Jueves, 20 de enero
15.00 horas. Kautokeino
Para llegar a Malå, la patrulla P9 tenía que recorrer casi setecientos kilómetros en dirección al sur. Había unas diez horas de carretera.
Decidieron partir a última hora de la tarde y relevarse al volante para llegar a la mañana siguiente. Dormirían unas horas en uno de los refugios de la policía de los renos.
Antes de ir a descansar, Klemet y Nina fueron a almorzar al Villmarkssenter. Solo tenían que cruzar la calle principal. Al salir de la comisaría, Nina se detuvo un instante para contemplar las luces anaranjadas que se disgregaban en el horizonte absorbidas por la masa oscura e implacable de la noche polar. Desde su llegada a Laponia, Nina había descubierto luces aún más vivas y magníficas que las de su fiordo. Y le causaban más impresión aún debido al frío que se apoderaba de ella. Unas temperaturas a las que tampoco estaba muy acostumbrada. Allí de donde venía, la corriente del Golfo aseguraba una temperatura soportable durante todo el año. De pronto, una ráfaga de viento azotó los rostros de los policías. Agacharon las cabezas. Nina se llevó el brazo delante de los ojos y la boca, pues el frío se había vuelto súbitamente agresivo. Aceleraron el paso hasta el restaurante. Nina resbaló en la subida helada y casi se echó a reír al ver a Klemet precipitarse en su ayuda y resbalar a su vez. Recorrió los últimos metros casi patinando. Los postreros reflejos del sol habían desaparecido por completo, devorados por las nubes que cubrían aquella parte del cielo.
Ya había pasado la hora del almuerzo, pero Mads les preparó una mesa y les sirvió el plato del día, salmón al eneldo con patatas hervidas y una salsa blanca. Como no tenía otros clientes, fue a sentarse con ellos. Las nubes habían pasado y el viento había despejado el cielo. El hotel restaurante estaba encima de la carretera y disfrutaba de una vista sobre todo Kautokeino. A esa hora, solo se veían las luces que serpenteaban en una suave curva a lo largo del río Alta.
—¿Ya habéis pillado al cerdo que ha matado a Mattis? —preguntó Mads.
—Aún no.
—¿Y a qué esperáis? La gente ya empieza a hacerse preguntas. Todo el mundo se está poniendo nervioso.
Klemet asintió.
—¿Aún tienes huéspedes?
—No, los viejos daneses se han marchado; los camioneros van y vienen como de costumbre, y el geólogo francés se marchó ayer.
Klemet y Nina se miraron.
—¿Qué geólogo?
—¡Pues el francés! Ya llevaba aquí un tiempo. Pero se ha largado con sus bártulos. Mira que tiene un montón de trastos, el tío. Va a buscar no sé qué mineral. Esas cosas siempre son secretas, ya sabéis. Por lo que me ha dicho, tenía todos los papeles en regla. Maldecía el tiempo que le había hecho perder la comisión de asuntos mineros. Pero eso se ha arreglado.
—¿Se ha marchado solo?
—Que yo sepa, sí.
—¿Y cuánto tiempo dices que llevaba aquí?
—Oh, llegó… Fue antes de todos estos asuntos, así que diría que fue…, sí, fue el día en que empezó el colegio, el 3 de enero, un lunes. Lo recuerdo porque insistió en ayudar a Sofia, que tenía deberes de francés. Está en segundo de ESO y ha empezado con el francés.
—¿Y adónde se ha ido?
—Oh, eso tendrás que preguntarlo en el ayuntamiento.
Klemet consultó su reloj. Tenían tiempo de pasarse por allí.
Se tomaron el café rápidamente.
—¿Cómo era ese francés?
—Era un buen tipo que parecía aburrirse porque tenía que esperar a la autorización. Explicaba un montón de historias de África increíbles. Y habla sueco, ¿sabes? Ya había trabajado tiempo atrás en prospecciones geológicas en Laponia. Pero si te interesa, habla con Brattsen, pues él lo interrogó. El francés estaba hecho una furia.
Klemet miró a Nina. Ella abrió unos ojos como platos, sorprendida, para señalarle que, al igual que él, acababa de enterarse de eso en aquel mismo momento. ¿Por qué Brattsen no había dicho nada acerca de aquel interrogatorio? Aquello suscitaba de repente muchas nuevas preguntas. En ese momento, Sofia entró en el restaurante. Llevaba su mochila y regresaba del colegio. Dirigió un saludo a los comensales con una amplia sonrisa. Fue a darle un abrazo a Klemet y le estrechó la mano a Nina.
Klemet y Nina se pusieron en pie para marcharse.
—Apunta las dos comidas en mi cuenta, Mads. Tengo que hacerme perdonar una cosa…
Nina sonrió.
—Ya estaba perdonado.
Sofia ya había sacado sus cuadernos en una mesa vecina.
—Qué, Sofia, ¿has avanzado en francés? —preguntó Nina.
El rostro de la chiquilla cambió de repente.
—¿Por qué preguntas eso? —respondió con un tono airado que sorprendió a todos.
—Por nada, por preguntar —replicó Nina—, parece que tuviste un profesor particular durante unos días.
—¿¡Ese cerdo!? ¿Ese asqueroso que me metió mano? Cinco minutos duró, cinco minutos.
Mads se quedó pasmado.
—¿Dices que te metió mano? ¿Pero por qué no dijiste nada? —preguntó a su hija.
—Pues lo digo ahora, y basta, ¡dejadme en paz!
La chiquilla recogió sus cosas de golpe y salió de la sala del restaurante, enfurecida.
Mads se quedó sin palabras.
Nina fue la primera en reaccionar. Corrió detrás de Sofia. Al cabo de cinco minutos, Nina volvió. Parecía enojada, pero adoptó un tono sereno y metódico con Mads.
—No ha pasado nada grave en el aspecto físico —lo tranquilizó de inmediato—. Supo decir no…, y hacerse obedecer.
Nina hizo una pausa y tragó saliva. Solo duró medio segundo, pero Klemet advirtió su embarazo.
—Sin embargo, mi consejo es que presente denuncia, a pesar de todo, por acoso sexual —continuó diciendo—. Creo que para ella es importante. Este tipo de cosas hay que tomarlas muy en serio, al menor gesto, desde el principio. Y tenemos que demostrarle que estamos con ella.
—Claro, claro…
Mads estaba conmocionado y parecía darse cuenta, poco a poco, de que había alojado al francés durante dos semanas junto a su familia, que vivía en un ala del hotel.
—Todo irá bien —prosiguió Nina—. Es menor y todo será muy discreto, y si fuera necesario, puede consultar a un especialista.
—¿Crees que es tan grave? —preguntó Klemet.
Nina lo fulminó con la mirada.
—¡Sí, es muy grave! ¡Y ya va siendo hora de que los hombres se den cuenta! —dijo saliendo a buen paso, seguida de inmediato por su colega.
15.45 horas. Ayuntamiento de Kautokeino
Klemet se presentó solo en el ayuntamiento para no darle un carácter excesivamente oficial a la gestión de la policía. Mientras, Nina empezaría a redactar el atestado para Sofia. Ingrid, la recepcionista, le dio la bienvenida a Klemet con una gran sonrisa.
—Buenos días, benditos los ojos que te ven —susurró—, creía que habías desaparecido. Hace tiempo que no me invitas a tomar una copa en tu tienda.
Klemet se apoyó en el mostrador y susurró a su vez:
—Deja que acabe con estas historias y te prometo una velada para ti y para mí solos.
Ingrid se echó a reír, pero se puso de nuevo seria en cuanto vio a un concejal del Partido del Progreso que entraba vestido con su mono de motonieve nuevo, el cabello engominado y la tez bronceada de solárium. El colega de Olsen, al que este apodaba el Guaperas, apenas saludó a la recepcionista laborista y al policía sami, de quien sospechaba que tenía las mismas simpatías políticas.
—Menudo gilipollas —dijo Ingrid—. A su lado, el viejo hipócrita de Olsen casi me cae simpático. Bueno, pero si lo he entendido bien, no venías a invitarme.
—Al parecer, ha venido por aquí un francés a ver a los de la comisión de asuntos mineros. Me interesa él, pero con discreción. No quiero que se arme un revuelo, ¿me entiendes?
—Te entiendo, guapo, y me acuerdo del francés. ¡Un tipo apuesto! Con aspecto de ser un tío un poco peligroso, como a mí me gusta… La última vez que vino estaba furioso, quería ver a alguien de la comisión. El viejo Olsen era el único que estaba en el ayuntamiento, pero no pudo recibirlo. No sé qué ocurrió luego.
—¿Está Olsen?
—No, debe de estar en su granja. Normalmente pasa por aquí por la tarde, salvo que haya reunión.
—¿Cuándo fue la última reunión?
—Estaba prevista para el lunes. Vino ese día. Oh, Dios mío, fue el día en que encontré esa horrible oreja, ¿cómo voy a olvidarlo? El lunes. Y no he vuelto a ver al francés.
—¿Vino mucho antes de que descubrieras la oreja?
—No, quizás unas horas antes.
—¿Pasó mucha gente por aquí desde que él llegó y hasta que encontraste la oreja?
—Por este lado, no. No había motivo. Pero todo esto ya se lo he explicado a Brattsen, ¿sabes?
—Brattsen, de nuevo.
—¿De nuevo? ¿Qué quieres decir?
—Nada, pensaba en voz alta. ¿Hay aquí algún otro miembro de la comisión?
Ingrid consultó rápidamente una lista.
—No. ¿Por qué? ¿Qué te interesa?
Klemet se acercó un poco más a la recepcionista.
—Querría saber dónde tenía intención de ir a excavar el francés. Y rápido, porque esta noche me voy con Nina a Malå a seguir la investigación.
—Ah, sí, la pequeña Nina; no lleva aquí mucho tiempo, pero ya se habla mucho de ella. Por lo que se ve, es una chica lista. Y guapa, ¿verdad, Klemet? Dime, ¿ya la has invitado a tu tienda?
—Ingrid, por favor, realmente necesito saber adónde ha ido el francés. ¿Recuerdas que estoy investigando un asesinato?
—Eso significa que ya ha visitado tu tienda, ¿me equivoco? —respondió, picajosa.
Lo miró en silencio unos segundos, como si lo juzgara.
—Y, además —prosiguió—, por lo que decía Brattsen, es él quien se ocupa del asesinato. Qué poco te quiere ese. Menudo cabrón. No te fíes de él.
—Gracias, Ingrid. ¿Y bien?
—Debo de ser la más tonta del pueblo, pero me imagino que no se trata de documentos confidenciales. En principio, y si se trata de solicitudes de exploración, no hay nada secreto, pues es una información pública. Y, además, una solicitud de exploración no es una solicitud de explotación; los solicitantes pueden ser tan vagos en su descripción como deseen. Bueno, espérate aquí e iré a ver ahí detrás.
Ingrid se puso en pie y desapareció por un pasillo. Klemet la contempló con cierta añoranza. Aún la recordaba con veinte años.
Una chica magnífica, con una sonrisa cautivadora y una frescura irresistible. No quedaba gran cosa de su belleza de antaño. En aquel entonces le había dado calabazas. Como tantas otras chicas. Klemet no se lo reprochaba. No demasiado. No fue cruel. Solo le dijo que no riéndose, como las demás. Con solo un besito rápido en la boca, sin consecuencias para ella. Había soñado con ella, como con tantas otras. Klemet sufrió, pero sin duda lo peor era que había dado por sentado que ese beso era a lo único a lo que tenía derecho. Y nada más. Acabó por aceptar esas migajas.
Cuando lo trasladaron de nuevo a Laponia, tras haber pasado unos años en la policía criminal de Estocolmo, saboreó durante un tiempo el cambio de actitud de las mujeres hacia él. Como Ingrid. Estaba aún tan obnubilado por los reveses de su juventud que entonces las veía como si tuvieran veinte años. Hoy en día, las veía como eran. Unas mujeres castigadas por la vida, que luchaban por mostrar buena cara y reclamaban su derecho a la simple felicidad. Se habían vuelto como él. Sabían contentarse con un beso. Habían tenido que pasar treinta años para hallarse en igualdad de condiciones.
Al fin, Ingrid regresó. Klemet le sonrió. Llevaba una carpeta en la mano.
—Te llevarás una decepción si buscas algo muy preciso, pero mira esto…
Ingrid lo invitó a que pasara al otro lado del mostrador de la recepción para evitar mostrar el contenido de la carpeta a todo el mundo.
Klemet ojeó rápidamente el formulario. André Racagnal, fecha de nacimiento y dirección, Francesa de Minerales. Período de exploración. Y, por último, las precisiones geográficas.
—¿Puedes fotocopiarlo?
—Klemet, por favor, eso no; me temo que sería ir demasiado lejos.
Klemet no insistió y sacó su cuaderno. Las regiones de prospección eran vastas. Y, como advirtió, había dos dosieres.
—¿Por qué se necesitan dos dosieres?
Ingrid los miró.
—Simplemente porque se trata de dos regiones diferente. Ves, ese es un enorme territorio al noroeste de Kautokeino. La solicitud es del otoño pasado y fue aprobada por la comisión el miércoles por la tarde. Y esta… también aprobada el miércoles… La solicitud es del… miércoles por la mañana. Mira tú que por una vez los trámites han ido deprisa.
—¿Por qué dices eso?
—Oh, no lo sé. No son más que autorizaciones de reconocimiento de terreno, pero las atribuciones de licencias de exploración se deciden el 1 de febrero. Ya hemos recibido bastantes solicitudes. Por lo general, es complejo preparar esos dosieres. Este se ha hecho muy deprisa, solo quería decir eso.
Klemet tomaba notas y guardaba silencio. Trataba de ordenar las piezas del rompecabezas. Cuando tuvo cuanto necesitaba, avanzó hacia Ingrid. Le tomó la cara con ternura con una mano, la miró un segundo y le dio un beso en la frente. La recepcionista le sonrió y le hizo un gesto con la mano.
—Llámame —le dijo cuando Klemet salía del ayuntamiento.
16.00 horas. Laponia interior
André Racagnal disponía de poco tiempo para llevar a cabo una proeza. El hecho de que aquel maldito palurdo le hubiera exigido que descubriera el yacimiento de oro tan rápido solo se explicaba por su ignorancia del oficio.
Limitar el campo de la exploración a tres zonas, como había logrado gracias al estudio en solitario de los mapas y luego con ayuda de Aslak, ya era algo casi imposible en tan escaso tiempo. En una cuestión el cabezota del granjero había tenido razón: Aslak parecía conocer la región como la palma de su mano.
El pastor de renos viajaba tendido en el remolque, entre las bolsas y las cajas. A Racagnal le preocupaba poco Aslak, pero lo necesitaba, por lo que se obligó a no ir demasiado rápido para evitar sacudidas demasiado violentas. A esa velocidad, el francés debería conducir unas tres horas hasta llegar al primer punto que quería observar. Se habían puesto en camino justo después del paso de una depresión que había cubierto el horizonte durante un buen rato. El cielo se había despejado de nuevo. Un cielo de aurora boreal, se dijo Racagnal. Ignoraba el motivo, pero la visión de una aurora era el único espectáculo que podía conmoverlo. Emocionarlo de verdad. No de excitarlo, como podía ser el caso de una colegiala. Se dio cuenta de ello durante su primera estancia en Laponia, años atrás. La loca danza de las auroras boreales adquiría el aspecto desesperado de su propia vida. Veía la belleza efímera, el vigor irresistible y la visión caótica.
Según el mapa, Racagnal tendría que seguir el curso de un río a lo largo de esa primera etapa. La conducción era más sencilla gracias a ello. Había pocas colisiones y pocos relieves. El viento había despejado el cielo y permitía que la intensa luna iluminara el camino. Conducir resultaba fácil y Racagnal pensaba en la mina. Sus primeras observaciones no le permitirían hacerse una idea precisa. Tendría que sumar varias para ser capaz de determinar si coincidían con el mapa. Racagnal no creía en la suerte. Había sido preservado de tamaña ingenuidad. Su credo era muy simple: la vida no es más que una suma de elecciones. Eso era lo que lo había salvado hasta el momento. No dejar nada al azar. Prevenirlo todo. Y asumir sus decisiones. Todas sus decisiones. Ese credo lo convertía en uno de los mejores geólogos del momento, puesto que lo que algunos celosos tomaban por un instinto excepcional se basaba en un trabajo de hormiga. Esa manera de hacer las cosas le permitía también llevar su vida sexual con relativa tranquilidad. Era consciente, sin embargo, de que en pocos días había cometido errores. El paleto y el policía lo habían calado. Tendría que hallar una solución a esa anomalía en su historial. Se concentró de nuevo en el lecho del río. La luminosidad de la luna disminuía en función de las curvas. No podía permitirse relajar la vigilancia. Aminoró un instante la velocidad para volverse y asegurarse de que el sami seguía detrás, y luego prestó de nuevo atención a la conducción. El único relieve lo constituían unos arbolillos que apenas se alzaban del suelo. La vista alcanzaba hasta muy lejos, a pesar de ser de noche. Circulaba por la meseta alta y el relieve formaba suaves valles. Llevaba más de una hora de camino y no se había cruzado con la menor luz. A la salida de un pequeño valle, se detuvo, aprovechando que había un terreno despejado. Apagó la motonieve y los rodeó un silencio total. En cuanto se apartaba del calor de la moto, el frío calaba de nuevo. Alzó la vista un instante. Las auroras aún no habían aparecido. Sacó la radio y envió un mensaje. Se volvió acto seguido hacia el sami. No alcanzaba a adivinar la expresión de sus ojos a causa de la oscuridad. Pero vio, en todo caso, que el hombre no volvía la cabeza.
17.30 horas. Kautokeino
Nina y Klemet se encontraron a la hora acordada en la comisaría de Kautokeino. Estarían fuera por lo menos dos días. El Sheriff les había pedido que pasaran a verlo antes de partir. A Tor Jensen le gustaba tener a sus miembros bajo control.
El bol de regalices había reaparecido. Klemet saludó con un gesto de la mano al Sheriff. Este le tendió el bol, pero Klemet lo declinó, al igual que Nina. Tor Jensen se enfurruñó y dejó el bol en el otro extremo de su mesa, lo más lejos posible de su alcance.
A continuación, deslizó una carpeta hacia Klemet.
—Aquí tienes la foto de ese Racagnal y los pocos datos que hemos logrado reunir acerca de él. No hay gran cosa. ¿A qué viene ese interés?
—Sospecha de acoso sexual, pero resulta que el tipo además trabaja en la industria minera, y eso lo hace doblemente digno de interés.
Tor Jensen torció el gesto.
—¿No te parece un poco traído por los pelos?
—Lo del acoso, no —intervino Nina con firmeza.
El Sheriff se percató de su tono, pero no dijo nada.
—Bueno, y en cuanto a Malå, ¿cómo están las cosas?
—Una vez examinadas las fotos de 1939, creemos que puede guardar relación con una historia de una mina de oro —respondió Klemet—. Tenemos que quedarnos con la conciencia tranquila.
El Sheriff volvió a torcer el gesto. No parecía convencido. Se inclinó hacia delante, acercó el bol y cogió tres regalices a la vez.
—Ya sabéis que la conferencia de la ONU se nos está echando encima —dijo con la boca llena.
Klemet y Nina respondieron con un movimiento de la cabeza.
—Me han dado a entender claramente que estos casos tenían que estar resueltos antes. ¡Así que no me añadáis otro más! A la vuelta, deteneos en Kiruna. Me han prometido que estarían los resultados de los últimos análisis.
Jensen los miraba.
—¿Qué? ¿Aún no os habéis marchado?
Klemet vacilaba.
—En este caso estamos trabajando muchos, pero me da la impresión de que no tenemos todas las cartas en la mano. Por ejemplo, hasta hace un rato, ignorábamos que Brattsen había interrogado a ese francés hace una semana. ¡Una semana! ¡Y no hemos sabido nada de ello hasta ahora!
—Pues vamos a preguntárselo. ¿También tú lo compartes todo, supongo?
—Evidentemente. Todo aquello de lo que estamos seguros, en cualquier caso.
El Sheriff pulsó una tecla de su teléfono.
—Rolf, ¿puedes venir un momento, por favor?
En los segundos siguientes reinó el silencio. Tor Jensen cogía regalices del bol.
Brattsen entró al cabo de dos minutos. Ni siquiera saludó a Klemet y a Nina y dirigió una mirada interrogativa a Tor Jensen.
—¿Estás al corriente de la presencia de un tal… Racagnal? —le preguntó Jensen tras leer el nombre de nuevo en sus papeles.
—¿Racagnal? ¿Un francés? Sí, lo interrogué hace unos días.
—¿Y por qué no comentaste nada a la policía de los renos?
—¿Y por qué iba a hacerlo? Fue por una simple pelea en el pub. No tenía nada que ver con nuestros casos. No quería sobrecargar a la policía de los renos con más información —añadió Brattsen con un tono expresamente irónico.
El Sheriff parecía evaluar la situación.
—¿Qué fue exactamente lo que ocurrió?
—Una pelea de bar, ya te lo he dicho. Entre ese tipo y Ailo Finnman. John y Mikkel también estuvieron involucrados. Nada grave. El francés ni siquiera quiso presentar una denuncia. Tuve que insistir para tomarle declaración.
—¿Así que el francés era el demandante? —preguntó Klemet, decepcionado.
—Sí, ¿por qué? ¿Te extraña? Fueron los ganadores los que se le echaron encima. Ailo. Los otros le siguieron, como de costumbre.
—¿Por qué motivo? —preguntó el Sheriff.
—Los pastores llevaban unas cuantas cervezas. Con eso les basta para hacer tonterías, te lo aseguro.
—¿Dónde está ahora el francés? —quiso saber Klemet.
—¿Cómo lo voy a saber? —contestó, enojado, Brattsen—. Ha venido a hacer prospecciones, así que debe de estar haciendo prospecciones.
—¿Solo?
—Ni idea. Conoce la región. Imagino que debe de ser capaz de irse solo.
—Se le vio por el ayuntamiento pocas horas antes de que Ingrid descubriera la primera oreja —insistió Klemet.
—¿Y qué?
Rolf Brattsen miró a Klemet con suspicacia.
—¿Qué es esto, un interrogatorio o qué?
—Tenía que verse con Olsen —prosiguió Klemet—. Quizá tú sepas si al final lo vio.
—No, no lo vio —espetó Brattsen.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Klemet en el mismo tono.
—Creo que no lo vio —rectificó Brattsen—. No lo sé. Y, de todas formas, ¿qué más da que lo viera o no?
Jensen exhaló de repente un profundo suspiro y alejó el bol medio vacío hasta el extremo de su mesa. Brattsen adoptó un aire malhumorado. Klemet miró al Sheriff, que le señaló la puerta con el mentón.
Klemet conducía la pick-up Toyota de la policía de los renos desde hacía ya más de una hora. Había cargado un montón de material inútil para una misión como aquella, como sacos de dormir, una cocina de camping y provisiones para dos días. Era un viejo reflejo, dijo en respuesta al comentario de Nina.
—En la policía de los renos —le explicó Klemet mientras conducía—, no se puede trabajar mirando el reloj. No tiene sentido. Tres cuartas partes de nuestro trabajo están ligadas a conflictos de la ganadería de renos que ocurren a distancias enormes. A veces te llaman y no regresas hasta al cabo de cuatro días.
Nina miraba por la ventanilla. Era noche oscura. Los faros solo iluminaban los taludes cubiertos de nieve y unos pocos abedules enanos. La carretera estaba helada, pero gracias a la gravilla que la cubría y los neumáticos de clavos, Klemet podía mantener una velocidad de noventa kilómetros por hora. Además, como la carretera era recta en tramos largos, pese a aquella oscuridad se veía venir de lejos a los vehículos. Desde que habían partido de Kautokeino, se habían cruzado solo con un coche y dos camiones, que habían levantado tras ellos torbellinos de nieve.
Atravesaron la parte finlandesa y luego entraron en Suecia. El termómetro indicaba una temperatura exterior de veinticinco grados bajo cero. Klemet aminoró la velocidad y estacionó en un área de aparcamiento en la cima de una colina. Dejó el motor en marcha y propuso preparar un café.
Nina salió del vehículo para desentumecer las piernas. Llevaba su mono de más abrigo sobre el uniforme, el gorro y guantes gruesos. Estaba en silencio y miraba hacia el cielo.
—Con este frío, ¿será posible ver una aurora boreal esta noche?
—El frío no influye en nada —respondió Klemet—. Para ver una aurora, hace falta un cielo despejado. Y en invierno, el cielo despejado significa frío.
—¿De dónde vienen esas auroras?
—Oh, no lo sé a ciencia cierta. Tienen que ver con el sol. Aquí se decía que eran los ojos de los muertos y, por esa razón, no había que señalarlas con el dedo.
Tendió una taza de café a Nina.
—Los ojos de los muertos… —repitió Nina—. Parece que esta noche los muertos están ciegos.