Viernes, 21 de enero
16.55 horas. Laponia central
Desde hacía varias horas, Aslak seguía al extranjero en silencio. La noche era muy oscura, pero un retazo de luna bastaba para hacer centellear los brillos del vidda y de la nieve suspendida de los arbustos. Aslak obedecía sin rechistar. Observaba. Desde el momento en que ese hombre había entrado en la tienda, había comenzado a pensar en cuál sería la mejor forma de matarlo. Podría haberlo hecho en el acto. Sabía manejar el puñal mejor que nadie. Su padre le había regalado su primer puñal cuando tenía cinco años y estaba impaciente por tener un cuchillo propio. Pudo así empezar a tallar juguetes en madera de abedul, como uno de sus tíos, que esculpía figuritas, renos o trineos. Su padre no se burló de él. Le había regalado un puñal de hombre pese a tener solo cinco años. Para un sami, eso era importante. Aún lo conservaba. El mango de madera de abedul estaba impregnado de grasa y la vaina de hueso de reno finamente esculpido se encontraba rota en algunos sitios. Pero la hoja aún estaba casi perfecta.
Aslak tenía otros cuchillos, pero llevaba a cabo todos los gestos importantes con ese. Así honraba a su padre. No había conocido a su madre, por lo que no sentía nada hacia ella. Nunca la había echado en falta. Mattis se lo preguntó una vez. ¿Cómo vas a echar en falta a alguien a quien no has conocido? No comprendió el sentido de la pregunta de Mattis. Pero Mattis era raro a veces. Mattis había perdido el norte. Tenía ideas extrañas. La única dulzura que Aslak había conocido era la de las pieles de reno sobre el trineo, como en ese momento. Era una dulzura agradable. Daba calor cuando hacía falta. Podía salvarle a uno la vida. Cuando Mattis osó hablarle de dulzura, un día en que había bebido, también evocó la falta de cariño. Otra idea extraña que demostraba hasta qué punto Mattis había perdido el norte. Una piel de reno no da cariño. Y el cariño no le salva a uno la vida. Una piel de reno sí salva la vida. Su padre le había enseñado a tratarlas. Cómo extraer de ellas la dulzura. Era lo más importante en la vida que le había transmitido. Nunca le habló, solo para decirle que respetara al reno y que nombrara a los jefes de manada. Su padre se marchaba a menudo. Y a menudo lo seguía. Pero, de todas formas, con frecuencia estaba ausente. Y un día no regresó. Su padre era un hombre que temía a Dios, pero lo mataron los hombres. Aslak lo sabía. Los hombres no traían nada bueno. Ninguna dulzura. Pensó un momento en su mujer. Tenía qué comer, madera y suficientes pieles de reno. Quizá podría aguantar. Si los ataques no eran muy violentos.
Ya había aguantado mucho tiempo.
A veces podía gritar sin interrupción durante horas. Se desgañitaba. En los ataques más graves, alzaba los brazos al cielo y chillaba, chillaba. Aslak sabía que nada podía hacerse. Había que dejarla gritar y demostrarle que él estaba allí. Acababa por calmarse cuando su mirada se cruzaba por fin con la suya, tras haber errado mucho rato por el cielo. Como si hallara de nuevo el camino. Pero, por lo general, la mirada de su mujer pasaba a través de él. Eso le provocaba una sensación extraña, pues Aslak se sentía entonces invisible, y ella gritaba, con los brazos alzados al cielo. Él sabía por qué gritaba. Comprendía por qué gritaba. Tenía que gritar.
Un día, un funcionario de la oficina de gestión de los renos que hacía la ronda trató de hablar sobre ello con Aslak. Era un buen tipo, un sami que había conocido a su padre. Le preguntó a Aslak si no creía que a su mujer tendría que verla un médico. Por respeto a la amistad que había unido a aquel hombre y a su padre, Aslak respondió que pensaría en ello. El hombre pasó varias veces por la tienda, pero comprendió que de nada serviría volver a hablar de ello. El grito de la mujer de Aslak se había convertido en una leyenda del vidda, al igual que el misterioso yacimiento que hacía que los hombres se inquietaran tanto.
Aslak miró a su alrededor. Se hallaban sobre el lecho de un río helado. Se anunciaba la puesta del sol, pero la luminosidad aún era cegadora debido a la nieve. Una delgada capa de nubes muy bajas casi se confundía con la montaña situada a su izquierda. Con los reflejos del sol, apenas se veía una masa gris clara. Solo las rocas desprovistas de nieve permitían distinguir la montaña del cielo. El viento había despejado parcelas de tierra paralelas a la cresta. Al pie de la montaña, unos delgados troncos desnudos retenían la nieve más espesa en ese lugar. Entre tanto, unos cuantos renos bastante indiferentes a su presencia excavaban en el manto blanco en busca de liquen. Alzaban la cabeza para mirarlos y volvían a agacharla para seguir escarbando. Sus cuerpos desaparecían casi por completo. La montaña se deslizaba hacia el río con una suave inclinación. En la ladera había esparcidas grandes rocas. El geólogo dejó el lecho del río para ir a ver esas más o menos imponentes piedras. Las observó con atención, las golpeó con la piqueta y les pasó por encima el extraño aparato. Le interesaban particularmente esas grandes rocas. Tomó notas y consultó un mapa. El extranjero le hizo pensar a Aslak en un zorro: olisqueaba, con todos los sentidos alerta, dispuesto a morder y a huir. Como había hecho con él. Morder y tomar distancia. Refugiarse detrás de una amenaza invisible. Recordó el signo que había trazado su mujer.
Ese hombre era un zorro. Pero Aslak era un lobo. Los había frecuentado tanto que se parecía a ellos. Había seguido tanto el rastro de los animales y estudiado su comportamiento que ya no podía verlos como extraños. Y un lobo podía morder y no soltar presa. Solo aguardaba el mejor momento. Tanto tiempo como fuera preciso. El lobo era mucho más paciente que el zorro. El zorro se desanimaba si no obtenía satisfacción rápidamente. El lobo, no.
—Vamos, ¡espabila! —le gritó el extranjero—. Necesito la bolsa, ahora. ¡Pronto se hará de noche!
Aslak se apresuró, pero con tanta agilidad, casi sin moverse, sacando pecho, con el brazo a lo largo del cuerpo, que conservaba su inquietante prestancia. El extranjero se hallaba arrodillado junto a una roca redondeada del tamaño de un reno dormido. De la bolsa sacó algo de material, que utilizó para rascar la piedra y ponerle unos productos líquidos encima. De vez en cuando dirigía miradas recelosas a Aslak, pero este no le daba de qué sospechar. Lo miraba con expresión ausente, lo que parecía irritar al hombre: su boca formaba un rictus, con la comisura de los labios que se elevaba hacia la mejilla en una mueca extraña.
El extranjero se quitó las gafas de nieve para observar con lupa un fragmento de roca. Parecía decepcionado. Maldijo en una lengua desconocida y guardó el material. Acto seguido, envió un breve mensaje por radio del mismo tipo que los precedentes. Con ello demostraba a Aslak que la amenaza aún pesaba sobre él.
—Volvamos al campamento. Mañana seguiremos junto al río. ¡Vamos, mueve el culo, joder! Ya casi no se ve nada. Volvemos ahora mismo, que aún tienes que ir a por leña y preparar algo de comer. ¡Muévete, joder!
Aslak dio media vuelta tras cargarse la bolsa al hombro. Esos veinticinco kilos no le pesaban mucho. Podía, si era necesario, transportar a hombros renos de cincuenta o sesenta kilos a lo largo de distancias importantes. Los pastores que habían sido testigo de ello y que se consideraban hombres fuertes se habían quedado impresionados. Aslak caminaba delante del extranjero, guiándose fácilmente mientras anochecía, y le oía maldecir a sus espaldas. No entendía lo que decía, pero sentía que cuanto más maldijera, más serviría a sus fines.
17.50 horas. Kautokeino
Berit Kutsi se santiguó. Había acabado la jornada en la granja del viejo Olsen. El granjero estaba nervioso y se estaba mostrando aún más desagradable que de costumbre. Berit había pasado mucho rato ocupándose de las vacas. Eran menos ariscas que los renos y se dejaban acariciar con facilidad. También se las podía hablar, contarles cosas que no osaba confesarle al pastor. Sí, esas vacas eran buenas compañeras.
En esa época del año, el trabajo en el exterior era escaso. Olsen inspeccionaba y reparaba su maquinaria agrícola y, los días en que su espalda se lo permitía, limpiaba los caminos con la máquina quitanieves. Pero maldecía de la mañana a la noche. Rara vez le pedía a Berit que pasara un trapo por el interior de la casa. Aunque el viejo era un maniático de la limpieza, Berit tenía la impresión de que se lo mandaba cuando él no tenía otra cosa que hacer y únicamente porque disfrutaba regañándola. Berit se arrepentía de semejantes pensamientos, pero Dios sabía que no era mala mujer.
Siempre se santiguaba antes de salir del establo. Así sus compañeras conservaban algunos pensamientos divinos. Las vacas no eran criaturas de Dios, bien lo sabía Berit, pero su bondad merecía una pequeña recompensa. Un día, le confió al pastor Lars que seguía ese ritual, y él se enfadó mucho.
Sin embargo, en la siguiente ocasión decidió mentirle por primera vez. Cuando este le preguntó si continuaba rezando por sus vacas, ella le aseguró que no. Se arrepintió, claro está, y desde entonces temía los encuentros cara a cara demasiado prolongados con el pastor. Temía que una mirada hiciera que lo confesara todo. Con su aspecto severo, el pastor era capaz de ello.
Berit había temido igual a su padre, un laestadiano de estricta obediencia. No recordaba haberlo visto reír ni una sola vez. Llevaba la sotabarba de los creyentes de viejo cuño y la camisa blanca abotonada hasta el cuello. Era severo, pero justo.
La madre de Berit se convirtió de adulta. Evidentemente, antes de ello ya era creyente y había sido educada en la fe protestante, pero había descubierto tarde la verdadera fe. Le confió a Berit que antes de su conversión siempre se había preguntado si su fe resistiría ante la muerte. Una amiga le había dicho que conocía a un hombre que tenía una fe así. Se trataba del padre de Berit. Tras su conversión y su matrimonio, no volvió a dudar. Los seis hermanos y hermanas de Berit eran todos laestadianos. Y la fe de su madre no se resquebrajó por la muerte de dos de ellos. Parecía que las pruebas le daban nuevas fuerzas. Berit creció impresionada por la luminosidad de su madre. Su sonrisa, pues sonreía, jamás era excesiva, siempre estaba mesurada, y sabía contener la risa. Una mujer admirable que les había dejado demasiado pronto. Le había explicado a Berit que la fe laestadiana también la atrajo porque no solo aceptaba el perdón de los pecados. Esos pecados también podían confesarse. Como entre los católicos, le aseguró el pastor Lars. Por supuesto, los católicos no eran un ejemplo a seguir en muchas cosas, todo el mundo estaba de acuerdo en ello, pero el perdón de los pecados y la confesión eran formidables dones de Dios que permitían a las personas débiles y temerosas como Berit soportarse y mantenerse a razonable distancia de las llamas del infierno.
El pastor Lars siempre le había dicho que, para que una persona llegara a la fe, primero debía sentir el pecado. Quien no ha matado a Jesucristo su Creador no necesita la salvación, le dijo un día, agitando el dedo. Y quien no acudía arrepentido a suplicar la salvación del Señor nunca sería un buen protestante.
Durante un tiempo, el padre de Berit acarició la idea de que el pastor Lars pudiera ser un buen esposo para su hija. El destino decidió otra cosa. Un día, el pastor regresó con una finlandesa poco locuaz. Durante el primer embarazo de su esposa, el pastor le insistió varias veces a Berit sobre la necesidad de sentir el pecado para alcanzar la fe. Ella mostró a su madre su inquietud y esta, con cara de pocos amigos, se quedó en el templo después del servicio dominical y mantuvo una breve conversación con el pastor. Berit ignoraba de qué habían hablado, pero el pastor no volvió a decir que Berit necesitaba sentir el pecado.
Desde la llegada de la finlandesa a la vida del pastor, no había aparecido ningún otro pretendiente para Berit, la cual tuvo que dedicar mucho tiempo a su hermano disminuido mental y vio pasar las ocasiones, temerosa de la palabra de Dios y sumisa ante la mirada de sus padres. Y, sin embargo, en Berit ardía un fuego ardiente, pero nunca pudo exteriorizarlo. Ni siquiera después de la muerte de sus padres. Llevaba la vida espartana de los laestadianos, alejada de las modas, del consumo y de la televisión. Las gentes a las que frecuentaba y apreciaba, granjeros en su mayoría, sin ser de forma necesaria laestadianos practicantes, eran personas que tenían que ganarse la vida duramente y que a veces vivían en la miseria. Como Aslak.
Berit cerró los ojos y luego se santiguó una vez más.
Estaba saliendo finalmente del establo en el momento en que llegó un coche. Reconoció al policía al que no le gustaban los samis y vio que entraba deprisa en casa del viejo Olsen. En los últimos tiempos, Brattsen había ido a ver al viejo Olsen a menudo. Y el viejo parecía cada vez más agitado. Berit se preguntó si tendría problemas con la policía. No veía por qué iba a tenerlos. Pero había muchas cosas que ella no entendía.
18.05 horas. Kautokeino
—Ya están allí. He recibido un mensaje de radio del francés. Parece que ha logrado convencer a Aslak para que lo acompañe.
Olsen reflexionó un momento y se frotó las manos.
—¡Al final nos habrá tocado la lotería con ese pájaro! —dijo.
—Es posible, pero no cantes aún victoria. En la comisaría he tenido que decir que el francés seguramente se había ido solo. Y Nango sabe que ibas a verte con él. He tenido que asegurar que no lo habías visto.
—Bueno, bien hecho, chaval. Al fin y al cabo, no lo he visto oficialmente, ¿no es cierto? Y no te hagas mala sangre. Entre ese francés y Aslak podrían saltar chispas y acabar por explotar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Brattsen, que no entendía adónde quería ir a parar el granjero.
—Me dijiste que la primera vez que viste al francés fue por una pelea en el pub.
—Sí, ¿y qué?
Karl Olsen se impacientaba, pero trataba de disimularlo.
—Tú mismo me dijiste que lo primero que te vino a la cabeza fue la sospecha de que podía tratarse del asesino de Mattis.
—Sí, es cierto.
—Entonces, ¿no lo ves?
—Pero luego pensé en un ajuste de cuentas entre ganaderos.
—Bravo —exclamó Olsen enfáticamente—. Tú eres el policía, sabes más que yo de esas cosas. Yo no soy nada más que un granjero, nada más. No sé qué es la intuición. Solo conozco el color y el olor de la tierra. Solo digo que sospechaste de nuestro francés, seguiste tu instinto y eso te condujo a esas historias de chiquillas. Ves, tenías razón.
—Es verdad —admitió Brattsen.
—Así actúan los buenos policías, ¿no es cierto?
—Sí, sí —respondió Brattsen con prudencia, sin entender adónde quería ir a parar Olsen.
El granjero hizo una mueca de dolor al volverse despacio hacia el policía.
—Ahora tu instinto te dice que este asunto está relacionado con un ajuste de cuentas entre ganaderos samis.
—Sí, pero la policía de los renos cree que el francés podría estar implicado. Debido a esa historia de la mina y del tambor. Y el Sheriff parece decidido a seguir tras esa pista.
—¡Eso son tonterías! —estalló el granjero.
Se calmó de inmediato.
—A tu padre, en la época de la caza de comunistas, trataron de conducirlo a menudo detrás de pistas falsas. Pero a él no lo engañaban. A esos tipos los olía a una legua y siempre los pillaba. Y recuerdo que siempre decía que tenía un sexto sentido para descubrir a esos cabrones. De tal palo tal astilla: tú también eres un buen sabueso, ¿no es verdad? Contigo no pueden andarse con historias. Ves que esto es un caso de ganaderos. ¿Sabes lo que te quiero decir, chaval?
Rolf Brattsen miraba a Olsen con su aire obstinado. Eso no significaba que no le comprendiera, pero Olsen tenía que asegurarse.
—Mira, chaval, en mi opinión, sería una lástima que la policía perdiera tiempo y recursos persiguiendo a ese francés. Y no sería bueno para mis asuntos. Ni para los tuyos. ¿Me entiendes, muchacho?
Brattsen parecía reflexionar, pero Olsen estaba seguro de que ya había captado lo que quería decir. El granjero observaba el rostro atormentado del policía y se decía que este tenía el mismo aspecto de cazurro que su padre. Casi no lo había conocido, pero lo llevaba escrito en la cara.
—Creo que lo entiendo —acabó por decir Brattsen—. Pero mis posibilidades son limitadas. El Sheriff desconfía de mí.
—Así que el problema es el Sheriff.
—En cierta medida, sí. La policía de los renos hace lo que le dicen que tiene que hacer, y punto. Pero el Sheriff está recibiendo muchas presiones debido a la conferencia de la ONU.
Karl Olsen se sumió en sus pensamientos.
—Y si al Sheriff, a Jensen, lo relevaran de sus funciones, ¿qué sucedería? —preguntó súbitamente.
—¿Relevarlo de sus funciones?
—Me has oído bien.
En ese momento fue Brattsen quien se sumió en sus pensamientos hasta que, de repente, su rostro se iluminó. Casi tenía un aire infantil. Qué cara de tonto, pensó Olsen, pero sonrió con amabilidad al policía.
—Creo que las cosas podrían arreglarse.
—Bien, chaval. Ves, tu padre estaría orgulloso de ti. Creo que tengo una idea. Habrá que hacerlo deprisa, pero creo que podría funcionar.
19.00 horas. Carretera 93
Nina estaba dormida en el asiento del pasajero, enroscada como una bola, rígida en su mono y con la cabeza apoyada sobre un cojín. Su cabellera rubia desaparecía bajo el gorro. La calefacción estaba al máximo. En el exterior, el frío seguía siendo glacial. Se había levantado de nuevo el viento procedente de Siberia. La joven era resistente, pero se había tumbado complacida en el coche al salir del Instituto Geológico Nórdico. Klemet había puesto de inmediato rumbo hacia Kiruna, al norte. A la patrulla P9 la esperaban al día siguiente en el cuartel general de la policía de los renos. También la comisaría central de Laponia interior estaba situada en la ciudad minera, perdida en medio de la tundra. Klemet había nacido en esta población y vivido allí algunos años más tarde. Le gustaba la silueta tripona y regular de la montaña, con sus niveles escalonados. Desde los años sesenta, se estaba llevando a cabo su explotación bajo tierra, de forma invisible, en un dédalo de cuatrocientos kilómetros de caminos y gracias a una tecnología cada vez más perfeccionada. Para los samis de los alrededores, la mina había significado un trastorno de sus costumbres, con rutas de trashumancia cortadas, ruidos molestos y pastos perdidos.
En algunas épocas de su vida, el padre de Klemet había trabajado en la mina, sobre todo cuando las tareas en la granja en la Laponia noruega exigían menos mano de obra. Muchos mineros eran temporeros como él. En Laponia no era raro que la gente tuviera varios empleos en función de las estaciones y temporadas. Las grandes distancias no asustaban a nadie. La trashumancia debía de correr por las venas de las gentes del Gran Norte. Klemet quiso combatir esa tendencia. Se le había pasado por la cabeza la descabellada idea de ser cazador de ballenas, como le había dicho a Nina, pero nunca había ido más lejos. No había osado confesarle a su colega que lo más cerca que había trabajado del mar había sido en una fábrica de pescado en las islas Lofoten durante dos veranos seguidos. El trabajo estaba bien pagado, pero no era muy atractivo. Le habían dado a entender que no era un empleo para un lapón. Pero ¿era en verdad un lapón? Un lapón, uno verdadero, tenía que ser un pastor con renos. Su padre, en cualquier caso, nunca le había metido en la cabeza que era un sami.
El mundo de los samis estaba muy compartimentado. Los ganaderos aparte, y en la cúspide la aristocracia. Las grandes familias, los propietarios, los que hacían y deshacían a voluntad, los que podían imponer su número de renos a la oficina de gestión sin temer represalias. Venían luego los jóvenes que habían decidido estudiar. Esos eran pocos, y el fenómeno era reciente. Pero empezaban a verse algunos abogados y médicos samis. Y a continuación, los batallones anónimos. Que ya no sabían muy bien si eran samis, suecos, noruegos o finlandeses. Aquellos a quienes el mundo de la ganadería había rechazado se hallaban en el escalafón más bajo y trataban de sobrevivir. Los fracasados. Los parias. Los hundidos. Como su abuelo. Klemet se preguntaba para quién había sido más duro. ¿Para su abuelo, que había tomado una decisión tras reflexionar mucho porque ya no podía dar de comer a su familia y que con tanto ardor se había dedicado al oficio de granjero y pescador a orillas del pequeño lago donde Klemet había pasado sus primeros años de vida? ¿O para su padre, que de niño se había criado llevando la vida libre de los nómadas, con sus renos y su orgullo y que, de repente, sin comprender por qué, se vio privado de todo ello y sufrió las pullas de los adolescentes de su edad? Degradado. Cuando Klemet tuvo edad, su padre insistió para que fuera a la escuela y aprendiera noruego. Quería hacer de él un auténtico noruego. Que no sintiera vergüenza. Que pudiera vivir lejos de aquel entorno de ganaderos que se burlaban de ellos. No fue fácil. En el internado, se encontró con los hijos de los ganaderos nómadas. Allí conoció a Aslak.
Klemet sintió que la fatiga se apoderaba de él. Se estaban aproximando a Kiruna. Ya podía ver las familiares luces de la mina, que recortaban su silueta a lo lejos.
Le gustaban aquellas luces, que le recordaban cuando, de niño, llegaba de la granja familiar, situada al otro lado de la montaña, en Kautokeino, después de horas de marcha o de barco, según la estación. Tras horas extenuantes e inquietantes en una espesa oscuridad, siempre aparecía la magia.
Iban a llegar justo a la hora en que cada noche tenían lugar las explosiones en las entrañas de la mina. Nina seguía durmiendo. Se dirigió hacia el refugio que la policía de los renos poseía en esa zona de la ciudad y, una vez allí, despertó delicadamente a su colega. Apenas llevaban unos minutos en la cama cuando el refugio tembló ligeramente. El negocio de la mina seguía viento en popa.