio estaba lleno de cajas, rollos y periódicos viejos. Berit comenzó a limpiar el polvo. Al apartar los rollos, vio un pequeño cofre. Se dijo que el viejo Olsen no debía de fiarse de los bancos. Le pasó la bayeta y siguió limpiando, intrigada por aquel diminuto cuarto. No osó abrir los rollos ni las cajas por temor a que el granjero apareciera silenciosamente. Y eso que no hago nada malo, pensó Berit. ¿Por qué tendría que tener miedo? Se encogió de hombros y continuó limpiando; a continuación, cerró la pequeña puerta. De pronto, vio una silueta que se alzaba frente a ella. Sobresaltada, ahogó un grito: Olsen se hallaba a dos metros. Gracias a sus gruesos calcetines, el hombre había subido en silencio. El granjero la miraba sin decir nada, sólidamente plantado, con las piernas abiertas y las manos colgadas.