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Lunes, 17 de enero

10.30 horas. Kautokeino

Brattsen interrogaba a Ingrid cuando Klemet llegó solo. Nina estaba acabando de prepararse antes de ir al aeropuerto de Alta. La víspera se habían separado con cierta melancolía.

Brattsen ni siquiera le prestó atención. Un policía hacía fotos de la oreja y otro buscaba huellas. La recepcionista explicó que había encontrado la bolsa de plástico clavada con una chincheta en la puerta. Ignoraba cuánto tiempo había estado allí la bolsa. Se trataba del pasillo de las salas de reuniones, y la junta del mediodía tenía que ser la primera del día, así que no podía saberse si alguien había pasado por allí antes. Mientras Brattsen proseguía el interrogatorio, que probablemente no conduciría a nada, estimó Klemet, pues cualquiera podía entrar en el ayuntamiento como Pedro por su casa, él se acercó al lugar donde estaba la oreja, todavía en el suelo. Distinguió con claridad unos cortes en el lóbulo. Pero lo que luego vio le dejó estupefacto.

Habían cortado la oreja de Mattis, pues no cabía duda alguna de que era la suya, como si fuera la de un vulgar reno. Como cuando los ganaderos marcan a las crías con el cuchillo para establecer que son de su propiedad. Se arrodilló para tomarse su tiempo. Había incisiones en dos lugares. Una, en la parte inferior de la oreja, formaba una especie de círculo, pero un círculo incompleto, un poco como una media luna iluminada en tres cuartas partes. La otra, en la parte superior, parecía más compleja. Recordaba un poco a una garra y, justo debajo, se veía una señal que, sin estar seguro de que formara parte del mismo conjunto, podía recordar…, quizás, a la marca producida por el movimiento de un anzuelo, un gancho. Klemet se puso en pie. Brattsen había acabado de interrogar a Ingrid, que se había marchado acompañada por un colega que la sostenía del brazo.

—¿Qué, Gordo? ¿Ya estás aquí?

Y tras decir esto, se fue. Klemet se dirigió al fotógrafo.

—Ya me harás llegar las fotos.

El policía se preguntó con qué podía asociar aquella marca. ¿Era la de un ganadero? ¿Por qué hacerle semejante señal? El descubrimiento de esa oreja y en semejante estado haría avanzar la investigación. ¿Con qué tipo de perverso se las estaban viendo?

Llegó a comisaría, se encerró en su despacho y tomó de inmediato el manual de la oficina de gestión de los renos que recopilaba las marcas de todos los ganaderos de Laponia en los tres países nórdicos. Había miles, algunas ya no se utilizaban, pero conservaban el derecho legal de seguir existiendo. Klemet se frotó la frente. Aquella marca le recordaba algo vagamente, pero una vaga idea no era de mucha ayuda. No quedaba más remedio que ponerse manos a la obra. Descolgó el teléfono, para avisar a Nina, luego cogió un bloc de notas y un bolígrafo y comenzó a hojear el manual.

11.00 horas. Kautokeino

Tras dar una buena vuelta para comprobar si en los alrededores había algún vehículo sospechoso, Brattsen iba de camino a comisaría cuando vio el coche del francés estacionado frente al pub en el que se habían encontrado la otra noche. Debería haber vuelto a comisaría para ocuparse de la investigación, pero había tenido una intuición. Estacionó junto al Volvo. A juzgar por el aparcamiento, aún no había nadie más. La gente no llegaría hasta al cabo de un cuarto de hora, para el almuerzo. Empujó silenciosamente la puerta y vio a Racagnal en la barra, delante de una cerveza. Parecía pensativo. El policía se disponía a avanzar cuando vio a la camarera salir de la cocina e ir a la barra. No era Lena, sino su hermana pequeña, dos años menor que ella. Vio, a continuación, a Racagnal tender la mano sobre la barra para acariciarle el labio con el pulgar. Ella sonrió con timidez y le apartó la mano. Acto seguido, se volvió para dirigirse a la cocina, al fondo, mientras Racagnal giraba ligeramente la cabeza hacia la izquierda para mirarle el culo. Sus ojos estaban siguiendo naturalmente su movimiento hacia la izquierda cuando advirtió, en la sombra de la entrada, la silueta del policía. Se miraron y Brattsen avanzó hasta la barra.

—Ulrika, una cerveza, una light.

La joven le llevó la cerveza. Al pasar, dirigió una equívoca mirada al francés y volvió a la cocina. Brattsen alzó su vaso hacia él.

—¿Aún no se ha marchado?

—Enfilo la recta final. Ya solo espero la luz verde del ayuntamiento.

—Ah, sí, el ayuntamiento.

Brattsen no le comentó nada de la oreja que habían descubierto. Bebió un poco de su cerveza y le dijo, bajando la voz:

—Esa sí que no tiene dieciocho años.

Racagnal no respondió.

—Pero menudo culito, ¿verdad?

El geólogo se sorprendió, pero no lo dejó traslucir. No conseguía situar al policía. Sin embargo, la evocación de las formas de la camarera le encendió los sentidos.

—Sabe, esas chavalitas no son difíciles.

Racagnal contenía la respiración y seguía mirando fijamente al frente. Sentía que el policía quería llegar a algún sitio.

—Y además están bastante acostumbradas, hasta su padre se las folla.

Ulrika salía de la cocina en ese momento. Los dos hombres la miraron. Ella apartó los ojos, bruscamente intimidada, y regresó a la cocina.

—La verdad —dijo Brattsen— es que no hay más que servirse. Su padre no pondrá ninguna objeción, se lo aseguro. Ulrika —llamó.

La joven volvió a salir.

—Ven aquí.

La joven rodeó la barra y se situó junto a los dos hombres. Racagnal tenía la respiración acelerada, pero continuaba sin decir nada. Brattsen puso la mano sobre la mejilla de ella, que pareció algo sorprendida.

—¿Qué tal, chica? —dijo. Le acarició con el pulgar, con una ternura inhabitual por su parte—. ¿Todo bien en el colegio y en casa?

Su pulgar le acariciaba ahora los labios, y contrastaba con el discurso banal que desconcertaba a la muchacha. No sabía qué actitud adoptar.

Racagnal no se lo podía creer. La joven, con la mirada algo extraviada, se dejaba hacer. El policía había echado el torso un poco hacia atrás para observar al geólogo. Este contemplaba, fascinado, cómo el pulgar rozaba los labios de la chiquilla con una caricia que pretendía ser paternal pero que era en exceso carnal. Al final, Brattsen retiró con brusquedad la mano.

—Ulrika, serás amable con mi amigo, ¿verdad? —dijo poniéndose en pie para marcharse.

La joven adoptó un aire sumiso y se dirigió a la cocina sin volverse. Racagnal tenía la mirada ardiente y no apartaba la vista de la puerta de la cocina.