Viernes, 21 de enero
12.30 horas. Laponia central
Racagnal había remontado el lecho del río a lo largo de más de un kilómetro, seguido por el pastor sami. Como había esperado, en esa parte del vidda había poca nieve y afloraban numerosas rocas. Sus primeras observaciones del terreno confirmaron las informaciones consignadas en el mapa más reciente. Pero saber si estas también coincidían con las del viejo mapa geológico resultaba más arduo. Suponiendo que tuviera la inmensa suerte de haber dado con el lugar correcto a la primera salida, se requería mucha imaginación para ver en la zona que atravesaban la zona dibujada sobre el viejo mapa.
Una luz azulada cubría el lecho del río y las colinas peladas que los rodeaban. El geólogo golpeó una roca cuya forma le interesaba. Recogió la sección resultante, muy limpia, pero no cedió a la tentación de lamer la piedra helada, a riesgo de dejarse en ello un trozo de lengua. La iluminó con su linterna frontal y luego la tiró. A continuación, remontó el río hasta llegar a un recodo. Entre la orilla helada del río y lo alto del talud, el desnivel de dos metros le permitió leer la geología del lugar: roca vieja, sin sorpresas; una capa de granito, granates sin alterar, gneis más mesocrático, una ranura arcillosa de cinco centímetros que ascendía en un ángulo de quince grados. Más abajo distinguió una matriz areno-arcillosa. Anotó sistemáticamente sus observaciones en el cuaderno, pero no pudo ser tan preciso como era habitual en él por falta de tiempo. Llamó a Aslak y le pidió que le pasara un pequeño aparato que estaba envuelto en una manta de lana. Racagnal dirigió esta especie de pistola hacia la roca. La máquina emitió algo parecido a un chillido de poca intensidad. Acto seguido, Racagnal volvió a dirigirla a diferentes niveles. Las variaciones eran débiles. Apenas cien por segundo. Apagó el aparato y se lo dio de nuevo a Aslak, que lo guardó en la manta. Continuaron la progresión sobre la gruesa capa de hielo que cubría el río hasta que Racagnal vio una roca situada en la orilla. Tenía una bella forma redondeada y manchas de liquen de varios colores, del verde oscuro al amarillo. Racagnal tomó de nuevo la piqueta y arrancó un trozo de la piedra para observar su textura y estrías. Tiró el trozo y siguió caminando. Una pequeña pila de guijarros se había acumulado en un rincón del río. Se arrodilló y les dio la vuelta uno a uno. Sacó una lupa y se tomó su tiempo para examinarlos. Les envolvía una bonita luz y el reflejo de la nieve los iluminaba intensamente. Eso no iba a durar mucho rato, aunque el tiempo de insolación se alargara cada vez más. Un destello más vivo llamó su atención. Aproximó la lupa y vio que se trataba de una partícula de oro. Un aficionado habría saltado de alegría. Racagnal sabía que eso no significaba nada. Solo que en esos parajes había oro, cosa nada sorprendente. Todo el mundo lo sabía. Decenas de empresas buscaban oro en la región. Los canadienses, en particular, estaban muy presentes, puesto que la geología de la región se parecía a la de su país. El geólogo se puso en pie, ascendió el talud y miró con lentitud alrededor de él. Los montes pelados se extendían más allá de donde la vista abarcaba. Echó una ojeada al mapa y reanudó el camino. Quedaba mucho por hacer. Mucho por ver. Y seguramente había muy pocas posibilidades de éxito.
14.20 horas. Malå
Eva Nilsdotter llegó a una gran sala poco iluminada y con dos paredes cubiertas de estanterías repletas de clasificadores y de cajas de archivos.
—Bueno, empecemos por ahí —anunció al tiempo que señalaba una pequeña serie de clasificadores situados en lo alto y a la izquierda de la pared principal.
Tomó un primer clasificador de cubiertas amarillas.
—Si he entendido bien —resumió a continuación—, el mapa de Flüger desapareció al mismo tiempo que él. Imagino que alguien se lo quedaría. A menudo he oído hablar de historias de maldiciones a lo largo de mis estudios y de mis propias investigaciones, cuando conocí a viejos samis. Se contaba esa historia de un yacimiento fabuloso que había provocado varias desgracias. Nunca nadie logró identificarlo. Es evidente que tu querido tío, Klemet, no sabía mucho más acerca del mismo. Y, sin embargo, a su manera, también sabía algo. Extraño, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nina.
—Hice parte de mi carrera en el extranjero, como todos los geólogos. Estuve mucho en Asia. Las historias de minas suelen acabar de la misma manera, ya os lo podéis imaginar. Los habitantes de un lugar cuentan poco frente a los Estados que quieren explotar sus recursos.
Eva se subió a una estantería alta para sacar una caja de archivos y bajó de nuevo.
—Tened, coged esto —ordenó a los policías.
La caja estaba llena de sobres de papel kraft. Tomó uno, leyó las referencias y lo dejó. Examinó el contenido y dio con lo que buscaba.
—Sentaos —dijo mientras abría el sobre.
Extrajo un cuaderno. Con precaución, lo dejó frente a ella. Esperó a abrirlo.
—Este es el cuaderno de campo de Ernst Flüger. Solo hay uno, cosa bastante rara. Los geólogos suelen tener colecciones de cuadernos que a menudo son verdaderas obras de arte. Por lo menos, eso es lo que yo opino. ¿Cómo llegó este hasta aquí? Lo ignoro. Deberíais interrogar a vuestro viejo amigo francés acerca de ello. Pero me parece que no exagero si digo que este cuaderno no se ha abierto desde la muerte de Flüger. Debieron de encontrarlo entre sus efectos personales y en ese momento juzgaron que había que depositarlo aquí. Y fue olvidado. Así sucede con gran parte de lo que tenemos archivado. La mayoría de las parcelas de tierra o de rocas han sido exploradas pero, por razones propias de la época, los análisis no se consideraron interesantes en su momento. Sin embargo, sí pueden ser de interés un siglo más tarde, con la evolución de las técnicas o las necesidades. Y en esos casos se rebusca entre esos viejos tesoros.
A Klemet y Nina les costaba disimular su impaciencia. Eva les dirigió una sonrisa y abrió la tapa de cuero acartonado.
Descubrieron una caligrafía pequeña y apretada. El cuaderno contenía datos extremadamente detallados de hasta la menor observación llevada a cabo sobre el terreno. Los policías observaron fascinados los gráficos y los cortes geológicos, las minuciosas representaciones de los relieves, a escala, plumeadas con diferentes texturas para señalar uno u otro tipo de roca. El texto estaba escrito en alemán. Eva tradujo algunos fragmentos al azar.
—Ese Flüger era un hombre preciso y riguroso. Durante su año de formación adquirió una técnica excelente para redactar sus informes —dijo.
A continuación, hojeó el documento hasta el final. La última página estaba fechada el 1 de agosto de 1939. Se quedó un rato en silencio.
—Tengo que decir que este cuaderno es muy poco habitual. Para alguien que sabe de ello, en todo caso. En algunos aspectos, describe como cabe esperar la presencia de minerales, los cortes geológicos, la datación de las rocas, la manera en que se encabalgan entre ellas, la historia probable de la parcela observada o propuestas de búsquedas ulteriores.
—¿Pero…? —preguntó Klemet en un tono que ya no disimulaba su impaciencia.
—Pero también incluye anotaciones de algunos gráficos o levantamientos en unos pocos lugares de una manera fascinante y… misteriosa. Flüger ya había estado en la región, y la mayor parte del cuaderno se refiere a esa primera visita. Una cosa muy extraña para un documento de este tipo es la ausencia de coordenadas precisas. Es muy sorprendente. Visto el rigor de Flüger en todos los otros aspectos de la cartografía geológica, no puede tratarse de un olvido o de un error. Tal vez indicó todo eso en el mapa geológico que levantó a partir de las informaciones del cuaderno. Es altamente probable. Pero prosigamos…
—Eva, has hablado de anotaciones misteriosas. ¿Cómo cuáles, por ejemplo?
Nina también empezaba a perder la paciencia.
—En principio, un cuaderno de campo de geólogo es bastante insulso, muy técnico. Hay que ser del oficio para captar su poesía. Algunos estetas llegan a hacer florituras, unos croquis que constituyen auténticas obras de arte, pero los escritos en sí son muy parcos, técnicos, como os decía, y utilizan abreviaturas y una jerga incomprensibles para los no iniciados. En cambio, Flüger hace breves comentarios que no están claramente relacionados con la geología. Hay que prestar mucha atención para hallarlos, puesto que se ocultan entre múltiples observaciones. En un primer momento no los he detectado. Son incongruentes. Flüger efectuó una primera visita, y sabía que tendría que regresar para concluir su investigación. Eso explica su presencia en la expedición de los franceses en el verano de 1939. Tenía en mente un objetivo. Ese yacimiento. No tengo la menor duda de ello.
Eva siguió leyendo en silencio. Cogió un papel y lo llenó de notas.
—Cuando uno sabe lo que tiene que contener un cuaderno de geólogo, aquello que no debería figurar en el mismo le salta a la vista —explicó—. Es como si hubiera citas en ruso en un texto en sueco. Flüger solo pasó unos días sobre el terreno. Sus observaciones caben en pocas páginas. En cinco, para ser exactos. Y lo que quiere decir aparece así, en dos frases, con dos páginas entre medio: «La puerta está en el tambor» y «Niils tiene la llave».
—¡El tambor de Niils! —gruñó Klemet.
—La localización exacta de la mina debe de hallarse en el tambor de Niils —exclamó Nina—. Por eso Niils quería hasta ese extremo que estuviera a buen recaudo. Y quien lo robó lo sabía. ¡Lo sabía, es evidente! Klemet, hemos seguido falsas pistas desde el principio. Ese tambor no es un tambor clásico, ¡sino la llave de esa mina de oro!
Nina parecía muy excitada y el propio Klemet se estremeció ante aquella súbita evidencia: el tambor era la llave.
—Esperad —dijo de repente Eva—. Yo no he hablado de una mina de oro.
—¿Pues de qué has hablado, entonces? No entiendo qué quieres decir —insistió Nina, un poco irritada.
—Flüger no habla de oro en ningún sitio. Todo está pensado para dar esa impresión mediante pequeñas pinceladas. Tal vez se trate de oro. Pero no habla de oro. Habla de mineral amarillo, de bloques negros alterados. Dice que cree estar cerca de algo enorme, increíble. Pero no estoy segura de que él mismo supiera qué estaba a punto de descubrir. Y no olvidéis que no había acabado sus estudios. Aunque tiene un gran dominio de la técnica cartográfica, que imagino que debió de estudiarla al principio de su formación en Viena; sin duda, no estaría aún cualificado para identificar rocas. Como es lógico, debería haber profundizado en esta materia a medida que avanzaba en los estudios. No hay manera de cambiarlo: la teoría siempre va antes que la práctica. Una buena experiencia no se adquiere hasta después de años y años de reconocimiento de terrenos muy diversos, y el pobre Flüger, a mitad de sus estudios en los años treinta, seguramente no tuvo tiempo de adquirir esa competencia. Flüger pudo equivocarse o dudar al identificar los minerales.
Klemet se volvió hacia Nina.
—Recuerda que Niils no quería que se descubriera ese yacimiento. Me pregunto si acompañaría a Flüger solo para vigilarlo, para asegurarse de que no descubriera el yacimiento.
—En ese caso —dijo Nina—, ¿crees que Niils pudo matar a Flüger y que luego habría mentido? Flüger conocía la existencia de ese tambor, puesto que lo menciona. Debió de oír hablar de él al propio Niils. Y si es así, ¿por qué lo habría matado Niils?
—Eva, ¿podrías dejarnos un momento a solas, por favor? Necesito hablar con mi colega.
—Ningún problema, amigos de la pasma, voy a poner a enfriar otra botella de vino blanco. Venid a mi despacho en cuanto acabéis. No os quedéis mucho rato sentados sobre los testigos de uranio; podéis pillar hemorroides —dijo al marcharse.
Klemet y Nina se miraron sin saber si se reía de ellos o lo decía en serio.
—Qué mujer tan rara —constató Nina una vez que se hubo marchado—. Ha debido de incomodar a más de uno con sus maneras. Me gusta.
—El problema —continuó Klemet, sin comentar nada más al respecto— es que seguimos sin saber el aspecto que tiene ese maldito tambor. En mi opinión, debe de parecer un tambor tradicional, de lo contrario habría llamado la atención. Aún tenemos la pista del anticuario de Oslo que debías localizar, ese que quería comprar el tambor.
Klemet dejó que Nina llamara a Oslo. Abandonó el calor del pequeño despacho y comenzó a recorrer los pasillos de tierra batida donde se apilaban las cajas de testigos. Las más altas debían de estar a seis o siete metros de altura. Se detuvo frente a una caja y cogió una muestra.
—¡Eh, no toques nada! —gritó una voz.
Eva Nilsdotter regresaba con una botella de vino blanco y tres copas en una cesta. Llevaba su gorro un poco ladeado, lo que le daba un aire travieso.
—Las muestras siempre deben estar en su lugar dentro de las cajas. El menor cambio equivale a modificar las fechas de nacimiento de los antepasados en el árbol genealógico: todo deja de tener sentido y se vuelve inutilizable. Ten, no quería esperar sola. Tómate una copa.
—Solo un dedo. Luego tendremos que conducir de vuelta a Kiruna.
—¡Salud! —dijo Eva, que se había llenado la copa a ras, tras dejar la botella sobre una caja—. Esto es oro —dijo sonriendo, mientras daba pequeñas palmadas a los testigos.
Klemet mantenía un poco de vino en la boca para calentarlo. El alcohol, incluso en dosis muy pequeñas, conseguía producirle una vaga sensación de bienestar en aquel gélido almacén.
—A primera vista no lo parece —dijo Klemet tras observar los testigos.
—La mayoría de las rocas ocultan sus atractivos. Sucede un poco como con las mujeres de cierta edad —respondió ella con una sonrisa—. Ni te imaginas la masa increíble de mineral y de trabajo, de transformación y de energía que se necesita para extraer un kilo de oro…
—Pero parece un disparate que aún no se haya encontrado esa famosa mina de oro, tan increíble que la leyenda corre por el vidda desde hace decenios…
—¿Un disparate? No. En primer lugar, en cada época se buscan determinados minerales. Nuestros archivos están llenos de tesoros insospechados. El interés por ciertos minerales, pero también los progresos técnicos y los costes de explotación, son factores que harán que un día se vuelvan a consultar estos archivos y que se lean de una manera diferente. Y luego está el hecho de que ciertos minerales son más hábiles a la hora de ocultarse.
—Antes hablabas del radio.
—Ese es muy pillo y en extremo radiactivo. Se esconde en los minerales de uranio, imagínate si es astuto. Hace años, era muy buscado por sus cualidades luminiscentes. Como os he dicho, se usaba en las agujas de los relojes o de otros aparatos hasta los años cincuenta. En particular, lo utilizaron los pilotos de aviones de caza en la segunda guerra mundial. El radio es blanco, pero si lo pones al aire libre, se camufla, ennegrece. Astuto, ¿verdad? Como su primo el uranio. Es igual de perverso. El uranio es negro bajo la forma de uraninita. Sin embargo, alterado da productos amarillos como el pastel amarillo y, además, se puede encontrar pastel amarillo en estado natural. Negro, amarillo…, juega a ser un camaleón.
—Eva, nos has ayudado mucho y te lo agradezco, pero de verdad que tenemos que encontrar rápidamente esa mina, puesto que todo nos hace pensar que ese geólogo francés se dirige hacia allí. Y además nos da la sensación de que si la localizamos, daremos también con muchas respuestas a los otros asuntos que tenemos entre manos. No debería hablarte de ello así, pero se trata más de intuición que de hechos.
—No te inquietes por eso, querido poli, ya sé qué es la intuición. Mi trabajo se basa en un ochenta por ciento de suerte e intuición. Quien te diga lo contrario, es un mentiroso. Me dirás que la intuición se alimenta de cosas vistas y vividas, de trabajo y de experiencia, pero en buena medida es pura cuestión de olfato —dijo mientras olía su copa de vino blanco, tras lo que bebió un trago.
Klemet le sonrió.
—Si tu intuición te lleva un día a Kautokeino, tienes que venir a visitarme a mi tienda, Eva; siempre tendré una botella de vino blanco para ti.
—¿Una tienda sami con vino blanco frío? Suena a una invitación que no se puede rechazar —respondió ella alzando la copa en dirección al policía—. Bueno, volviendo a tus actuales quebraderos de cabeza, a mi parecer, la única solución para situar el lugar consiste en localizar el mapa geológico que debió de acompañar al cuaderno. Como es evidente, no se encuentra en nuestros archivos. ¿Aún existe? Lo ignoro. La presencia aquí de solo el cuaderno es un misterio.
—Encontrar el mapa geológico… Si no está aquí, es una misión imposible.
—No te lo niego. La única vía que se me ocurre es intentar seguir la pista de los participantes en la expedición de 1939.
—Tienes razón, en parte —reconoció Klemet tras un instante de reflexión—. Es la única pista lógica. El problema es que la mayoría de ellos han muerto. Podríamos localizar a sus familiares, solicitar que nos permitieran acceder a sus archivos, pero… francamente…
—Francamente, tu intuición te dice lo mismo que la mía, querido poli, ¿verdad? Aún está verde, pero en tu trabajo y en el mío, la paciencia es la mejor arma.
—Lo sé, pero esta vez no tengo tiempo.
—Solo me queda desearte buena suerte…
Eva estaba alzando de nuevo su copa en dirección a Klemet cuando Nina, con los ojos brillantes, salió del pequeño despacho e hizo entrar a su colega, tras disculparse con la directora.
—Primero he llamado a un compañero de Oslo. El anticuario en cuestión tiene una tienda entre el ayuntamiento y el Parlamento, en una zona muy distinguida. Está especializado en literatura polar y científica, flora y fauna y ese tipo de cosas. Vende en su tienda y por internet, pero trabaja también por encargo para sus clientes.
—¿Por qué a ese anticuario podría interesarle un tambor sami?
—No era para él. Él era únicamente el intermediario. Su especialización lo convierte en un interlocutor válido. Los samis son, a fin de cuentas, un pueblo ártico. Además, según mi amigo, el anticuario se ha visto involucrado en algunos asuntos turbios.
—Alguien a quien uno se dirige para una petición un poco especial.
—Así que le he telefoneado. No me ha negado en ningún momento que hubiera llamado a Henry Mons. Luego todo se ha complicado un poco. Ha invocado el secreto profesional para no revelar el nombre de su cliente, y con razón, ya que el asunto no se cerró porque Henry Mons no quería vender el tambor.
—¿Cómo supo que Henry Mons lo tenía?
—Por lo que me ha dicho, su cliente le habló de esa expedición de antes de la guerra. Al anticuario no le fue difícil hacer algunas averiguaciones. Uno de los compañeros de Paul-Émile Victor publicó un libro sobre la expedición en plena guerra. Sin dar detalles, puesto que no sabía nada, evocó el tambor entregado a Mons. Sin más. Pero al anticuario le fue sencillo seguir la pista.
—¿Quién pudo hacerle el encargo?
—Alguien que conocía la existencia del tambor antes de que saliera en los periódicos.
—Alguien que pudo codearse con los expedicionarios en su época…
—O el descendiente de uno de los participantes —completó Nina.
—¿Mattis? No me imagino a Mattis dirigiéndose a un anticuario de Oslo, y tampoco a los otros samis, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de ellos seguramente procedía de Finlandia. Los franceses están al margen de las sospechas. Flüger murió.
—Quedan los dos investigadores suecos —continuó Nina.
—Y el del bigote y nariz estrecha que desaparece poco después de Flüger y no vuelve a aparecer.
—Y al que tu tío creyó reconocer.
—¿Qué ha dicho sobre todo ello tu explorador francés?
—Acerca de los dos suecos, nada; se perdió el contacto y, además, la guerra estalló casi justo después del final de la expedición. Uno de ellos pasó dos años en Alemania al empezar la guerra, donde colaboró con el Instituto Káiser Guillermo de Antropología, Herencia Humana y Eugenesia de Berlín. Le hicieron volver a Uppsala en 1943.
—Sí, cuando a los alemanes empezaron a ponérseles las cosas feas. Neutralidad de geometría variable. Un clásico en Suecia. Una cosa que siempre me ha dado vergüenza.
—Pasó unos años en la dirección de asuntos sanitarios y sociales —prosiguió Nina— y murió a mediados de los años cincuenta en un accidente de coche. El segundo sueco hizo carrera como médico. Acabó siendo profesor de geriatría en el Instituto Karolinska y miembro del comité Nobel. Murió a finales de los ochenta.
—Queda el del bigote.
—Ese era de la región, del Finnmark —dijo Nina—. Un noruego, un local, una especie de apoyo logístico.
—Si era de la región, o bien se marchó, o hace tiempo que murió; de lo contrario estoy seguro de que Nils Ante lo habría identificado.
—Habrá que volver a verlo para asegurarse de ello. En todo caso, es la única pista sólida con la que contamos.