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Lunes, 17 de enero

11.30 horas. Kautokeino

La noticia del descubrimiento de la oreja corrió por todo el pueblo e incluso más allá. Pronto empezaron a llamar periodistas desde todos los rincones del reino. Entre tanto, la barricada del cruce había sido retirada. El pastor Lars Johnsson habló con la vieja Berit Kutsi en cuanto le llegó la información.

—Qué terrible destino el de ese Mattis Labba —le dijo dulcemente—. Era un pecador, pero un pobre hombre. Vivía muy alejado de los evangelios.

—Tal vez no fuera totalmente responsable —vaciló Berit.

—Hay que poner nuestra vida en manos de Jesús, Berit, sin eso no hay salvación. Mattis aún vivía en las antiguas creencias. No podía salir nada bueno de ello, para nadie, créeme —respondió con una mirada fría que la inquietó.

Ella precipitó su marcha.

Berit Kutsi se subió a su viejo Renault 4, una atracción en el pueblo, y circuló unos minutos hasta la granja de Karl Olsen, en las afueras. Trabajaba allí, en principio, todos los días, pero el salvaje asesinato de Mattis le había afectado profundamente, más de lo que cualquiera podría imaginar. Antes de salir de su coche, que estacionó detrás de un granero, rezó una oración, con los ojos cerrados, y luego se dirigió hacia el establo para dar de comer a las vacas.

Karl Olsen acababa de hablar por teléfono con Brattsen cuando vio llegar a Berit.

—Dios mío, Dios mío, esta holgazana podría darse un poco más de garbo.

Iba a salir para regañarla cuando sonó su teléfono.

—Tendríamos que hablar de las condiciones.

Olsen reconoció el acento francés.

—Venga a mi granja ahora. Pronto tendré que volver al ayuntamiento.

Olvidándose de Berit, subió de forma silenciosa a su habitación, fue hasta el fondo y abrió una puerta baja que podía simular un armario. Aunque a esa hora no hubiera nadie en la casa, se volvió, desconfiado. Entró en una pequeña estancia iluminada por una luz pálida y llena de cajas, rollos y papeles viejos. Tendió la mano hacia un pequeño baúl e introdujo aplicadamente la combinación. Sacó un sobre grande, que alisó contra su pecho, y luego, una vez que estuvo todo cerrado de nuevo, descendió. Estaba entrando en la cocina cuando vio el Volvo del francés detenerse frente a su casa.

Lo esperó a la puerta de la cocina. Cuando Racagnal llegó, lo invitó a tomar asiento. Dejó el sobre bien visible a su derecha. Satisfecho, constató de reojo que el francés no le quitaba la vista de encima.

—Eso podría provocarme un problema con mi empresa —afirmó de entrada el geólogo.

—Sabrá cómo tranquilizarlos. El premio bien vale el riesgo.

—¿Tiene el mapa?

Karl Olsen deslizó despacio el sobre hacia él. Este sacó de dentro un papel amarillento y lo desplegó con precaución. Sin duda alguna, se trataba de un mapa geológico. Una verdadera obra de arte realizada con la aplicación de antaño, si bien el francés reconoció a primera vista que era obra de un geólogo aficionado y observó, además, las curvas, los símbolos y los colores, signos de un levantamiento atento y laborioso efectuado sobre el terreno sesenta o setenta años atrás. Aquello despertó en él numerosos recuerdos, él, que se consideraba un geólogo de la vieja escuela, que aún sabía manejar papel y lápiz, y no como aquellos pardillos que sacaban un ordenador en cuanto veían una piedra.

—Interesante —afirmó—. Capas graníticas…

Se quedó en silencio y se concentró. Un mapa geológico representaba cientos, a veces miles de horas de trabajo sobre el terreno. Para levantar uno, había que saber leer el paisaje, pero también era necesario ir más allá de las apariencias, ver lo invisible bajo las capas de tierra, de vegetales o bajo las morrenas. Los mapas como aquel eran irreemplazables, puesto que contenían multitud de detalles. Unos detalles que se eliminaban poco a poco a medida que se modernizaban los mapas y se prescindía de los elementos más específicos para concentrarse en los grandes conjuntos de rocas en función de su naturaleza. A juzgar por su aspecto, aquel mapa debía de ser fruto de la observación directa sobre el terreno, dada la multitud de puntos, manchas y llamadas que incluía. Un mapa original, constituido a partir de lo que uno o varios geólogos realmente habían visto y anotado en una zona concreta, con un inestimable lujo de detalles.

Un verdadero geólogo siempre buscaba el mapa original, el viejo, el que olía a sudor y al paso del tiempo, porque el geólogo que trabajaba sobre el terreno estaba dispuesto a anotar hasta la menor anomalía. Y eran esas pequeñas singularidades las que hacían a los grandes geólogos. De inmediato, Racagnal sintió que su instinto de cazador se despertaba, y la subida de adrenalina le envió una poderosa imagen de la joven camarera, Ulrika.

Racagnal reconoció la complejidad de los terrenos propia de aquella región aplastada por glaciares durante milenios y observó las leyendas del mapa, pero, de hecho, no había nada que le permitiera situar de forma precisa aquel levantamiento. Las esquinas y los bordes del mapa estaban desgastados, llenos de manchas. Daba la impresión de que el mapa había sido manipulado a menudo. Alguien lo había desplegado en numerosas ocasiones. Para tratar de desvelar el misterio.

—¿De dónde procede este mapa? —preguntó el francés al cabo de un buen rato.

Olsen lo miró con desconfianza. No faltaba mucho para la reunión de la comisión de asuntos mineros. Además, había muchas posibilidades de que fuera anulada tras el hallazgo de la oreja, pero era preciso presentar aquella maldita nueva solicitud de permiso.

—Lo heredé de mi padre. Él lo dibujó.

Racagnal lo contempló de nuevo en silencio.

—¿A quién se lo ha enseñado?

—¡A nadie! ¿Por quién me toma? Mi padre me dijo en su lecho de muerte que ahí había un gran yacimiento de oro. Pero ese viejo loco olvidó que no había indicado ningún nombre de ese lugar. O bien lo hizo expresamente. Cosa que no me extrañaría. No había que esperar que el maná cayera del cielo. Pudo hacerlo expresamente, ese viejo cabrón.

Racagnal estudió el mapa.

—Hay varios sitios en la región que presentan este tipo de configuración. Dado que no hay ningún dato sobre el lugar, la única manera de averiguar su localización es salir de pesca.

—¿Salir de pesca?

—Hay que ir sobre el terreno. Ver, sentir, probar, rascar. No hay otra solución. ¿Dijo que el reconocimiento aéreo está prohibido?

—Sí, por culpa de los malditos renos. Y además me parece que, dado que la prospección de uranio está prohibida en nuestros países, no se quiere que la gente pueda hacer inspecciones aéreas para descubrir las zonas radiactivas. Aquí, todo lo relacionado con el uranio es tabú.

—¿Y a usted también le parece que debe ser tabú?

—A mí me da igual su uranio. Lo que quiero es mi oro. Así, ¿está de acuerdo, sí o no?

Racagnal contemplaba las grandes curvas que se entrecruzaban y aquellos puntitos, aquellas manchas.

—Ya lo ve, lo que mi padre marca como metales amarillos, esos puntitos donde hay oro. ¿Lo ve?

—Lo veo —dijo Racagnal.

Pero, por el tono de su voz, parecía vislumbrar algo más que eso. El granjero lo tomó como la visión de un yacimiento aún más grande.

—Entonces, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —decidió el francés.

—Perfecto, me voy al ayuntamiento. Fírmeme este papel y cumplimente el dosier. Yo lo completaré. Hay que presentarlo a la Agencia Minera. ¿Cuánto tiempo necesitará para llevar a cabo la prospección e identificar el terreno a partir del mapa?

Racagnal lo observó con desprecio.

—¿Cree que eso se hace en un abrir y cerrar de ojos?

—Estaba dispuesto a partir, ¿no es cierto?

—Pero tengo que consultar todos los mapas geológicos de la región para ver cuáles cuadran más con el de su padre.

A Racagnal lo exasperaba el tono del granjero.

—Y además no trate de dictarme mi manera de trabajar.

Entonces fue Olsen quien lo miró con displicencia. Se acercó al francés y pegó su cara contra la de él, a pesar del dolor de nuca.

—Cree que somos unos campesinos andrajosos, unos inútiles, ¿me equivoco? —le dijo Olsen con suavidad—. Si trata de engañarme, o si no hace lo que le digo, y lo antes posible, podría pedirle a alguien que se interesara por lo que hacía usted en Alta el otro día.

Dio un paso atrás y desplegó la noticia que había recortado de un periódico en la que se relataba la violación de una colegiala en Alta.

—He sabido por un buen amigo que le gusta manosear a las chiquillas. Estuvo en Alta ese día, ¿verdad?

—¿Trata de hacerme chantaje? Fui a Alta a buscar material, eso es todo.

—¡Siéntate y cierra la boca! —gritó Olsen—. Y si no encuentras rápido ese terreno, podría ser que el testimonio de una tal Ulrika, que por lo que he comprendido aún es muy fresco, aterrizara en una mesa de despacho de la policía.

—¿Qué dice?

—Nos tomas por unos palurdos, ¿verdad? Pues ya ves que podemos ser muy rápidos. Así que ahora te pones manos a la obra. Y si manejas bien el timón, tendrás la exclusividad y te podrás tirar a todas las chiquillas que quieras. Tienes una semana. Voy a acelerar los trámites para que estén listos para la próxima reunión de la comisión. Probablemente no se retrasará más de una semana. Y, además, también me vas a firmar este papel. Pero esto quedará entre tú y yo. Es un pequeño contrato que nos liga y en el que se explica que yo soy el propietario del terreno. Y guardaré ese pequeño contrato, muy obediente, en mi pequeño baúl, junto con el testimonio de la pequeña Ulrika y el artículo sobre Alta. Así, si me sucediera algo, llegarían hasta ti.

—Sin un guía, no creo que sea posible localizar el terreno en tan poco tiempo —aventuró Racagnal.

Karl Olsen se calmó.

—El mejor, probablemente, es un tal Aslak, aunque no será fácil convencerle. Aslak Gaupsara. Vive en la montaña. Es un salvaje, pero es cazador de lobos y un rastreador increíble. Conoce la región como la palma de su mano. En cuanto tengas el material, ven de nuevo a verme aquí.

12.00 horas. Kautokeino

Para acabar de convencer a Brattsen y que se sumara en secreto al negocio del yacimiento, Olsen tuvo que prometerle que sería el jefe de seguridad y que tendría un salario que no podía ni siquiera imaginar, ni llegando a jefe de policía. Un mal menor, se decía Olsen. A la vez, el simple hecho de contar ya con un jefe de seguridad de su mina de oro, cuando ni siquiera la habían encontrado, la hacía casi real. Olsen comenzaba a creer en ello, tras decenios de esperanzas frustradas. Pero aún había un eslabón perdido. Había ese… Dios mío, apartó el pensamiento. Y Dios mío, esa Laponia era tan vasta… Había estado tan cerca, y luego… Frenó bruscamente delante del ayuntamiento. Los policías se habían marchado. Menudos holgazanes, pensó. De nuevo le vino a la cabeza su padre. Le había dicho a Racagnal que este había dibujado el mapa. El francés no tenía por qué conocer la verdad. No tenía por qué saber que su padre había robado ese mapa, pero que nunca logró descubrir la situación exacta del yacimiento. A lo largo de toda su juventud, Karl Olsen lo vio partir en interminables travesías con un detector de metales y aquel maldito mapa. Había encontrado alguna cosilla, pero nada que se pareciera al milagroso yacimiento prometido por los puntos amarillos del mapa.

Los cuatro miembros de la comisión ya estaban sentados a la mesa cuando Olsen ocupó su lugar. Como imaginaba, el presidente, miembro del partido de los samis nómadas, abrió la sesión y declaró, acto seguido, que se disponía a aplazarla, a la vista de los acontecimientos.

Alrededor de él, los demás asintieron en silencio. El presidente de la comisión era un hombre respetado por los habitantes del pueblo, un viejo sabio, y su opinión tenía gran peso. Olsen lo sabía.

—Sin embargo, hay que tomar decisiones importantes. El próximo informe de la Agencia Minera tendrá consecuencias duraderas sobre nuestro municipio durante los próximos diez o quizá veinte años. Hay numerosas empresas que se interesan por la región debido a los minerales. Es la zona más rica de Europa, y buena parte de Laponia no está explotada y ni siquiera explorada. Pero no hay que taparse los ojos. Las presiones son enormes. Porque se sabe, o se cree, que hay yacimientos inmensos.

A Karl Olsen le costaba permanecer inmóvil. Volvía el busto, con discreción, para observar a los otros miembros de la comisión. Era el único que no era sami. ¿Por qué bando se decantarían? ¿Les podría el cebo de la ganancia? Así lo esperaba.