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Jueves, 20 de enero

08.20 horas. Laponia central

Racagnal no esperó a que lo invitaran para sentarse frente a Aslak. Conservaba la sonrisa, pero esta se le había helado en un rictus. Aslak observó cómo se operaba semejante transformación en el rostro del extranjero. Este se esforzaba por parecer simpático, pero a él no podía engañarlo: Aslak había reconocido al mal. Miró a su mujer. Cuando dormía, disfrutaba de los pocos instantes de paz del día. No se había despertado. Aslak respiraba profundamente, con calma. Aguardaba, apretando la mandíbula y con la mirada fija.

—Me llamo André. Soy geólogo. La gente con la que trabajo aquí me ha dicho que eres el mejor guía de la región. Necesito tus servicios solo por unos días. Y pagaré bien.

El extranjero había hablado en mal sueco. Había adoptado de nuevo su aspecto simpático, pero Aslak veía su verdadero rostro tras la fachada afable. Aslak podía leer esas cosas. El extranjero abrió una mochila, sacó un salmón ahumado y pan negro y se lo tendió todo a Aslak, invitándole a que se sirviera. Aslak dejó a un lado el pan y cortó el salmón, que comió, callado. El extranjero cogió a su vez el salmón y cortó una rebanada de pan negro. Se mantuvo también en silencio. No parecía tener prisa. Su mirada cobró una nueva intensidad cuando advirtió un movimiento junto a Aslak. Su mujer acababa de volverse y mostraba su rostro aún adormilado a la luz de la lumbre. Aslak observó al extranjero y este volvió a mirar a Aslak.

El pastor ya había trabajado de guía en el pasado. La petición no era extemporánea. Pero Aslak estaba muy ocupado con los renos. Tenía que vigilar sin descanso su territorio para evitar que otros animales se mezclaran con los suyos. Estaba solo. Y ese hombre, podía sentirlo, encarnaba el peligro. Aslak no conocía el miedo. Si se lo hubieran preguntado, habría hecho un gesto de incomprensión. Mattis se lo preguntó una vez. No sabía qué significaba. ¿El miedo? A Aslak no le gustaban las preguntas sin sentido. Podían preguntarle si tenía hambre, si tenía sueño o si tenía frío. No si tenía miedo. Aslak sabía lo que tenía que saber. El miedo no le servía de nada. Así que lo ignoraba. Pero era capaz de reconocer el peligro. Por instinto de supervivencia. Ya viniera de un lobo o de una tempestad. O de un hombre.

—En este momento no es posible —dijo Aslak.

Era evidente que el extranjero no se esperaba una negativa. Aslak vio que los ojos se le habían empequeñecido. Era un zorro acorralando a su presa. Masticaba lentamente. Parecía hacer inventario

—Insisto —prosiguió el geólogo con calma—. Es muy importante y te pagaré bien.

Aslak meneó la cabeza y ni se tomó la molestia de abrir la boca. Para indicar que ya había acabado con el extranjero, dejó el salmón y se sirvió una taza de caldo de reno. La bebió a pequeños sorbos sin apartar la vista del geólogo. Este miraba a Aslak y movía despacio la cabeza. Luego pareció decidirse. Recogió sus cosas y se puso en pie; medio cuerpo desapareció entre el humo.

—Te aconsejo que te lo pienses. Aquí estás solo. Sería una desgracia que tu reno jefe de manada sufriera un accidente. O tus perros… O alguna persona a la que quieres.

El extranjero ya no hacía esfuerzo alguno por parecer simpático, y su mirada caía pesadamente sobre la mujer dormida.

—Tengo cosas que hacer, pero volveré dentro de dos horas.

Salió. La mujer de Aslak abrió los ojos en ese momento, completamente despierta. Aslak vio en su mirada que ella también había percibido el mal.

09.15 horas. Suohpatjavri

—Tal vez no lo sepas, querido sobrino, pero no todas las leyendas que corren por el vidda son acerca de la caza, la pesca, la trashumancia, el amor o la poesía.

—Nunca he oído otra cosa de tu boca —dijo Klemet.

—Es cierto. Tengo debilidad por las cosas bellas.

—Has dicho que esa historia de la mina o de la maldición te recordaba algo.

—Más que eso. En el vidda no faltan historia extrañas. ¿Sabes, por ejemplo, que en otros tiempos, cuando nos invadieron los carelianos y trajeron consigo la maldición…?

—Vaya, tío, ¿no te remontas un poco lejos? ¿Los carelianos? ¿Los rusos? ¿Hablas de mafia?

—Cállate, inculto. Te hablo de antes de los escandinavos. Hace más de mil años. Tal vez dos mil años, qué sé yo, eso no es lo más importante. Cuando nos invadieron, no éramos fuertes, pero sí astutos. Atraíamos a esos carelianos crueles y estúpidos al borde de los precipicios. Algunos lugares se conocen como acantilados rusos porque las rocas o los líquenes son rojos debido a la sangre de esos monstruos carelianos.

Klemet decidió guardar silencio. Respiró profundamente para calmarse. Sabía que su tío debía contarle su dosis de la historia antes de escucharle.

—Espero que no le cuentes esas historias de carelianos a la señorita Chang, o la vas a asustar.

—¿Bromeas? Conoce historias mucho más abominables. Pero deja de interrumpirme, que no tengo toda la vida por delante. Sí, existe una leyenda. Un yacimiento extraordinario, un reino secreto, invisible, riquísimo pero terrible, peligroso, incluso mortal. Esa leyenda es un poco como la historia del acantilado de los carelianos pero al revés. Hubo pueblos samis que fueron diezmados con astucia por un mal terrible traído por los blancos.

—¿Los blancos?

—¡Klemet, haz un pequeño esfuerzo! ¿Hasta qué extremo estás corrompido por el uniforme que vistes? Los blancos, los suecos, los escandinavos, los colonos, los invasores, llámalos como quieras, pero en cualquier caso nos traen un mal misterioso.

—¿A nosotros? ¿De qué época me hablas?

Nils Ante hizo una mueca, como si reflexionara.

—Claro que es una leyenda, pero se remonta a la época en que Laponia fue colonizada por sus riquezas. El siglo XVII.

—Pero eso no se sostiene por ningún lado. ¿Cómo podría un yacimiento diezmar a los pueblos samis? ¿Y qué relación guardaría con ese tambor, con el robo o con el crimen?

—A mí qué me cuentas, tú eres el poli de la familia.

Klemet sintió de repente el efecto de los últimos vapores del coñac, por lo que tomó más café. Eso le hizo pensar en que debería enfrentarse a Nina.

—Pero es un hecho que existe la leyenda del yacimiento —prosiguió Nils Ante—. No olvides, además, que en esa época a los samis los enrolaron a la fuerza para extraer hierro de las primeras minas. Hasta entonces habían tenido poco contacto con los extranjeros.

—No veo la relación.

—¿Sabes qué pasó con los indios? Fueron diezmados por enfermedades que desconocían.

Klemet exhaló un largo suspiro. Esas historias legendarias lo apartaban de su investigación, de las pruebas. Las pruebas, a eso tenía que remitirse. Sin embargo, Nils Ante lo desconcertaba.

—¿Qué relación habría entre esa leyenda y ese tambor?

—Tienes a ese guía lapón que en 1939 confió un tambor al francés. Tienes ese yacimiento, esa maldición. ¿Qué le ha dicho el francés a tu joven colega?

—Solo hacía suposiciones. También pensaba que había un yacimiento de oro, pero que la maldición podía estar ligada a la desaparición de los pastos o de las rutas de trashumancia, lo que habría provocado la muerte de las manadas.

—Y en esa época, la muerte de las manadas habría supuesto la muerte de los samis.

—De acuerdo. ¿Pero qué interés podría tener hoy en día ese tambor?

—Habría que tenerlo a la vista para decirlo.

—¡Mierda!

Klemet no había podido evitar maldecir a voz en grito. Su tío lo miró sorprendido y divertido a la vez. La señorita Chang asomó la cabeza por la puerta para asegurarse de que todo iba bien y acto seguido desapareció. Klemet respiró de nuevo profundamente.

—Dios. Lo había olvidado. No tengo fotos del tambor, pero sí tengo del chamán.

Klemet salió corriendo y regresó al instante con un sobre. Extendió varias fotos delante de su tío y señaló con un dedo al guía.

—Se llamaba Niils. No sabemos su apellido.

—No le des más vueltas. Labba. Niils Labba.

—¿El padre de Mattis?

—Su abuelo. Niils Labba. El padre de Mattis se llamaba Anta. Es divertido, porque sus dos nombres conforman el mío. En mi opinión, Niils es el abuelo al que Mattis no conoció.

El tío de Klemet se sumió en cálculos.

—¿Qué edad tenía Mattis, unos cincuenta?

Klemet sacó su cuaderno.

—Cincuenta y dos años. Nació en 1958.

—Eso es. Creo que el abuelo murió durante la guerra o poco después. En cuanto a Anta, el padre de Mattis, falleció hará… cinco o diez años, más o menos.

—Sí, más o menos.

Klemet pasaba el dedo sobre los otros personajes que aparecían en la foto.

—Esos son los franceses, y esos los investigadores suecos de Uppsala; este es un alemán que murió durante la expedición, y los demás son de la región. Me imagino que la mayoría debe de ser de Finlandia, pues de ahí partió la expedición.

—Sí, es probable, aunque las distancias largas nunca les han dado miedo a los de aquí. Mira, el fin de semana pasado fui de compras a Ikea. Encontré una silla perfecta para sentarme frente al ordenador.

Klemet sabía que la gente de Kautokeino se había vuelto como niños con zapatos nuevos desde que habían abierto un Ikea en Haparanda, en la frontera entre Suecia y Finlandia. Estaba a más de cuatrocientos kilómetros, pero, como decía su tío, en el Gran Norte las distancias no tenían importancia. Se recorrían cien kilómetros para ir a buscar cigarrillos como otros van a la esquina.

—Ese, sin embargo, me parece de por aquí.

Nils Ante señalaba con el dedo a un hombre de nariz estrecha y con un bigote que le cubría la comisura de los labios. Klemet recordó que Nina y él se habían preguntado quién sería ese hombre que parecía un poco apartado del resto del grupo y que no salía en algunas fotos. No era ni sami, ni francés, ni científico.

—Pero no lo sitúo exactamente.

Nils Ante tomó la imagen y se inclinó hacia ella. Se incorporó.

—¡Changuita!

La joven china llegó en unos instantes.

—Mi dulce perla de ámbar, ¿puedes ir a buscar la lupa? Debe de estar sobre mi mesa.

La señorita Chang le llevó la lupa y la dejó sobre la mesa de la cocina tras darle un delicado beso a Nils Ante en la frente. Este la contempló alejarse con satisfacción.

—Un ángel ha entrado en mi vida, Klemet. Y tú, ¿aún nada en serio?

—Querías examinar un detalle, ¿no? —respondió el policía tendiéndole la lupa a su tío.

Nils Ante meneó la cabeza y tomó la lupa.

—No consigo recordar su nombre. No podría jurar que es alguien de aquí, pero tiene algo familiar.

Klemet tomó a su vez la lupa y examinó a cada una de las personas. Volvió sobre el desconocido de fino bigote. Entonces descubrió que llevaba a un lado, en bandolera, un aparato del que solo se distinguía una parte, pero que era semejante a los que se utilizaban para buscar metales.

Decididamente, se dijo, el interés de esa expedición de 1939 parecía ir más allá del simple descubrimiento de los usos y costumbres de los samis.

10.05 horas. Laponia interior

La calma era impresionante. Eso que se llama una quietud ensordecedora. Hacía días que no oía semejante silencio, se dijo André Racagnal. Quizás incluso años. El menor sonido llegaba hasta muy lejos.

André Racagnal observaba de lejos a Aslak calzarse sus esquís. Casi podía oír cómo rozaban la nieve helada. No se había imaginado que convencer a Aslak pudiera ser una tarea tan fácil. Nunca apostaba por el éxito de buenas a primeras. Por principio. Era pragmático. Si a fin de cuentas siempre lo lograba era porque siempre estaba dispuesto a tomar las medidas necesarias para alcanzar su objetivo. Sabía retroceder cuando era preciso. El orgullo nunca había sido para él un lastre como para tantos otros que perdían los papeles ante el primer tropiezo. Racagnal enfocó de nuevo los prismáticos. Gestionar a gente como Aslak era, en definitiva, bastante sencillo: todas sus decisiones eran a vida o muerte, pues este no poseía nada superfluo. No era víctima de la sociedad de consumo como otras personas. Engañar a gente que tenía hipotecas no era un problema en sí, solo algo más sutil y técnicamente avanzado. Con Aslak, era una cuestión más primitiva. Todo lo que se arriesgaba a perder podía tener consecuencias directas sobre su supervivencia. Sobre la de su manada. Y la de su mujer. Era tan sencillo como eso.

No había necesitado mucho tiempo para preparar un plan. Esa era la ventaja con Aslak. Tenía su vida entera ante los ojos. No había cuentas bancarias ocultas, ni segundas residencias. Sus renos pacían a lo lejos. Allí estaban el campamento y su mujer. Y sus perros. Estaba casi seguro de que no se equivocaba en ello. Sería un choque, pero permitiría establecer una comunicación. Racagnal no quería perderse ese instante. No dejaba de observar a Aslak con los prismáticos. La luz era escasa, pero más duro había sido al alba, en la oscuridad, dar con uno de los perros que se habían quedado de guardia. Tuvo que proceder con discreción, sin provocar el pánico ni hacer ruido. Ahora, se dijo Racagnal. Por desgracia, Aslak le daba la espalda en ese momento. Pero el pastor se había quedado inmóvil. Acababa de descubrir el cuerpo de su perro. O, más exactamente, su cabeza.

Racagnal decidió dejar transcurrir treinta segundos: el tiempo suficiente para que el pastor asimilara el golpe y se diera cuenta de la enorme pérdida que suponía la muerte de ese perro; el tiempo necesario también para que relacionara esa muerte con su visita. Pero no más de treinta segundos, de modo que no se pudiera recobrar y pensar qué hacer tras ese descubrimiento. Ahora. El geólogo descolgó la radio y llamó a Aslak. El crepitar procedente del interior de la tienda era casi audible desde el escondite de Racagnal. Tras unos instantes de vacilación, Aslak entró. Unos segundos. Descolgó.

—El perro es una advertencia —dijo Racagnal sin esperar—. Para mostrarte que somos serios. Necesito tus servicios. Si sigues negándote, mataremos al reno jefe de manada. Si persistes, mataremos a tu mujer. Si me acompañas, reemplazaré el perro. Tendrás tres perros nuevos, los mejores. Ahora iré a verte. Y nos marcharemos los dos juntos. No mucho tiempo. Si hay algún problema, mi equipo se ocupará de tus renos. Si has entendido lo que te he dicho, sal de la tienda y quítate el gorro.

Racagnal cortó la comunicación. Estimó el tiempo de reacción de Aslak en unos quince segundos. Tomó de nuevo los prismáticos. No se movía nada. El silencio era total y sintió que se le entumecían los dedos. Al fin, la tela de la tienda se movió. Se había equivocado. Veinte segundos. Aslak salió. Se quedó un momento inmóvil, escrutando alrededor. Al cabo de otros quince segundos que a Racagnal le parecieron una eternidad, el pastor se quitó el gorro.