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Martes, 18 de enero

10.30 horas. Kautokeino

André Racagnal aparcó justo frente a la entrada del ala del hotel donde se alojaba. Disponía de su propia puerta, que daba al exterior, y no tenía que pasar por recepción. Podía entrar y salir tranquilamente desde esta zona, que contaba con una habitación y un gran salón. Había guardado allí todo su material y acabó de colocarlo en las cajas. El cambio de programa no modificaba para nada sus preparativos.

Sacó su piqueta de prospección, que había dejado toda la noche en remojo en un cubo para que la madera del mango se hinchara. Era una piqueta sueca con un mango largo, muy práctica para apoyarse en terrenos difíciles. Resultaba además muy eficaz, puesto que su longitud permitía hacer más fuerza cuando se trataba de partir una roca. Comprobó de nuevo que cada instrumento se hallara en su sitio: la cámara de fotos, el GPS, aunque no fuera demasiado adepto del mismo, y la lupa. Había cogido también una brújula, una provisión de lápices de mina blanda para sus dibujos y lápices de colores.

Acto seguido abrió una caja llena de mapas. Se pasó un buen rato seleccionando aquellos que creía que iba a necesitar y que estaban a escalas diferentes, y de cada uno cogió varios ejemplares. Tomó unos sesenta. Empezó cargando una caja metálica en la parte posterior del Volvo y luego el resto del equipo. Se llevaba lo imprescindible para dos semanas; las provisiones que había comprado para dos personas igualmente deberían bastar para ese tiempo.

Pensó un instante en pasar por el pub. Al final se dijo que era una mala idea. Lástima. De momento.

En lugar de eso, se concentró en recordar el mapa que había visto en la casa del granjero y que resultaba extremadamente detallado. Tendría que compararlo con todos los mapas que se llevaba. Sabía por experiencia que un mapa nunca representaba el terreno tal como era. Que entre los antiguos y los modernos, la visión de este podía haber cambiado. El trabajo sería arduo, pensó, pero no era imposible. Tenía buen ojo. Era bueno. Lo sabía. Luego habría que proceder al análisis del terreno. Entonces se hallaría en su elemento. No le había dicho nada al granjero, pero el mapa parecía indicar sobre todo muestras, pedazos de alguna cosa, mas en ningún caso un yacimiento concentrado. Por supuesto, aquellos indicios, si eran serios, tenían un valor incalculable. No obstante, la presencia de restos de mineral en una roca nunca había significado que bastara cavar debajo de la piedra para dar con un yacimiento. Solo quienes tenían una visión muy novelesca de la geología podían imaginar tal cosa. No era ese su caso. Al contrario, era conocido por contar con una temible intuición basada en una lectura infalible de la geología de las regiones que recorría y una formación enciclopédica de las estructuras geológicas gracias a sus numerosos viajes. Sabía leer un paisaje mejor que la mayoría de sus colegas.

Fue a la gasolinera a llenar unos bidones de gasolina y unas garrafas de agua y luego se dirigió hacia la casa de Karl Olsen. La verdadera cita le esperaba.