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Martes, 18 de enero

15.30 horas. Kautokeino, carretera 93

André Racagnal se detuvo frente al cuerpo principal de la granja de Karl Olsen. El granjero, que lo había visto llegar, lo esperaba en el umbral. No conseguía calarlo. El tipo era totalmente plano. No era posible saber qué tenía dentro del cráneo. Aparte de que le gustaban las chiquillas jóvenes. No se dejaba manipular con tanta facilidad como Brattsen. Cualquier otro habría protestado ante tamaña acusación y se habría indignado. Él no. Dios mío, y además lo observaba con un rictus irónico.

El viejo mapa geológico se hallaba sobre la mesa de la cocina. Racagnal fue directamente a cogerlo.

—No lo olvide —le dijo Olsen—. Es urgente presentar la solicitud ante la Agencia Nacional de Minas para que luego pueda ser examinada por la comisión municipal de asuntos mineros. Por lo que respecta a la agencia, puede ir rápido porque allí trabaja gente de forma permanente, pero la comisión municipal solo está disponible cuando nos reunimos. Debemos tenerlo a punto para la reunión, que se ha aplazado, o será demasiado tarde para la atribución de licencias. Es ahora o nunca.

Racagnal no respondió, y eso inquietó al granjero. Olsen desplegó otro mapa, un mapa de la región. Señaló con el dedo.

—Aslak está ahí. Es un tipo extraño, pero es el mejor. Estoy seguro de que usted sabrá manejarlo —dijo volviendo el torso hacia el francés.

Este seguía guardando silencio mientras se contentaba con observar los dos mapas. Los dobló, miró a Olsen y dio media vuelta.

16.30 horas. Carretera 93

Racagnal se dirigió hacia el norte y luego giró al este, por el camino que conducía a Karasjok. Por allí se encontraba Aslak. Las advertencias del granjero le eran indiferentes. ¿Era Aslak un tipo extraño? ¿Acaso un granjero tan cateto podía pensar en serio que un tipo como Aslak, por raro que fuera, podía ser más raro que el comandante Chuck? Era obvio que aquel palurdo nunca había salido de su madriguera. Vio una pequeña cafetería junto a la carretera. El rótulo anunciaba Renlycka, la suerte del reno. Menudo programa. Ya la había visto, era la única entre Kautokeino y Alta, justo en el cruce con la carretera 92, que giraba hacia el este. Se detuvo. Una vez que la tomara, tendría que dormir de cualquier modo en gumpis, refugios o en su tienda. Esto no lo preocupaba, pero para la pequeña sesión de trabajo que tenía en mente estaría mucho mejor en el bar. No había ningún cliente. Una mujer de unos sesenta años salió de una pequeña habitación situada al fondo y se puso detrás de la caja, sin decir nada. Esperaba. Era una lapona, con un delantal que reproducía los colores vivos de las túnicas tradicionales. Racagnal fue a sentarse junto a una mesa larga dispuesta en la esquina de la barra, cerca de las ventanas. Había una decena de mesas de madera clara, con sillas del mismo tipo. Unos pequeños tapetes bordados las decoraban. Representaban escenas de la vida de los lapones: el momento de marcar a los renos, las caravanas a la antigua, la selección en los cercados. En cada mesa había una velita redonda en unos candelabros de cristal. La mujer se acercó para encender la que se hallaba en la mesa de Racagnal. En una vitrina cerrada se exponían objetos de artesanía, muñecas laponas, unos tamborcillos cubiertos de figuritas simples y adhesivos. El francés podía ver la carretera que pasaba al pie de una pequeña colina y, al volver la cabeza, adivinó las vastas extensiones semidesérticas en las que pronto se adentraría. El entorno parecía apacible debido a la nieve, que todo lo adormecía. Pero él sabía que, sin duda, eso no iba a durar.

Sacó sus mapas y se dirigió hasta la caja donde la lapona lo contemplaba con la mirada extraviada. Estaba esperando. Racagnal tomó un bocadillo y un café. Pagó. La mujer le dio las gracias.

—¿Conoce a Aslak? —le preguntó.

La mujer lo observó primero un buen rato.

—Sí.

Aguardaba de nuevo.

—¿Se le puede encontrar fácilmente?

—No.

—¿Podría explicarme cómo dar con él?

Nuevo silencio.

—No.

A Racagnal no le gustaban las sorpresas. La miró fijamente y le dirigió una mueca. La mujer bajó la vista. El francés le volvió la espalda y regresó a la mesa. Desplegó finalmente el viejo mapa geológico del granjero y sacó los mapas que había seleccionado. Se encontraba en su elemento. Había que actuar con rapidez, puesto que la nueva reunión de la comisión de asuntos mineros tendría lugar a la mañana siguiente. Olsen le había prometido que conseguiría que se aprobara la solicitud. Racagnal iba a hacer que aquel maldito mapa hablara.

18.00 horas. Kautokeino

Nina llegó tarde por la noche a Alta. Klemet fue a recibirla. Esto le gustó.

—Esperamos mañana el informe del forense —comenzó Klemet—. Ya era hora. ¿Qué tal por París?

Durante la hora de trayecto que siguió, Nina le hizo un fiel resumen de lo que había descubierto en casa de Henry Mons. Cuando pasaron por el lugar donde esta había atropellado al reno la víspera, ella le explicó brevemente —y sin los pormenores— su accidente, así como la extraña actitud de Aslak, que le había dado la pequeña joya. Como Klemet no reaccionó, Nina continuó describiéndole su encuentro con Henry Mons.

—Esas historias de biología racial son una locura, es increíble —dijo Nina.

—Pues sí.

—¿No te indigna?

Klemet conducía, concentrado en la carretera. Volvió la cabeza hacia ella, sin decir palabra, y luego miró de nuevo al frente. Se aproximaban a la entrada de Kautokeino, sumida en la oscuridad.

—Vamos a casa a tomar un café.

No era una pregunta. A Nina no le desagradaba volver a la misteriosa tienda de Klemet. Cuando el coche se detuvo, él le señaló la bolsa.

—Coge tu equipaje.

Nina lo miró con la cabeza ligeramente ladeada, interrogativa, como desconcertada ante la proposición de su colega.

—Lo digo por los documentos de París.

—Oh, claro —respondió.

Hubiera apostado a que ella se había sonrojado. Remató la faena.

—¿Te apetece darte una ducha?

Nina se detuvo. No sabía si su colega se estaba riendo de ella o no. Educadamente, rechazó la invitación. Klemet avanzó sobre la nieve y alzó la falda de la tienda para dejar pasar a la joven. A continuación, echó leña al fuego, casi apagado. Las llamas se reanimaron enseguida. Nina se sintió bien de nuevo. Miró alrededor con satisfacción.

—Klemet, ¿me haces una foto delante del fuego?

Él le dirigió una sonrisa forzada mientras ella le tendía la cámara. Klemet sabía cómo tomar la foto, y enfocó a las llamas. Nina le dio las gracias, comprobó el resultado y exhaló un suspiro.

—Klemet, estoy muy oscura. Sabes, cuando se hace una foto con una fuente de luz así detrás, hay que…

—Dame rápido tu cámara, por favor.

Le sacó otra foto, casi sin moverse. Ella pareció conformarse. Guardó la cámara y sacó la carpeta. Le pasó la primera imagen que Henry Mons le había enseñado y describió a las diversas personas que aparecían en ella.

—¿Quién tomó la foto? —preguntó Klemet.

Nina lo miró en silencio, como si la hubieran pillado en falta. No sabía la respuesta.

—¿Qué te apetece beber?

—Una cerveza sin alcohol.

Klemet sacó dos. Se sirvió también una copa de coñac de tres estrellas. Era una vieja costumbre que había conservado de su educación laestadiana. En la rama laestadiana dura, que era la de su familia, el alcohol estaba estrictamente prohibido. Solo había una excepción, y era un coñac de tres estrellas en caso de enfermedad, como medicamento. A Klemet eso siempre le había divertido y le era fiel a ese coñac, su propia manera de no renegar del todo de sus orígenes. Se bebió la mitad de la copa y dio un trago a la cerveza.

Nina se encontraba esta vez al lado de él, tendida sobre las pieles de reno. Miraba las fotos, pensativa. Le daba vueltas a la pregunta de Klemet. Sacó las otras imágenes que Henry Mons le había confiado. Había una cincuentena. La mayoría representaba escenas de la vida lapona. Había también otras quince en las que aparecían los miembros del equipo en diversas etapas de la expedición. Separó las fotos en las que aparecían los miembros de la expedición de las de los samis. El equipo de investigadores y de guías estaba presente en todas ellas, aunque no siempre se hallara al completo. Aparte de la imagen que los inmortalizaba en el hotel finlandés, sin duda el punto de partida de la expedición, todas las demás estaban tomadas en el exterior, bien en medio de la tundra o bien delante de las tiendas de su campamento. En ellas no posaban, señal de que el viaje no debía de ser puramente recreativo.

—Ahí, un hombre que no aparecía en la primera foto.

Nina descubrió a un hombre más bien bajito comparado con los investigadores suecos y el alemán, pero que no tenía aspecto de lapón.

Salía en otra foto. Su presencia era extraña. Parecía hallarse ligeramente al margen, como si se hallara fuera de lugar. Tenía una nariz estrecha y el bigote le cubría las comisuras de la boca.

—Sí —observó Nina—. Le preguntaré a Mons.

A continuación, examinó las otras fotografías y lo localizó en una más. Las extendió todas entre ellos dos, en varias hileras. La luz mortecina apenas le permitía verlas. Continuó bebiendo su cerveza, al igual que Klemet, mientras las contemplaba. Klemet tomó una y le dio la vuelta. Encontró lo que buscaba: la fecha.

—Ordenémoslas cronológicamente —propuso.

Una vez hecho eso, volvieron a concentrarse en su estudio.

—¿Qué buscamos exactamente? —preguntó Nina al cabo de un rato.

—No lo sé —confesó Klemet—. Pero algo ocurrió durante esa expedición con ese tambor y esos hombres. Qué, no lo sé. Pero algo ocurrió.

Klemet se sirvió un poco más de coñac.

—Bueno, dado que seguimos el tambor, parece lógico seguir a Niils. Aparece en las primeras fotos y en las últimas.

—No en las del medio —completó Nina—. No aparece en ellas porque se había ausentado con el geólogo alemán.

Nina le dio la vuelta a la última foto en la que Ernst y Niils aparecían con el grupo, y luego a la siguiente, en la que ya no se les veía.

—Esta está fechada el 25 de julio, y esta, el 17 de julio. Ernst y Niils partieron, pues, durante la última semana de julio. De 1939.

—Y ahí —dijo Klemet señalando con el dedo una de las últimas fotos—, Niils está de regreso. Solo, por supuesto, dado que Ernst había fallecido.

Se incorporó para volver la foto.

—7 de agosto. Y la foto precedente en la que está ausente es del… 4 de agosto. Niils regresó, por lo tanto, entre esas dos fechas.

Volvió a dejar la foto y se echó hacia atrás, contra el pequeño baúl cubierto de cojines.

—Niils regresó atormentado de esa misión con el geólogo alemán. Y al cabo de poco, se confió a Mons y le entregó el tambor.

Klemet dejó su copa y cogió la carpeta que contenía documentos relativos a la expedición. Había algunas cartas oficiales, listas de material, cartas de recomendación, recibos de gastos, billetes de transporte: un montón de papeles amarillentos sin más interés. Klemet buscaba alguna mención del tambor. Acabó por encontrar una referencia en un documento de aduanas. En el apartado de descripción, una mano había añadido en sueco: «Artesanía de pacotilla». Y donde debía indicarse el valor, se leía simplemente «Nulo».

18.00 horas. Carretera 93

André Racagnal saltaba de valle en valle a merced de las curvas geológicas que bailaban ante sus ojos. Había extendido cinco mapas frente a él. Volvió a concentrarse en el del granjero. Podía imaginar con facilidad las horas que ese geólogo habría pasado sobre el terreno para reconocer las formaciones geológicas, buscar fósiles y trazar los límites de afloramiento allí donde eran visibles los diversos terrenos. Racagnal se tomaba su tiempo, aunque no le sobrara. El mapa antiguo parecía describir un plutón granítico de orogenia careliana. Podía fecharse, pues, en unos mil ochocientos millones de años atrás. Esos terrenos del Gran Norte europeo se contaban entre los más antiguos que había tenido ocasión de estudiar. Cuando no se hallaba embarrado sobre el terreno, el estudio de esos mapas era lo único que le permitía olvidar sus demonios. Y eso que tenía que andarse con cuidado de que alguna curva no fuera demasiado provocativa. Racagnal reseguía los contornos y se hablaba para sus adentros. La roca plutónica se había formado en unas rocas encajantes que formaban parte de un cinturón de esquistos. Se sentía en su elemento. Estaba compuesta de cuarzo, dioritas y granitos. Era coherente. En un terreno así se podía encontrar oro, sobre eso no cabía duda alguna. La pregunta, como de costumbre, era otra. ¿Habría oro suficiente? ¿Se hallaría a una profundidad razonable? ¿Justificarían las perspectivas del mercado lanzarse a la explotación de una mina en el Gran Norte en condiciones humanas y climáticas difíciles? Había muchas cuestiones a las que era imposible responder en solo una semana. Incluso los buenos geólogos, sobre todo los buenos geólogos, y él se consideraba uno de los mejores, necesitaban sentir el terreno, pisarlo con sus propios pies, dar libre curso a su intuición, aunque eso volviera locos a los jóvenes y a los burócratas, que requerían que todo encajara en los modelos. Pero esos no podrían comprender jamás cómo funciona el cerebro de un tío como yo, pensaba Racagnal. De igual manera, nunca podrían entender que le gustaran las chiquillas muy jóvenes. Esa imagen tan bella de la pureza. Él solo pensaba en mancillar esa imagen. A sus ojos, era el único comportamiento racional. Esa pureza le angustiaba, le hacía sentirse diferente. Se sentía más a gusto con personas ambiguas como aquel palurdo calculador o como ese policía tan testarudo. Era gente que lo tranquilizaba, que le reconfortaba en su idea de que el mundo era gris, injusto y cambiante.

Los granitos fueron erosionados por los glaciares que durante mucho tiempo recubrieron Escandinavia. Los últimos glaciares se retiraron tan solo dos mil años atrás y dejaron las cimas desnudas y rodeadas de lagos. Podía leer sobre aquel mapa unos terrenos eruptivos que formaban muchos pequeños filones. El autor del mapa describía también unos conglomerados de cantos de cuarzo. Había bastantes factores concordantes, estimó Racagnal, concentrado de nuevo en el mapa.

En el aspecto geológico, Laponia era una región estable. Formaba parte del escudo escandinavo, aunque hubiera algunas fallas. Para los geólogos como Racagnal, esas fallas eran particularmente interesantes. Y ese mapa describía una de ellas.

Tomó los mapas geológicos que había traído y se puso a pensar en ello. La mayoría de los detalles presentes en el mapa antiguo se encontraban ausentes. Por no hablar de la diferencia de escala. Había que saber leer entre líneas. Su índice comenzó a reseguir las curvas del mapa. Eso pronto le evocó las de Ulrika. Aquella putita había tenido que entrometerse. No era grave. Si daba con lo que pensaba encontrar, vendría a él arrastrándose, con su carita de ángel. Y el granjero también tendría que arrastrarse ante él.

19.20 horas. Kautokeino

Antes de acompañar a Nina a su casa, Klemet la retuvo unos minutos más.

—Ándate con cuidado con Aslak —le dijo.

Nina iba a protestar, pero él le puso un dedo sobre los labios.

—No digas nada.

Ella malinterpretó su gesto. Se equivocaba.

—Hace un rato me has preguntado en el coche por qué no me había indignado al explicarme lo de los investigadores suecos. En la granja de mis padres, solo hablábamos sami. Cuando empecé el colegio, a los siete años, me encontré en un internado en el que solo había niños lapones. Teníamos prohibido hablar sami. El profesor era sueco y solo hablaba sueco. De forma expresa. Era preciso convertirnos en pequeños suecos. Se había producido un progreso respecto a la época que Henry Mons te ha descrito. En esa época, se trataba de ver morir a la raza lapona y documentarla en nombre de la ciencia. En mi época, había que asimilarnos. Totalmente, a garrotazos. Si hablábamos en sami, nos pegaban una paliza, incluso durante el recreo. ¿Ves esta cicatriz aquí? —dijo mostrándole la sien—. Tenía siete años, Nina. Tenía siete años y no podía hablar en mi lengua, no podía hablar en absoluto. Así que, si hablas de rebelarse, Nina, yo…

Estupefacta, Nina observó que la mirada de su colega se enturbiaba. Jamás lo había visto así. No acabó la frase y salió, sosteniendo la cortina de la entrada para que ella pudiera pasar. Cuando la cortina cayó de nuevo, el tiempo de las confidencias había terminado.

19.30 horas. Carretera 93

La vieja lapona seguía detrás de la caja, inmóvil, muda. Tendría que haber cerrado ya hacía un buen rato, pero esperaba. En la hora transcurrida, solo había entrado un cliente. Se trataba de un camionero que había dejado el motor de su vehículo en marcha en el aparcamiento.

—Qué, lapona jamona, ¿te diviertes detrás de la caja? ¡Si te aburres, no tienes más que subirte a mi cabina, tía buena!

La lapona lo contemplaba sin decir nada, sin mostrar reacción alguna.

El camionero era sueco, constató André Racagnal, que lo miró un segundo y advirtió los numerosos tatuajes de sus antebrazos. El sueco se echó a reír y se volvió hacia Racagnal, convencido de que su sentido del humor tenía que ser contagioso. El geólogo lo observó un instante y volvió a sumergirse en sus mapas.

—Ah, el caballero está muy ocupado. Vamos, vieja, ¿están ya mis bocatas? Eh, espero no haber interrumpido un rollito entre vosotros, ¿verdad?

El camionero se echó a reír solo. Ya no se ocupaba de Racagnal. Tamborileaba con los dedos sobre la caja, mientras esperaba sus bocadillos, al ritmo de una música muda. Debía de ser un cliente habitual, se dijo el francés, pues no había precisado de qué tenían que ser los bocadillos.

La mujer reapareció con dos bocadillos envueltos y dejó también una botella de Pepsi junto a la caja. Sacó un cuaderno y lo anotó todo.

—¡Ay, vieja, cómo me excitas con ese cuadernito! Me voy a zampar los bocatas pensando en tus tetas, gorda. Joder, tendrías que mandar a la mierda a tu marido, ya te lo he dicho. Lo bien que lo íbamos a pasar tú y yo. ¡Anda que sí! Y tú —dijo dirigiéndose a Racagnal— no toques a la lapona, porque es mía. ¡Hasta la vista, baby! —se despidió al cerrar la puerta, sin dejar de canturrear y de llevar el compás con su mano libre.

La lapona había cerrado su cuaderno. Meneó la cabeza dos segundos y retomó su aire indiferente detrás de la caja.

Racagnal, por su parte, había progresado. Quedaba mucho por hacer, pero tras cotejar la información e identificar estructuras geológicas, sentía que se estaba acercando a algo.

El autor del mapa parecía haberse concentrado en la parte central, mucho más anotada. Creía saber el porqué. Había esas famosas marcas de metal amarillas, inscritas así en el mapa. Racagnal, sin embargo, estaba más interesado en una sección geológica situada en la parte superior derecha del documento. Se trataba de una formación terciaria que parecía reunir bastantes gravas, bloques, donde predominaban elementos esquistosos. Ahí también era donde se rozaban dos zócalos de edades diferentes. Era la famosa falla, sobre la que el geólogo desconocido había situado unos signos que indicaban mármoles. La presencia, aunque fuera reducida, de mármoles en ese lugar preocupaba a Racagnal, que tamborileaba sobre el mapa con su lápiz, pensativo. Decidió dejar eso para más tarde y centrarse de nuevo en las marcas amarillas, que innegablemente señalaban la abundancia de oro. Tras una hora más de cálculos y comparaciones, Racagnal se dijo que ya había delimitado la zona donde debería buscar. Extendió el mapa delante de él y lo dobló varias veces. Tenía que ser eso. El mapa antiguo presentaba, por supuesto, discordancias y anomalías, pero las mismas podían considerarse fruto de la diferencia de perspectiva, de medios, sin duda, y también de profesionalidad. Si se hacía abstracción de todos esos parámetros, era allí donde había que explorar. Racagnal sabía que idealmente habría que extraer muestras y efectuar perforaciones exploratorias. No tendría tiempo para ello. Debería recurrir a todo su ingenio. Pero necesitaría a ese Aslak, a la vista del poco tiempo de que disponía. No tenía ni un minuto que perder. El instinto de cazador se apoderó de nuevo de él y sintió una descarga de adrenalina. Lástima que la vieja no fuera una chiquilla, se dijo. Como si leyera en su pensamiento, la mujer le dirigió por primera vez una mirada prolongada que no le quitó de encima hasta que él salió al frío y la noche.