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Martes, 18 de enero

13.30 horas. París

Nina había salido a tomar el aire para ordenar sus ideas. Lo que había averiguado la preocupaba. Y algunos aspectos le daban miedo. Se había criado con la idea de que los países nórdicos habían logrado desarrollar el mejor modelo de sociedad posible… Tal vez esa historia del instituto y de la medición de los cráneos fuera algo exagerada. Al fin y al cabo, solo había leído sobre ella en uno o dos artículos, así que no debía de haber sido algo demasiado importante.

Paul le abrió la puerta unos instantes más tarde.

—Pase; mi padre ya ha descansado y tiene prisa por proseguir la conversación con usted. Creo que aún tiene mucho que contarle.

Nina fue directamente al despacho y se sentó frente a Henry, que alzó la vista del documento que estaba leyendo.

—Niils era un hombre dotado de múltiples talentos, señorita —le dijo de inmediato—. Como la mayoría de los lapones, carecía de educación. En el sentido que nosotros lo entendemos, por supuesto. Pero tenía una gran sensibilidad. Al parecer, poseía dotes de chamán. Era la primera vez que yo ponía los pies en Laponia y no estaba muy al corriente de ese tipo de prácticas. A Paul-Émile, en cambio, le apasionaban. Ya había tenido ocasión de observar a los chamanes en Groenlandia y, por descontado, estaba entusiasmado. Pero Niils se confió a mí, como le decía. No hablaba mucho de su vertiente de chamán, puesto que, como averiguaría, un chamán auténtico nunca dice que lo es. Por el contrario, Niils estaba preocupado. A nosotros, los franceses, los discursos de los antropólogos nos indignaban, pero ellos, los lapones, que vivían allí y que allí se quedarían tras nuestra marcha, tenían verdaderos motivos de preocupación. No sabría decirle qué percepción tenían del drama que se estaba fraguando en Europa con Hitler. Nosotros mismos, al fin y al cabo, no comprendimos lo que se tramaba. Pero Niils albergaba una especie de presentimiento. Una noche, nos llevó al intérprete y a mí a un aparte. De debajo de su capote sacó un tambor. Este, por lo que pude juzgar a la luz de nuestra lámpara de aceite, era magnífico. Y estaba en buen estado. Tenía forma redonda y su superficie estaba llena de pequeños símbolos que me costó distinguir.

»Le pregunté a Niils qué era y me dijo que aquel tambor le pertenecía. No me dijo de dónde procedía, solo que le pertenecía. Fue un instante muy solemne y sentí que no era el momento apropiado para adentrarme en una conversación científica, como deseaba ardientemente. Estaba aún más excitado, pues sabía que estaba cumpliendo uno de los sueños de Paul-Émile. Debía contenerme. Niils me explicó entonces que aquel tambor se hallaba en peligro. Le dije que no le entendía. Y me contó que con las ideas que circulaban en esos años, todo cuanto se encontraba relacionado con su pueblo estaba amenazado. Traté de tranquilizarlo, pero vi que se sentía realmente inquieto. Y debo decir que aunque yo procuraba poner buena cara, no podía contradecirle. Fue entonces cuando me pidió que cuidara de ese tambor, que me lo llevara a Francia para ponerlo a salvo. Me dijo que podría retornar el tambor el día que yo juzgara oportuno. Confiaba en mi decisión. Debo confesarle, señorita, que esa muestra de confianza me azoró sobremanera. De repente me había convertido en depositario de un tesoro de la civilización lapona.

Henry Mons hizo una pausa. Había hablado con cierta grandilocuencia y estaba visiblemente emocionado. Nina le sonrió y apoyó una mano sobre su antebrazo. El anciano le devolvió la sonrisa, como agradeciéndole que le permitiera recuperar el aliento. También Nina estaba emocionada. Por diferentes razones. Ese extranjero estaba haciendo que tuviera conciencia de una realidad de su país que ignoraba casi por completo. Le era difícil tomar partido respecto a esa nueva situación. Por fortuna, podía aferrarse a la investigación. La mañana llegaba a su fin. Henry Mons le pidió a su hijo que volviera a prepararles té. Mientras, sacó algunas instantáneas tomadas en el curso de la expedición. Eran unas buenas fotos, que mostraban la vida cotidiana de las gentes con las que se habían cruzado por el camino. Se veía a familias samis en su tienda o, a veces, delante de ella. En otras, se contemplaba a una madre sosteniendo a una criatura envuelta en mantillas. Algunos samis posaban junto a un reno; sin duda, el jefe de la manada, el favorito. Al observar las fotos, Nina vio a una población que estaba vigilante, y un detalle acabó impactándola: prácticamente nadie sonreía. O cuando alguien sonreía, parecía tan forzado e incluso fuera de lugar que resultaba casi incómodo. Nina pasó deprisa las fotos y examinó otras en las que los miembros de la expedición posaban entre los samis.

—¿Sabe usted que Laponia es una tierra apasionante por sus minerales? En esa época, ya había numerosas minas, en particular la mina de hierro de Kiruna, que, por cierto, interesaba mucho a los alemanes. El hierro de Kiruna sirvió para fabricar armas nazis. Pero recuerdo que además corrían muchos rumores acerca de un enorme yacimiento de oro. Por la manera en que mucha gente hablaba de él, parecía casi una leyenda. Eso nos sorprendió, pues teníamos la impresión de que los samis sentían poco apego por las riquezas materiales. En aquellos tiempos, aún vivían esencialmente como nómadas. Sin embargo, ahí estaban los rumores acerca de un yacimiento extraordinario. Cuando me entregó el tambor, comprendí que guardaba alguna relación con dicho yacimiento. Pero Niils se puso muy… serio al evocarlo. Me dijo que pesaba una maldición sobre ese yacimiento, que ese yacimiento había traído muchas desgracias a su pueblo. Y que por esa razón, también, el tambor debía ponerse a buen recaudo lejos de allí. Para que la verdad sobre el yacimiento no cayera en manos de personas indeseables.

—¿A qué maldición se refería?

—Me recriminará que no fuera nada curioso, pero no hice ninguna pregunta. Estaba cautivado por la solemnidad del instante, por el sentimiento de que nos hallábamos a las puertas de un cataclismo político, por ese ambiente a la vez siniestro e hipnotizador, a la luz del farol, rodeado de una naturaleza negra y hostil, de un viento aturdidor, lejos de la civilización, con ese hombre de rostro inquietante, tocado con su gorro de cuatro picos. Era muy impresionante, se lo aseguro.

—¿Y qué cree usted?

—Deduje que debía de tratarse de la historia de ese yacimiento de oro, y en cuanto a la maldición, no sé mucho más. ¿Qué impacto pudo tener ese yacimiento en su pueblo? Lo ignoro. ¿Se vieron los samis privados de pastos que les pertenecían o de tierras importantes para su trashumancia? ¿Provocó la pérdida de manadas?, ¿hubo renos que murieron de hambre? ¿O bien alcanzó la maldición directamente a los samis? Me pregunté todo eso y más.

—¿Me ha parecido comprender que no hay ninguna reproducción de ese tambor?

—Es muy posible, aunque en realidad lo ignoro. Lo que es seguro es que yo no tengo ninguna. Si alguien tiene una, no lo sé.

—Puesto que tanto le impresionaron los dibujos, debe usted de acordarse de ellos.

—Sobrestima usted mi memoria, señorita —dijo Henry Mons con una sonrisa—. Pero veamos…

Cerró los ojos y los mantuvo cerrados un buen rato.

—Una línea horizontal lo dividía en dos. Esa línea estaba situada en la parte superior del tambor. Recuerdo que en esa parte había renos estilizados y uno o varios personajes bastante simples, también estilizados. Diría que eran cazadores, pero no estoy seguro de ello. Creo que había árboles y tal vez montañas, a menos que se tratara de tiendas, no me acuerdo.

Nina tomaba notas rápidamente en su cuaderno mientras observaba a Henry Mons, que permanecía con los ojos cerrados.

—En la parte inferior, es más complicado. En medio de esa parte había una cruz, con diversos símbolos en cada brazo de la cruz, así como también en el centro, dentro de un pequeño rombo. ¿Qué más? En los bordes había otros símbolos. Creo que eran, de nuevo, personajes estilizados, bastante simples, pero también otros más elaborados. Tal vez divinidades. Y luego había peces y un barco. Un signo que me llamó la atención y que recuerdo bien era una serpiente grande. Creo que también había árboles, más montañas y luego algunos símbolos difíciles de interpretar. Siempre me prometí que los investigaría, y luego ya sabe lo que pasa, me vi acaparado por otras mil cosas. Y respeté la voluntad de Niils: no le enseñé el tambor a nadie. Por esa misma razón tampoco hice una foto. Paul-Émile me lo echó en cara, por supuesto. Pero sé que igualmente respetó mi integridad.

—¿Recibió usted peticiones de gente que deseaba ver el tambor?

—Por supuesto —exclamó—. Una pieza así despierta la envidia. Por descontado, no se trata de arte precolombino ni de vestigios egipcios, pero al fin y al cabo creo poder afirmar que ese tambor es una buena pieza desde todos los puntos de vista: es único y está asociado a una historia dramática, igual que todos esos tambores, como seguro que sabe usted.

Nina no hizo gala de su ignorancia.

—¿Quién se puso en contacto con usted?

—Hubo un museo alemán de Hamburgo, creo que trabajan con el Centro Juhl en Kautokeino. Querían ver el tambor y tasarlo.

—En ese caso tomarían algunas fotos —preguntó Nina, esperanzada.

—De hecho, no vinieron, puesto que entre tanto me puse en contacto directamente con el Centro Juhl. Si la memoria no me engaña, a lo largo de los años, dos personas más se pusieron en contacto conmigo: alguien de otro museo de Estocolmo y un caballero que no se presentó, pero que me pareció que era un intermediario, sin duda para algún coleccionista. No sé cómo averiguaron que poseía ese tambor. Como nunca he tenido intención de venderlo, esas peticiones no fueron a ninguna parte.

—¿Tiene los nombres de ese museo y de ese intermediario?

Henry Mons consultó una de las pilas de documentos y, tras rebuscar durante unos instantes, halló la información, que anotó con una pluma en una pequeña hoja de papel. Nina la leyó rápidamente. El museo era el Museo Nórdico de Estocolmo. El nombre del intermediario le pareció noruego.

—¿Quién estaba al corriente de su existencia?

—Poca gente —respondió el anciano tras reflexionar un momento—. En todo caso, hasta que lo confié al Centro Juhl.

El francés le permitió a Nina llevarse las fotos y algunos documentos relativos a la expedición. En el momento de partir, se detuvo un segundo en el rellano, frente a la puerta.

—¿Qué fue lo que le decidió a devolver el tambor precisamente ahora?

—En primer lugar, mi edad —dijo con una sonrisa fatigada—. No quiero que ese tambor se pierda para los samis tras mi muerte. Así que me pregunté si devolver el tambor ahora iría contra la voluntad de Niils. Me pareció que no. No cabe la menor duda de que los ideales de la época ya no tienen cabida en Escandinavia desde hace mucho tiempo. Espero no haberme equivocado…