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11.10 horas. Carretera 93

Nina circulaba por la carretera 93 entre Kautokeino y Alta, en dirección al aeropuerto. Tenía mucho tiempo y conducía lentamente. Debido a las nubes negras que cubrían la región, la temperatura apenas superaba los veinte grados bajo cero. Pero soplaba el viento, que provocaba remolinos de nieve. A esa hora del día ya debería haber aparecido el sol. En lugar de eso, estaba tan oscuro como de noche. El paisaje era invisible. En algunos tramos, el pavimento estaba cubierto de una capa de hielo, y Nina disminuyó aún más la velocidad. La carretera serpenteaba un poco, el viento seguía soplando y a veces la ventisca la cegaba; además, el haz de sus faros se reflejaba contra una nieve que en algunos sitios era casi compacta. Ahora descendía y pronto llegaría a la altura del lago, asiduamente utilizado en invierno por los pilotos de motonieves. Le costaba distinguir los laterales de la calzada debido a la mala visibilidad. De repente, vio una sombra que surgía de la derecha. Dio un golpe de volante, patinó y evitó la sombra. Un reno, se dijo, con el corazón en un puño. Recuperó el equilibrio tras acelerar de nuevo y patinar sobre el hielo, pero aparecieron nuevas formas que se acercaron a ella deprisa, muy deprisa. Golpeó a una de frente. El impacto contra algo blando provocó que diera un bandazo. Un camión que se dirigía hacia ella a toda velocidad le hizo señales con los faros y tocó el claxon con violencia. Nina giró y aceleró a un tiempo, dio un nuevo bandazo, patinó y fue a estrellarse contra un montón de nieve en la siguiente curva. Sufrió una sacudida brutal y oyó un siniestro ruido cuando la aleta derecha se hundió. Luego, nada. Mantuvo las manos al volante y sintió que la invadía la adrenalina, incapaz de moverse. A continuación, se llevó la mano derecha al corazón y notó los latidos desbocados, y se volvió. No se veía nada. El camión ni siquiera se había detenido. Nina dio marcha atrás para estacionar el vehículo en una pequeña área de aparcamiento. Dejó el motor encendido y puso las luces de emergencia. Se caló el gorro y los guantes y salió con la linterna. La ventisca le cortaba la cara. Había perdido toda noción de distancia. El viento casi la cegaba y le mordía la piel. Se metía en su mono mal abrochado. El frío se apoderó de ella. Trató de orientarse con las huellas de los neumáticos, pero la ventisca lo barría todo y su linterna, a pesar de ser muy potente, no iluminaba más allá de tres metros en la nieve, que soplaba casi en horizontal. Acabó por distinguir una figura a la izquierda. El reno estaba en medio del talud de nieve, con las patas traseras sobre la carretera. Todavía estaba vivo. Le colgaba la lengua a un lado y sus ojos muy abiertos expresaban espanto. O puede que dolor. O ambas cosas a la vez. Nina aún estaba en estado de choque, ensordecida por la tempestad, estremeciéndose por el frío y la adrenalina, desamparada ante aquel animal que era evidente que tenía la pelvis rota. Frente a ella se extendía su sangre ya mezclada con el hielo. Se volvió, a punto de echarse a llorar, y lanzó un grito aterrorizada. Detrás de ella vio una silueta. Con el viento, no había oído llegar a nadie. Aslak. Su barba devorada por el hielo la aterrorizó. Tenía las mandíbulas apretadas, musculosas, y los ojos muy hundidos, inyectados en sangre: expresaban una cólera que asustó más a Nina. Sola, en medio de la tempestad y frente a aquel hombre, de repente tuvo miedo. Iba cubierto con su capote de piel de reno. De hecho, iba cubierto de los pies a la cabeza con prendas de piel de reno. Nina aún no se podía creer que hubiera surgido así de la nada, en plena tormenta.

—Pero ¿qué hace aquí?, ¿qué está haciendo aquí?

Ella le gritó, no para hacerse oír, sino para aliviar su tensión, pues no podía perdonarle que la hubiera espantado de esa manera. Aslak no reaccionó. Se apartó, avanzó y se inclinó hacia el reno. Tocó al animal y lo miró. El reno aún tenía los ojos muy abiertos, asustados, pero la presencia del pastor pareció tranquilizarlo. Nina asistía, inmóvil, presa del frío y temblorosa a esa escena surrealista que iluminaba con su linterna. Aslak se había arrodillado en la nieve y acariciaba al animal con una ternura que ella jamás habría sospechado. A Nina le invadió brutalmente una inmensa emoción, con esa imagen que hacía revivir en ella unas imágenes muy nítidas, muy fuertes y también muy absurdas. La imagen de su padre, ese hombre herido, cuando le acariciaba el cabello por la noche, cuando ella tenía miedo de dormirse tras haber sufrido una nueva crisis. Le era difícil controlarse, pues las emociones eran muy violentas, y no vio a Aslak desenfundar un cuchillo. No se dio cuenta de ello hasta que, con un golpe rápido y seguro, mató al reno. El animal expiró enseguida. Aslak le cerró los ojos y lo acarició aún durante un rato.

—¿Se dirige a Alta?

Nina alzó la cabeza, como si esas palabras la sorprendieran.

—Sí —balbució.

—En ese caso, cargaré el reno en su coche y así lo podrá depositar en la policía. Ellos se ocuparán del papeleo.

Se agachó, cogió al animal en brazos y siguió a Nina. Una vez que lo hubieron metido en el maletero, se sentaron los dos en el coche. Ella se disponía a arrancar, pero él la detuvo.

—Me quedo. Tengo que llevar otros renos.

—¿Con esta tormenta? ¿Dónde está su moto? No lo he oído llegar…

—He venido esquiando.

—¡Está loco!

—¿Loco? Sí, es lo que dice la gente de por aquí —respondió tranquilamente.

Sus ojos ya no resplandecían con la misma furia.

—¿Era uno de sus renos? —preguntó Nina con voz triste.

—Eran dos de mis renos.

—¿Dos?

—Era una madre, una de mis preferidas, era inteligente. Llevaba a su pequeño. Debía nacer esta primavera. No olvide indicar eso en Alta.

Nina sintió cómo le ascendían unos sollozos, pero apretó los dientes y se contuvo. Miró al frente.

—Aslak, lo siento mucho. Se los reembolsarán, ¿verdad?

El pastor permaneció un momento sin decir nada.

—Si no fuera usted policía, no habría declarado el accidente.

—Pero ¿por qué, puesto que tiene derecho a que le reembolsen? ¡La administración hará justicia!

—No creo en la justicia de ustedes.

—Se equivoca, tiene derecho a la misma justicia que cualquier otra persona aquí; tiene derecho a ser tratado como los demás.

—¿De verdad?

Había tal desengaño en la mirada de Aslak que Nina sintió una súbita piedad hacia él. Aquello le dolió. Con un gesto casi incontrolado, apoyó su mano sobre la suya y, casi de inmediato, la retiró. Estaba trastornada, no sabía qué hacer, quería que se marchara. Quería que sus ojos delataran alguna cosa, y la mirada espantada del reno se imponía, como para enturbiar su visión. Hundió su cara entre los codos y los codos en el volante. Cuando se echó atrás en su asiento, y ya empezaba a serenarse, vio la mano de Aslak tendida hacia ella. En el interior, había una bolsita de cuero.

—Dentro hay una joya de estaño que yo mismo he labrado. Cójala, y llévese con usted el alma de los renos. No se lo reproche.

Sin aguardar su respuesta, abrió la portezuela y desapareció en la oscuridad.