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Sábado, 22 de enero

Salida del sol: 09.35 horas; puesta del sol: 13.27 horas

3 horas y 52 minutos de insolación

09.00 horas. Kiruna (Suecia)

Los miembros de la policía de los renos estaban acostumbrados a horarios muy extraños. Y a veces incluso lograban convencer a sus colegas para que se adaptaran a sus necesidades. Su cuartel general estaba situado en el antiguo cuartel de bomberos, un original edificio con una bonita torre, todo de madera pintada de blanco, cerca de la vasta iglesia en madera roja que era el orgullo de Kiruna.

Muchos miembros de la policía de los renos estaban ausentes, ya se encontraran de patrulla por toda Laponia o de permiso. Klemet había preparado café y dispuso los termos en la sala de reuniones, cuyas ventanas daban a la iglesia que estaba previsto desmontar en unos años para trasladarla a la ciudad y así evitar que frenara la explotación del mineral de hierro que había bajo sus pies. Nina hacía fotos desde la ventana, «con una exposición larga», explicó. Aunque se hallaban a cientos de kilómetros al sur de Kautokeino, a esas horas Kiruna aún estaba sumida en la noche polar. El forense llegó a las nueve en punto. Parecía muerto de frío, arrebujado en una enorme parka forrada de piel. Había resbalado sobre una placa de hielo justo antes de entrar y cojeaba y maldecía.

—Tendrías que ponerte los crampones que te regaló tu abuela —le sugirió Klemet.

—Klemet, el día en que comprendas que alguien nacido en Estocolmo no puede rebajarse a ciertas cosas, me ahorrarás tus burradas —respondió con una mueca de dolor.

A Klemet le caía bien el forense. Lo había conocido en Estocolmo en la época en que estaba destinado en el grupo Palme. Pocas veces se había encontrado con alguien con tan pocos prejuicios. Habían tomado juntos unas cuantas cervezas en el Pelikan y en Kvarnen y el médico había intentado que se hiciera seguidor del club de fútbol de Hammarby. A Klemet no le interesaba el fútbol y el médico pronto se dio cuenta de ello. Pero, en su presencia, Klemet no necesitaba ponerse a la defensiva. Por eso para él valía la pena hacer grandes sacrificios y hasta pasar algunas veladas viendo partidos en una pantalla gigante en medio de tipos, incluido el doctor, que vociferaban envueltos en bufandas verdes y blancas.

Fredrik, el representante de la policía científica, no llegó a la hora, aunque eso no sorprendió a Klemet. Había aceptado ir allí a regañadientes, y era propio de él hacer gala de su descontento llegando tarde.

—Ahí está Fredrik —anunció Nina, y lo saludó con la mano desde la ventana.

Klemet consultó su reloj. Apenas cinco minutos de retraso. Cobarde, pensó. Entró y, con un gran gesto teatral, se quitó la bufanda de cachemira y su gorro de piel de camello. Iba muy bien rasurado, olía a loción para después del afeitado de buena calidad y le dirigió una sonrisa seductora a Nina.

—Podemos empezar —dijo, enojado, Klemet mientras miraba un buen rato su reloj—. Aún tenemos mucho camino hasta Kautokeino.

—Oh, ¿no os quedáis esta noche? ¡Qué lástima! —preguntó Fredrik sin apartar la vista de Nina—. Ya han llegado varios grupos para la conferencia de la ONU y esta noche hay un concierto en el centro cívico.

Nina le sonrió educadamente y se volvió hacia Klemet. El forense tomó la palabra.

—Bueno… —dijo al tiempo que abría la carpeta—. Vayamos al grano. Mattis falleció alrededor de una hora después de haber sido apuñalado con un cuchillo de este tipo —deslizó una foto sobre la mesa— y le cortaron las orejas aproximadamente a las dos horas de su muerte. En eso no ha cambiado nada. La segunda oreja, como era previsible, es de Mattis. He hecho unas ampliaciones para que podáis ver las marcas —continuó mientras tendía otras fotos a los policías—. ¿Habéis avanzado en su identificación? —preguntó.

Klemet hizo una mueca.

—La verdad es que había avanzado mucho con una sola oreja. Pero las marcas de la segunda me alejan de la primera pista.

—¿Podrían corresponder a dos ganaderos distintos? —preguntó el forense.

—En principio, las marcas de ambas orejas sirven para identificar a un único propietario —dijo Klemet.

—Pero, en principio, a los ganaderos no se les cortan las orejas, así que tal vez no haya que leer esas marcas desde la óptica tradicional —observó Fredrik, contento de poder poner a Klemet en su sitio.

—Exacto —replicó Klemet sin mirarlo—. La marca de la segunda oreja no nos pone realmente tras la pista de un ganadero en particular, como sí era el caso de la primera oreja, cosa que me hace pensar que tal vez esas marcas no estén relacionadas con el mundo de los ganaderos.

—A propósito de ganaderos y de marcas, tengo los análisis de los cuchillos requisados en el domicilio de Johan Henrik. Hay restos de sangre en todos ellos. Sangre de reno, salvo en un cuchillo, en el que he hallado sangre humana, pero que no pertenece a Mattis.

Deslizó unos papeles frente a Klemet.

—¿Y el GPS? —preguntó este último, impaciente.

—Ah, sí, el GPS —dijo Fredrik incorporándose—. Os lo he puesto todo ahí. He logrado recuperar parte de los datos. Creo que he hecho un buen trabajo.

—¿Qué datos has recuperado? —insistió Nina.

—A grandes rasgos, el registro de las posiciones, que permite reconstruir sus itinerarios a lo largo de los seis últimos meses. Os he impreso el de la semana precedente a su muerte. Si necesitas más, Nina, dímelo.

—Imprime una semana más —dijo Klemet, irritado porque el tipo de la policía científica le ninguneara para dirigirse a su colega—. Y hazlo ahora mismo para que podamos marcharnos de inmediato.

Klemet pudo ver cómo a Fredrik se le ponían las orejas coloradas y se sintió doblemente satisfecho al comprobar que obedecía en el acto y abandonaba la sala.

Sin más dilación, Klemet y Nina se sumergieron en el examen de los documentos. Los datos registrados por el GPS eran someros. El mal estado del aparato no había permitido obtener los mapas, pero sí, por lo menos, los archivos de datos en bruto, de los que se podían aislar las coordenadas y los horarios. Sería un trabajo largo y laborioso. Nada aseguraba que las coordenadas estuvieran completas, y no se podrían hacer una idea hasta trasladar las mismas a un mapa. Fredrik regresó al cabo de cinco minutos con varias hojas grapadas, que arrojó sobre la mesa.

—Ah, me olvidaba: el capote de Mattis. Lo he peinado de arriba abajo. Encontraréis de todo. La lista está en la carpeta, con el resto de documentos. Os interesaba esa mancha de grasa. Se trata de aceite de motor, pero no es el que utilizaba para su motonieve. Y, si no tenéis más preguntas, me retiraré.

Fredrik estaba mosqueado y no lo ocultaba. El código de buena conducta sueco habría exigido que Klemet hiciera un gesto, se excusara, pero la verdad era que no tenía ganas de hacerlo. Los tipos arrogantes y pagados de sí mismos como Fredrik lo exasperaban. Dejó que se marchara sin decir palabra y que Nina se despidiera de él.

En cuanto se hubo marchado, el forense sonrió ampliamente.

—Menudo cabezota eres —le dijo a Klemet—, no cambiarás nunca.

—Ese tipo ni siquiera se da cuenta de cómo se comporta. Para él es algo natural, figúrate. Y menudos aires se gasta. Hasta parece que sea de Estocolmo…

—Ah, ahora sale la mala baba —replicó el forense—. No le hagas caso, Nina —añadió—, ya veo que a ti también te parece que tu compañero exagera, pero tiene cuentas pendientes con cierto tipo de personas.

—¡Qué dices! —se indignó Klemet—. ¡No tengo cuentas pendientes con nadie!

—¡Pues vaya! —exclamó el forense—. En cualquier caso, Nina, tienes que saber que trabajas con un pedazo de policía, un obseso de esos pequeños detalles con los que se resuelven los grandes casos, un monje soldado de la prueba. Klemet, ¿recuerdas las ojeras bajo los ojos de Mattis? Me pediste que las examinara…

—Es cierto —intervino la policía—, a mí también me llamó la atención al ver su cadáver. Esas señales bajo los ojos daban la impresión de que había sido martirizado.

—No eran ojeras, Nina —dijo el forense mirando fijamente a Klemet—, sino restos de sangre.

09.30 horas. Laponia central

Aslak y Racagnal salieron al alba en la misma dirección que el día anterior. Racagnal seguía enviando sus mensajes por radio a intervalos regulares. Esa mañana, tomó el fusil que el propietario del Villmarkssenter le había prestado. Se dijo que uno de los renos que había visto la víspera podría alegrarle el día, a falta de algo mejor.

Antes de partir, examinó un buen rato el mapa y le preguntó a Aslak acerca de un accidente del relieve o del río. El sami tenía, en efecto, un conocimiento casi enciclopédico de la región. Su capacidad de observación era tal que podía, con las pocas palabras que empleaba, describirle la forma de ciertas piedras y su color. Para un geólogo eso no reemplazaba la observación sobre el terreno, pero a Racagnal le había permitido limitar un poco su campo de búsqueda.

Desde que habían abandonado el campamento, Aslak seguía igual de silencioso, pero al francés le traía sin cuidado. Racagnal caminaba como un astronauta. Llevaba un grueso mono forrado y botas de travesía. Su rostro prácticamente desaparecía tras una bufanda. Al igual que solía hacer cuando se iba de expedición, hablaba solo, en voz alta, y veía en Aslak a un público perfecto. El tipo escuchaba y asentía a todo.

—¿Nos zampamos un pequeño reno esta noche, eh, lapón? Nos chuparemos los dedos, ya verás. Sabes, cuando salgo a hacer prospecciones me marcho dos, tres o cuatro semanas. Ya te imaginarás que no me llevo comida para un mes. Un verdadero geólogo sabe apañárselas. A mí, dame una caña de pescar y le doy de comer a un pueblo entero. Pero un pequeño reno nos sacará del apuro. No te molesta, espero. ¿No dices nada? Así está bien. Mira ese clasto. ¿Te molesta si lo rasco un poco? ¿Ves?, voy a coger mi piqueta. ¿Sabes qué es una piqueta sueca? (Luego le daré un buen golpe en todos los morros, toma, cerdo, y listos). Di, lapón, ¿lo has visto? Ese clasto se ablanda enseguida, ¿eh? Ah, ya veo que no sabes qué es un clasto. Pues un clasto es un bloque de roca lleno de minerales, ¿ves? No, no lo ves. Sí, lo ves. Bueno, mira, basta con que me escuches. En todo caso, eso de ahí es un hermoso bloque de roca magmática. ¿Ves cómo brilla? Es cuarzo. Te da igual, ¿no es cierto? Tienes razón, no vale nada. Es bonito, pero no vale nada. Pero el oro de ese cabezota de paleto se encuentra en cuarzos como este. Así que muévete, seguimos. Quiero continuar hasta ese recodo del río y rascar un poco en los alrededores. No nos queda mucho día por delante.

Ahora Racagnal se sentía bien. Se encontraba en su elemento, como el rey en su reino. De caza. Con todos los sentidos al acecho. Recorría hasta los menores rincones de la memoria para obtener la clasificación de una roca, un accidente geológico observado en otro lugar, veinte años antes, cuyo recuerdo le permitiría interpretar lo que tenía ante los ojos y que ningún otro geólogo podría ni siquiera sospechar. Todo ello dado que él, Racagnal, tenía una memoria infalible. Así, era capaz de rememorar todas sus conquistas femeninas. Llevaba un inventario de las mismas con tal precisión que podía reconstruir hasta con el más mínimo detalle la sucesión de sus aventuras, la textura de la piel, la suavidad de los cabellos, las curvas rollizas de un muslo o el nacimiento de un seno. Y la mirada. Los ojos. Racagnal había observado una gran cantidad de miradas. ¡Qué galería!, pensó. Veía desfilar esos ojos intimidados, sumisos, extraviados, derrotados. Rebeldes. Suplicantes. Aterrorizados. Derrotados. Siempre derrotados.

Por fin llegaron al recodo del río.

—Toma —le dijo a Aslak tendiéndole la piqueta—. Rompe el hielo ahí. Vamos a echar un vistazo.

Por su parte, él preparó un refugio somero para protegerse del frío y extendió sobre el suelo las pieles de reno que Aslak había transportado. Sacó su hornillo y calentó agua, lo que difundió un poco de calor en el refugio. El día sería duro. El frío devoraba la energía a una velocidad increíble. Racagnal deslizó en sus guantes unos nuevos calientamanos, salió del refugio y miró alrededor. En aquel sitio el río no era muy ancho. Hacia el este, el campo estaba despejado a lo largo de varios centenares de metros y cubierto de una nieve aparentemente fina, pues hasta sobresalían los menores montículos y los brezos cristalizados por la helada. Racagnal casi podía contar los arbustos que había, pues eran poco numerosos y delicados. Un poco más lejos, ocultaba el horizonte una pequeña montaña, a cuyo pie debía de haber un lago, dada la extensión blanca uniforme y regular que se veía. El paisaje era suave, plácido, ligeramente ondulado, y centelleaba en aquellos momentos bajo el sol naciente. Aunque eso no bastaba para entrar en calor, marcaba el inicio de la jornada de exploración. Tenía los días contados, pero cuantas más vueltas le daba Racagnal, más se decía que de una manera u otra tenía que llevar a cabo esa misión insensata. Simplemente, no podía permitirse ser objeto de una investigación. De lo contrario, todas aquellas miradas derrotadas podrían volverse acusadoras.