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Jueves, 20 de enero

11.30 horas. Comisaría de Kautokeino

Klemet Nango se dio cuenta al mirar el reloj de que no podía quedarse más rato en casa de su tío. Había retrasado tanto como le había sido posible el momento de encontrarse de nuevo con Nina, pero la huida no era una opción. Le prometió a Nils Ante que volvería antes que los carroñeros, saludó a la señorita Chang, que le recompensó, alegre, con un saludo, y se encaminó hacia la comisaría circulando a una velocidad anormalmente razonable.

Respiró profundamente antes de llamar a la puerta de Nina y entró en la oficina con la primera frase en la punta de la lengua, pero lo que vio lo dejó boquiabierto. Nina estaba allí, de pie, con las manos en los bolsillos de su pantalón de faena azul marino de uniforme, pero había transformado su despacho. Las fotos que había traído de Francia colgaban de la pared opuesta a su mesa. Una docena de reproducciones de tambores estaban pegadas a las ventanas con cinta adhesiva. Las fotos de todos los protagonistas entrevistados hasta el momento estaban clavadas con chinchetas a un tablón de contrachapado que reposaba sobre un caballete. Había ambientado el espacio hasta tal punto que sonaba música sami en el ordenador. Nina había transformado la habitación en un centro de operaciones.

—Te perdono —le dijo Nina de inmediato, sin darle tiempo a balbucir sus excusas—. Pero la próxima vez te daré un puñetazo. Ahora, mira esto.

Sacó una mano del bolsillo y lo condujo hasta la pared donde colgaban alineadas las fotos de Henry Mons. Klemet estaba desconcertado. Tanto por el trabajo realizado por su colega como por su reacción. Ella había conservado el control de la situación tomando la iniciativa. Y, una vez más, él se había quedado mudo, incapaz de estar a la altura.

—Nina, de todas maneras quisiera…

—Por favor, no compliques más la situación. Y ahora, observa estas fotos.

Klemet obedeció a Nina. Al fin y al cabo, no le desagradaba hacerlo. Se concentró en las fotografías, sobre todo en las quince instantáneas de los miembros de la expedición.

—¿Qué ves?

Nina parecía muy excitada; debía de haber encontrado alguna cosa. Eso seguramente explicaba sus prisas para olvidar el incidente de la víspera.

—No lo sé aún —respondió Klemet, deteniéndose en cada foto—. Estoy pensando. Pero ya puedo decirte una cosa, y es que ese hombre de aquí, el del gorro de cuatro picos, Niils, se apellida Labba. ¿Te suena?

—¿Era el padre de Mattis?

—Su abuelo.

Nina abrió unos ojos como platos. Parecía reflexionar a toda velocidad.

—Así que el abuelo de Mattis era quien tenía el tambor que setenta años más tarde alguien ha robado y que quizás haya sido la causa de la muerte de su nieto.

—No simplifiquemos, Nina.

—De acuerdo, no simplifiquemos, pero reconocerás que llama la atención. El tambor permanece en Francia setenta años y, unos días después de su retorno, el nieto de su propietario es asesinado. Klemet, ¿sigues creyendo en un ajuste de cuentas entre ganaderos de renos?

El policía permaneció unos instantes en silencio. Mientras reflexionaba, examinaba las fotos.

—¿Qué me dices? —insistió ella al verlo concentrado en las fotos.

Klemet volvió a pensar en el detalle que lo había sorprendido.

—Se ve material de detección de minerales. Así que creo que la historia del tambor o de la expedición tal vez está ligada a la existencia de una mina de oro.

—Es muy probable. ¿Estaba Mattis relacionado de alguna manera con la búsqueda de minerales?

—No, que sepamos.

—Sigue buscando en las fotos.

Los ojos de Nina brillaban de tal manera que Klemet se sintió aguijoneado. Se concentró aún más. Pensaba en voz alta.

—Vimos que el geólogo alemán se marchó… el 25; no, entre el 25 y el 27 de julio de 1939, acompañado de Niils.

Consultó su cuaderno.

—Y que Niils regresó solo entre el 4 y el 7 de agosto.

—Sí, ¿y…?

—Y los otros permanecen allí y continúan su expedición, porque todos aparecen en las fotos siguientes.

—¿Sí?

—Sí, los franceses, los dos investigadores suecos, el intérprete, el cocinero, el…

Klemet pensó en su tío. Si no hubieran hablado del hombre de nariz estrecha y con el bigote que le cubría las comisuras de los labios, lo habría olvidado, pues parecía casi borrado de las fotografías.

—Falta otro. El del bigote.

—¡Bingo!

—Mi tío, al que he visto esta mañana, me ha dicho que le recordaba vagamente a alguien, pero no conseguía acordarse de a quién. ¿Pero por qué ese no aparece en las fotos siguientes?

—Aún no lo sé. Pero tenemos un muerto y un tambor en 1939, y otro muerto y sin duda el mismo tambor en 2011. Entre esos dos muertos, tenemos un vínculo, la familia Labba.

—No sabemos si la muerte de Mattis está relacionada con el tambor —la interrumpió.

—¡Vamos, Klemet!

Nina pareció súbitamente exasperada.

—Reconozco que aún no tenemos ninguna prueba, pero de todas formas está delante de nuestras narices.

—¿Y qué me dices de las orejas cortadas, Nina?

Nina Nansen no quería dejarse influir por la prudencia de su colega. Cuando un cuarto de hora más tarde los dos se presentaron ante el Sheriff, estaba decidida a aumentar su ventaja. Ese caso desbordaba las competencias tradicionales de la policía de los renos y había que pensar de otra manera. Paradójicamente, Klemet arrastraba un lastre por su experiencia no tanto en la policía de los renos como por sus años en el seno del grupo Palme. Durante su estancia en Kiruna, antes de ser destinado a Kautokeino, sus colegas suecos habían mostrado un enorme respeto por esos años dedicados al caso Palme. Se trataba de la investigación más importante llevada a cabo por la policía sueca, si bien los colegas noruegos y finlandeses solo veían en ella motivo de burla. Pero en la carrera de un policía sueco tenía valor de medalla, aunque el fracaso fuera innegable, dado que la única persona juzgada y condenada había sido finalmente absuelta tras el recurso de apelación. Esa obsesión por las pruebas impedía a Klemet proyectarse.

Tor Jensen recibió a los miembros de la patrulla P9 sin su sempiterno bol de regalices. Les señaló la cafetera y les invitó a servirse. Permanecía en silencio, cosa que no era un buen augurio. Nina ignoraba si el motivo era la ausencia de regalices o una mala noticia.

—¿Y bien?

Tor Jensen tenía prisa. Nina sabía que su puesto era políticamente sensible. Las tensiones entre samis y noruegos eran frecuentes, sobre todo desde que el Partido del Progreso, como buen movimiento populista, había soltado la lengua a muchos noruegos. Nina acababa de descubrir esas tensiones, pero su sentido del bien y del mal le sugería que los samis no se hallaban en el origen de ese enfrentamiento. El testimonio de Henry Mons la había estremecido. No la habían preparado para que los noruegos o los suecos fueran los malos de la película.

Había otro aspecto que la incomodaba. La maldición y los investigadores suecos sumían aquel caso en una atmósfera inquietante. Ya no era un simple suceso.

El Sheriff se impacientaba y Klemet titubeaba. Nina se hartó de la prudencia de su jefe de patrulla y de su religión de las pruebas.

—El robo del tambor y el asesinato de Mattis tienen que estar relacionados por lógica —espetó—. ¿Qué posibilidades hay de que dos acontecimientos tan excepcionales tengan lugar con veinticuatro horas de diferencia en un sitio como este?

—Continúa —dijo el Sheriff.

—Dos personas visitan a Mattis, buscan algo. ¿Han ido para hablar o en busca de algo? ¿El tambor? Sería lógico. Brattsen habla de un ajuste de cuentas entre ganaderos. Pero no hay nada hasta el momento en nuestra investigación que corrobore esa versión, aunque sea la más tentadora. Añado que a algunos les iría como anillo al dedo hacer creer que los ganaderos se matan unos a otros o están en guerra abierta. Eso justificaría que se reforzara el control sobre ese entorno supuestamente mafioso e incestuoso. Porque de eso es de lo que estamos hablando, ¿verdad?

Klemet permanecía en silencio. Nina casi podía adivinar sus pensamientos. Estaba desconcertado por el hecho de que se adentrara en semejante terreno.

—Sé que aún no tenemos pruebas, pero creo que estamos pasando algo por alto. Estoy convencida de que los crímenes actuales están ligados a los sucesos de 1939. El tambor, un yacimiento. Muertos, un robo.

—¿Y las marcas en las orejas? —la interrumpió el Sheriff.

Nina miró de reojo a Klemet. Su compañero le había respondido lo mismo. ¿Y las orejas? Klemet permanecía en silencio. No se mostraba hostil. Pero sí silencioso. La pelota se hallaba sobre el tejado de Nina. Tor Jensen esperaba.

—Las orejas son el principal eslabón que nos falta. No es el único, pero es el que nos aportará la respuesta definitiva al enigma o a una parte de él.

Klemet reflexionaba.

—El planteamiento de Nina es imparable, incluso a pesar de las lagunas —acabó por decir—. Creo que tenemos que explorar esa historia de la mina. Mi tío Nils Ante también me ha hablado de una historia parecida. Tengo horror a los rumores, pero debo admitir que hay un vínculo.

—Bien, en tal caso id a Malå y aclarad esa historia.

—¿A Malå? ¿Qué hay allí? —preguntó Nina.

—Es una pequeña ciudad del norte de Suecia, en la región del Västedrbotten, y ahí se halla el Instituto Geológico Nórdico y sus archivos. Creo que son los archivos más antiguos del mundo. Traedme algo.

11.00 horas. Laponia central

André Racagnal detuvo su motonieve a cinco metros de Aslak y se quedó unos instantes observando al pastor. Para ser lapón, el hombre tenía una altura imponente. Su rostro de mandíbula cuadrada no se movía. Frente a él, Racagnal tenía a un hombre decidido. Antes de avanzar hacia Aslak, se acercó al remolque a buscar la radio. Micrófono en mano, se dirigió a un interlocutor desconocido, de manera que el pastor le oyera.

—Estoy en la zona con nuestro hombre, que está dispuesto a ayudarnos. Si no recibís un mensaje cada dos horas, ya sabéis qué hacer.

Colgó sin esperar respuesta. Se acercó finalmente a Aslak.

—¿Sabes leer un mapa?

—Sí.

—Entremos.

Racagnal y Aslak se pasaron las dos horas siguientes estudiando los mapas. Racagnal estaba atento, pero el pastor no parecía tener intención de rebelarse; no obstante, él no era tan ingenuo como para imaginar que un tipo duro como Aslak fuera a rendirse tan fácilmente. Sabía, además, que los personajes primitivos y aislados no presentaban las reacciones de los hombres avezados a las pequeñas intrigas de la vida urbana. Tal vez este se había convencido de que no tenía elección o quizá la promesa de la sustitución de su perro le bastaba. Cuando se vivía en situaciones tan extremas, se aceptaba el destino; no se combatía a los demonios, sino que se los soportaba doblegando el espinazo, en la esperanza de que se marcharan lo antes posible, y se trataba de olvidarlos una vez que se habían ido, si bien se vivía con el temor de que reaparecieran.

El geólogo entendió por qué el granjero había insistido en aconsejarle que se llevara a Aslak de guía. Este último no sabía descifrar los símbolos geológicos, pero conocía las curvas y sabía sentir y describir un lugar con todo lujo de detalles. No obstante, Racagnal tenía que considerar un doble margen de error: por una parte, porque Aslak podía equivocarse y, por otra, porque ignoraba hasta qué punto podía fiarse del viejo mapa geológico. Su autor no había indicado aposta ningún topónimo y, de la misma manera, podría haber introducido trampas para engañar a los indeseados que consultaran el mapa. Racagnal no podía excluir eso.

Aslak enrolló sus bártulos en unas pieles de reno que ató firmemente. Luego se acercó a su mujer. Ella podría apañárselas una semana, pero él no podría ausentarse mucho tiempo más. Lo sabía. Ella aguantaba cualquier sufrimiento, como Aslak lo había soportado todo a lo largo de su vida. La ausencia de su madre. La muerte de su padre, cuando aún era muy joven, debido al frío sufrido un día en que había ido en busca de un grupo de renos que se habían adentrado en territorio finlandés. En aquella época, la legislación era implacable. El padre de Aslak se arriesgaba a recibir una multa muy elevada si los guardias finlandeses los encontraban. No se lo podía permitir. Se marchó deprisa, demasiado deprisa, demasiado ligero. Lo sorprendió una tormenta de nieve como pocas veces se veían. Su cuerpo había sido hallado dos meses después. Y luego se había abatido sobre ellos el drama de su mujer. Era joven entonces. Vivían juntos desde hacía tres años. Aslak la miró y le puso la mano sobre la cabeza. No se hablaban desde hacía mucho tiempo. Los ojos bastaban en los raros momentos en que ella parecía compartir su vida. El pastor se puso en pie. Ella se incorporó y él mantuvo la mano sobre su cabeza. Lo miró intensamente. Una de esas miradas que, por lo general, anunciaban un ataque. Pero de su garganta no brotó grito alguno. Al otro lado de la chimenea, Racagnal se impacientaba. Ella lo contempló fijamente y luego volvió la vista hacia Aslak. Su mano izquierda sostenía la de Aslak sobre su rostro. Pero con la otra mano, sin que el geólogo pudiera verlo, dibujó sobre la pequeña superficie de tierra, junto a la chimenea, un motivo que le heló la sangre a su marido.