Martes, 18 de enero
09.30 horas. París
Cuando Nina salió del hotel, llovía. Pulsó dos veces el botón del interfono situado junto al apellido Mons. Paul respondió de inmediato y abrió la puerta. El vestíbulo era señorial, y el edificio, de principios del siglo XX, y de piedra antigua recientemente pulida, estaba bien conservado. Nina subió los dos pisos a pie. Henry Mons en persona la aguardaba en el umbral. El anciano le dirigió una amplia sonrisa de bienvenida.
—Ah, señorita, la esperaba, impaciente.
Nina se sorprendió al constatar hasta qué extremo parecía vivaz, con sus gestos apresurados, casi nerviosos.
—Su visita le ha devuelto una salud de hierro —dijo Paul estrechándole a su vez la mano—. Procure, sin embargo, no cansarlo —añadió con una sonrisa.
Nina miró a los dos hombres que se hallaban frente a ella. Henry Mons tenía una cabellera blanca como la nieve y bastante espesa para alguien de su edad que peinaba hacia atrás. Su rostro era enjuto, la nariz fina y las orejas bastante grandes en comparación con el resto de la cara. Sus hombros estrechos estaban ligeramente encorvados, pero eso no disminuía su porte apuesto y elegante. Con ojos de un azul vivo, miraba a Nina con bondad. Junto a él, Paul lucía el mismo peinado, solo que de color castaño. Era más o menos de la misma altura que su padre, pero con un cuerpo que parecía en forma. Una barba de varios días bien recortada cubría la tez bronceada de su rostro. Nina recorrió con la mirada lo que la rodeaba. El apartamento era espacioso y estaba cubierto de cuadros, boiseries, tapices y recuerdos de expediciones. Ofrecía una impresión cálida, confortable y aburguesada. El olor a encerado le era extraño, pero le pareció elegante. Nina se sintió muy lejos de las casas noruegas de madera de Kautokeino con muebles de madera clara y apenas barnizados.
Ya sentados en el salón, en cómodos sillones de cuero y con una taza de té, Henry Mons, incontestable amo y señor del lugar, dirigió una sonrisa a Nina.
—Sepa, señorita, que estoy encantado de recibir la visita de tan bella representante de la policía noruega.
Nina le respondió con una sonrisa educada. En su fuero interno, pensó: palabrería. Conocía lo suficiente a los franceses como para saber que no podría evitar ese tipo de cumplidos. Adoptó lo mejor que pudo un aire satisfecho, pero tratando, a la vez, de no hacer demasiados melindres.
—¿Alguna noticia acerca del tambor?
—Aún no, señor. Hay varios equipos de investigadores que están trabajando en el caso. Seguimos diversas pistas, pero mientras no tengamos una idea más precisa acerca del tambor y de su historia, tendremos la sensación de avanzar a ciegas.
—Lo comprendo, lo comprendo… ¿Cómo puedo ayudarlos?
—Para empezar, ¿podría decirme qué hacía usted en Laponia antes de la guerra?
—Había acompañado a Paul-Émile Victor, que estaba llevando a cabo un estudio etnológico en Laponia. Fuimos con los hermanos Latarjet, dos médicos. Estuvimos allí en 1939, justo antes de la guerra. Recorrimos toda Laponia, salvo la parte soviética, por supuesto.
—Así que estaban ustedes cuatro…
—Éramos los cuatro franceses. Paul-Émile y los hermanos Latarjet eran amigos desde hacía mucho tiempo. Yo, en cierto modo, era la excusa para demostrar al Museo del Hombre, que financiaba nuestra pequeña expedición, que nuestro viaje no era simplemente un paseo exótico. Cosa que también fue, pero eso es otra historia. Había también dos suecos y un alemán. Los suecos eran unos antropólogos de Uppsala que al principio nos parecieron encantadores; el alemán era de…, de una región del este, me parece, o más bien del sudeste, de los Sudetes o de Bohemia, no lo sé con certeza. Pero no importa, en todo caso, era alemán y geólogo. Y luego, por supuesto, estaban los guías y ayudantes lapones, que nos acompañaron a lo largo de todo el periplo.
—Dice que los suecos les parecieron encantadores… al principio. ¿Qué quiere decir?
—Paul-Émile era una persona muy comprometida, ¿sabe? Sentía un gran interés por las personas y una de sus pasiones era el descubrimiento del otro, ya fuera en Polinesia, como hizo más tarde, o en el Gran Norte entonces. Cuanto más extrañas y lejanas le parecían las cosas, más se entusiasmaba. Y llevó a cabo ese viaje a Laponia con ese espíritu de descubrimiento auténtico del otro. Al igual que yo, todo sea dicho, o los hermanos Latarjet. Pero pronto averiguamos que no era así en el caso de nuestros colegas. Me cuesta, a toro pasado, utilizar la palabra colega. Pero qué se le va a hacer; Paul-Émile y yo ignorábamos, cuando preparamos el viaje, que esos dos antropólogos de la universidad de Uppsala también formaban parte del Instituto de Biología Racial.
Henry hizo una pausa para observar si aquello producía algún efecto en Nina. Ella lo miraba con unos ojos muy abiertos que parecían significar que ignoraba la existencia de tal instituto.
—Paul, ve a mi despacho a buscar el libro que he dejado sobre el sillón.
Cuando tuvo el libro en sus manos, Henry Mons lo hojeó y luego se lo tendió a Nina.
—A este tipo de estudios es a lo que se dedicaban el instituto y esos señores.
Nina se tomó su tiempo para echar un vistazo a las páginas amarillentas, escritas en sueco. Se sentía observada. Se dijo que si el anciano lo había dejado aparte era porque le concedía una especial relevancia. Por ello había que dedicarle su tiempo a ese libro. Pero no tuvo que esforzarse mucho. Al final del volumen había reproducciones de fotografías. Nina no necesitó mucho tiempo para comprender que esas imágenes servían para ilustrar la superioridad racial de los escandinavos y la inferioridad… de todos los demás: lapones, tártaros, judíos, finlandeses, baltos o rusos. Era aún más caricaturesco puesto que los escandinavos estaban representados por estudiantes, pastores, empresarios o médicos, mientras que los demás parecían criminales y, en realidad, en varios casos esas subrazas estaban ilustradas con fotografías de criminales. Nina alzó la vista hacia Henry Mons. Se sentía azorada.
—Esos dos investigadores suecos eran extremadamente cultivados, encantadores. Mantenían apasionadas discusiones y, a veces, hasta era divertido, pues uno de ellos era socialdemócrata y el otro conservador. En ocasiones podían estar en ligero desacuerdo sobre esas cuestiones raciales. El socialdemócrata hablaba sobre todo del Estado providencial en marcha, que los elementos asociales no debían ralentizar. El otro tenía una lógica mucho más racial. Tiene que saber que, en Escandinavia, como comprendí tras la guerra, los ambientes eran muy proalemanes. A nosotros, sus discursos nos chocaron. Por la noche, en el campamento, manteníamos discusiones muy animadas. Sin embargo, estábamos en polos opuestos. En privado, Paul-Émile los maldecía, puesto que veía cómo aquellos hombres tergiversaban la ciencia. A pesar de todo, les necesitábamos. Y además, habían estudiado mucho a los lapones. Para ellos, pertenecían a una raza inferior, condenada a desaparecer, y argumentaban acerca de ellos como hoy se hace sobre los osos blancos, figúrese. Era odioso, de verdad odioso.
—¿Y el tambor?
—Nuestras discusiones no pasaban inadvertidas a nuestros guías. Uno de ellos, en particular, era especialmente sensible a estas porque él mismo había sido objeto del interés científico de aquellos hombres de Uppsala. Le habían medido el cráneo, como habían hecho con cientos de personas.
Henry Mons se puso en pie e invitó a Nina a seguirlo. Recorrieron un pasillo artesonado decorado con pequeños cuadros con marcos dorados iluminados por lamparillas, que representaban escenas de caza árticas. El despacho era una amplia estancia con dos paredes cubiertas de librerías en cuyo ángulo había un pequeño diván de dos plazas. Un voluminoso armario ocupaba parte de otra pared y, casi frente a la entrada, había una mesa de despacho de caoba dispuesta oblicuamente y un ventanal a la izquierda de esta. Henry Mons se acomodó detrás de la mesa e invitó a Nina a sentarse al otro lado. La joven vio que el anciano había preparado cuidadosamente el encuentro. A su izquierda se amontonaban muy ordenadas unas pilas de papeles. Sin embargo, comenzó por coger una foto que tenía a mano derecha. Se inclinó hacia delante e invitó a Nina a hacer lo mismo.
—Es del principio de la expedición. Paul-Émile, en el centro, por descontado; los hermanos Latarjet, a su derecha, y los investigadores suecos y el alemán, a su izquierda. Los suecos son los que están más cerca de él.
—Usted es ese de ahí —dijo Nina señalando con el dedo a un hombre de mirada franca y sonriente, a la derecha de los médicos franceses.
—Exacto. A esa edad, habría tratado de seducirla, señorita, créame —comentó Henry Mons con una sonrisa que pretendía ser pícara—. Y luego están los tres guías, el intérprete y el cocinero —prosiguió desplazando su dedo.
La foto se había tomado en el vestíbulo de un hotel en Finlandia, por lo que podía deducirse de las anotaciones. Los personajes que en ella aparecían mostraban una expresión adusta, típica de las fotos de antes de la guerra, como si su gravedad anunciara los terribles acontecimientos que ya se esbozaban. Todos llevaban monos. Sin duda, estaban a punto de partir. Los lapones que los acompañaban vestían su traje tradicional, con mocasines de punta curvada, sujetos a las piernas con cintas enrolladas alrededor de las pantorrillas, pantalón de piel clara de reno y túnica de paño —siempre de color azul ultramar— decorada con numerosas cintas que Nina sabía que eran multicolores desde que se había cruzado en el mercado de Kautokeino con viejos samis que aún vestían así. Los variados sombreros que lucían los lapones indicaban su diverso origen geográfico. Uno llevaba un gorro de cuatro picos igual que el que lucía Aslak, observó Nina.
Henry Mons señaló de nuevo al geólogo alemán.
—El pobre Ernst. Había estado allí antes que nosotros, pero quiso sumarse al grupo para volver a visitar cierto lugar. Falleció durante la expedición. Fue varias veces a hacer levantamientos de una zona en particular que le interesaba, y siempre se llevaba con él a uno de nuestros guías lapones. Sin embargo, un día, al regresar, sufrió una caída fatal. Fue enterrado en el cementerio de Kautokeino. Para ser alemán en esa época, Ernst era diferente. Nunca hablaba de política, ni a favor ni en contra de Hitler. Y tampoco se interesaba demasiado por esas historias que apasionaban a los dos suecos. La mayoría de las veces se mantenía al margen. Una noche lo sorprendí mientras trabajaba a la luz de una lámpara. Pude ver que estaba garabateando algo sobre un mapa geológico, pero lo tapó en cuanto llegué. No le pregunté nada. Por supuesto, eso no se hace nunca entre geólogos. Hay que respetar los secretillos de los demás.
—¿Quién es ese hombre con el gorro de cuatro picos? —preguntó Nina.
—El gorro del diablo, dirá —respondió Henry Mons con una sonrisa—. Así lo consideraban allí las gentes piadosas. El gorro del diablo. Se llamaba Niils. No recuerdo su apellido. Fue el guía de Ernst y quien nos anunció su fallecimiento. Estaba muy apenado. Como guía, creo que se sentía responsable, pues nos dijo que Ernst había muerto mientras él estaba ausente, ya que había ido a cazar un reno para comer los dos. Al parecer, Ernst cayó por una especie de falla cubierta de liquen y se golpeó la cabeza contra una roca. Sí, Niils se culpaba a sí mismo. Trabé amistad con él. Comprendí que a menudo se sentía humillado por las opiniones de los dos investigadores suecos. No se atrevía a protestar. Creo que partía del principio de que «todos hombres blancos», la expresión es suya, compartían las mismas ideas acerca de los lapones. Esa humillación se traslucía en la mirada. Veía en ella una mezcla de orgullo, de distancia y, a veces, de incomprensión, incluso de espanto. Todo eso me impresionó mucho. Al principio, no me atreví a hablar sobre este asunto con él puesto que la conversación habría de pasar a través del filtro del intérprete, pero le daba a entender, también mediante miradas, que era sensible a sus reacciones. Se dio cuenta de ello. Hacia el final de nuestra estancia, cuando sentí que podía confiar en nuestro intérprete, hablamos de ello una noche. Lo que yo había descubierto me había afectado terriblemente, pues era la prueba de una increíble injusticia.
Henry Mons hizo una pausa y Nina advirtió que tenía los ojos humedecidos.
—Papá, creo que deberías descansar —dijo su hijo Paul, que acababa de entrar.
El anciano parecía fatigado. Fingió protestar, pero acabó por ir a acostarse. Nina debería esperar.