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Viernes, 21 de enero

Salida del sol: 09.41 horas; puesta del sol: 13.20 horas

3 horas y 39 minutos de insolación

07.30 horas. Laponia central

André Racagnal y Aslak Gaupsara solo habían dormido unas horas en un refugio de pastor, tras lo que se habían puesto de nuevo en camino rápidamente. Todo estaba muy oscuro debido a las nubes bajas que cubrían la escasa luminosidad que debería haberse dado a esa hora. No se habían dicho palabra. Racagnal había dormido con un ojo abierto, atento a los movimientos del sami. Estaba dispuesto a dejarlo inconsciente si era necesario y de ir incluso mucho más lejos si este le provocaba demasiados problemas. Tenía una visión muy clara de lo que estaba en juego y no vacilaría en tomar las decisiones que fueran necesarias. Si el sami debía morir, moriría. Eso complicaría su labor, por descontado, y le impediría, con toda probabilidad, llevar a cabo su misión en el plazo impuesto por el granjero, pero sería capaz de hallar la mina. Quizá la Francesa de Minerales estaría dispuesta a encubrirlo si descubría un yacimiento magnífico.

Sabía que el modus operandi sería aberrante a ojos de cualquier profesional. El geólogo más novato podría predecir que su expedición estaba condenada al fracaso. Ya oía a los jóvenes, que le sermonearían, que le hablarían de levantamientos geofísicos aéreos, de muestras de morrenas, de perforaciones, de análisis de laboratorio, de estudios de mapas (antiguos y nuevos), de investigación en los cuadernos de campo de los geólogos o del estudio de los informes sobre el terreno. Un trabajo penoso, riguroso: una mezcla de laboratorio, de archivos, una alquimia de la que la gente de su profesión se enorgullecía. Y que él estaba dejando de lado. Si sus jefes supieran cómo estaba procediendo, sin duda empezarían a preguntarse si no había llegado el momento de una jubilación anticipada. Pero debía correr ese riesgo. Todo o nada. Si se quedaba con las manos vacías, era mucho lo que perdía. Si llegaba a ganar…

Se volvió y comprobó que el sami aún estaba en el remolque. Seguía sin verle los ojos, pero adivinaba su mirada clavada en él. En el paisaje, los valles eran más marcados que el día anterior, pero la vegetación no había cambiado. Ni un abeto, solo algunos abedules enanos encogidos y de troncos retorcidos. No debía de hallarse lejos del primer punto de observación que se había fijado, puesto que el grosor de la nieve comenzaba a disminuir. Gracias al haz de los potentes faros de la motonieve podía incluso ver la tierra medio descubierta allí donde el viento había levantado la nieve. Esa parte del Finnmark bien merecía su reputación de desierto, pues las precipitaciones eran escasas.

Racagnal aún condujo más de media hora y luego buscó un lugar donde establecer el campamento. Lo halló sobre el recodo de un río. Para la gente como él, los ríos eran amigos muy preciados. Laponia estaba constituida por grandes masas de granito. Había que buscar la falla, ya que allí era donde se colaban los fluidos que transportaban los minerales. Y un río era una falla. Un punto débil en una roca fracturada que un río había aprovechado para excavar su lecho.

Le explicó a Aslak lo que pretendía hacer. Este construyó un somero refugio y extendió sus pieles de reno sobre el suelo. Se marchó a cortar leña y pronto ya estaba saliendo humo del refugio. Todo tenía que estar a punto antes de los primeros rayos de sol, puesto que no se podía perder ni un segundo de luz. Racagnal vigilaba el cielo. Las nubes se dispersaban. El cielo comenzaba a despejarse. Con un poco de suerte, al cabo de una hora sería casi de día y podría empezar la exploración. Examinó de nuevo el mapa geológico del terreno donde se hallaba y lo comparó con el documento antiguo. El autor de ese último se había esforzado mucho en ocultar el emplazamiento exacto. Era a la vez sutil y burdo. Racagnal se dijo que el autor debía de haber hecho ese mapa rápidamente. Quizá de forma precipitada. Pero los detalles que contenía indicaban a la vez que había pasado muchas horas laboriosas analizando fragmentos de roca y trasladándolos al papel.

El francés se bebía el café a pequeños sorbos. El geólogo que había trazado aquel mapa comenzaba a obsesionarlo. Quería desvelar su secreto. Descubrir quién era aquel hombre. ¿Qué tipo de mujeres le gustaban a aquel individuo? ¿O quizá le gustaban los hombres? ¿Tenía una sexualidad insustancial o también era un aventurero en ese terreno? Él se veía a sí mismo como un explorador, un hombre al que no le daba miedo experimentar, que podía franquear las fronteras de lo convenido.

Racagnal pensaba que la sexualidad de los hombres decía mucho acerca de su capacidad para descubrir en nuevas tierras baldías. Se volvió hacia el sami, que permanecía tumbado en un rincón del refugio, extasiado con la contemplación de las llamas. Pensó, a continuación, en la mujer a la que había vislumbrado en su tienda. Había visto a numerosas mujeres como ella la primera ocasión que había estado en Laponia y se había divertido con algunas de ellas. Eran más feroces que las escandinavas. Se preguntó si también a los samis les gustaban las chiquillas jóvenes. A todo el mundo debían de gustarles, se dijo. El cielo empezaba a despejarse. Racagnal cogió su material, tendió el suyo al sami, que lo tomó sin decir palabra, salieron al frío y comenzaron a remontar lentamente el lecho del río.

10.00 horas. Malå (Suecia)

Tras pasar la noche en un refugio sueco de la policía de los renos, la patrulla P9 prosiguió su camino hacia el sur. El paisaje lo configuraban de forma casi continuada vastas extensiones de espesos bosques, abetos y abedules en su mayoría, que ya nada tenían que ver con los abedules enanos del vidda. Seguían, sin embargo, en las tierras interiores de Laponia y muy al norte. Mientras recorrían las carreteras rectilíneas que atravesaban el bosque, pasaron junto a pequeños lagos y anchos ríos que se transformaban en rápidos para luego recuperar un curso más plácido. Nina estaba descubriendo por primera vez esa parte del norte de Suecia. Parecía apenas un poco más poblada que la Laponia noruega, pero más explotada. Había caminos que se adentraban en los bosques, que, en algunos lugares, eran objeto de un cuidadoso mantenimiento y estaban visiblemente replantados. Con cierta frecuencia, unos carteles anunciaban la presencia de minas. Otras veces, unas altas torres que sostenían gruesos cables eléctricos surgían entre los abedules y los abetos, con lo que cortaban el camino para abrirse paso de nuevo a través de profundas heridas en el boscaje y así llevar electricidad al reino. Nina y Klemet cruzaron varias aldeas de casas de madera pintadas de rojo de Falun organizadas alrededor de la gasolinera y ultramarinos. Finalmente, después de recorrer más monótonos kilómetros de abetos y abedules, llegaron a Malå.

La sede del Instituto Geológico Nórdico se hallaba a la salida de la pequeña ciudad. Algunos archivos seguían aún bajo la administración nacional pero, por razones prácticas, los países nórdicos habían reunido en él cuanto concernía a Laponia, cuya geología era bastante particular. Esa pequeña ciudad, únicamente comunicada mediante la carretera que la unía a la costa sueca del golfo de Botnia, a varios cientos de kilómetros hacia el sudeste, recibía regularmente la visita de compañías mineras del mundo entero que iban a preparar sus campañas de exploración en la región. Los suecos habían instalado allí su instituto desde hacía más de un siglo y disponían, por esa razón, de archivos únicos, en particular de los resultados de las perforaciones llevadas a cabo a partir de 1907.

Nina y Klemet se presentaron en la recepción del edificio administrativo. El despacho de la directora daba directamente a la entrada. Esta los recibió y los llevó a un rincón del vestíbulo que se utilizaba como cafetería. Eva Nilsdotter trabajaba desde hacía veintisiete años en el instituto, los últimos cinco años como directora, un puesto que, si todo iba bien, ocuparía hasta su jubilación, al cabo de dos años. Por ello, Eva Nilsdotter esperaba que esos policías no fueran a perturbar su tranquilidad. La mujer parecía malhumorada. Tenía una poblada cabellera gris rizada de una manera extraña. No se preocupaba por peinársela. Unos magníficos ojos de un azul claro intenso iluminaban su rostro fino y enérgico.

—¿Qué desean exactamente? —les dijo en un tono poco amable y mascando un chicle—. Nuestro director del departamento de comunicación está en Uppsala y no tiene ni la más remota idea del trabajo que tenemos aquí. Ya le convendría levantar el trasero de la silla de vez en cuando. Me ha dicho que debía recibirles, así que aquí me tienen, pero les aviso: no me gustan las preguntas indiscretas. Aquí tenemos muchos visitantes a los que les gusta la discreción. Forma parte de nuestra reputación, ¿me entienden? La gente sabe que aquí puede trabajar con total confianza. Muchos de nuestros clientes son empresas que cotizan en bolsa en América o en Asia, ya se lo imaginarán. Acuden aquí para hacer prospecciones y eventualmente para invertir mucho dinero. Y no les gusta que haya ruido. Así que a los policías de uniforme, aunque sean amables como ustedes, les pedimos que actúen con discreción, sobre todo desde que nuestras queridas administraciones tutelares nos han reclamado que seamos rentables, o sea, que ganemos dinero a cuenta de nuestros clientes en lugar de cargarlo todo gratis al bolsillo del contribuyente. Pero tienen ustedes suerte, porque hoy es un día tranquilo —acabó diciendo mientras encendía un cigarrillo, con lo que se saltó ostensiblemente la prohibición de fumar en edificios públicos.

Klemet y Nina no se esperaban semejante recibimiento. Esta última se preguntó cómo una mujer así, tan poco diplomática, había podido llegar a aquel puesto y se había mantenido en el mismo. Eva Nilsdotter pareció leer sus pensamientos.

—Ni siquiera he tenido que acostarme con nadie, guapa. Pero, mira, te diré un secreto: yo era la mejor. Durante mucho tiempo no quisieron darme la menor responsabilidad porque era muy buena. Me necesitaban como geóloga sobre el terreno. Un buen día me harté de ver a todos esos inútiles a los que hacían jefes porque había que colocarlos en algún sitio. Así que me enfadé y decidí ser jefe. Y ya ves, también en eso fui la mejor —concluyó mientras apagaba el cigarrillo.

Nina la miraba con incredulidad y Klemet con aire divertido. Reconocía el carácter fuerte de las mujeres del norte, que no se andaban por las ramas.

—¿Qué les trae, pues, por aquí? ¿La policía de los renos? ¿Qué es eso? Nunca había oído hablar de ella.

—Con un poco de imaginación, podrá suponer para qué sirve —replicó Klemet—. Lo que tiene que saber es que estamos trabajando en un caso de asesinato. Y que albergamos razones para creer que podría tener algo que ver con una historia de una mina.

—Y en particular, con una historia que se remontaría a una expedición que tuvo lugar en Laponia en 1939 —prosiguió Nina—, con una especie de maldición en torno a un yacimiento de oro, un yacimiento que provocó muchas desgracias al pueblo sami, y…

—Ah —intervino la directora mientras encendía otro cigarrillo—. Continúe, me encantan las historias de viejos mapas del tesoro. Así es como me metí en este oficio.

Klemet se pasó los quince minutos siguientes haciéndole un resumen de la situación a esa sorprendente mujer: el robo del tambor, la muerte de Mattis, las sospechas en el mundo de los ganaderos, la expedición de 1939, la leyenda de la mina de oro, los rumores acerca de una maldición y todo lo demás. Eva Nilsdotter no se perdía ni una sola palabra. Se entusiasmaba, se indignaba o se entristecía al ritmo de la historia. Klemet cuidaba su relato, y la propia Nina se sorprendió por estar tan atrapada por las palabras de su colega.

Eva Nilsdotter se quedó un buen rato en silencio. Luego se levantó de golpe, fue a su despacho y volvió con una botella de Petit Chablis muy frío y tres copas.

—Vamos a celebrar nuestra colaboración. Porque aunque aún no me hayáis pedido nada, queréis dar con esa mina misteriosa, ¿no es cierto? —dijo ella a la par que descorchaba la botella.

Acto seguido, vació de un trago su primera copa bajo la mirada fascinada de Nina.

Media hora más tarde, una vez que se terminaron la botella —había más en el frigorífico, aseguró la directora, que se había bebido sola tres cuartos de la misma—, los dos policías y Eva deambularon hasta un hangar situado al otro lado de la calle. Varios edificios inmensos albergaban decenas de miles de cajas planas de madera, cada una de las cuales contenía diez testigos de un metro de longitud y unos centímetros de diámetro. Eva se sentó sobre una de las cajas.

—Como pueden ver, todos los testigos están numerados. Este es una serie de U —dijo señalando los códigos—. U de uranio. ¡Esto te calienta el culo! —explicó, y se echó a reír con su voz cascada de fumadora.

Encendió otro cigarrillo y exhaló una nube de humo que se mezcló con el vaho. En aquel hangar hacía mucho frío.

—Si tuviera dos dedos de frente, no fumaría aquí, sentada encima de uranio. Este mineral emite un gas muy perverso, inodoro, incoloro e insípido: el radón. Se encuentra en estado natural, pero se trata de un gas radiactivo que se acumula en espacios como este o, peor aún, en una mina. Provoca cáncer de pulmón. Aquí se ventila un poco, por lo menos. Lo peor, sin embargo, es respirar ese gas y fumar al mismo tiempo. En ese caso, se produce un verdadero estropicio… Pero, bueno, resumamos —continuó la directora—. El tambor robado podría contener indicaciones acerca de ese yacimiento. Pensáis que el geólogo alemán andaba tras esa pista. Y os preguntáis si ese geólogo francés podría estar también sobre la pista, ya que su aparición coincide con los acontecimientos recientes. ¿De qué disponemos para identificar esa mina?

Su pregunta fue recibida con un profundo silencio.

—Ya veo —dijo Eva—. Ya sabéis que Laponia tiene una superficie de unos cuatro mil kilómetros cuadrados. Es más grande que Finlandia o Japón.

—Lo único que conocemos son las tres zonas que el geólogo francés quiere explorar.

Eva se dirigió hacia un despacho situado en un rincón del hangar. Encendió un ordenador e introdujo la información en la base de datos. Observó los mapas que aparecían en pantalla y fue a buscar a un mueble especial los mapas en cuestión a una escala legible. Los desplegó sobre una mesa muy grande.

—Estos son los sitios a los que el francés pretende ir a pasear. ¿Va a hacerlo solo?

Eva se inclinó sobre los mapas, pasó el dedo sobre los símbolos y resiguió las curvas mientras emitía gruñidos y hablaba para sí misma.

—Veis, cuando un geólogo dibuja un mapa, anota una multitud de detalles observados en el terreno. Los mapas que tenemos ante nosotros están simplificados y se han realizado a partir de mapas originales. Cuando alguien quiere hacer una exploración, empieza por visitar nuestra web en internet para ver mapas geológicos como estos. Luego hay, además, una lista de informes sobre las zonas contempladas. Estos son los archivos que conservamos aquí, así como los testigos que nos rodean. Y nosotros proporcionamos esos informes a quienes los solicitan. Algunos se remontan a antes de la segunda guerra mundial.

—Las fotos de la expedición —sugirió Nina.

Sacó su ordenador portátil y le mostró a Eva las imágenes que había escaneado.

—Se trata de una expedición que tuvo lugar en el verano de 1939. La organizaron y participaron en ella unos franceses, así como investigadores suecos, un geólogo alemán y…

—¿Cómo se llamaba ese alemán?

—Ernst, solo sabemos su nombre de pila y que era originario de los Sudetes —indicó Klemet.

Eva hizo una mueca, pero anotó el nombre en un papel. Los policías permanecieron en silencio durante los minutos siguientes, tratando de descifrar las expresiones del rostro de la directora. Esta había encendido otro cigarrillo y se tomó su tiempo para detenerse en cada foto. Se quedó un buen rato mirando aquellas imágenes en las que aparecía el alemán.

Al final, Nina rompió el silencio.

—Creemos que también tenían material de detección de metales.

Eva dio una calada lenta a su cigarrillo.

—De detección de metales, sí, y no solo eso. Lo que veis aquí es un contador Geiger, el primer modelo portátil, aunque debía de pesar veinte o veinticinco kilos.

—¿Un contador Geiger? ¿Y eso qué significa?

—Oh, sé en qué estáis pensando, pero no nos precipitemos. En esa época no se buscaba uranio, pues no se sabía nada acerca de él. En 1939 aún no había bomba atómica.

—Pero la primera bomba se lanzó durante la guerra, así que necesitaron uranio para la investigación y para fabricarla —observó Nina.

—Sí, lo sacaron de una mina en el Congo. Pero no creo que eso tenga nada que ver con el caso.

—Sea como sea, ¿para qué querrían un contador Geiger?

—Antes de la guerra, el uranio era un producto que solo interesaba por su color amarillo. En esa época, se interesaban, de hecho, por el radio como componente de pinturas fosforescentes para esferas de relojes u otros instrumentos y también para aplicaciones médicas. Como es evidente, hoy esto hace que la gente ponga el grito en el cielo, pero por entonces no se conocían los efectos de la radiactividad. Marie Curie, la madre de todos nosotros, trabajaba con mineral procedente de Joachimsthal, en Alemania o en Checoslovaquia, no lo sé exactamente.

—¿Es posible entonces que el geólogo alemán buscara radio? —preguntó Nina.

—De hecho, los alemanes ya se habían interesado por el radio en esa época. Con ese material, ese geólogo estaba en condiciones de identificar las zonas donde había radio. Eso no quiere decir que fuera específicamente en busca de radio. Podía buscar, como la mayoría de los geólogos, varios minerales a la vez. A la buena de Dios. Volviendo al radio, no hay que olvidar que la radiactividad existe por todas partes en estado natural a nuestro alrededor. ¡Coged cualquier bloque de granito y pasadle un contador Geiger y veréis el resultado!

Eva se concentró de nuevo en el examen de las fotos y abandonó a los policías para reflexionar.

—Quizás el alemán trataba de localizar esa milagrosa mina de oro. En todo caso, sé dónde desapareció el geólogo alemán —les dijo de repente.

Klemet y Nina la miraron con tal cara de incomprensión que Eva se echó a reír.

—¡Si vierais vuestra expresión, pardillos! Y ahora mirad y escuchad. Las últimas fotos en las que Ernst está presente se tomaron en el lado noruego. Observad esa cima detrás de ellos, ahí, con una especie de nariz ganchuda, y justo detrás, un lago con forma de vela de Optimist. No cabe la menor duda.

Eva se levantó y volvió con un mapa de la región.

—Ahí está el lago y aquí la montaña ganchuda. Por el ángulo y las distancias, diría que la foto se hizo… ahí —dijo señalando con el dedo. Cogió un lápiz rojo y trazó una cruz—. Eso por lo que respecta a la última foto en la que aparece Ernst. Habéis dicho que venían de Inari, que está aquí. A la vista de los medios con que contaban, diría que pasaron por aquí. Y ahora veamos la foto en la que reaparece el guía sami.

Eva se sumió en el estudio de la imagen en la que Niils salía de nuevo.

—Dada la dirección seguida, ahí está ese campamento sami. Actualmente se encuentra abandonado. Dormí allí en mi juventud. Pero se hallaba en una vía de trashumancia de los renos, con ese río y ese delta bastante singular para la región. Así que —concluyó blandiendo el lápiz rojo—, la foto fue tomada… ¡aquí!

En algún lugar entre aquellos dos puntos, Ernst había muerto mientras buscaba una mina. O quizá la había encontrado.

—Y ahora —continuó Eva—, veremos si podemos adivinar el radio en el que se desplazaron Niils y Ernst. Contando que iban a pie, ¿verdad? No sabemos cuántos días anduvieron para llegar al lugar al que Ernst quería ir, ni cuántos días permanecieron allí.

—Pero sí sabemos que Niils tuvo que ir y volver —dijo Nina.

Eva se había sumido de nuevo en el estudio del mapa. Primero se desplazó a lo largo de la gran mesa para observar los tres mapas geológicos que correspondían a las zonas que Racagnal tenía intención de explorar. A continuación volvió al pequeño despacho y se sentó frente al ordenador. Escribió algo, miró la pantalla, descolgó el teléfono y habló en inglés con su interlocutor. Esperó un buen rato, en silencio. Luego su interlocutor le habló de nuevo. Eva anotó una dirección de correo electrónico en un trozo de papel y colgó.

—Conecta el ordenador a la wifi del instituto —indicó Eva a Nina—. Envía las fotos del alemán a esta dirección. En el mensaje escribe solo cuál es el tipo al que queréis identificar en la foto.

La directora hablaba en un tono que no admitía réplica:

—La dificultad es que ignoramos si el alemán de 1939 y el francés de hoy van tras la misma mina. Y vosotros mismos tampoco sabéis si andáis tras otro yacimiento. Así que, ¿hay una mina, dos o tres?

—Para retomar tu expresión, creo que andamos tras la misma mina que Ernst —respondió Klemet—. Por una vez, confiaré en mi intuición. Ese yacimiento maldito… Niils estaba al corriente. El tambor, de una manera u otra, hablaba de él.

—¿Y el francés? —preguntó Nina—. Todo lo que sabemos es que va a explorar diversas zonas con los permisos necesarios. Eva, ¿ves parámetros comunes en las tres zonas, algo que pueda ofrecernos una pista?

La directora se aproximó de nuevo a los tres mapas y se quedó en silencio. Tuvo tiempo de fumarse dos cigarrillos más, sin decir palabra.

—Mirad —dijo finalmente a los policías—. Un primer punto en común es el aspecto general del río principal que atraviesa el mapa. En todos los mapas, arrancan más o menos al noroeste, se dirigen hacia el sur, remontan hacia el este y descienden de nuevo hacia el sudeste.

Klemet torcía el gesto, pero Nina asentía con la cabeza.

—Luego, el relieve —prosiguió Eva—. Las altitudes son diferentes, las superficies son diferentes, pero en los tres casos hay de una manera bastante clara zonas más elevadas, de altiplanicie, un lago hacia el sudeste y zonas en apariencia muy fracturadas hacia el noreste.

Nina asentía vigorosamente con la cabeza. Klemet conservaba la mueca.

—No toméis lo que digo como la descripción quirúrgica del cuadro de un maestro flamenco. Hablo de pintura impresionista, de bloques de colores, de difuminados. Veo grandes similitudes. Y aún no he hablado del tercer nivel de comparación, el análisis geológico.

—Vale, admitamos que tienes razón —interrumpió Klemet—. Por lo que entiendo, el francés no sabe con exactitud adónde va, pero busca una región que corresponde a las indicaciones que otro le ha dado. A partir de ellas ha deducido un tipo de geografía bastante preciso y ha localizado zonas coincidentes en este aspecto.

—Creo que has dado en el clavo —exclamó Eva—. Es un profesional como la copa de un pino para identificar esas tres zonas. Apostaría a que ninguna otra zona de la región reúne esos parámetros. Las áreas cubiertas por los tres mapas geológicos representan terrenos muy vastos. Si hubiera que explorar todas esas zonas de manera precisa se requerirían semanas, tal vez meses. Ahora creo que sería interesante que echaras un vistazo al correo —le sugirió a Nina.

Esta leyó un mensaje en inglés de un tal Walter Müller.

—Ernst Flüger —anunció—. El geólogo alemán se llamaba Ernst Flüger. Se formó a mediados de los años treinta en la escuela de minas de Viena.

—Excelente escuela —comentó Eva—. Lástima que toda esa gente trabajara luego para los nazis. Pero ese no fue el caso de Flüger. Murió antes.

—Sí pudo haber trabajado para ellos, porque los nazis llegaron al poder en 1933 —observó Klemet.

—Me sorprendería —lo interrumpió Nina, que prosiguió la lectura del correo electrónico—. Flüger no acabó sus estudios. Fue expulsado al acabar el primer curso. Era judío.

La información les cayó como un jarro de agua fría y se quedaron en silencio, sin saber cómo reaccionar.

—Tal vez tuvo suerte al morir de una caída en Laponia —espetó Klemet poco después.

Nina tuvo una intuición. Llamó a Francia y estuvo unos minutos al teléfono.

—A Henry Mons el nombre de Flüger le suena. Flüger y su guía se marcharon hacia el norte. Y por lo que Niils le contó al regreso, anduvieron dos o tres días y plantaron un campamento, donde se quedaron dos días antes de que Flüger se cayera.

Eva retomó el mapa general.

—Eso aún nos deja dos posibilidades. Aquí y… allá. Si partimos del principio de que el yacimiento de oro se halla en algún lugar por allí, aún hay grandes zonas por explorar. Ah, si supiéramos si ese geólogo levantó un mapa…

—Sí lo hizo —dijo Nina—. Henry Mons lo vio. Pero el mapa ha desaparecido.

—Ah, así, las cosas cambian por completo. Flüger debió de llevar un cuaderno de campo. Los geólogos siempre llevan un cuaderno de campo a partir del cual levantan los mapas.

Con paso decidido, fue a sentarse frente a la pantalla y esperó, dando caladas nerviosas al cigarrillo.