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Miércoles, 19 de enero

Salida del sol: 09.54 horas; puesta del sol: 13.07 horas

3 horas y 13 minutos de insolación

08.00 horas. Kautokeino

El anuncio en la radio del descubrimiento de la segunda oreja no sorprendió a nadie, aunque sí se llevó un susto terrible la mujer de la limpieza que la encontró detrás de una puerta del pasillo de entrada del anexo de la oficina de gestión de los renos en Kautokeino. Eran apenas las siete de la mañana y aún no había llegado nadie. En principio, esa puerta permanecía siempre abierta y la mujer solo la había cerrado para pasar la aspiradora por detrás. La oreja podría haber permanecido allí varios días y nadie se hubiera dado cuenta, ya que la aspiradora solo se pasaba una vez a la semana. Como la primera oreja, esta también estaba marcada. El rumor corrió rápidamente por el pueblo, y más aún debido a que la mujer de la limpieza no logró ponerse en contacto con la policía. Desamparada, llamó a su vecino, Mikkelsen, el periodista. Este seguramente sabría qué hacer. Mikkelsen llegó al cabo de un cuarto de hora y se apresuró a entrevistar a la mujer. Por supuesto, no tocó nada, pero tomó fotos desde todos los ángulos. Era una primicia excepcional. La policía había procurado ocultar que se había hallado el cadáver de Mattis sin orejas, pero Mikkelsen conocía el rumor. La oreja, tan ennegrecida, constituía, en su opinión, una prueba de peso de que se trataba de un caso muy gordo y no de un simple asesinato. Le quedaba poco tiempo para el informativo de las ocho de la mañana. Y luego tendría que subir la foto de la oreja a la página web del periódico. Iba a ser un día movido.

El despacho de Tor Jensen estaba lleno y el Sheriff parecía especialmente malhumorado. Aún no había comenzado a picotear en su bol de regalices. Eran apenas las ocho de la mañana y todas las personas presentes acababan de oír las noticias. Circulaba el café y ya se habían acabado dos bandejas de bollos. Brattsen estaba en un rincón, al fondo, y parecía enfurruñado. Nina charlaba con Fredrik, el representante de la policía científica que había llegado la noche anterior de Kiruna en compañía del médico forense, en esos momentos sumergido en la lectura de su informe. Fredrik parecía muy interesado por Nina y le hablaba al oído. Había otros dos policías del equipo de Brattsen. Esperaban aún a Klemet. Este había ido a depositar en el congelador de la policía de los renos, instalado en la sala de mapas, la segunda oreja, que de esta manera se sumaba a una singular colección de pruebas que incluía varias orejas de renos, algunas ocas de Siberia y otros animales cazados ilegalmente. Ahora se contaba también con dos orejas humanas.

Klemet entró en el despacho con varios documentos en la mano. El Sheriff le hizo una señal.

—La primera oreja es de Mattis Labba, sin la menor duda —comenzó el policía científico.

—Y seguramente también esta lo será —añadió Klemet—. El mismo tamaño, el mismo corte y el mismo tipo de incisiones, aunque los motivos sean diferentes.

—¿Así que eso apunta a un ganadero? —lo interrumpió el Sheriff.

Klemet Nango se tomó su tiempo para servirse un café.

—De hecho, ahora estoy mucho menos seguro —espetó—. Si interpretamos un poco libremente las marcas de ambas orejas, podrían orientarnos hacia el clan de Olaf y hacia Olaf en persona.

Al fondo de la sala, Brattsen dio un brinco.

—Ah, siempre he pensado que ese tipo estaba implicado de una manera u otra. Os digo yo que ese tío no es trigo limpio. Estoy seguro de que lleva un buen peso en la conciencia.

—Brattsen, deja acabar a Nango.

El policía se sentó, torciendo el gesto.

—Vamos, Gordito, sorpréndenos —dijo.

Klemet, como de costumbre, lo ignoró.

—Estoy hablando de una interpretación, lo que distorsiona un poco los signos, si se considera la precipitación con que debieron de hacerse esas marcas, y que han pasado varios días y las orejas están atrofiadas. Sin embargo, forzando bastante las cosas, puede verse un parentesco con la marca del clan de Olaf. Pero con dos orejas estoy menos seguro, porque si me atengo a una comparación estricta… estas no corresponden a ninguna marca del manual.

Un pesado silencio acogió la explicación de Klemet. El Sheriff le hizo una señal al médico.

—Estimado doctor, espero que tendrás muchas cosas que explicarnos, porque la verdad es que en estos últimos días no has estado muy parlanchín.

El médico dirigió una amplia sonrisa a Tor Jensen.

—El procedimiento, comisario, el procedimiento. Sobre todo en este caso, pues con esta brigada transnacional aún es más importante seguir el procedimiento para evitar cualquier malentendido entre nuestras puntillosas administraciones. Y el procedimiento dice que no puede divulgarse nada por teléfono o…

—Conozco el procedimiento, doctor. Solo que me habría gustado que por una vez hubiéramos sido un poco más prioritarios, pero en Kiruna esto ni os ha inmutado.

—Klemet ha resumido lo concerniente a las orejas, pero volveré sobre ello más adelante. Solo una precisión acerca de las incisiones. Aún no he examinado la segunda oreja, pero me imagino que la observación ofrecerá el mismo resultado. Las incisiones, es decir, las marcas realizadas en el lóbulo y en la parte superior de la oreja son limpias. Me refiero con ello a que quien manejó el cuchillo no titubeó. La carne está seccionada limpiamente, no está desgarrada. No hay múltiples tajos que pudieran indicar, por ejemplo, que quien sostenía el cuchillo habría cortado varias veces.

El médico forense abrió una carpeta.

—Y ahora la causa de la muerte. El examen de las carnes muestra que Labba recibió un golpe violento propinado con un objeto puntiagudo y cortante, con una hoja que tenía un ancho máximo de entre 3,5 y 3,8 centímetros. Probablemente, uno de esos cuchillos del tipo Knivsmed Strømeng utilizados por los ganaderos, pero que también puede encontrarse en las tiendas de artículos de caza y pesca y que los turistas compran. Aunque la herida no es muy profunda, puede estimarse la fuerza de la cuchillada, dado que tuvo que atravesar la ropa. El asesino era corpulento, pues le bastó un solo golpe. Labba vestía un mono, dos chándales, uno de ellos bastante grueso, camisa y dos camisetas. Todas esas capas de ropa explican también que se encontrara poca sangre en el escenario del crimen, puesto que toda fue absorbida por las telas. Sin embargo, la cuchillada es lo bastante profunda como para haber provocado una herida renal. Si se toma la anchura de la hoja, la longitud correspondiente sería de diecisiete centímetros, lo que equivale a la profundidad necesaria para atravesar las capas de ropa y alcanzar el riñón.

El médico forense hizo una pausa. Todo el mundo lo escuchaba con atención.

—Una herida renal no es mortal, como podría ocurrir con una herida en el corazón, por ejemplo. A eso quiero llegar. Esa cuchillada no mató a Labba. Con un tiempo normal, es decir, si la temperatura hubiera sido moderada o él se hubiera hallado en un interior, por ejemplo, habría logrado sobrevivir quizás unas seis horas. Pero Labba se encontraba a unos veinte grados bajo cero. Por supuesto, estaba vestido y la ropa le protegió, pero eso no evitó una rápida hipotermia. Su agonía fue mucho más acelerada. Y por ello sitúo su fallecimiento, aproximadamente, una hora después de recibir la cuchillada.

El médico dejó que los policías asimilaran la información.

—Pero eso no es todo. Vuelvo sobre las orejas.

Al médico le gustaba crear efectos.

—Quizás algunos se sentirán decepcionados… La amputación de las orejas no fue un acto de tortura, puedo afirmarlo.

En ese momento todo el mundo lo contempló con sorpresa e impaciencia.

—Simplemente porque, cuando se las cortaron, Mattis Labba ya estaba muerto desde hacía por lo menos dos horas.

Los policías se miraban unos a otros. Un murmullo invadió el despacho. Incluso Brattsen parecía incrédulo.

—Casi no sangró por las orejas, apenas unas gotas, porque ya había una vasoconstricción muy importante. Después de la muerte ya no se sangra, pues no hay circulación cardíaca. Si hubiera estado vivo en el momento de cortárselas, habríamos podido constatar el sangrado, y no hemos observado nada semejante. Además, el efecto del intenso frío se añadió a esto. Labba había empezado a congelarse cuando las seccionaron. Eso explica, sobre todo, la orientación de las carnes.

—Si tus constataciones son ciertas, ¿significaría eso que el asesino pasó… tres horas en el escenario del crimen, tras acuchillar a Labba, mientras buscaba algo, y luego le cortó las orejas y se marchó?

Todos estaban sumidos en sus reflexiones.

—A menos —interrumpió Klemet—, a menos que nos las veamos con dos personas diferentes…

10.30 horas. Laponia central

A André Racagnal no le fue difícil localizar el campamento de Aslak Gaupsara. Olsen le había hecho una señal precisa en el mapa y no había echado en falta las explicaciones de aquella buena mujer tan desabrida. El geólogo francés estacionó en una pequeña área de aparcamiento. Miró de nuevo el mapa. Podía aproximarse un poco más aún en coche por un camino que según el granjero debía de estar despejado y luego debería seguir en motonieve. La pista que tenía intención de tomar no estaba vedada; se había asegurado de ello. No podrían molestarlo. En cambio, le planteaba más dudas cómo abordar a ese ganadero. Las advertencias del granjero no le habían impresionado particularmente. No era un hombre que pudiera perder los papeles frente a un tipo marginado de inquietante reputación. Al contrario, sabía a la perfección cómo manejar a esa clase de personajes. Continuó avanzando por el camino que se adentraba en dirección a un lago helado, como todo lo demás alrededor de él. Tras unos kilómetros de lenta progresión, llegó a orillas del lago. Allí había algunos chalets que en verano ocupaban los pescadores que vivían en Alta o en los alrededores, pero en esa época del año estaban deshabitados. Aparcó el Volvo y descargó la motonieve, enganchó el remolque y cargó el material. Consultó una vez más la lista de su inventario. En ese tipo de expedición no había margen para el error, mas él era muy precavido. Extremadamente precavido. Odiaba el azar. Era una cosa en la que sus colegas se equivocaban a menudo. Dado que se fiaba de su instinto para buscar minerales, lo tomaban por alguien indiferente, incluso poco serio. Era al revés. Solo confiaba en su instinto cuando había comprobado hasta el menor detalle, cuando había eliminado cualquier incertidumbre que pudiera aparecer en su mente. Únicamente entonces se ponía en marcha con todos los sentidos en alerta, más cazador que nunca.

Echó un último vistazo al paisaje que había a su alrededor. Necesitaría menos de dos horas para llegar al campamento del ganadero. Se detendría en el camino para dormir en un refugio que había visto en el mapa y así llegaría al alba. Siempre era bueno sorprender a la gente un poco adormilada.

Aslak Gaupsara respiraba de forma regular y profunda mientras avanzaba con un movimiento monótono. Sus esquís se deslizaban casi sin hacer ruido alguno. Le faltaba comprobar un último valle para asegurarse de que una pequeña manada de renos que se había adentrado allí el día anterior aún tuviera qué comer. A Aslak le gustaba sentir que su cuerpo respondía sin rechistar a las exigencias cada vez más radicales a las que lo sometía. No tenía prisa. Casi había terminado su jornada. No se inquietaba demasiado por sus renos. Eran la imagen de él. Duros en la tarea, capaces de sobrevivir en las condiciones más extremas, insensibles al frío y resistentes como ninguno. Podían encontrar liquen hasta a dos metros de profundidad, debajo de la nieve, o caminar varios días sin comer hasta llegar a un pasto. Y, sin embargo, no había en el vidda otra manada tan disciplinada y atenta a su pastor. Aslak tenía tres perros que lo ayudaban, y también eran de la misma pasta: sabían encontrar a los renos jóvenes extraviados, poner en el buen camino a los renos rebeldes, cortarles el paso en los senderos peligrosos u oler antes que nadie los peligros del vidda. Todos vivían en perfecta armonía con la naturaleza que les rodeaba. Aslak no había estudiado. No era como los jóvenes con los que a veces se había cruzado en el mercado de Kautokeino, que idealizaban esta vida. No había nada que idealizar. Era su vida. Había comprendido que era diferente de los demás. Y también había comprendido que, viviendo como siempre lo había hecho, como habían vivido los suyos antaño, a menudo suscitaba reacciones violentas. Solían preguntarle por qué rechazaba el progreso. Aslak no entendía muy bien lo que este significaba. Veía a otros ganaderos que hacían el mismo trabajo que él con motonieves, quads e incluso helicópteros, así como con collares electrónicos equipados con GPS. Para pagar todo ese material necesitaban grandes manadas, que a su vez requerían territorios enormes para pacer. Y todo ello provocaba conflictos entre ganaderos, bajo la maliciosa supervisión de las autoridades, que disponían así de un medio ideal para mantener la presión sobre los samis y hacer con ellos lo que querían, so pretexto de mantener la paz en el vidda. ¿Era eso el progreso? ¿Convertirse en esclavo de unas declaraciones que había que cumplimentar, rendir cuentas a gentes que nada sabían acerca de su manera de vivir? A pequeños pastores como Mattis, que habían pretendido vivir con tranquilidad, sin armar revuelo, no les habían dejado elección. Aslak se detuvo un instante y se apoyó en sus bastones. Cerró los ojos y apretó los puños, protegidos por los guantes. Un observador externo habría pensado que se recogía, pues parecía ensimismado con una intensidad tal que resplandecía a pesar de su humilde aspecto. Mattis, pensó incorporándose. Pobre alma. Y se puso de nuevo en camino.

Algunos años, los renos de Aslak podían estar delgados, pero nunca famélicos. Mantenían siempre una prestancia que los diferenciaba de las bestias abandonadas a su suerte por pastores que se levantaban demasiado tarde o que tenían prisa por volver al calor de su gumpi. Aslak se detuvo en la cresta. Casi no veía nada, pero sabía qué buscaba. Su perro, infalible, le guiaba. Un cuarto de hora más tarde, vio al viejo reno. Era uno de sus jefes de manada más resistentes y también uno de los más cabales. Un animal que siempre conducía a su grupo a donde era mejor, aunque fuera al precio de tremendos esfuerzos. Aslak confiaba en él. Si estaba allí significaba que aún había una cantidad suficiente de liquen. Se acercó a él despacio. Su perro sabía, y permanecía a una buena distancia. Sabía que cuando su dueño se acercaba al gran reno, tenía que mantenerse alejado.

Al aproximarse Aslak, el gran reno alzó la cabeza, coronada con unas pobladas y graciosas astas. Dio unos pasos para alejarse, con lentitud, y lo miró de nuevo de arriba abajo. Aslak echó un vistazo alrededor. Los renos que vislumbró estaban excavando en la nieve, que en aquel pequeño valle no había caído en abundancia. Parecían acceder al liquen fácilmente. Aún podrían quedarse allí varios días. Su gran reno había elegido bien el emplazamiento. Satisfecho, Aslak dio media vuelta, seguido por su perro, y retomó el camino del campamento. Su mujer pronto iba a necesitarlo. Como todos los días, como siempre. Redoblando sus fuerzas, se impulsó con los bastones, insensible al aire helado que se le metía por la garganta.