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Lunes, 17 de enero

13.00 horas. Kautokeino

Klemet Nango se había pasado horas consultando el manual de marcas de ganaderos. Había revisado varias veces algunas páginas y al final tuvo que rendirse ante la evidencia: la marca tallada en la oreja se parecía mucho a una de las de Olaf Renson. Parecía insensato, pero así era.

Para estar seguro, iba a necesitar la segunda oreja. Solo la combinación de las dos permitía identificar con certeza al propietario. Pero ¿por qué razón iba el asesino a proceder como si se tratara de un reno? ¿Por qué no bastaba una sola oreja? Porque la amputación de las orejas y el hecho de marcarlas eran rituales que remitían al mundo del reno. De modo que la segunda oreja aparecería tarde o temprano. Klemet se levantó y bajó al despacho del Sheriff.

Entró sin llamar y se sentó frente a Tor Jensen. Arrojó sobre su mesa el manual abierto en la página en la que había una imagen más aproximada. Al lado colocó una de las fotos que le habían enviado.

Tor Jensen mascaba un regaliz al tiempo que miraba la foto y los dibujos. No necesitaba las explicaciones de Klemet para comprender adónde quería ir a parar. Cogió otro regaliz, hojeó las páginas del manual, se detuvo y prosiguió comiendo regalices sin decir nada.

—¿Y crees que es eso? ¿Crees que con la marca de la oreja se pretende conducirnos a un ganadero de renos?

—¿Qué otra cosa podría ser?

Nuevo silencio.

—Sí, me dirás, parece lógico. Salvo que…, salvo que lo que chirría es que… ¿Pretendería el asesino denunciar a alguien? Eso no lo entiendo.

Ahora era Klemet quien permanecía callado.

—Salvo que Mattis, en caso de ser su oreja, trabajara por cuenta del ganadero a quien pertenecía la marca.

El Sheriff silbó y se repantigó en su sillón. Cruzó las manos detrás de la nuca y miró con atención a Klemet Nango. Precisamente acababa de pensar en esa eventualidad y estaba reflexionando sobre lo que eso podría significar.

—En ese caso, ¿el asesinato sería una advertencia a un pez gordo? ¿Es eso lo que crees?

—No lo sé —confesó Klemet.

—Pero ¿a quién, en ese caso? Y no me quitarás la idea de que supondría un paso adelante en la escalada en los conflictos entre ganaderos, ¿no?

Dado que Klemet permanecía en silencio, Tor Jensen prosiguió.

—El pez gordo a por quien irían, más allá de la víctima, sería, en tal supuesto, Olaf Renson y, por lo tanto, habría que investigar quién tiene algún conflicto con él… Pero habría que ser un verdadero tarado para firmar así un asesinato. No puede haber muchos ganaderos con un problema tan importante con Olaf… Y además, Mattis trabajaba a veces para él, ¿con qué motivo? Klemet, tienes una idea en mente, ¿me equivoco?

Klemet ya se había puesto en pie. Salió sin decir palabra.

14.00 horas. Kautokeino

A Klemet no le entusiasmaba la idea de tener que llamar a Olaf. Sabía que el pastor y militante no lo tenía en gran estima y lo consideraba un vendido. Se conectó a la intranet. Había pocas coincidencias con su nombre, tuvo que admitir Klemet. Olaf Renson no había estado implicado en ningún caso de robo desde hacía diez años. Nada destacable. El único hecho con cierta relación fue el atropello de dos renos por un camión, según la declaración de Olaf. No se presentaron las orejas, como exigía la ley, pero a pesar de ello Olaf reclamó una compensación. Le fue denegada. Caso cerrado. Klemet leyó cada entrada. Una historia de una empalizada arrancada por un pastor vecino irascible atrajo su atención. Sin embargo, al acabar de leer, le pareció que el caso tampoco revestía importancia. Quedaban dos entradas a nombre de Olaf cuando halló algo mucho más interesante. Olaf había sido interrogado cuando le dispararon a Johan Henrik. Klemet sintió un escalofrío al leer que el arma era de Olaf. Johan Henrik había estado a punto de morir. ¿Se trataba de una vendetta?

20.15 horas. París

Nina Nansen tuvo tiempo de llegar al hotel a última hora de la tarde. Henry Mons vivía en el distrito XV de París, no muy lejos del ayuntamiento, y ella había encontrado un hotelito en la plaza Général Beuret. Una vez instalada, llamó a Paul y quedó para la mañana siguiente a primera hora para hablar con su padre. Este se encontraba mejor y estaría encantado de recibirla. Paul le dijo que incluso parecía que la visita le había dado nuevas fuerzas: se había dedicado en los últimos días a revolver sus archivos y había pasado mucho tiempo entre el despacho y el desván.

Tras colgar, se dio cuenta de que la voz de Paul había despertado de nuevo su penosa experiencia de juventud. ¿Había sido quizá demasiado ingenua? Había pensado a menudo en aquella historia, y no conseguía entender qué falta había cometido. Ese muchacho le gustaba. Aún recordaba la cadencia de su voz. La de Paul Mons provocaba en ella las mismas vibraciones. Paul tenía una voz más grave, pero el tono y la profundidad eran los mismos. La idea de pasar sola esa noche se le hacía cuesta arriba. Llamó a Klemet. Este le explicó su conversación con el Sheriff y a ella le pareció que las conclusiones de Tor Jensen eran de sentido común. Sintió que Klemet estaba molesto de que tomara partido por Jensen.

—¿Irás mañana a interrogar a Johan Henrik?

—¡Nina, no empieces como el Sheriff! Esa oreja no es una prueba.

—¿Pero irás al menos a hablar con él?

—¡Por supuesto! Solo que esta vez habrá que atornillarlo un poco más. Esta noche repasaré los conflictos en los que ha estado implicado. Ya veremos. De todas formas, creo que habrá que remontarse más de dos años si se trata de un ajuste de cuentas de esas dimensiones. Huele a vendetta. He encontrado algo que quizá le relacione con Olaf. Aún no se lo he dicho al Sheriff.

—¿Vas a ir solo?

—¿Quieres que me lleve a Brattsen?

—No os caéis bien el uno al otro. ¿Qué sucedió entre vosotros?

—Ese tipo es un racista. No tendría que estar en la policía. No hay más que decir acerca de él.

Nina sabía que no le sacaría nada más. Cuando colgó el teléfono, aún no estaba lo bastante cansada como para poder dormirse. Cogió la carpeta del caso del tambor. Contenía fotos del Centro Juhl y fotocopias de imágenes de tambores conocidos. Las observó. Esos tambores a menudo tenían forma oval. Estaban llenos de símbolos que para ella eran extraños. La joven llegó a identificar algunos, aunque resultaban muy estilizados. Reconoció los renos, por descontado, y también pájaros y otros símbolos que no podían ser más que árboles y barcos. Vio tiendas como las que había tenido ocasión de visitar, incluida la de Klemet. Y también personajes. Simplificados al máximo. De una manera casi infantil. Pero había muchos otros símbolos que no lograba situar. Podían representar divinidades o tal vez conceptos más abstractos. ¿Cuáles? Se daba cuenta de que se adentraba en un mundo que le era absolutamente desconocido. La enseñanza en el colegio acerca de los samis era muy sucinta. ¿Se debía al hecho de que fueran tan poco numerosos? Desde su formación en Kiruna, sabía que eran unas decenas de miles, ni siquiera cien mil, según lo que recordaba, a caballo entre Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia. En cada país contaban con un Parlamento. Al pensar en eso, se acordó de Olaf, de su seductora sonrisa y su extraño apodo.

¿Cuál era el papel que desempeñaba el Español? Dios mío, qué lejos está este mundo del mío, se le ocurrió. Se tumbó y pensó en su padre. Mantenía los ojos cerrados. Unas poderosas imágenes acudieron a su memoria. Papá, recordó. Y suavemente se puso a llorar.

22.45 horas. Kautokeino

André Racagnal no le había dicho nada a aquel maldito granjero, pero si había un mapa, tenía que haber también un cuaderno de campo. Así era, y no podía ser de otra manera. Así trabajaban todos los geólogos. Un mapa remitía a un cuaderno de campo en el que el geólogo anotaba todas sus observaciones sobre el terreno antes de levantar el mapa. Si un viejo mapa original como el de Olsen valía su peso en oro comparado con los mapas geológicos editados por los organismos profesionales, un cuaderno de geólogo tendría el valor del Santo Grial. ¿Dónde estaría ese cuaderno? Cabía esperar que le permitiera avanzar en la localización del yacimiento de oro. En caso de que se tratase de un yacimiento de oro. El granjero se había quedado el mapa, pero Racagnal había memorizado los principales datos. Olsen no era un profesional, por fortuna. Para el granjero, el mapa era sinónimo de un tesoro, como en las viejas novelas de aventuras. Su imaginación no iba más allá de eso. Mejor. Así Racagnal le llevaba ventaja.

Pero estaba furioso con Olsen. El policía de aspecto enfurruñado había fingido simpatizar con él, cuando ya estaba confabulado con el granjero. De lo contrario, ¿cómo podría haber sabido lo de la camarera? Aquella putita. En cualquier caso, había obedecido bien. Pero ahora no podía permitirse esas gilipolleces. Pensó en la proposición de Olsen. La exclusividad en la explotación de un yacimiento, si era verdaderamente grande, podía ser de lo más tentadora. Ya no tendría que aguantar a todos aquellos burócratas de París, aquellos geólogos de salón que proyectaban sus pulcras presentaciones en PowerPoint, pero que sin un ordenador y un GPS se quedaban tirados sobre el terreno. Les haría pagar su arrogancia a aquellos ejecutivos que le habían puesto en cuarentena a su regreso del Kivu y que se habían escandalizado como vírgenes al averiguar cómo había llevado a cabo su misión en el Congo. O más bien cuando descubrieron por la prensa lo que se había hecho en el Congo en nombre de la empresa. Porque apostaría cualquier cosa a que si los periódicos no se hubieran hecho eco de los incidentes, en la central le habrían dejado en paz. Hasta le habrían pagado su prima. Habían estado muy contentos durante los años en que pudo garantizar la seguridad de un yacimiento de coltán en una de las regiones más cutres del mundo. Cuatro años. Pasó allí cuatro años con unos milicianos locos de remate, descerebrados por el alcohol y asesinos en sus ratos libres. Recorrió la región de arriba abajo, halló el yacimiento e inició la explotación. Para permitir la extracción de ese preciado coltán que los catetos de París necesitaban para sus teléfonos móviles. Y luego le daban lecciones de moral, todo porque él, Racagnal, había tratado con esos monstruos. Le daba igual. Ah, sí, se indignaron… pero no renunciaron a sus teléfonos móviles. A tomar todos por el culo, pensó.

Cuatro años, hostia. ¿A cuántas de esas chavalillas del Kivu me follé? Un miliciano, uno de los más tarados que conoció, se creía Chuck Norris. Llevaba la barba recortada y chaleco, como el actor. Comparado con él, el auténtico Chuck era un gran intelectual. Comandante Chuck, se hacía llamar. Un verdadero tarado que estaba al mando del pelotón de seguridad del yacimiento. Racagnal le proporcionaba droga y coñac, y el comandante Chuck le suministraba chavalitas. Un buen trato. Salvo que el tipo era realmente peligroso. Un día de delirio, mató a un ingeniero de la Francesa de Minerales delante de sus narices. Por una estupidez. Y a pesar de que Racagnal le había dicho que no tenía que tocar a los europeos, pero el gilipollas del comandante Chuck se lo pasó por el forro. Así empezaron los problemas. Racagnal apartó el Kivu de sus pensamientos.

El cuaderno de campo, ¿existía? Sí así era, ¿se hallaría en la granja? Tendría que apañárselas para averiguarlo. Y si existía pero no se hallaba en la granja, ¿dónde podría estar? ¿En el ayuntamiento, en un museo local o bien en el Instituto Geológico Nórdico de Malå? En ese santuario de la geología donde se guardaban todos los archivos geológicos del Gran Norte…

Racagnal había ido allí varias veces en la época en que trabajaba en Laponia. Ese instituto era una fuente de información sin par para quien sabía descifrarla. Allí se conservaban todos los levantamientos desde hacía un siglo. Ni siquiera los americanos eran tan buenos en eso, y tampoco tenían esos recursos en un lapso de tiempo tan largo. Había mapas, cuadernos de campo, muestras, levantamientos aéreos, todo. Clasificado y accesible. Un tesoro. Pero ¿por qué iban a estar separados el cuaderno y el mapa? Eso no tenía sentido.