Jueves, 20 de enero
Salida del sol: 09.47 horas; puesta del sol: 13.14 horas
3 horas y 27 minutos de insolación
08.15 horas. Laponia central
Aslak había echado leña y el fuego había prendido de nuevo e iluminaba el interior de la tienda. Su mujer aún dormía. Mejor así. Cuando dormía parecía que no sufría. El sueño le sentaba bien, pero no dormía mucho. Calentó su desayuno habitual, una botella de sangre de reno. Mucho tiempo atrás, Mattis, cuando aún estaba en sus cabales y no tenía miedo hasta de su propia sombra, lo había invitado a su casa a tomar café y comer pan. A Aslak no le gustó. Por fortuna, el reno le daba todo cuanto necesitaba. Desde siempre. Había nacido durante una trashumancia, mucho tiempo atrás. La primera vez que mamó del pecho de su madre estaban a cuarenta bajo cero. Su madre murió a causa de ello. Así que lo alimentaron con grasa de reno fundida. El reno era un buen animal si se lo sabía cuidar. Proporcionaba ropa y comida. Los más hábiles podían transformar sus astas en estuches o en mangos de cuchillo, incluso en joyas. Aslak también sabía hacerlo. Además trabajaba la plata, el metal noble de los nómadas lapones, ese metal que se transmitía de generación en generación, de trashumancia en trashumancia. Dominaba todo eso y sabía que, después de él, todo se perdería. Miró a su mujer. Ella era joven cuando la conoció. Entonces no sufría. En todo caso, no como ahora. No como desde hacía tanto tiempo. Pero el mal se había apoderado de ella. Y con el mal llegó la desgracia.
Aslak comía lentamente. Pronto tendría que volver a salir para vigilar a los renos. Como siempre, ignoraba cuánto tiempo tendría que estar fuera. Los pastos dictaban su ley. El reno seguía. Y el pastor seguía al reno. Así era. No se preocupaba por su mujer. No se dejaría morir de hambre. Siempre había lo suficiente para ella, para varias semanas incluso. No sabía vivir, pero sí sobrevivir.
Aún dormía cuando Aslak oyó aproximarse una motonieve. La radio había estado en silencio. Nadie había avisado de que fuera a ir hasta allí. Aslak acabó de preparar sus cosas. Estaba listo para sus renos. La cortina de la tienda se alzó y entró el hombre de la motonieve. Este se arrodilló y se puso frente a Aslak. Le dirigió una sonrisa.
Aslak no le devolvió la sonrisa. Miró un buen rato al hombre, apretando las mandíbulas. Y vio que el mal había vuelto.
08.30 horas. Kautokeino, Suohpatjavri
Klemet Nango se despertó en un estado lamentable. La noche anterior se había quedado dormido en el sofá de la sala. Salió de la ducha, miró las noticias en la televisión y, mientras bebía un café más fuerte que de costumbre, leyó el Finnmark Dagblad que le habían dejado en el buzón. No tenía dolor de cabeza. Esa era la ventaja del coñac de buena calidad. Pero se sentía sobre todo despreciable. No se podía creer que hubiera besado a su colega. Era francamente la última cosa que podía hacer, aunque recordaba que esa idea se le había pasado por la cabeza unos días antes en el gumpi.
Ahora tendría que enfrentarse a la mirada de Nina y seguir trabajando con ella. ¿Iba a dar su colega parte del incidente? Si eso llegara a oídos del Sheriff o, peor aún, de Brattsen, podía esperar lo peor. Por una cosa así no lo expulsarían de la policía, pero podrían trasladarlo a una pequeña comisaría de mala muerte donde debería retomar las patrullas en solitario por los bares de los pueblos de la costa. Se frotó la cara, maldiciéndose por su estupidez. Trataba de rememorar el incidente de la víspera, de seguir el hilo de los acontecimientos. De repente, olvidó sus remordimientos. Mattis y el tambor. Nils Ante. Tenía que hablar con su tío. Este ya era mayor, pero no veía qué otra persona podría aclararle algunas cuestiones acerca del tambor. ¿Y Nina? En principio, tendría que acompañarlo. No veía cómo podría enfrentarse a ella de inmediato. Se le pasaría, lo sabía. Los escandinavos estaban acostumbrados a las fiestas de empresa, en las que el alcohol ligaba íntimamente a los colegas por una noche y en las que todo el mundo, según una regla tácita bien establecida, sufría una amnesia colectiva al día siguiente. El lado pragmático de los escandinavos, se dijo Klemet. Tenía sus ventajas, lo reconocía. Decidió, sin embargo, que dejaría pasar unas horas antes de ponerse en contacto con Nina. Iría al Centro Juhl con ella, que comprendería que hubiera ido solo a ver a su tío. Sí, así lo haría. No quería prevenirla directamente. No quería tener que excusarse. Llamó a comisaría y le pidió a la secretaria que dejara una nota sobre la mesa de Nina diciéndole que tenía que comprobar una cosa y que pasaría por la tarde.
Veinte minutos más tarde, ya estaba delante de la casa de su tío Nils Ante. Según las normas nórdicas, Nils Ante era un original o, para los más mojigatos, un ser asocial. O un marginado. En resumidas cuentas, alguien diferente, inclasificable, y por esa misma razón, inquietante en una sociedad campeona del mundo de la clasificación. El tío Nils Ante siempre había representado para Klemet ese espíritu de libertad que su educación laestadiana le había negado. Le abrió las puertas de un mundo extraordinario. A Klemet le faltaba una pizca de locura para cortar los puentes con su entorno, pero el tío Nils Ante había sembrado en él una semilla que a veces florecía. De manera inconsciente, se dijo, esa idea de plantar una tienda en medio del jardín debía de venir de él. En cambio, su decisión de entrar en la policía podía ser vista como una victoria de su educación. En su oficio también había reglas estrictas. Si bien para los laestadianos la ley era demasiado laxa y permisiva. Sin embargo, el tío Nils Ante había dejado en él su impronta.
Vivía en una casa modesta de madera antaño pintada de amarillo, a una decena de kilómetros de la salida de Kautokeino, junto a la carretera que llevaba al sur. La aldea, que contaba nueve habitantes, se llamaba Suohpatjavri. Nils Ante, además de esta casa, disponía de un granero pintado de rojo de Falun, de un cobertizo para las herramientas y de un último edificio, que consistía en una tienda cónica tradicional de madera, cubierta de musgo y tierra, con una puerta maciza cerrada con candado. No salía humo de ninguna chimenea.
Nils Ante vivía solo, y eso también lo distinguía de sus parientes laestadianos y sus numerosas familias. Pensándolo bien, se preguntaba cómo le habían dejado sus padres pasar tanto tiempo con ese rebelde. Se dijo que seguramente debieron de arrepentirse de ello al ver que Klemet no había sido capaz de fundar una familia para vivir en armonía con las Escrituras.
La nieve era de un blanco inmaculado y, en algunos lugares, alcanzaba los alféizares de las ventanas. Unas pequeñas velas eléctricas decoraban cada ventana. En el patio, delante del edificio principal, había aparcado un viejo Chevrolet Break, otra de las ideas de su tío que lo colocaban al margen de la familia. Klemet sonrió al ver el coche que tantas veces había reparado a lo largo de esos veinte años. No había podido hacer nada contra el óxido, pues la chapistería no era su especialidad, pero aún aguantaba. Al igual que su tío. Klemet hizo sonar el claxon dos veces. El tío Nils Ante empezaba a hacerse viejo: no le gustaba mucho que le dieran sorpresas y el teléfono no era su estilo. Nadie abrió la puerta. Volvió a hacer sonar el claxon en vano. Nils Ante, con los años, se había vuelto duro de oído.
Klemet se abrió paso por la nieve espesa, que no había sido apartada. Se sacudió los pies, abrió la puerta y entró. Se descalzó y examinó todas las habitaciones, una tras otra. No había nadie en la planta baja, pero había dos tazas de café sobre la mesa de la cocina. Sin embargo, Klemet no había visto ningún otro coche. Llamó a su tío y por último se decidió a subir al primer piso. Finalmente oyó voces, pero en una lengua que no conocía. Qué extraño. Avanzó con prudencia hacia la habitación de la que procedían las voces y empujó la puerta. Allí estaba Nils Ante, sentado de espaldas a la puerta. Su anciano tío, con unos grandes auriculares en las orejas, se agitaba frente a un ordenador. Llevaba el compás y obviamente escuchaba música. A su derecha, de espaldas a la puerta, al igual que él, había una mujer sentada. Hablaba, también con unos auriculares. La imagen gesticulante de otra mujer invadía la pantalla de su ordenador.
Klemet no se esperaba encontrar semejante espectáculo en casa de su tío, al que imaginaba con un pie en la tumba. Ni él ni su acompañante lo habían oído llegar. Klemet se aclaró la voz. No quería provocarle un ataque al corazón al anciano. Primero se volvió la mujer y, sin mostrar sorpresa alguna, le dio unos golpecitos en el hombro a Nils Ante. Este miró a la mujer y al fin se volvió. Al ver a Klemet, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa. Se quitó los auriculares y se puso en pie enseguida para dar un caluroso abrazo a su sobrino.
—Señorita Chang, dile a tu abuela que la llamarás más tarde. Quiero presentarte a mi sobrino predilecto.
Nils Ante se colocó frente a la cámara y saludó con la mano a la abuela diciendo unas palabras que Klemet no entendió. Esta le respondió con una gran sonrisa. Cuando la comunicación a través de Skype se interrumpió, Nils Ante hizo las presentaciones.
—Klemet, te presento a la señorita Chang. La señorita Chang es esta persona increíble que me ha salvado la vida evitando que me convirtiera en un viejo chocho. Y, Klemet, tú, que me conoces, sabes que iba en camino de ello.
—No exageres, tío, ya sabes que tú…
—No me vengas con monsergas, Klemet. Así son las cosas. Pero esta señorita es una joya. Su energía vale por dos, por suerte. La señorita Chang es china, como habrás comprendido. Llegó el año pasado con un grupo de campesinos chinos del valle de las Tres Gargantas para recoger bayas. Se endeudaron para venir y, como es evidente, les tomaron el pelo. Ya sabes cómo explotan aquí a los pobres recolectores de bayas. Se celebró entonces un concierto de solidaridad con ellos, la vi y… aquí nos tienes. No fue fácil conseguir el permiso de residencia, pero lo logramos.
Nils Ante besó a la joven, que debía de tener cincuenta años menos que él, y le acarició cariñosamente el cabello.
—A la señorita Chang ya solo le queda su anciana abuela en China. Tiene un vecino que está muy al día, por fortuna, y que le ha podido instalar un pequeño ordenador, barato y sencillo, con Skype.
La señorita Chang le tendió la mano a Klemet.
—Ha sido mi abuela quien le ha visto llegar con la cámara —dijo riendo, en un noruego casi impecable.
—Y tú, Nils Ante, ¿qué estabas haciendo?
—Estaba con Spotify. Changuita me lo descubrió. Escucho lo que hace la competencia —dijo con un guiño—. Hay algunos chavales que no lo hacen mal. Y ya sabes que tengo olfato —añadió mientras mostraba las estanterías que recubrían la habitación, repletas de centenares de cintas de grabaciones de yoiks.
Nils Ante adoptó de repente un aspecto severo.
—Pero, dime, ¿acaso había carroñeros rondando mi casa para que te hayas dignado acordarte de mí, sobrino indigno?
—No me parece que necesites que me ocupe de ti —dijo Klemet mirando a la joven china, que seguía pegada a su tío y le acariciaba el pecho—. ¿Puedo hablar contigo?
—Ven, vamos a tomar un café. Señorita Chang, dale un beso de mi parte a tu abuela y dile que pronto habré acabado su yoik.
Acto seguido, se llevó a Klemet del brazo.
—¡Qué chica! —dijo mientras preparaba el café—. Me imagino que últimamente debes de estar muy entretenido.
—Por eso he venido a verte. Esa historia del tambor me preocupa. Buscamos algún vínculo entre la muerte de Mattis y la desaparición del instrumento. Pero no sabemos mucho acerca de ellos. He pensado que quizá…
—Te seré sincero: los tambores no son mi fuerte. Soy cantante y poeta, todo lo que tú quieras, pero la religión no me va.
—Le sé, lo sé, no te enfades. Por eso mismo eres el único de toda la familia con quien se puede tratar.
Klemet se pasó el cuarto de hora siguiente resumiéndole la situación. Nils Ante conocía a casi todo el mundo. El policía le dio también los detalles que Nina había logrado averiguar en Francia, procurando no omitir nada. Una vez que hubo acabado, bebió un sorbo largo de café y aguardó.
—Escucha, Klemet: acerca de la muerte de Mattis, espero que encuentres a quien lo haya hecho. A él no lo conocía mucho, pero sí conocí a su padre. Un hombre increíble. Demasiado obsesionado por su misión para ser un buen poeta. Le faltaba un tornillo.
—¿A qué misión te refieres?
—Tenía una vertiente de predicador, copiada sin duda de los pastores contra los que combatió toda su vida. Porque ya sabes que el proselitismo no es cosa de lapones. No en el chamanismo, por lo menos.
—Sí, sí, sí, todo eso ya lo sé, el gran chamán respetado, el hijo que no le llega a la suela del zapato al padre y todas sus consecuencias, pero…
—Déjame terminar. De lo que me has dicho, hay otra cosa que me intriga y que me interesa. Es esa especie de maldición de la que hablaba Niils.
—¿Te refieres a la maldición asociada a un yacimiento de oro?
—Eso es lo que he dicho. No te repitas como una vieja chocha. Hay historias que corren por el vidda desde hace mucho tiempo.
—Escucha, Nils Ante, no me vengas con viejas leyendas, por favor. Ya no me chupo el dedo.
—Y tú no seas insolente. Bien que escuchabas mis historias cuando eras pequeño.
—Y mañana también las escucharé de buen grado, pero tengo una investigación policial entre manos. Necesito pistas, pruebas, y no una historia que circula por el vidda desde hace siglos.
—Quizá, pero tendrás que admitir, te guste o no, que los samis solo empezaron a escribir hace medio siglo. Antes, todo se transmitía mediante relatos y yoiks.
Klemet se calló. Si su tío se ponía a hablar de yoiks, la mañana iba a alargarse mucho. Al ver que su sobrino no respondía, Nils Ante comenzó a entonar un cántico.
A pesar de su impaciencia, Klemet quedó de inmediato cautivado por el cántico. Recuperó de repente sus emociones de juventud. Nils Ante tenía un talento incomparable para llevarlo a uno más allá de las montañas, sumergiéndolo en el ballet magnífico de una zarabanda de auroras boreales. Lo más fascinante, pensó Klemet, era que incluso quienes no eran samis e ignoraban su lengua quedaban encantados por esas melopeas. El cántico de Nils Ante hablaba de una casa maldita y de un forastero maléfico que echaba un conjuro funesto sobre los habitantes, que perdían la capacidad de expresarse. Klemet, perdido en sus pensamientos, fue súbitamente presa de un extraño pensamiento. Miró a su tío, ensimismado en su cántico, preguntándose si este podría leer en su mente. El yoik despertaba en él un recuerdo doloroso. La investigación acerca del robo y del asesinato le parecía muy remota. Pero la visión que brotaba de su lejana juventud le turbó. Escuchó los sonidos guturales de su tío y, frente a él, se le apareció la silueta indefinida de Aslak.