Miércoles, 19 de enero
10.30 horas. Kautokeino
Las revelaciones del médico y la hipótesis lanzada por Klemet —dos sospechosos en lugar de uno— habían provocado una animada conversación entre los policías. Si había un asesino y otro sospechoso como autor de la amputación de las orejas, el caso daba un nuevo giro. Si había un par de sospechosos, se multiplicaban por dos las posibilidades de hallar pistas e indicios. Tenía que haber algo más. Algo se les había escapado.
El Sheriff reclamó silencio y, para que todo el mundo se serenara, pidió a Nina que informara de su visita a Francia. Klemet escuchó a su colega enumerar con precisión los principales puntos planteados, incluido el telón de fondo político con la sombra de los científicos suecos.
—Por una vez que los suecos estaban en lo cierto —rio Brattsen—. Es broma, claro —añadió al ver la expresión exasperada del Sheriff.
—¿Qué sabemos de esa gente que trató de hacerse con el tambor?
—El Museo Nórdico lo intentó, pero dejó el tema cuando Henry Mons se puso en contacto directamente con el Centro Juhl. Queda la persona que contactó con Henry Mons, que, como es evidente, era un intermediario. Parece que llamó desde un número de teléfono de Oslo. Pronto tendré la información.
Tor Jensen picoteaba de su bol de chucherías y daba la impresión de estar muy nervioso.
—¿Qué hemos obtenido de la escena del crimen? —preguntó a Fredrik, el hombre de la policía científica.
El policía, procedente del cuartel general de Kiruna, ni se tomó la molestia de abrir la carpeta que tenía frente a él. Se incorporó y sonrió a Nina.
—Pues me parece que la limpieza de la tundra que hicimos con aspiradora no fue un disparate —dijo mirando a Brattsen—. Hemos podido encontrar huellas bastante nítidas de una motonieve que no corresponden a la de Labba y que se superponen a las huellas de su vehículo, señal de que llegó después. Y hay algo más. Las huellas son profundas. Y, en mi opinión, eso indica que en esa motonieve iban dos pasajeros. Ello es bastante evidente al examinar los lugares donde la motonieve tuvo que aminorar la velocidad, porque se hunde mucho más. Así que dos pasajeros. Les dejo que deduzcan lo que quieran.
—¿Has podido ver si también se marcharon los dos juntos? —preguntó Klemet.
—Diría que sí.
—¿Hay alguna manera de identificar la motonieve? —preguntó el Sheriff.
—No. Evidentemente, para llevar a dos personas por el vidda, se necesita una máquina potente, pero aquí eso es algo muy frecuente. Por otra parte, en el capote de Labba he hallado unas manchas de grasa. Por lo que me han dicho acerca de esta prenda, la heredó de su padre y la cuidaba mucho, lo que contrastaba un poco con el resto de su equipo. Por eso me interesé por esa mancha de grasa, pues estaba claro que era reciente. No excluyo que procediese del mono del asesino y que este manchara a Labba al apuñalarlo. Como decía el doctor, la cuchillada fue fuerte y quizás utilizó el peso de su cuerpo para reforzar el golpe. Aún no tengo el resultado del análisis de esa grasa. En cualquier caso, no se trata de grasa animal.
—Bien, bien —masculló el Sheriff—. Si no hay nada más, ya podéis desaparecer.
Klemet alzó la mano.
—El GPS —dijo—. El GPS de Mattis. ¿Se ha podido sacar algo de él, a pesar del incendio? Podríamos averiguar cuáles fueron los últimos trayectos que hizo.
El Sheriff se volvió hacia Fredrik, que sonrió como si lo hubieran pillado en falta.
—Estamos en ello, por supuesto. Dentro de unos días sabremos algo, hay que tener paciencia.
Todo el mundo comprendió que Fredrik no había pensado en examinar el GPS.
La reunión había concluido. Al pasar frente a él y al verlo avergonzado, Klemet no pudo contenerse y le dijo al oído que Nina ya tenía novio. A Klemet no le gustaban los aires de Casanova del policía de Kiruna.
Al salir del despacho del Sheriff, Klemet retuvo al médico forense de la manga y le hizo una señal para que lo siguiera. Los otros ya se dispersaban por el pasillo. Klemet cerró la puerta e invitó al médico a sentarse.
—Tengo una pregunta…, no estoy seguro de que sea muy importante, pero…
—¿Querrás decir que preferías no hacerla en presencia de Brattsen para que no se riera de ti?
Klemet lo miró en silencio, pero con una expresión que delataba sus pensamientos.
—Klemet, te aseguro que en Kiruna se sabe perfectamente cuál es tu situación a causa de Brattsen. Pero por eso aún es más importante que estés aquí. Brattsen tiene aliados en la jerarquía. Parece que a los noruegos no les molesta tener a un tipo como él en un lugar como este, pero te aseguro que en Suecia se piensa que, vistas las circunstancias, estás haciendo un trabajo formidable.
—Y eso significa que nadie va a mover un dedo para que lo trasladen…
—No seas injusto, Klemet. Dime, ¿cuál es la pregunta?
—Al examinar el cuerpo de Labba, ¿has visto algo en sus ojos?
—¿En sus ojos?
El forense parecía sorprendido ante la pregunta. Reflexionaba.
—¿Estás pensando en algo en concreto?
—No estoy muy seguro, pero tuve la impresión de que el contorno de los ojos parecía más oscuro. Un poco azulado o grisáceo. Recuerdo que Nina dijo que tenía unas ojeras muy marcadas. Y no sé qué pensar.
—Lo miraré en cuanto regrese a Kiruna. Y esta vez será prioritario, te lo aseguro.
Al salir de la comisaría para ir a comprar al supermercado, Nina Nansen se encontró con Berit Kutsi, que dirigió una bondadosa sonrisa a la joven.
—Dime, ¿ese cabezota de Klemet te trata bien?
Nina le devolvió la sonrisa. La lapona tenía patas de gallo en los ojos y siempre parecía dispuesta a bromear.
—Es un compañero agradable, no se preocupe. Pero le aseguro que no me olvido de sus consejos —afirmó la policía, con lo que se obligó a adoptar un aspecto serio.
—Qué divertido —prosiguió Berit—. Conocí a Klemet de jovencito, ¿sabes? Acababa de llegar a Kautokeino. Entonces aún no era policía. Estaba loco por la mecánica y los coches. Y no tenía mucha mano con las chicas. Fue un comisario de aquí quien le propuso hacer una sustitución de verano un día en que les faltaba personal. Klemet era un chico serio, que no bebía. Aquí eso bastaba. Y así empezó Klemet. A principios del verano, conducía el coche fúnebre y, al acabar el mismo verano, ya tenía el uniforme y el coche de inspector. No lo enviaron a la escuela de policía de Suecia hasta más adelante. Creo que a su regreso, musculado bajo su elegante uniforme, se vengó un poco de ciertas personas. Quizás hubo algunas multas algo exageradas. Pero eso se le pasó enseguida. Luego lo trasladaron a todos los pueblos de la región. Ya sabes que en pueblecillos como este, en esos tiempos, no era difícil ser policía.
De repente meneó la cabeza, con una mirada apesadumbrada.
—Es tan espantoso…, cuando pienso en el pobre Mattis.
—¿Lo conocía usted bien? —preguntó Nina mientras atraía suavemente a Berit hacia la entrada de la tienda para ponerla al abrigo del frío.
—A todos esos chiquillos los conozco desde su infancia. Mattis era un loco y…
—Berit —dijo Nina bajando la voz—, tengo que preguntarle una cosa. Pero esto tiene que quedar entre nosotras, por favor.
Berit contempló a la policía y la invitó a hablar con la mirada.
—Corren rumores sobre Mattis. Parece que era un poco, un poco, cómo decirlo, simple. Algunos dicen que es…, que…, vamos, que sus padres eran parientes.
Nina se sentía muy incómoda por hacer circular así los rumores que hacía correr Brattsen.
Berit la miraba con tristeza. Tomó la mano izquierda de la joven entre las suyas con mucha ternura.
—Nina, hija mía, Mattis era un buen chico. Un muchacho bueno. Me gustaría poder decir lo mismo de otras personas de aquí. Así que déjame decirte: lo que has oído, es falso. Conocí al padre de Mattis y también a su madre. Yo la ayudé a dar a luz a Mattis. ¿Te dice eso algo acerca de mi relación con el chico? Ya que no te atreves a emplear las palabras, y no te lo echo en cara, querida, te lo diré: Mattis no es fruto de un incesto, pues eso es lo que dice ese rumor abominable. Incluso ha llegado a oídos de nuestro pastor. Y he escuchado a Karl Olsen difundir ese bulo. Lo sé, trabajo en su casa. Y te voy a decir algo más, Nina, pues veo en tus ojos que no tienes ningún prejuicio acerca de nosotros, ni malos pensamientos. Hoy en día, aún hay mucha gente que sigue tratando de humillarnos. No sé por qué tiene que ser así, no sé por qué tiene que ser tan duro vivir juntos, cuando hay tanto sitio en el vidda. Pero así es. Le rezo al Señor a diario, pero todos los días veo rencor, celos y mezquindad.
Nina, a su vez, había puesto su mano derecha sobre las de Berit. Las dos mujeres ofrecían así un espectáculo sorprendente a la puerta del comercio, aunque estuvieran un poco apartadas, cerca de la máquina para el reciclaje de las botellas. Parecían ajenas a cuanto las rodeaba, al paso de los carritos de la compra, a los clientes apresurados que salían con los brazos cargados de bolsas y a los chavalillos que armaban jaleo.
—Dios nos bendiga —dijo Berit.
Nina le dirigió una última sonrisa y luego entró en la tienda mientras Berit la seguía con la mirada.
18.00 horas. Kautokeino
Tras dejar al médico forense, que debía regresar a Kiruna con Fredrik, el Casanova de la policía científica, Klemet se fue a su casa, a la de obra. Era allí, a fin de cuentas, donde se encontraba en su hogar, mucho más que en una tienda sami que también para él era algo exótico. Klemet no venía de una familia de ganaderos, aunque su familia tuviera marcas de renos. El mundo de los samis era complicado. Una jerarquía bastante clara situaba a los ganaderos en la cúspide. La idea de la tienda se le ocurrió primero como una bravata, y no se lo pensó dos veces, ante ciertos ganaderos que lo miraban con menosprecio porque procedía de una familia que había abandonado aquel mundo. La mayoría de los pastores, por suerte, no eran así. Sabían a ciencia cierta lo duro que resultaba aquel oficio para no guardar rencor a quienes, por diversas razones —clima, desgracia, enfermedad o predadores—, se veían obligados a abandonarlo. Sabían que eso también podía ocurrirles a ellos. No obstante, había gilipollas como Olaf Renson que le trataban de vendido, pero Klemet sabía que su aparente desprecio solo era político. No tenía nada que ver con el hecho de no ser de casta de ganaderos. En cambio, Johan Henrik era un pastor de la vieja escuela, un tipo duro y retorcido, pero no le debía nada a nadie y siempre estaba tenso porque sabía que su oficio colgaba de un hilo. Aunque Klemet no lo apreciaba particularmente, lo respetaba. Otra cosa era Finnman, el altanero hijo de buena familia que no desperdiciaba ninguna ocasión para mostrar el desprecio que sentía hacia el policía. Por ello, Klemet se decidió un día a construir aquella tienda en su jardín, para hacer rabiar a pretenciosos como Finnman. Al principio, a los vecinos les pareció extraño, pero luego hasta lo vieron como una idea interesante. Además, Klemet descubrió otra ventaja cuando se dio cuenta de que esa misteriosa tienda, cuya reputación como elegante y cómoda pronto corrió por la región, atraía también la curiosidad de las mujeres. Solo más adelante la presencia de esa tienda comenzó a despertar en él vagas reminiscencias de un pasado lejano que únicamente había conocido por las historias que le contaban su madre o el tío Nils Ante.
Klemet iba pocas veces a la tienda cuando estaba solo. Esa noche se quedó, pues, en la casa. A la gente le parecía más apropiada. Algunos visitantes se encontraban en ella más cómodos. El hecho de distinguirse de los demás con una tienda en el jardín podía causar la impresión de que se sentía diferente de los otros. Y sentirse diferente de los demás significaba sentirse superior. Y allí eso era un pecado, un pecado muy gordo.
Klemet fue a la cocina a buscar un vaso de leche y untar unas rebanadas de pan con margarina y queso. Acto seguido, encendió el pequeño televisor situado junto al horno microondas y vio las noticias locales. El asesinato de Mattis ocupaba, por descontado, buena parte del informativo, pero no dijeron nada que Klemet no supiera. Las especulaciones y las suposiciones seguían creciendo. Un ganadero decía, amparándose en el anonimato, que lo que sucedía era consecuencia de varios años de deterioro del clima entre los ganaderos y las autoridades, que cada vez era más difícil sobrevivir en aquel oficio y que eso empujaba a la gente a la exasperación. El ganadero anónimo hablaba de varios casos en los que se habían producido disparos de aviso contra gumpis. Eso no hacía más que empeorar con el cambio climático, explicó un experto. Normalmente, en la región había poca nieve. Los renos podían cavar en ella con facilidad para buscar el liquen. Con el calentamiento, sin embargo, se sucedían la nieve y las lluvias. La lluvia se helaba. Las capas de hielo se apilaban. Los renos no lograban romperlas. Corrían peligro de morir de hambre. Y el acceso a los buenos pastos provocaba crecientes tensiones.
A continuación, el informativo incluía una entrevista a Helmut. El alemán hablaba del tambor desaparecido y mostraba a la cámara los tambores que tenía en sus vitrinas. Mostró uno en particular de muy bella factura. «Este lo construyó Mattis Labba, y quien lo encargó no ha venido a recogerlo. Lo conservaremos aquí, en recuerdo de Mattis», decía Helmut.
Klemet oyó al periodista preguntarle a Helmut si las antiguas creencias samis aún estaban vigentes en Laponia.
—No, que yo sepa —respondió con prudencia—. Por el contrario, todo el mundo siente un gran respeto por lo que eso representa. Mattis tal vez creía en cierto poder que emanaba de los tambores. En todo caso, eso no le salvó la vida.
El reportaje concluyó con esas palabras de Helmut, que le provocaron morriña a Klemet. Vació el vaso y se levantó. Tras un titubeo, cogió la botella de coñac tres estrellas del armario de la cocina. La descorchó, detuvo el gesto, volvió a cerrarla y se preparó primero un café. El informativo continuaba con los últimos preparativos de la conferencia de la ONU. El tema de esa noche era lo que supondría para la región la aportación económica de la visita de unos doscientos delegados durante varios días. El programa finalizó al mismo tiempo que Klemet se acababa el café. De nuevo, abrió la botella de coñac y se sirvió una generosa copa. Dejó la taza de café y el coñac sobre la mesa de la cocina y apagó la televisión. Se quedó un momento reflexionando, con la taza de café en la mano. Pensaba en el reportaje, así como en el reproche de Nina acerca de su negativa a contemplar en serio, a falta de pruebas, la relación entre Mattis y el robo del tambor. Klemet admitía su obsesión por relacionar cualquier suposición que tuviera un indicio material. Sorbió otra vez el café y luego dio un trago de coñac. Nina no se imponía esas obligaciones. Esa era la ventaja, quizá, de haber cursado estudios, se dijo. Uno no teme pensar con la mente más abierta, investigar una pista, equivocarse y volver a empezar. Klemet no era así. No era así en absoluto, pensó. Para nada. Ese era el precio que tenía que pagar por sus orígenes. No deseaba ni podía permitirse el menor error. Tenía que demostrar su valía a cada paso. Tenía miedo, de hecho, de que se rieran de él si se sacaba de la manga suposiciones demasiado disparatadas. Pero ¿quién se creía que era el mecánico? Eso era lo que le daba miedo. Un rato antes, él mismo se había sorprendido al lanzar la hipótesis de los dos sospechosos. Nunca se lo confesaría a nadie, pero se había sentido orgulloso cuando nadie se había reído de él. ¡Ni siquiera Brattsen, que ya era decir! Apuró la copa de coñac. No le faltaba mucho para la jubilación y se lamentaba de su destino como una vieja. A su edad, aún tenía ramalazos adolescentes. Klemet, eres patético. Miró la copa, bebió café y se puso en pie para servirse más coñac. Le sentaba bien. El calor lo invadía. No tenía costumbre de beber y empezaba a sentir esa ligera ebriedad que, por lo general, le bastaba y le indicaba que ya había tomado su dosis.
¿En qué estaba pensando? Ah, sí, Mattis y el tambor. Pobre Mattis. Alzó la copa y brindó en silencio a la salud del pastor mientras pensaba: «¿Qué sabía yo de Mattis? ¿Del padre de Mattis? No lo conocí. ¿Un chamán? Ese no era mi mundo».
Él se había criado en una familia laestadiana. Los auténticos, los puros, los duros. Los que solo bebían coñac cuando estaban muy enfermos. Llenó su copa de coñac y brindó.
—¡Por los laestadianos!
Se bebió la copa de un trago. Ahora se sentía verdaderamente bien. Notaba esa ligera ebriedad tan agradable. Estaba contento de conocer sus límites. Durante sus patrullas había visto a muchos borrachos. No le gustaba ser testigo de cómo otros hombres se ponían en ese estado. Menos aún si se trataba de mujeres. Pero tampoco los hombres. No era digno. No comprendía por qué era tan difícil conocer los propios límites. ¿En qué estaba pensando? Ah, sí, en los laestadianos. Los laestadianos, la élite de los luteranos. Estaba hasta el gorro de los laestadianos. Debía de ser el único de su familia que no asistía a los encuentros anuales de Lumijoki y que no seguía los preceptos. Por descontado, sus parientes se lo tomaban muy en serio. Al fin y al cabo, su bisabuelo fue bautizado por Lars Levi Laestadius en persona. ¡Y eso bastó para marcar a toda una familia durante generaciones! Sin alcohol, sin bailar, sin mantener relaciones sexuales antes del matrimonio, sin practicar deporte en la escuela y sin ver la televisión. Y así se había encontrado el Gordito, a sus veinte años, ¡mirando a los otros bailar y morrearse la noche de San Juan! ¡A la salud de los laestadianos!
De pronto, oyó llamar a la puerta. Miró el reloj, pero no lo encontró. Se puso en pie y tuvo que apoyarse en la mesa. ¡Ja, ja!, se rio, suerte que he sabido detenerme a tiempo. Avanzó lentamente hasta la puerta, diciendo que ya iba. No tenía ni idea de qué hora era. No era grave. No era tarde. No estaba cansado. Ah, sí, los laestadianos y su tambor. Menuda historia. Abrió la puerta. Una guapa rubia estaba frente a él. Y además le sonreía.
—Siento molestarte, Klemet. He pasado por la tienda y no te he encontrado. He vuelto a mirar las fotos de Henry Mons y creo que he descubierto algo, y… ¿Te encuentras bien?
—¡Hoooola, Nina!
Apoyándose firmemente en la puerta con una mano, Klemet avanzó hacia Nina. Y le dio un beso en la boca. Al cabo de un segundo, recibió un tortazo. Un segundo más tarde, ya solo vio la espalda de Nina, que se alejaba.